sábado, 30 de junio de 2018

SAN PABLO APÓSTOL Y DOCTOR DE LAS GENTES (+ 67). —30 de junio.


   «Soy el mínimo de todos los Apóstoles e indigno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios». Eso dice el mismo San Pablo, en la primera epístola que escribió a los Corintios (XV, 9).

   Pero con tener tan baja opinión de sí, reconocía y publicaba a voz en grito cuanto en él había obrado la gracia: «Por la gracia de Dios —añade— soy lo que soy, y su gracia no ha sido estéril en mí; antes he trabajado más copiosamente que todos: pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo».
   San Pablo estaba dotado de superior ingenio y era de ánimo esforzado. Le dio el Señor un corazón ardiente, capaz de emprender cualquier cosa para lograr el triunfo de sus ideas, y un temple recio y varonil. Una vez entregado a Jesucristo después de convertido, merced al ardor y fecundidad de su ministerio, a sus incesantes correrías, y a sus luchas, adversidades y trabajos en medio de la gentilidad, mereció el dictado de «Apóstol de las gentes», y es el «Apóstol» por antonomasia.


                                     NACIMIENTO. — EDUCACIÓN


   En varios lugares de sus epístolas nos da el mismo San Pablo, como de paso, algunos informes sobre su familia. Nació en la ciudad de Tarso, en Cilicia, de padres que descendían de la tribu de Benjamín y gozaban del derecho de ciudadanía. El título de ciudadano romano era hereditario, y así Pablo echará mano de él cuando le convenga. Hasta su conversión guardó fielmente las doctrinas y observancias farisaicas que le enseñaron sus padres, quienes le pusieron el nombre de Saulo.
   Siendo muy joven le enviaron a Jerusalén para que el famoso letrado Gamaliel le enseñase la ley y ceremonias de Moisés; allí fué condiscípulo de Bernabé, de quien hablaremos más adelante. Su portentosa inteligencia se asimiló en breve la ciencia de las Sagradas Escrituras; pero no llegó a descubrir en ellas el misterio del Hombre Dios, por velárselo, como con densísima nube, la mentalidad terrena y carnal de los judíos de aquellos tiempos y de los fariseos particularmente. Tenía el entendimiento y la voluntad totalmente cautivados por la doctrina farisaica, de suerte que vino a ser en pocos años acérrimo partidario y defensor de dicha secta.
   ¿Cuánto tiempo permaneció Pablo en Jerusalén? Lo ignoramos; lo cierto es que no se le ofreció ocasión de ver y conocer al divino Salvador. Le vemos otra vez en dicha ciudad guardando las capas de los que apedreaban a San Esteban, protomártir, y al parecer, era por entonces uno de los más sañudos y feroces enemigos de la naciente Iglesia.
 
PERSECUCIÓN A LOS CRISTIANOS


                                                     CONVERSIÓN


   ¿Cómo fué la conversión del furioso perseguidor? Él mismo lo refiere en la apología que hizo de sí ante el rey Agripa. En ella vemos que sucedió de modo en extremo maravilloso. Lo dice así:
«...Yo por mí estaba persuadido de que debía proceder hostilmente contra el nombre de Jesús Nazareno, como ya lo hice en Jerusalén, donde no sólo metí a muchos de los santos o fieles en las cárceles, con poderes que para ello recibí de los príncipes de los sacerdotes, sino que siendo condenados a muerte, yo di también mi consentimiento. Y, andando con frecuencia por todas las sinagogas, los obligaba a fuerza de castigos a blasfemar del nombre de Jesús. Enfurecido más cada día contra ellos, los iba persiguiendo hasta en las ciudades extranjeras. En este estado, yendo un día a Damasco con poderes y comisión de los príncipes de los sacerdotes, siendo el mediodía, vi. ¡Oh rey!, en el camino una luz del cielo más resplandeciente que el sol, la cual con sus rayos me rodeó a mí y a cuantos iban conmigo. Habiendo todos nosotros caído en tierra, oí una voz que me decía en lengua hebrea: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Duro empeño es para ti el dar coces contra el aguijón’. Yo entonces respondí: ¿Quién eres tú Señor? Y el Señor me dijo: ‘Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate y ponte en pie; porque te he aparecido para constituirte en ministro y testigo de las cosas que has visto y de otras que te mostraré apareciéndome a ti de nuevo’». (Hechos, XXVI, 9-17).
   Se hizo llevar a la ciudad de Damasco, donde le había dicho Jesús que le dirían lo que tenía que hacer. Allí, después de tres días de ayuno, fue bautizado por Ananías. Saulo mudó de vida total y repentinamente. Con tanto mayor ardimiento predicó de allí en adelante el nombre de Jesús cuanto con mayor saña y furor le había perseguido hasta entonces. Las gracias sobrenaturales que Pablo recibió del cielo en su conversión, engrandecieron y perfeccionaron sus dones y excelencias naturales. El intrépido y valeroso Apóstol puso tanto empeño para hacerlos fructificar, que todos los siglos han contemplado admirados la obra magna y prodigiosa de su apostolado.
   De las citas autobiográficas diseminadas por sus escritos se deduce que, ya bautizado, pasó tres años en los desiertos de Arabia, y volvió luego a Damasco, donde predicó la fe cristiana con tanto celo y tan excelente fruto, que los judíos se enfurecieron contra él y quisieron quitarle la vida. Pablo logró escaparse, haciéndose descolgar de noche, metido en un serón, por una ventana que caía a la otra parte del muro de la ciudad, cuyas puertas habían cerrado los judíos y guardaban cautelosamente. Pablo llegó a Jerusalén y vio por vez primera a San Pedro. Los cristianos recordaban la pasada vida de Pablo y se temieron de él hasta que Bernabé, su antiguo condiscípulo, le abrazó y le llevó a los Apóstoles, logrando así que los fieles le creyesen y estimasen. Por lo cual. Pablo andaba y vivía con los cristianos y por su elocuencia traía a muchos judíos a la verdadera fe. Por entonces los fariseos, sus antiguos correligionarios, envidiosos y confundidos, buscaban medio para matarle. Pablo se refugió en Tarso, de donde era natural. Allí fué a buscarle San Bernabé —probablemente pasado el año 40, cuando ya San Pedro había abierto la entrada en la Iglesia a los gentiles en la persona del centurión Cornelio— , y lo llevó para que le ayudase en el gobierno de la Iglesia de Antioquía, recién fundada.



MISIONES DE SAN PABLO


   Con mucha gala de pormenores refieren las correrías apostólicas de San Pablo los últimos capítulos de los Hechos de los Apóstoles (13-28), que se leen con sumo agrado por lo ameno e interesantes. El mismo Espíritu Santo se dignó elegir a Pablo para que fuera Apóstol de los gentiles: «Separadme a Pablo y a Bernabé para la obra a que los tengo destinados» (Hecho... 13, 2). Se fueron, pues, llevándose a otro discípulo llamado Juan, por sobrenombre Marcos. Se embarcaron juntos en Seleucia para la isla de Chipre. En Salamina predicaron en la sinagoga judía. Lo propio hicieron en Pafos, donde convirtieron al procónsul romano Sergio Paulo. Entonces empezó Saulo a latinizar su nombre, llamándose Paulo (en español, Pablo), quizá en memoria del insigne convertido. Sergio Paulo, el cual se dio también al apostolado.
   Pablo, Bernabé y Juan Marcos volvieron al Asia Menor con intento de predicar en toda ella; pero Juan Marcos, al cabo de poco, se apartó de ellos, por faltarle ánimos para tal empresa. Con eso, Pablo y Bernabé evangelizaron las provincias de Panfilia, Licaonia y Pisidia, y se detuvieron principalmente en las ciudades de Perge, Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra, Derbe y Atalia, obrando prodigios y numerosas conversiones.
   Ocurrió en Listra un singular suceso. Habiendo Pablo sanado a un hombre que era cojo de nacimiento, asombrado el pueblo, quisieron adorar como a dioses a Pablo y Bernabé; a éste, que era de aspecto grave, le llamaban Júpiter, y a Pablo, que de ordinario hablaba en las asambleas, le tenían por Mercurio, dios de la elocuencia. Quisieron también sacrificarles toros y ofrecerles coronas, como solían hacerlo con los dioses del Olimpo. A duras penas pudieron impedirlo los dos apóstoles: «Hombres, ¿qué es lo que hacéis? —les decían—; nosotros también somos mortales como vosotros; venimos a predicaros que dejéis esas vanas deidades...» Con dificultad lograron triunfar del pueblo.
   De pronto está loca aclamación se mudó en odio feroz que atizaban algunos judíos llegados de Antioquía y de Iconio. Apedrearon a Pablo, y le arrastraron fuera de la ciudad, donde le dejaron por muerto. Poco a poco volvió en sí; al día siguiente partió para Derbe con Bernabé. Volvieron a pasar por las ciudades ya evangelizadas, donde ordenaron sacerdotes y consagraron obispos, y, finalmente, se embarcaron en Atalia para llegar por mar hasta Antioquía. A lo que se cree, esta primera misión fué entre los años 46 y 49.
   Efectuaron la segunda entre los años 51 y 54. Además hicieron antes otro viaje a Jerusalén, por el año 51, con ocasión del primer Concilio. Reinaba gran discordia y porfía entre los cristianos de Antioquía, porque algunos judíos convertidos pretendían obligar a los gentiles a la circuncisión y a las otras ceremonias de la ley de Moisés. Pablo y Bernabé fueron de parecer contrario al de aquellos judíos; mas, como la cuestión tomase sesgo violento, para apaciguar los ánimos determinaron que todo lo resolviese el apóstol San Pedro. Llamó éste a los demás Apóstoles y presbíteros y les explicó el caso. Luego deliberaron presidiendo San Pedro la asamblea en la que se determinó aquella cuestión de la manera que San Pablo había señalado: los gentiles debían abstenerse de manjares ofrecidos a los ídolos, de la fornicación, de los animales sofocados, y de la sangre.
   Grande fué la alegría de los neófitos de Antioquía, cuando Pablo y Bernabé les dieron noticia de esta decisión del Concilio.
   Propuso después San Pablo a San Bernabé emprender juntos el segundo viaje apostólico. Bernabé quiso que se les agregase Juan Marcos; pero Pablo guardaba mal recuerdo de la pusilanimidad de aquel joven discípulo que se separó de ellos en el primer viaje, y no estuvo conforme con que ahora se les juntase. Esta disensión ocasionó el que los dos Apóstoles se separasen a su vez; cada cual fué por su lado en esta segunda jornada.
   Pablo, tomando a Silas, discurrió por Siria y Cilicia, confirmando y alentando a las Iglesias de Derbe y Listra, y recorrida ya el Asia Menor llegó a Troas en la Tróade. De Listra se llevó consigo a Timoteo, y de Troas a Lucas, evangelista.
   Pasaron los cuatro de Troas a Macedonia y desembarcaron en Neápolis —que hoy en día se llama Cavalla—. De aquí fueron a Filipos, donde hubo grandes porfías y alborotos por causa de la predicación y milagros de los Apóstoles. A Pablo y Silas los azotaron cruelmente y los encarcelaron. Con todo, en Filipos dejaron fundada una Iglesia, que fué para San Pablo abundante y perenne manantial de consuelos. Evangelizaron luego a Tesalónica, donde los judíos los persiguieron con más encono que en las demás ciudades. Partiéronse de allí para Berea, cuyos habitantes les dieron buena acogida. Se convirtieron muchos al Cristianismo, entre ellos algunas nobles damas griegas.
   Noticiosos de esto los judíos de Tesalónica, acudieron allá alborotando y amotinando al pueblo, por lo que Pablo dejó a Silas y Timoteo en Berea, como ya había dejado a Lucas en Filipos, y se fué solo a Atenas. Habló en medio del Areópago, convirtió a Dionisio el Areopagita, al que dejó como jefe y pastor de la nueva cristiandad de Atenas. De aquí llegó hasta la voluptuosa ciudad de Corinto, donde permaneció año y medio y bautizó a muchísimos gentiles. Volvió finalmente a Antioquía, pasando por Éfeso, Cesarea y Jerusalén y con esto terminó su segundo viaje apostólico, que fue el más fecundo en frutos, pero también el más laborioso de todos los del apostolado de San Pablo. Circunstancialmente nos lo refieren los Hechos de San Lucas (caps. 15-18).
   Muy luego emprendió la tercera misión, cuya ruta y lugares donde predicó fueron casi los mismos que en el segundo viaje. Recorrió la Galacia y la Frigia y se detuvo en Éfeso, donde permaneció dos años (55-57), cogiendo copioso fruto. Pero ciertos plateros, descontentos porque ya no vendían tantos idolillos por la mucha gente que se convertía al cristianismo, levantaron gran alboroto en la ciudad contra Pablo y sus compañeros, de suerte que se partieron de allí para Macedonia y después para Grecia. Se detuvo tres meses en Corinto, de donde volvió a Jerusalén para entregar a la Iglesia de dicha ciudad las limosnas que con este fin había ido recogiendo en los lugares por donde pasaba. Al pasar por Troas predicó hasta muy entrada la noche en una sala muy alta, y, mientras predicaba Pablo, un mancebo que le escuchaba sentado en una ventana del tercer piso, se durmió y cayó abajo, matándose con la caída. El Santo le resucitó y prosiguió la plática hasta el amanecer.
   Finalmente, se detuvo en las ciudades de Asón, Mitilene, Samos y Mileto de donde se hizo a la vela para Ptolemaida (San Juan de Acre) y por Cesarea entró en Jerusalén.




CUATRO AÑOS DE CAUTIVERIO


   No bien hubo llegado a Jerusalén, los judíos le prendieron en el mismo Templo y le arrastraron fuera gritando: “¡Muera!” Ciertamente le hubiesen matado a no haber intervenido el tribuno romano, atraído por el alboroto. Residía en la fortaleza o torre llamada Antonia, situada cerca del templo, así que no tardó en llegar al lugar del motín, con los soldados y centuriones. A duras penas logró prender a Pablo; no pudiendo averiguar lo cierto a causa del alboroto, mandó que le condujesen a la fortaleza. Pablo pidió licencia al tribuno para hablar a la muchedumbre que gritaba enfurecida y, habiéndosela dado y poniéndose en pie sobre las gradas del edificio, arengó en lengua hebrea a la multitud. Al principio le escucharon atentos y silenciosos, pero de pronto prorrumpieron en horribles alaridos: «Quita del mundo a un tal hombre, que no es justo que viva ». El tribuno no entendió palabra del discurso de Pablo, y así se imaginó que los judíos gritaban con razón, y para descubrir la causa de aquel alboroto mandó azotar y atormentar al detenido. Va que le hubieron atado con las correas, dijo Pablo al centurión: « ¿Te es lícito azotar a un ciudadano romano, y sin formarle causa?». Al oír el centurión que Pablo era ciudadano romano corrió asustado a decírselo al tribuno; éste, sobrecogido de espanto y temor, fue a ver a Pablo y le pidió que olvidase aquel error involuntario. Y no sin motivo hizo todo esto con el santo Apóstol, sino para evitar el grave peligro a que se exponía con azotarle, por estar señalada pena de muerte contra el magistrado que mandase flagelar a un ciudadano romano. Por otra parte, noticioso el tribuno de que los judíos tenían armadas asechanzas para matar a Pablo, envió al valeroso preso a Cesarea, donde residía el gobernador Félix, con una carta de su mano y lucida escolta de soldados.
   También ante el gobernador hubo nuevos y violentos debates entre Pablo y sus acusadores. Félix conversaba a menudo con él. Dio largas al asunto, confiando en que Pablo le daría dinero para conseguir la libertad, pero fue en balde. Al cabo de dos años cayó en desgracia y fué destituido; le sucedió Porcio Festo, el cual, para congraciarse con los judíos, quiso enviar a Pablo a Jerusalén, alegando que allí sería visto y examinado más despacio aquel negocio. Pablo sabía que sus adversarios querían matarle en el camino; por eso respondió a Festo: «Apelo a César». Con esto no tenían ya aquellos jueces poder alguno contra el acusado, el cual, en habiendo pronunciado esas palabras tenía ya derecho a ser llevado a Roma, para que le juzgase el mismo emperador. « ¿A César has apelado? Pues a César irás» — le dijo Festo— Pasados algunos días le envió a Roma. El cautiverio de Pablo en Cesarea había durado dos años.
   La navegación fué desastrosa. San Lucas nos refiere maravillosamente los incidentes del viaje en el libro de los Hechos (Capítulos 27 y 28). Naufragó la nave junto a la isla de Malta, pero el equipaje y los pasajeros salieron salvos a tierra, en aquellas costas que guardan devotamente el recuerdo de tan conmovedor acontecimiento. Finalmente, Pablo llegó a Roma en la primavera del año 61.
   Por desgracia, nada más nos refieren los Hechos respecto de San Pablo. Esto no obstante, sabemos que su cautiverio duró otros dos años, aunque muy mitigado, puesto que «se le permitió estar por sí en una casa con un soldado de guardia». En vez de encerrarle en la cárcel común, le dejaron alquilar una casa; pero llevaba atada al brazo derecho una cadena que por el otro extremo se solía atar al izquierdo del soldado que le custodiaba. Con todo eso, esta medio libertad le permitía recibir a cuantos iban a verle, salir y darse al ministerio apostólico con su acostumbrado celo. Judíos y gentiles oyeron la predicación de Pablo y muchísimos se convirtieron, aun en el pretorio y en el palacio del César. Por entonces escribió San Pablo sus admirables epístolas a los Filipenses, Efesios y Colosenses, a Filemón y a los Hebreos.
   Pasados dos años, fué juzgado y absuelto por el tribunal de Nerón; y puesto en libertad, vino a España. Según el padre García Villada, el hecho de la predicación de San Pablo en nuestra Patria es históricamente cierto y hay reminiscencias tradicionales de su estancia en Écija, en Tortosa y en algunas ciudades más, sobre todo en Tarragona, que es la que ofrece mayores garantías. Ya no volvió a Roma, hasta que fué para ser martirizado.


                                           LAS EPISTOLAS DE SAN PABLO


   Escribió San Pablo catorce epístolas admirables. Parecen estar escritas casi todas ellas al dictado de las circunstancias, ya para tratar materias particulares, destruir errores o resolver dificultades, ya para confirmar a los fieles en las buenas disposiciones que él sabía que tenían. Algunas de ellas son especialmente doctrinales; otras, en cambio, morales. De estas últimas, la epístola a Tito y las dos a Timoteo son llamadas pastorales porque se encaminan a señalar las obligaciones de los pastores de almas.
   En todas ellas se echa de ver el estilo enérgico, vivo y ardiente, junto con una poderosa fuerza que arrastra, y arrebatos tan sublimes, tal riqueza de ideas y variedad de sentimientos, que es cosa de maravillar. No parece cuidar el estilo. De ordinario solía dictar sus cartas, y al leerlas se descubre que el pensamiento se adelantaba a la pluma del escribiente. De aquí viene el truncado sesgo de la frase que tanto disgustaba al orador Agustín antes de convertirse. Hablando de estas epístolas, San Jerónimo dice: «Cuando leo los escritos del apóstol San Pablo, me parece que oigo truenos y no palabras».



EL MARTIRIO


   Después de su primer cautiverio, Pablo envió a su compañero Timoteo a los Filipenses conforme se lo había prometido (Fil. 2, 19), y él mismo, en cuanto pudo, partió para el Asia Menor, pasando por Creta. Como lo dice en sus epístolas, se detuvo en Colosas, Troas y Mileto, y pasó un invierno en Nicópolis. De aquí partió para Éfeso, donde consagró obispo a Timoteo, y siguió hasta Macedonia. Estando en este viaje escribió su epístola a Tito y la primera a Timoteo. Estuvo también en Corinto, donde halló a San Pedro, y juntos partieron para Roma; así lo asegura San Dionisio, obispo de Corinto, cuyo testimonio trae el historiador Eusebio.
   Por el tiempo en que llegaron a Roma los dos Apóstoles habíase ya levantado la persecución de Nerón contra los cristianos. A los pocos días fueron ambos detenidos y encerrados en la cárcel Mamertina. El día 29 de junio del año 67 los sacaron de la cárcel para llevarlos a la muerte. A San Pedro le crucificaron en el monte Vaticano, y a San Pablo, por ser ciudadano romano, le degollaron en el frondoso valle de Las tres Fontanas.
   Una ilustre matrona, llamada Lucina, tomó el cuerpo del Apóstol y lo enterró en una heredad suya. Sobre este sepulcro edificó el emperador Constantino la grandiosa basílica de San Pablo extra muros, que más adelante ensancharon y embellecieron los emperadores Valentiniano, Teodosio y Honorio.
   Probablemente en su segundo cautiverio escribió San Pablo la segunda epístola a Timoteo. En ella parece pronosticarle el Apóstol su próxima muerte, y le insta para que vaya a hacerle compañía. «Acercase ya el tiempo de mi muerte — le dice—; combatido he con valor; he concluido la carrera; he guardado la fe. Nada me queda sino aguardar la corona de justicia que me está reservada... Date prisa para venir presto a mí». Esta carrera del insigne Apóstol —dice San Juan Crisóstomo— fué más gloriosa que la del mismo sol; aún sigue derramando por todo el mundo la resplandeciente luz de su doctrina.


EL SANTO DE CADA DIA
POR
EDELVIVES

SAN PEDRO PRÍNCIPE DE LOS APÓSTOLES (+ 67). — Día 29 de junio.




   Antes de ser el primer Papa, era San Pedro un pobre pescador judío, natural de Betsaida, aldea situada a orillas del lago de Genezaret. Vivía en Cafarnaúm en casa de su suegra. Desposeído de instrucción y de bienes temporales, vivía del arte de pescar, en unión de su hermano Andrés.
   El primer encuentro de Simón Pedro con el Divino Maestro tuvo lugar a orillas del río Jordán, donde el Precursor, San Juan, bautizaba. Su hermano Andrés, que sirvió de intermediario para la presentación, dijo un día a Simón: «Hemos hallado al Mesías». Y llevó a su hermano a Cristo. El Señor, en viendo a San Pedro le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Juan: de hoy más te llamarás Cefas», que en lengua siríaca o caldea es lo mismo que Pedro o piedra. Con esta mudanza de nombre quiso Jesús darle a entender que le tomaba para sí y le consideraba como uno de sus discípulos. Pedro y Andrés simpatizaron ya entonces con Jesús. Pero la vocación definitiva sólo tuvo efecto pasados algunos días, cuando ambos hermanos se hallaban en Cafarnaúm, después del milagro realizado por el Salvador al sanar a la suegra de San Pedro de grave calentura.
   Pedro y Andrés estaban cierto día limpiando y remendando sus redes a orillas del rio, al tiempo que el Salvador predicaba a la muchedumbre, que le estrechaba por todos lados. Entró Jesús en la barca de Pedro y le mando que la apartase unos pies de la orilla; se sentó en ella y desde allí predicó a la gente. Acabando de predicar, dijo a Pedro: «Remad mar adentro y echa las redes para pescar». Eso mismo habían estado haciendo toda aquella noche sin coger nada. Lo hizo notar Pedro a Jesús, pero añadió: «Fiándome en tu palabra, echaré la red». Esta vez recogieron tan grande cantidad de peces que las redes se rompían; por lo que Pedro y Andrés tuvieron que llamar a gritos a sus compañeros Santiago y Juan, los cuales estaban pescando en otra barca con su padre Zebedeo, y las dos barcas llegaron a la orilla repletas de peces. Este milagro los llenó de admiración y espanto. Pedro, asombrado, dijo al Salvador: «Apártate de mí. Señor, que soy un hombre pecador». No se apartó de ellos Jesús, antes dijo a Pedro: «No temas; en adelante serán hombres los que pescarás». Mirando luego a los cuatro les dijo: «Venid en pos de mí para ser pescadores de hombres». Ellos dejaron cuanto tenían y le siguieron.



ANDA SOBRE LAS AGUAS. — EL PAN VIVO.


   Al atardecer del día en que el Salvador multiplicó los panes para saciar a la hambrienta muchedumbre, los doce Apóstoles entraron solo en una barca para pasar a la otra orilla del lago. Pero sobrevino de repente un viento huracanado que amenazaba hundir la barca. Sudaban los Apóstoles de tanto remar, cuando a eso de las tres de la madrugada vieron que venía a ellos un hombre, andando sobre las aguas. «Es un fantasma», se dijeron asustados, y empezaron a gritar llenos de miedo. No era ningún fantasma, sino el mismo Jesús, el cual les dijo: «Sosegaos, soy yo no temáis».
   —«Señor —le dijo Pedro—, si eres Tú mándame ir a ti sobre las aguas».
   —«Ven», le respondió el Salvador.
   Pedro echa a andar hacia su Maestro; pero crece la violencia del viento;
Pedro tiembla y empieza a hundirse: « ¡Señor —exclama—, sálvame!».
   Al punto extiende Jesús la mano, coge al apóstol y le dice: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?»
   Entraron los dos en la barca, y cesó el viento.
   Cuando Jesús predijo a los discípulos que llegaría a darles su carne en comida y su sangre en bebida, casi todos ellos murmuraban de Él diciendo: «Dura es esta doctrina; ¿quién puede aceptarla?» Y muchos le dejaron.
   Jesús dijo entonces a los doce: « Y vosotros, ¿queréis marcharos también? »
   —«Señor —le respondió Pedro—, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído y conocido que eres el Cristo, el Hijo de Dios... »



PRIMACÍA. — FORMACIÓN. — REPROCHES. — ALIENTOS.


   Iba Jesús un día con los doce Apóstoles por las aldeas de Cesare de Filipo, que está en los confines del norte de Palestina, y en el camino les preguntó: « ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? »  
   Respondieron ellos: — «Unos dicen que Juan Bautista, otros Elías, otros Jeremías o alguno de los profetas».
   «Y vosotros, ¿quién decís que soy? »
    «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo», repuso Pedro.
   Jesús añadió: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos».
   Esas palabras le valieron ser escogido por jefe del colegio apostólico y de la Iglesia universal. «Y yo te digo —añadió Jesús— que tú eres Pedro, y que sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos: cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra, será también desatado en los cielos».
    Inmortales palabras que resonarán día tras día y siglo tras siglo, hasta la consumación de los tiempos.
   Pedro no estaba todavía suficientemente dispuesto para el apostolado. Necesitaba formarse concepto exacto del Hombre Dios, cuyas humillaciones no entendía. Cuando Jesús reveló a los Apóstoles las afrentas, tormentos y muerte que había de padecer en Jerusalén, San Pedro, con audacia y familiaridad extremadas, se atrevió a censurar a su Maestro: « ¡Ah, Señor, de ningún modo; no, no será así como dices». Eso le valió severísima amonestación: «Quítate de delante de mí. Satanás que me escandalizas; porque no tienes gusto de las cosas que son de Dios, sino de las cosas de los hombres».
   Para darle a entender mejor las cosas de Dios, Jesús llevó a Pedro con Santiago y Juan al monte Tabor, y ante ellos se transfiguró, vistiéndose por breve tiempo de eternos resplandores. Pedro, extático ante aquella visión gloriosa y fuera de sí de admiración, exclamó: «Señor, bien estamos aquí». Propone luego a su Maestro levantar tres tiendas, una para Jesús, otra para Moisés, y la tercera para Elías. El cielo le respondió. En la nube resonó una voz la del Padre celestial, que dijo: «Éste es mi Hijo muy amado; escuchadle». Se desvaneció al punto aquella luz esplendorosa; los tres Apóstoles quedaron solos con Jesús, en cuya divinidad creyeron entonces más firmemente.
   Muchas veces vemos a San Pedro en la vida del Salvador, haciendo declaraciones en nombre de los demás Apóstoles y dando testimonio en toda ocasión de su ardiente amor y profundo respeto a Jesús.
   Cuando Nuestro Señor refirió la parábola de los criados que velaban en ausencia de su dueño. San Pedro le preguntó: « ¿Es sólo para nosotros esta parábola, o es para todos? » «Para todos —respondió Jesús—; pero se pedirá cuenta de mucho a aquel a quien mucho se entregó». Sin duda que Pedro se aplicó a sí mismo aquella advertencia de Jesús.
   También fué Pedro quien pidió explicaciones acerca de la generosidad y número de veces que hemos de perdonar a nuestros deudores. Siete veces le parecían ya muchas. Jesús le respondió: «No te digo yo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete». Quería decir, siempre.
   Se pagaba en Palestina un tributo de dos dracmas, que era exigido por el fisco en provecho del Templo de Jerusalén. Los recaudadores del tríbulo se acercaron a Pedro y le dijeron: « ¿Qué?, ¿no paga vuestro Maestro las dos dracmas? »
   —«Sí, por cierto» —respondió el Apóstol. Fué a pedir el dinero a Jesús, que nada llevaba y que, por otra parte, siendo Hijo de Dios, estaba exento de contribuir a los gastos del culto debido a su eterno Padre. Con todo eso, por no escandalizar a sus discípulos, dijo a Pedro: «Ve al mar y echa el anzuelo; coge el primer pez que saliere y ábrele la boca. En ella hallarás una cestera de cuatro dracmas; tómala y dásela por mí y por ti». Con esto parece denotar el Salvador, que Él y su Vicario son una sola persona en el gobierno de la Iglesia.



LA ÚLTIMA CENA.


   A Pedro y Juan les encargó el Señor que preparasen la última Cena y no a Judas que era sin embargo el que guardaba la bolsa, quizá por no querer Jesús que aquel traidor supiese de antemano dónde iban a celebrarla. Dos incidentes que sobrevinieron en esta Cena pusieron de manifiesto el vehemente natural de Pedro y su ardiente amor a Jesús.
   Fué el primero el lavatorio de los pies. Al ver Pedro que el Divino Maestro se adelantaba hacia él, atónito exclamó: «Señor, ¿Tú me lavas los pies?».
   Y con la vehemencia que le era tan natural, se negó a ello rotundamente: «No, no me lavarás los pies jamás».
   Aquel arrebato se acercaba a la desobediencia. Jesús le dijo: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo».
   De repente, Pedro asustado, pasa al extremo opuesto: «Señor, no solamente los pies, sino también las manos y la cabeza».
   Cuando, acabada la Cena, Jesús dijo a los Apóstoles que viviría ya poco tiempo con ellos y que adónde iba no podrían ellos seguirle, Pedro repuso conmovido: « ¿Y por qué no he de poder seguirte? Moriré contigo si fuere menester».
   « ¿Tú darás la vida por mí? —Replicó Jesús—. En verdad te digo, que tú esta noche, antes de que cante el gallo por segunda vez, tres veces me habrás negado».
   Pedro sigue porfiando: «Yo no te negaré».
   No obstante la perspectiva de aquella triple negación de Pedro, la cual había de curar su excesiva presunción, Jesús le prometió, no la impecabilidad, pero sí la infalibilidad en materia de fe: «Simón. Simón, mira que Satanás va tras de vosotros para zarandearos como el trigo. Mas yo he rogado por ti para que tu fe no perezca; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos».


LA NOCHE DE LA PASIÓN


   En Getsemaní fue San Pedro testigo de la agonía del Salvador; testigo soñoliento — ¿por qué no decirlo?— y tanto, que Cristo, muy afligido, le dijo: «Simón, ¿tú duermes?; ¿aún no has podido velar una hora conmigo? Velad y orad para no caer en la tentación».
   Llega luego el traidor Judas con los soldados y servidores para prender a Jesús. Pedro quiere defender a su Maestro, saca la espada y corta la oreja a Maleo, criado del Pontífice. Jesús empero, sosiega el ardor del Apóstol, le manda envainar la espada, sana la oreja de Maleo y se deja maniatar. Entonces los discípulos le abandonan y huyen medrosos, temiendo por su propia vida. Sin embargo, Pedro quiere cerciorarse de lo que va a ser de Jesús. Síguele de lejos, entra disimuladamente en el patio principal de la casa del Pontífice Caifás, y se junta a los criados y criadas que estaban calentándose alrededor de una hoguera improvisada al aire libre. Todos le observan. A la legua se nota que su facha y ademanes difieren de todo en todo de los de aquella chusma que por allí entra y sale afanosa. Una criada le mira y le dice: «Éste también solía andar con él. ¿No eres por ventura uno de los discípulos de Jesús Nazareno? »
   —«No, mujer, no lo soy, Ni le conozco. Ni entiendo lo que dices». Y cantó el gallo.
   Pasa por allí otra criada, y a ella se le ocurre también decir mirando a Pedro: «Éste solía andar con Jesús Nazareno».
    —«Sí por cierto —añadió un criado—, tú eres también discípulo suyo. ¿Acaso no te vi yo en el huerto con él? »
   —«No, hombre, no; no lo soy». Y otra vez negó con juramento: «No conozco a ese hombre».
   Al poco rato vuelven a la carga: «Seguramente eres tú también de ellos, pues eres galileo; tu misma habla te descubre».
   Pedro, aturdido, empieza a echar sobre sí imprecaciones y afirma otra vez con juramento: «No conozco al hombre de quien me habláis». En esto, cantó el gallo segunda vez.
   Jesús cruzó el patio en aquel mismo instante y miró a Pedro, el cual se acordó de la predicción de su Maestro. Avergonzado, cariacontecido, despedazado su corazón por el dolor y el arrepentimiento, salió fuera y lloró amargamente. Ya no se habla más de él en el relato de la Pasión del Salvador. Lloró su cobardía y lavó su grave culpa en sus lágrimas.



«APACIENTA MIS CORDEROS, APACIENTA MIS OVEJAS»


   No bien oye decir Pedro que el Salvador ha resucitado, corre al sepulcro con San Juan, entra el primero y sólo ve los lienzos en el suelo y el sudario que estaba recogido. Ese mismo día se le apareció Jesús y le aseguró que le perdonaba la triple negación. Días después se apareció el Señor a los Apóstoles en la orilla del lago de Tiberíades y, tras una pesca milagrosa, dijo a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas tú más que éstos? »
   —«Sí, por cierto. Señor; bien sabes que te amo».
   —«Apacienta mis corderos».
   Otra vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan; ¿me amas? »
   —«Sí, Señor; ya sabes que te amo».
   Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?».
   Pedro se contrista al ver que Jesús insiste. Como desconfiando de sí mismo contesta: «Todo lo sabes, Señor; bien sabes, pues, que te amo».
   «Apacienta mis ovejas», le dijo el Señor.
   Quería Jesús obligar al Apóstol a reparar la triple negación con aquella triple protesta de amor. Con el mandato de apacentar los corderos y las ovejas le hizo pastor universal de su Iglesia: los corderos significaban a los fieles y las ovejas a los pastores.


PRIMEROS HECHOS DE SAN PEDRO COMO PAPA


   Desde el día siguiente de la Ascensión Pedro fué Papa, y como tal obró sin que nadie le contradijera. En el Cenáculo, donde los Once aguardaban la venida del Espíritu Santo, su primera providencia fue sustituir a Judas, cuya defección dejó una vacante en el colegio apostólico, y presidir la elección de San Matías. El día de Pentecostés, fué el primero que predicó a los judíos con atrevimiento y libertad sobre el Cristo que habían crucificado, y ese día, en un sermón convirtió a tres mil personas. Fué la primera redada del pescador de hombres.
   A los pocos días obró un milagro; el primero que se hacía en prueba de la doctrina evangélica. Subía al Templo con Juan a la hora de nona, cuando hallaron en la Puerta Hermosa a un cojo de nacimiento que les pidió limosna. «No tengo plata ni oro —le dijo Pedro—; pero te doy lo que tengo: En el nombre de Jesús Nazareno, levántate y anda». Arenga luego Pedro a la muchedumbre y cinco mil hombres piden ser bautizados. Los sacerdotes rabian, detienen a los dos apóstoles y los llevan ante el Sanedrín. Pedro habla entonces de Jesús Nazareno con intrepidez. Los jueces le prohíben nombrar a Jesús: « ¿Es justo obedeceros a vosotros antes que a Dios? — Les dice Pedro—. En cuanto a nosotros, no podemos menos de hablar de lo que hemos visto y oído». El non póssumus, pronunciado en esta ocasión por vez, primera, lo repetirán hasta el fin de los tiempos los sucesores de Pedro, a todos los poderosos que se muestren hostiles a la verdad cristiana.
   Día tras día se sentían los Apóstoles más enardecidos y lograron nuevos y numerosos partidarios. No limitaron su apostolado a la ciudad de Jerusalén: tenían mandato de predicar el Evangelio en todo el mundo. En su calidad de jefe de la Iglesia, visita San Pedro las nacientes cristiandades. Va a Samaría para confirmar a los neófitos. El mago Simón, testigo de los prodigios obrados con la imposición de las manos, le ofrece dinero para participar de este poder sobrehumano. «Perezca tu dinero contigo», le dijo Pedro. Estas palabras servirán en adelante para estampar sello de infamia en todas las simonías.
   Va San Pedro a Lida y allí sana al paralítico Eneas. Llega luego a Jope, y resucita a una viuda llamada Tabita; en dicha ciudad tiene luego la misteriosa visión del mantel que baja del cielo, y en el cual había todo género de animales inmundos. Oye una voz que le dice: «Mata y come». Era para darle a entender que había de admitir en la Iglesia a todos los pueblos sin someterlos a las exigencias de la ley mosaica. Al día siguiente partió para Cesarea, donde bautizó al centurión Cornelio y a su familia, primicias del pueblo romano y del mundo pagano en la Iglesia de Cristo.



DE ANTIOQUÍA A ROMA


   En sus viajes por Siria y Asia Menor puso San Pedro la cátedra pontificia en la ciudad de Antioquía, que vino a ser, después de Jerusalén y antes que Roma, cabeza de la catolicidad. En memoria de ello celebra la Iglesia el día 22 de febrero la fiesta de la «Mata y come».
   Teniendo Pedro sobre sí el peso y gobierno de todas las Iglesias, le era preciso trasladarse con frecuencia a otras partes. El año 42 fué el santo Apóstol a Jerusalén. Poco antes había llegado a dicha ciudad Herodes Agripa, nombrado rey por el emperador Claudio. El rey, para ganar la voluntad de los judíos, empezó degollando a Santiago el Mayor y echando en la cárcel a Pedro, con intento de matarle pasadas las fiestas de la Pascua. Pero «la Iglesia hacía incesantemente oración a Dios por él», y fué milagrosamente libertado por un ángel. Pedro partió entonces para Roma, donde estableció la Iglesia de la que fué primer pastor por espacio de veinticinco años (42-67). Llegó acompañado de su discípulo San Marcos, que después escribió el segundo Evangelio a petición de los fieles, según lo que oyó al mismo San Pedro.
   Aunque especialmente encargado de la Iglesia de Roma, no por eso descuidaba las demás. Escribió dos epístolas a las Iglesias de Asia. Envió a San Marcos a fundar la Iglesia de Alejandría, de suerte que las tres Iglesias patriarcales más antiguas —Roma, Alejandría y Antioquía— le son deudoras de su fundación.
   El año 47 fué expulsado San Pedro por un edicto del emperador Claudio, el cual mandó salir a todos los judíos de Roma, como gente revoltosa. Créese que este edicto fué ocasionado por los alborotos que promovieron los judíos contra los cristianos, entre los cuales no hacían distinción los paganos. Después de muerto Claudio, el año 54, o quizá poco antes, volvió San Pedro a Roma.



PERSECUCIÓN. — MARTIRIO.


   En muy breve tiempo floreció tanto la Iglesia romana que amenazaba eclipsar el poderío de los emperadores. Ésta fué de ordinario la causa de las persecuciones.
   El día 19 de julio del año 64 arrebatado Nerón de loca y desenfrenada soberbia, mandó poner fuego a la ciudad de Roma, para luego darse el gusto de reedificarla conforme a sus deseos. Nueve días duró el incendio que redujo a pavesas diez barrios de los catorce que componían la ciudad. Para sosegar la indignación de los romanos. Nerón acusó a los cristianos de ser autores de aquel incendio y decretó la primera persecución. Suplicios atrocísimos e inauditos fueron inventados contra los inocentes. Atormentarlos de mil modos a cual más inhumano y feroz llegó a ser cosa de chanza y divertimiento. Hasta de noche se regalaban los romanos con la sangre de los mártires. Entrada libre tenían a los jardines de Nerón, en el Vaticano. A lo largo de las avenidas y paseos, los cristianos, amarrados a unos postes y embadurnados con sustancias inflamables, hacían de antorchas que alumbraban el paso a las cuadrigas y a los paseantes. El mismo Nerón tomaba parte en las carreras.
   San Pedro y San Pablo fueron detenidos y estuvieron presos en la cárcel Mamertina, de la que les sacaron el día 29 de junio para llevarlos a la muerte. San Pedro fue crucificado cabeza abajo en el monte Vaticano. San Pablo, por ser ciudadano romano, fué degollado en un lugar que ahora se llama Las tres Fontanas. Los cristianos tomaron las sagradas reliquias y las enterraron con gran veneración.