viernes, 23 de abril de 2021

SAN JORGE DE CAPADOCIA, MÁRTIR. —23 de abril.


 


—Entre otras cosas con que los herejes han procurado oscurecer el resplandor de los santos y la gloria de la Iglesia católica, una ha sido escribir las vidas de algunos gloriosos mártires del Señor mezclando en ellas tantas fábulas y cosas prodigiosas, que los que las leyesen las tuviesen por increíbles y juzgasen que aquellos santos, cuyas vidas leían, ni habían sido santos ni eran dignos de ser tenidos por tales.

 

 



   Esto testificaba la sexta sínodo, que manda que tales libros se quemen y que no se publiquen ni lean. Esto mismo consta por el decreto que hizo san Gelasio, papa, de los libros apócrifos; los cuales dice que en la Iglesia romana no se lean por ser compuestos de herejes, y entre ellos pone el martirio de san Jorge, mártir, cuya vida aquí queremos escribir. De manera que por aquel decreto de san Gelasio sabemos que los herejes escribieron la vida y martirio de san Jorge, y que esta tal vida está vedada, aunque no sabemos qué vida es ésta ni quién la escribió. Y ésta es la causa por que en el Breviario romano reformado por Pío V no se ponen lecciones particulares de san Jorge, ni se hace mención de su vida y martirio, por no tener por seguro lo que se halla escrito de él, y desear la Iglesia romana huir, como de pestilencia, de cualquiera cosa que de mil leguas pueda oler a doctrina o artificio de herejes.

 

 

   Luis Lipomano, obispo de Verona, sacó a luz dos vidas de san Jorge mártir, la una, que hubo en Venecia, escrita por Metafrastes: y la otra de la librería de Grota Ferrera (que es un monasterio de monjes griegos de la orden de san Basilio, como cuatro leguas de Roma), escrita por Pasicrate, criado del mismo san Jorge, las cuales hizo traducir de griego en latín y las publicó, y dice que no son estas vidas las que Gelasio papa reprobó, y que antes están aprobadas con el testimonio de la Iglesia oriental, en la cual cada año se suelen leer compendiosamente, teniéndolas por verdaderas. Y Surio también las pone en su segundo tomo de las Vidas de los santos. Mas el cardenal Baronio, examinando con la curiosidad y puntualidad que suele estas vidas, no las tiene por tan legítimas y sinceras que no haya en ellas algunas cosas pegadizas y añadidas é insertas, que carecen de verdad. Y por lo cual hoy había pensado dejar del todo la vida de san Jorge, y seguir en esto el Breviario romano, por no poner cosa de los santos que no sea muy cierta y segura: más después me ha parecido que puedo seguir la censura y autoridad de dos varones tan graves como fueron Lipomano y Surio, tan beneméritos de la Iglesia católica, y así tomaré de las vidas de san Jorge que ellos ponen, lo que me parece que es más cierto y edificado, y dejando lo que al cardenal Baronio y a mí también me parece que no tiene tanta probabilidad y fundamento de verdad.

 

 


   Fué san Jorge natural de Capadocia, hijo de padres nobles y ricos, y desde su niñez criado en la religión cristiana, el cual, siendo ya mozo y de muy gentil disposición y grandes fuerzas, siguió la guerra, y por su gran valor le hicieron tribuno o maestre de campo en el ejército del emperador Diocleciano, que honró mucho a san Jorge por sus grandes partes, no sabiendo que era cristiano, pensando servirse de él en cosas grandes y hazañosas. Sucedió que, queriendo el emperador perseguir a la Iglesia católica, y desarraigar, si pudiera, del mundo la fe de Jesucristo nuestro Redentor, para que floreciese más el culto de sus falsos dioses, de los cuales (engañado) creía que estaba colgada su felicidad y la majestad de su imperio; propuso a sus consejeros y ministros la voluntad que tenía de perseguir y acabar con atrocísimos tormentos a todos los cristianos que pudiese haber a las manos, pidiéndoles para esto su servicio y consejo. Y como la lisonja es tan poderosa y tan común en los palacios de los príncipes, todos los circunstantes loaron y aprobaron la determinación del emperador. Sólo san Jorge, que se halló presente, la repugnó como cosa injusta y contraria al culto del verdadero Dios, cuyo amor y religión tenía en su pecho, aparejado a perder antes la vida que apartarse un punto de ella. De las palabras que dijo san Jorge conoció el emperador y todos los que le oyeron que era cristiano, y procuraron desviarle de aquel propósito, poniéndole delante la flor de su juventud, su nobleza y riqueza y gallardía, los favores y mercedes que había recibido del emperador, y las que para adelante podía recibir, y los daños que se le podían seguir no sacrificando a los dioses como Diocleciano se lo mandaba. Mas el valeroso soldado de Cristo no se turbó ni enflaqueció, antes volviéndose al emperador, le dijo: «Mejor sería, ¡oh Diocleciano!, que tú conocieses y adorases al verdadero Dios, y le ofrecieses sacrificio de alabanza, porque así te daría otro reino más excelente que el que tienes al presente, porque éste es frágil y caduco, y en un punto se acaba, y todo lo que hay en él, porque su misma naturaleza es breve y se desaparece entre las manos yo no puede aprovechar al que le posee. Y teniendo y este conocimiento y luz, no te canses, ¡oh emperador!, en persuadirme que deje a Dios verdadero, porque ni tus promesas me podrán ablandar, ni espantar tus amenazas.» No se puede creer el enojo y saña con que el emperador luego le mandó prender y llevar a la cárcel y cargar de cadenas, y tendido en el suelo echar sobre él una grande y pesada piedra. Al día siguiente le volvieron a su tribunal, y después de varias demandas y respuestas le mandó atormentar en una rueda armada por todas partes de puntas aceradas, que despedazaban las carnes del santo. En el cual tormento fué consolado de una voz del cielo que le dijo: «Jorge, no temas, que yo estoy contigo;» y de un varón resplandeciente y vestido de ropas blancas, que le apareció y le dio la mano y animó en sus penas.




 Algunos se convirtieron a la fe de Cristo nuestro Redentor por la constancia de san Jorge, y entre ellos dos pretores, varones de grande autoridad, que se llamaban Anatolio y Protoleo, los cuales fueron descabezados por Cristo. Pero cuanto eran mayores los tormentos que daban al santo, tanto era mayor la paciencia y constancia con que los sufría, y la alegría de los cristianos y confusión de los gentiles, y el furor y rabia del emperador, que no sabía qué medio tomar para vencer al santo mártir que se mostraba invencible en tan exquisitos tormentos. Finalmente se resolvió a hablarle con blandura y rostro halagüeño, exhortándole a no ser tan obstinado y perder su gracia, ofreciéndole grandes honras y beneficios si le obedecía como a padre. Y el santo, para que más se manifestase la virtud de Dios, le dijo: «Si quieres, emperador, vamos al templo y veamos a los dioses que vosotros adoráis;» y el emperador, con gran regocijo, creyendo que Jorge se había ya reconocido y trocado, mandó convocar al senado y pueblo para que fuesen al templo y se hallasen presentes al sacrificio que Jorge había de ofrecer. Entraron en el templo, y estando todos mirando al santo, él se llegó a la estatua de Apolo que allí estaba, y extendiendo la mano le dijo: «¿Quieres recibir sacrificio de mí como Dios?» Y diciendo esto hizo la señal de la cruz, y entonces el demonio que estaba en la estatua respondió: «Yo no soy dios ni es dios otro alguno, sino sólo el Dios que tú predicas.» El santo dijo: «Pues ¿cómo osáis estar aquí en mi presencia, que conozco y adoro al verdadero Dios?» En diciendo estas palabras se oyó un alarido y aullido triste y lloroso que salía como de la boca de aquellos ídolos, y todos ellos cayeron y se hicieron pedazos. 





   Como los sacerdotes vieron esto, incitaron al pueblo, y echando mano del santo, le ataron y dieron muchos golpes, dando gritos y clamando al emperador que les quitase aquel mago de delante y le acabase la vida antes que ellos perdiesen la suya por ver afrentados a sus dioses. Y el emperador, movido de las voces de los sacerdotes y de su propia fiereza é impiedad, y de un gran número de gentiles que se habían convertido a la fe de Cristo, por ver caídos y desmenuzados los ídolos con la virtud y oración de san Jorge, le mandó degollar para que el mal no pasase adelante. Llevaron al santo al lugar del suplicio, y él rogó a los verdugos que le diesen un poco de espacio para hacer oración; y habiéndoselo concedido, puestos los ojos y levantadas las manos al cielo, con una voz y suspiro entrañable que salía del corazón, oró de esta manera : «Señor Dios mío, que sois ante todos los siglos y me escogisteis para vos desde mi juventud, y sois la esperanza única y verdadera de los cristianos, y refugio seguro de vuestros siervos, y tesoro riquísimo y perpetuo de todos los que confían en vos, y hacéis mercedes a los que os aman, aun antes que os las pidan; oídme, Señor, y pues por vuestra misericordia me habéis dado paciencia y fortaleza para padecer tantos tormentos y confesar vuestro santo nombre, recibid ahora mi alma y colocadla en esas vuestras moradas eternas, donde están vuestros escogidos. Perdonad a esta gente ciega lo que contra mí y contra los otros siervos vuestros han hecho, y dadles luz para que se conozcan y os conozcan, pues queréis que todos se salven, dad la mano a todos los que os invocan y os piden favor, y un temor santo y una caridad encendida para que, amándoos a vos sobre todas las cosas, imiten a los santos y sigan sus pisadas, y gocen con ellos de vos, tuyo es el reino y la gloria y toda la bienaventuranza.» Acabada esta oración, puesto de rodillas, extendió el cuello al cuchillo, y murió en el Señor a los 23 de abril, imperando el sobredicho Diocleciano. Fué martirizado en Persia en la ciudad de Diospoli; aunque otros dicen que fué en Armenia, en la ciudad llamada Melitena.

 




   El martirio de san Jorge fué muy ilustre y muy celebrado en todas las iglesias de Oriente y Poniente, y los griegos por excelencia le llaman el mártir san Jorge. San Germán, obispo de París, volviendo de la peregrinación que hizo a Jerusalén, trajo el brazo de san Jorge que le había dado el emperador Justiniano como un riquísimo tesoro, y colocó en París en la iglesia de san Vicente. En Roma se guarda la cabeza de san Jorge en la iglesia de su nombre, la cual puso allí Zacarías, papa, como se escribe en el libro de los romanos pontífices. San Gregorio, papa, reparó una iglesia del mismo santo mártir, como él mismo lo escribe en la epístola 68 del lib. 4, indict. 4. Otro brazo del mismo mártir fué llevado a Colonia, y por él hizo Dios muchos y grandes milagros, como se ve en los actos de san Annón, obispo de Colonia; y Gregorio, obispo de Turs, escribe también de sus reliquias y milagros, De gloria marlyrum, cap. 101. Justiniano, emperador, hizo un templo suntuoso a san Jorge. Los reyes en sus batallas le tienen por particular abogado, y la Iglesia romana suele invocar a san Jorge, a san Sebastián y a san Mauricio, como especiales protectores contra los enemigos de la fe.

 

 

Decidido San Jorge a salir en defensa de los cristianos, bárbara y cruelísimamente perseguidos en Oriente, lo primero que hace es vender todos sus bienes y distribuir el dinero a los pobres. Al mismo tiempo da la libertad a sus esclavos que, agradecidos, le besan los pies.




(P. Ribadeneira.)

 

 

LA LEYENDA DE ORO—1896.




jueves, 22 de abril de 2021

LOS SANTOS SOTERO, Y CAYO, PONTÍFICES Y MÁRTIRES. (+ 179) (+ 296). — 22 de abril.

 



San Sotero, papa y mártir, fué natural de la ciudad de Fundi, que es en la provincia de la Campania, en el reino de Nápoles. Fué hijo de Concordio, y sucedió en el pontificado a Aniceto, y vivió en él nueve años y siete meses y veintiún días, según el libro de los pontífices, que anda en nombre de san Dámaso, y según Platina, nueve años, tres meses y veintiún días. Aunque el cardenal Baronio no le da sino cuatro años menos once días, que es señal que no hay cosa cierta del tiempo de su pontificado, que fué siendo emperadores Marco Aurelio, Antonino y Lucio Vero, su hermano. Celebró tres veces órdenes en el mes de Diciembre, y ordenó en ellas diez y ocho presbíteros, nueve diáconos y once obispos. Escribió dos epístolas decretales, la primera a los obispos de Campania, en la cual trata de la fe de Cristo, y otra para los obispos de Italia, en que manda que las monjas y vírgenes consagradas a Dios no toquen los corporales y paños sagrados, ni ofrezcan incienso en el altar; y que el jueves santo todos se comulguen, si no fueren los que por sus culpas estuvieren excluidos. Y declaró que no se debe guardar el juramento de cosa ilícita y mala. Finalmente, derramó su sangre por el Señor, y fué coronado de martirio el 22 de abril del año de 179, y fué sepultado en la Vía Apia, en el cementerio de Calixto. A san Sotero alaba mucho san Dionisio, obispo de Corinto, en una epístola que escribió a los romanos, y dice de él que era muy benigno y limosnero, y que gastaba las riquezas de la Iglesia romana en socorrer y sustentar a los siervos de Dios, y en recoger y acariciar a los que venían a la sede apostólica, recibiéndolos como padre suavísimo y exhortándolos a toda virtud.

 





   En este mismo día celebra la Iglesia la fiesta de san Cayo, papa y mártir, el cual fué de Dalmacia, su padre se llamó Cayo como él, y fué pariente del emperador Diocleciano; y huyendo de su rabia y crueldad con que perseguía a los cristianos, estuvo escondido en alguna s cuevas con Gabinio, su hermano, y Susana, su sobrina y virgen purísima; finalmente, fueron descubiertos y murieron por la fe, los tres, con grande fortaleza y constancia, en la persecución del mismo emperador Diocleciano. Hizo Cayo un decreto en que manda que el que ha de ser obispo, primero suba por los grados de ostiario o portero, lector, exorcista, acólito, subdiácono, diácono y presbítero. Hizo cuatro veces órdenes por el mes de diciembre, y ordenó veinticinco presbíteros, ocho diáconos y cinco obispos. Tuvo el pontificado, según Dámaso, once años, cuatro meses y doce días; y según el cardenal Baronio, doce años, cuatro meses y cinco días. Escribió una epístola muy grave y digna de tan santo pontífice, de la Encarnación del Verbo Eterno, llena de grande elocuencia. Fué martirizado el año del Señor de 296, el 22 de abril, y en él celebra la Iglesia su fiesta. Fué su santo cuerpo sepultado en el cementerio de Calixto.

 

 



(P. Ribadeneira.)

 


                         LA LEYENDA DE ORO—1896.


jueves, 15 de abril de 2021

MEDITACIÓN: SEGUNDO DOMINGO DESPUÉS DE PASCUA.


 

Tomado de “Meditaciones para todos los días del año - Para uso del clero y de los fieles”, P. André Hamon, cura de San Sulpicio.

 

 

 

 

El Evangelio según San Juan (X, 11-16).

 

 

   “Jesús dijo: Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas. Pero el asalariado, y el que no es el pastor, de quien no son propias las ovejas, ve venir al lobo, deja las ovejas y huye; y el lobo arrebata y esparce las ovejas. Y el asalariado huye, porque es asalariado y no se preocupa por las ovejas. Yo soy el buen pastor, y conozco al mío, y los míos me conocen. Como el Padre me conoce a mí, y yo conozco al Padre, y doy mi vida por mis ovejas. También tengo otras ovejas que no son de este redil; a ésas también me conviene traer, y oirán mi voz, y habrá un solo redil y un pastor.”

 

 

 

RESUMEN PARA LA VÍSPERA EN LA NOCHE

 

 

   Mañana meditaremos en el evangelio del buen pastor, y veremos: todo lo que ha hecho Jesucristo, como buen pastor, para hacernos entrar en su redil; todo lo que todavía hace todos los días para mantenernos allí.

 

   Entonces tomaremos la resolución:

   Mantenernos en estado de unión con Jesucristo, como con nuestro Buen Pastor, mediante los más profundos sentimientos de gratitud y amor;

   dejarnos conducir como dóciles ovejas por sus santas inspiraciones.

   Retendremos como nuestro ramillete espiritual las palabras que Jesucristo se ha dicho a sí mismo: “Soy el buen pastor” (Juan X, 11).

 

 

 

MEDITACIÓN POR LA MAÑANA


 

   Adoramos a Jesucristo ofreciéndose a nosotros bajo el título del Buen Pastor. ¡Oh, qué amable es Él bajo este título, que incluye toda su bondad para con nosotros! Rindámosle nuestro homenaje de adoración, de amor, de alabanza y de acción de gracias.

 

 


 

PRIMER PUNTO: Lo que ha hecho Jesús, como Buen Pastor, para hacernos entrar en su redil.

 

 

 

   Todo el género humano se había alejado del camino que conduce al cielo, y caminaba con los ojos cerrados y el corazón corrupto por el camino que conduce a la perdición, cuando Jesús, el Buen Pastor, nos vio desde lo alto del cielo apresurándose hacia nuestra ruina. Su corazón se conmovió: Mis ovejas, dijo por medio del profeta, están esparcidas; los considero presa de fieras. Iré a buscarlos y los visitaré (Ezequiel XXXIV, 11). En el día decretado en los concilios eternos, Él baja los cielos y viene a reunir las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mat. XV, 24). ¡Oh predilección gratuita que no fue concedida ni siquiera a los ángeles después de su caída! ¡Dios mío, qué bueno eres con el hombre, que sin embargo tan poco lo merece! El Buen Pastor comienza sus labores. Después de treinta años de preparación en retiro, gasta tres más en viajes, trabajos, fatiga y sudor, que terminan en traer solo a los doce apóstoles y a los setenta y dos discípulos al redil, el cananeo infiel, María Magdalena la pecadora y el samaritano cismático; y, además, en el mismo momento en que se inmolaba para su rebaño, estaba a punto de perder a Pedro, la primera de sus ovejas, si la mirada que le dirigía no lo había devuelto al deber. Además de eso, ¿qué no ha hecho Él también? Para hablar solo de nosotros mismos, ¿qué no le hemos costado? Desde nuestra primera entrada al redil mediante el santo bautismo, ¿cuántas veces no nos hemos apartado de Él? (Is. LIII, 6.) Nos hemos perdido en los caminos del amor propio y de la vanidad; del amor al mundo y sus placeres, sus riquezas y su gloria; en los caminos tortuosos de la disipación, de la frivolidad, del amor a nuestra propia comodidad (Sal. CXVIII, 176). Conmovido por nuestras andanzas, el Buen Pastor partió a buscarnos, a través de los desiertos, a través de espinas y sobre rocas, es decir, a través de nuestras pasiones que nos asolan, nos desgarran y nos vuelven insensibles a las cosas de Dios. Después de haber encontrado a su oveja descarriada, la invitó a regresar: le resistió; No se desanimó: permaneció y permanece siempre a la puerta de nuestro corazón, llamándolo con todas sus gracias exteriores e interiores (Ap. III, 20; Jer. III, 12), y cuando la oveja infiel consiente por fin regresar, no lo hace caminar penosamente delante de Él, golpeándolo con su cayado, no lo arrastra por el suelo; pero, ¡oh imagen conmovedora de la dulzura con que la gracia nos atrae! Lo toma sobre sus hombros, lo lleva de regreso al redil y celebra una fiesta con todos sus amigos, los ángeles y los santos, para celebrar su felicidad por habernos traído de regreso (Lucas XV, 6). ¡Oh Buen Pastor de mi alma!, ¿cómo podré bendecirte lo suficiente y amarte lo suficiente?

 

 

 

 

SEGUNDO PUNTO: Lo que Jesús hace todos los días, como Buen Pastor, para mantenernos en el Redil.

 

 

 

   Tan grande es nuestra miseria que, después de haberlos devuelto al redil con tanto amor, nos inclinamos a escapar por esa parte de nosotros que corre tras la criatura, tras el mundo y sus placeres. Parece que le decimos a Jesucristo que no nos basta, que su posesión sin nada más es triste, que nuestro corazón necesita algo más y que algo todavía nos falta. Entonces nuestra imaginación, nuestra mente, nuestro corazón, nuestra voluntad, se ponen en camino y se difunden en el mundo; y si el Divino Pastor no extendiera su mano continuamente, abandonaríamos el santo redil; de donde se sigue que Jesucristo debe estar constantemente trabajando para mantenernos allí. Emplea para ello tres medios: Sus gracias, Sus sacramentos, las exhortaciones de Sus ministros, mil dulces atractivos, mil polémicas amables por las que cautiva la voluntad, dejando al mismo tiempo su libre elección, lo repugna con lo malo y lo adhiere a lo bueno; los buenos ejemplos que nos brindan los justos, que continuamente pone ante nuestros ojos; todos los acontecimientos de la vida que dirige hacia este fin. ¡Oh Buen Pastor, bendito seas por tu celo por mi salvación! ¡Que de ahora en adelante aprecie mejor Tu bondad y me beneficie más de ella! ¡Pobre de mí! Aquel que se beneficie enormemente de Tu gracia pronto se convertiría en santo; mientras que yo, que ya he recibido tantos, y que recibo tantos todos los días. ¡Todavía no soy más que un pecador! ¡Perdón, buen pastor! Estoy a punto de comenzar a llevar una vida mejor y a entregarme a Tu guía.

 

 


SANTA BASILISA, Y SANTA ANASTASIA, MÁRTIRES. (+ 69). —15 de abril.


 

   —Fueron estas santas españolas, naturales de Játiva, en el reino de Valencia. El apóstol san Pablo fué a predicar el Evangelio en aquella ciudad, y movidas las santas de las palabras del apóstol, abrazaron la fe de Jesucristo, pidieron el santo bautismo, que recibieron después de haber sido instruidas en los santos misterios de nuestra religión. Partió san Pablo a Roma y le siguieron Basilisa y Anastasia, hallándose presentes al martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo, contribuyendo a dar sepultura a sus sagrados cuerpos. Sabedor el cruel emperador Nerón de lo que habían practicado las santas, las mandó prender inmediatamente y ponerlas en una oscura y estrecha cárcel.

  


 

   Presentadas delante del juez, a pesar de haberse valido éste de cuantos medios le sugería su loca incredulidad, no pudo vencerlas, por cuyo motivo las afligió con diversos géneros de tormentos. Las santas vírgenes permanecieron constantes en la fe, predicando y alabando el santo nombre de Jesús, hasta que mandando cortarles la lengua, pies, manos, pechos y cabeza, entregaron sus almas a Dios.

 



   Los reyes de España poseen el cuerpo de santa Anastasia, que se venera hoy día en su capilla, por regalo que de él les hizo el sumo pontífice Urbano VIII. Tuvo lugar el martirio de estas santas en Roma al 15 de abril del año 69.

 

 

LA LEYENDA DE ORO—1896.


miércoles, 14 de abril de 2021

LOS SANTOS VALERIANO, TIBURCIO, Y MÁXIMO, MÁRTIRES. (+ 232). —14 DE ABRIL.


 

   —El martirio de los gloriosos caballeros de Jesucristo, Valeriano, Tiburcio y Máximo, sacado de lo que dice el Metafrastes, tomándolo de lo que los notarios de Roma escribieron de la vida y muerte de santa Cecilia, esposa de Valeriano y cuñada de Tiburcio, es de esta manera : Siendo papa Urbano, primero de este nombre, y emperador Alejandro Severo, hubo en Roma una hermosísima y nobilísima doncella cristiana, llamada Cecilia, a la cual casaron sus padres contra su voluntad con un caballero mozo, igual suyo en sangre, gentileza y riqueza, aunque pagano, que se llamaba Valeriano. Hechos los desposorios y fiestas acostumbradas, queriendo Valeriano gozar de su esposa, ella le detuvo y le dijo con palabras blandas y amorosas que le hacía saber que tenía consigo y en su guarda un ángel muy celoso de su limpieza y castidad, y que, si él se atrevía a tocarla con amor carnal, tenía por cierto que descargaría sobre él su ira y le quitaría la vida en aquella edad tan florida de su juventud. Y como Valeriano, espantado de lo que oía, respondiese que él deseaba ver al ángel que ella le decía, y conociéndole por tal no se llegaría a ella, y que si no se lo mostraba entendería que su amor era con otro hombre, y que a él y a ella los mataría, santa Cecilia le declaró que no podía ver al ángel del cielo sin ser espíritu del cielo, y sin ser primero bautizado. Y como Valeriano por el deseo que tenía de ver al ángel se ofreciese a todo lo que Cecilia le decía, ella le envió a san Urbano, papa, que estaba por la persecución contra los cristianos escondido; del cual fué muy bien recibido y enseñado y bautizado, habiendo aparecido delante de los dos un viejo venerable, vestido de ropas más blancas que la nieve, que tenía una tabla en la mano, en la cual estaban escritas con letras de oro estas palabras: «Un Dios, una fe y un bautismo. Un Dios y padre de todos que es sobre todas las cosas. Amén.» Bautizado, pues, Valeriano, volvió a casa de su esposa: la halló en oración y a su lado al ángel del Señor, que resplandecía como un sol y tenía en sus manos dos coronas hermosísimas de rosas y azucenas. Dio la una a Cecilia y la otra á Valeriano, diciéndoles: «Estas coronas os he traído del paraíso; guardadlas con puro y casto corazón, y nunca se secarán, ni marchitarán, ni perderán el suave olor que tienen, y aquel solo las podrá ver a quien agradare la castidad de la manera que a vosotros agrada; y porque tú, Valeriano, has tomado el consejo de tu esposa y abrazándote con la castidad, Dios me ha enviado a ti, para decirte de su parte que pidas lo que quisieres, porque él te lo concederá.» Valeriano, haciendo con grande humildad gracias al Señor por aquel beneficio, respondió que lo que tenía que suplicarle era que Tiburcio, su hermano, a quien él tanto amaba, recibiese la luz que él había recibido y viniese al conocimiento de Jesucristo, porque en estando el alma enamorada de Dios, luego desea y procura que todos le amen, y con el fuego que arde en su pecho enciende a los demás. 




   Se lo prometió el ángel, y desapareció. Vino Tiburcio, y entrando en el aposento donde Cecilia y Valeriano estaban, luego sintió la fragancia de las coronas de rosas y azucenas que el ángel les había traído del cielo, aunque no las vio, y preguntando de dónde venía aquel olor tan suave en tiempo que no era de azucenas ni de rosas, le descubrieron lo que pasaba, y le aconsejaron que para ser particionero de aquella tan grande merced de Dios y recibir de su mano otra corona semejante a las que ellos habían recibido, menospreciase a los falsos dioses y quebrase sus estatuas o ídolos y se bautizase; y él lo hizo todo, y recibió el agua del bautismo por mano del mismo papa san Urbano, al cual su hermano Valeriano le llevó, y fué tan grande la gracia que Dios dio a Tiburcio, que veía cada día los ángeles y obraba cosas maravillosas, sanando enfermos y haciendo grandes milagros.

 

 


   Se dieron los dos hermanos luego a todas las obras de caridad, preciándose más de ser cristianos que caballeros. Daban todo lo que tenían a los pobres con larga mano, animaban a los cristianos encarcelados y perseguidos, y enterraban con sus mismas manos los cuerpos de los que habían sido atormentados y muertos por Cristo. No pudo tan grande luz esconderse, ni dejar de venir a noticia de Turcio Almaquio, prefecto, la vida que hacían los dos santos hermanos. Los llamó, los reprendió y les afeó que siendo caballeros tan ilustres y mozos se hubiesen abatido a la vileza y estado ignominioso de los cristianos, y gastasen sus haciendas locamente, y se privasen de los deleites y gustos de esta vida, amonestándoles que dejasen aquel desatino, y viviesen como habían vivido sus abuelos y padres, y adorasen a los dioses inmortales, fundadores y amplificadores del imperio romano, como el emperador su señor mandaba. A esto respondieron los dos santos hermanos que tenían en más ser cristianos que patricios romanos, y la gracia del emperador del cielo más que del emperador del suelo, y que así estaban determinados a guardar las leyes de Dios verdadero, y no las de los hombres que les eran contrarias. Les mandó azotar crudamente Almaquio y dio sentencia contra ellos de muerte, y cometió a Máximo, que era hombre principal de su casa, la ejecución de la sentencia. Máximo, condoliéndose de ver dos hermanos mozos, gentiles hombres, ilustres, ricos y poderosos, ir a la muerte en la flor de su edad con tanta alegría, les dijo algunas palabras de compasión para atraerlos a la voluntad del prefecto y que no perdiesen sus vidas. Mas oyó de ellos tales respuestas del menosprecio de la vida presente y de la gloria eterna, que se enterneció, y llevándolos a casa y siendo instruido de ellos, se convirtieron á la fe de Cristo él y toda su familia, a la cual acudió en el silencio de la noche santa Cecilia acompañada de algunos sacerdotes, de los cuales fueron bautizados Máximo y todos los de ella que vivían al rededor. 




   Mandó Almaquio degollar a los dos santos hermanos, y les cortaron las cabezas delante de un templo de Júpiter, fuera de la ciudad, estando presente Máximo, que a grandes voces decía haber visto dos ángeles, más resplandecientes que el sol, que llevaban las almas de los dos santos hermanos; y por su dicho algunos gentiles se tornaron cristianos. Cuando supo el caso Almaquio, se embraveció de manera que mandó dar a Máximo en su casa tantos y tan crueles azotes con varas plomadas, que dio su bendita alma a Dios. La bienaventurada santa Cecilia tuvo cuidado de haber los cuerpos de su esposo Valeriano y de Tiburcio, su cuñado, para darles sepultura, como se la dio. Fué el día de su martirio a 14 de abril, en que la Iglesia celebra su fiesta, y en el año del Señor de 232, siendo emperador de Roma Alejandro Severo.

 

 

(P. Ribadeneira.)