PRIMER DÍA —1º de septiembre
San Miguel, vengador de los derechos de Dios.
Conforme a los escritos de Moisés, en el principio Dios creó los Cielos y a cuantos los habitan. Es decir, a los ángeles, los “primeros nacidos de Dios”, según la expresión de Santo Tomás: puros espíritus o criaturas incorpóreas, invisibles, incorruptibles, espirituales y dotados de inteligencia y voluntad. El Señor los situó en un mundo espiritual adecuado a su naturaleza, lo que los teólogos llaman el Cielo de la Prueba, un lugar donde estos espíritus superiores celebran con todo su ser la gloria infinita del Creador.
Entonces, dicen estos mismos teólogos, se les apareció un día Jehová sosteniendo entre sus brazos a su Divino Hijo, revelando así el Misterio de Amor que había establecido en su infinita sabiduría. Mas Lucifer, uno de los principales, puede que el primero de los Serafines, se rebeló y clamó: “Yo me alzaré hasta el Cielo, colocaré mi trono por encima de las estrellas, me sentaré a la derecha del Todopoderoso y seré semejante al Altísimo: ¡Non serviam!” Y, así, la tercera parte de las inabarcables multitudes que forman las falanges angélicas se separaron repitiendo aquel grito de apostasía: Non serviam! (no serviría) ¿Se dejaría el resto de los ángeles arrastrar por tan funesto ejemplo? Un solo momento de duda podría, quizás, condenar toda una eternidad. También San Miguel se lanzó, con la velocidad del rayo, contra Lucifer, para vengar los derechos desafiados de Dios, exaltando su grandeza y poder. Como relata el apóstol San Juan, se libró entonces un gran combate en el Cielo. San Miguel y sus ángeles combatieron contra el Dragón (Lucifer), y el Dragón y sus ángeles contra él. Pero los ángeles rebeldes resultaron los más débiles y fueron expulsados para siempre del Cielo. ¡Quién podrá alguna vez hacerse una idea exacta de esta lucha incomparable! ¿Qué pluma osará tratar de describir las peripecias de este combate? ¿No es este el más grande y temible de los combates que han existido y que pueden existir? Es grande por el número y por el poder de los combatientes, por ser el comienzo de todos los demás, por sus inmensos y eternos resultados y por tener como objeto la misma Verdad. No es menester imaginar miembros mutilados, ni armas materiales ni sangre corriendo entre nosotros: es un choque de pensamientos y de sentimientos. Una lucha terrible, junto a la cual nuestras batallas más intensas no son sino una débil imagen, pues la lucha entre los espíritus, entre las inteligencias, y entre las voluntades sobrepasa la lucha entre los cuerpos, es trascendental la diferencia que separa el orden espiritual del material.
En todo momento hace Miguel tronar en los cielos su grito: ¿Quis ut Deus? ¿Quién como Dios? ¿Quién se puede igualar a Dios? ¿Puede dudarse en acudir al combate ante semejante llamada?
Ya está hecho: un abismo se abre, es el infierno. El ángel de luz devenido ángel de las tinieblas rueda hasta el fondo de ese abismo, arrastrando en su caída a todos los cómplices de su rebelión: Caudat ejus trahebat tertiam partem stellarum coeli, (Su cola atraía la tercera parte de las estrellas del cielo). En el mismo instante el Cielo se abre también. Es el Cielo de la Gloria, que sucede al Cielo de la Prueba. Miguel y los suyos se lanzan ante el Dios tres veces santo para contemplarle cara a cara y regocijarse eternamente en la compañía de las tres personas de la augusta Trinidad. ¡Pero qué triunfo es para San Miguel! Cuando accede a los campos sagrados y la tropa victoriosa repite tras el vencedor de Satán: Hoy es el día en que se estableció la salvación, la fuerza y el reinado de nuestro Dios y el poderío de su Ungido. Cuando en presencia de la Santísima Trinidad gloriosamente vengada él repite ¿Quis ut Deus? y los ángeles fieles cantan Santo, santo, santo es el Señor; Dios de los ejércitos; llenos están el Cielo y la tierra de su gloria. ¡Qué grandioso espectáculo! ¡Sí, forma una bella visión la del sello de los siglos, este primero entre todos los triunfadores, en su entrada en el reino celestial con sus valerosas legiones que desfilan cantando su victoria bajo los ojos complacidos de nuestra fe!
¡Qué acogida recibirá de Dios! ¡Qué corona depositará el Rey inmortal de los siglos sobre la frente de su heroico campeón! Ved todos a la Santísima Trinidad mirando con complacencia al mayor de los héroes sosteniendo en sus manos la más bella corona que el Señor puede depositar sobre la frente de alguna de sus criaturas, con la excepción de la reservada a la Maternidad Divina, y diciéndole a tan admirable triunfador: “Ven, ven, entra en la alegría de tu Señor, recibe la corona que te he preparado en el seno mismo de tu Dios y goza de los privilegios y el poderío tales que nada ni nadie alcanzará nunca una dignidad tan eminente como la tuya.”
MEDITACIÓN
Vengando los derechos de Dios, San Miguel nos hace ver una vez más el soberano dominio del Creador sobre todas las criaturas: nada puede existir fuera de Dios, es por Él y en Él que tenemos el ser, el movimiento y la vida. ¿Comprendemos esto? ¡Quizás! ¿Pero es nuestra conducta acorde con nuestros sentimientos? ¿No actuamos a menudo como si lo ignorásemos? ¿No abusamos a veces hasta el punto de violentar directa o indirectamente los derechos imprescriptibles de Dios? Y, si no estiramos nuestra temeridad hasta ese punto, ¿estamos seguros de no poder fallar y reducir nuestro temor dando rienda suelta a nuestras pasiones? Y cuando, delante de nosotros, estos derechos de Dios son reclamados, ¿tenemos el valor de defenderlos? ¿Estamos prestos a luchar, si se tercia, con el celo y la entrega desinteresada de San Miguel que nos han sido dados como modelo?
ORACIÓN
Oh, San Miguel, tú que has vengado gloriosamente los derechos de Dios, danos el coraje y la fuerza de luchar, si es necesario, por la gloria de Dios y para establecer su reinado sobre la tierra, a fin de que todos aquellos que han sido creado puedan conocerle, amarle y servirle, sostenidos y fortificados por tu ejemplo, sabiendo siempre y en todo lugar reconocer su insignificancia ante la suprema majestad de Aquel que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
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