DÉCIMO DÍA —10 de
septiembre.
San Miguel, Ángel de la
Agonía y la Redención.
Cuando
Nuestro Señor Jesucristo consumó la obra de la Redención del género humano, se
vistió, según la expresión de un Santo Doctor, con el vellón del chivo emisario, cargado
por el pueblo judío con todas las iniquidades de la nación.
Sucumbiendo al peso de estas ignominias seculares y de los innumerables pecados
que, en el curso del tiempo, cada siglo acumulará hasta el fin del mundo, el Divino Redentor cae en el huerto de Getsemaní,
cubierto de un sudor de sangre y sometido a una verdadera agonía. En ese
momento solemne, ¿dónde
está el hombre o más bien los hombres que Jesús iba a reconciliar con su Padre?
Ay, todos han huido; sus privilegiados
apóstoles, sus amados discípulos le han abandonado, no han podido velar con él
ni una hora, duermen un profundo sueño, y Jesús está solo. Sin embargo, un
Ángel lleno de majestuosidad desciende del Cielo para consolar al Divino, para
fortalecer a la humanidad, que ha sido golpeada en su Cabeza. ¿Y quién es ese
Ángel que ocupa nuestro lugar aquí, el que expresa nuestra compasión y gratitud
a la Víctima Adorable que se ofreció espontáneamente cuando vino al mundo y que
todavía se ofrece libremente en esta hora para pagar la deuda del pecado? Este
Ángel, responden
los Santos Padres, es
San Miguel, que continúa y completa la admirable obra de la Encarnación.
San Gregorio Magno, Corneille Lapierre, Francisco de Lucas, San Beda el
Venerable y otros nos muestran la conveniencia de esto: San Miguel es el Campeón de la Encarnación, el Ángel de la Guarda del
Verbo hecho carne, el apoderado de Dios siempre que se trata de realizar una
obra divina. ¿No debía, pues, proteger hasta el final la Santa
Humanidad de Nuestro Señor? ¿No debía ocupar el lugar del Padre Eterno en esta
lucha suprema de la Agonía del Salvador del mundo? Además, su ardiente amor a Jesús y a su Santísima Madre, su deseo
de hacer comprender al hombre la Maravilla de Dios, su esperanza de unir al
Redentor del género humano los corazones más endurecidos y las voluntades más
obstinadas, le otorgaron una capacidad irresistible de reconfortar a Jesús en
esta lucha terrible de la Agonía. Finalmente, la dignidad soberana del
Hijo de Dios, ¿no
merecía en esta circunstancia la ayuda del llamado Gran Príncipe, el jefe de
los Ángeles, el Ángel por excelencia? Pero, ¿cómo va a consolar San Miguel a
Jesucristo, cómo va a fortalecer su divina Humanidad? Escuchemos a
María de Ágreda: “Nuestro
Señor suspendió en aquella hora suprema todos los consuelos divinos que podían
brotar de su amor omnímodo a su santísima humanidad, abandonándola en lo
posible a todo lo que era más riguroso en el sufrimiento, como lo ha atestiguado
después en la Cruz.” San
Miguel se dirige a la razón humana del Verbo Encarnado, representándole con el
acento del más penetrante amor que no depende de la Víctima Divina que todos
los hombres se beneficien de su Encarnación, ya que Dios
creó al hombre libre, y que, por consiguiente, no es posible que se salven los
que desprecian los beneficios de la Redención; de modo que, pese a los deseos
de Dios, aunque el número de los predestinados es inestimable, será menor que
el de los réprobos. Cómo no relatar aquí el diálogo que San
Buenaventura, en sus Meditaciones, establece entre Jesús y San Miguel en el
Huerto de Getsemaní, o los Comentarios a esta palabra de Cristo: ¡Aparta de mí
este Cáliz! Es entonces cuando
entenderíamos la cooperación que tomó San Miguel en el misterio de la
Redención, y podríamos repetir con el padre Faber que es efectivamente este Arcángel quien recibió
del Padre Eterno la extraña y excepcional misión de consolar al Hijo de Dios en
su inconsolable angustia. Además, si hemos de creer a los
Doctores e Intérpretes de los Santos Evangelios, San
Miguel, ya sea en este lugar de postración por Cristo, o en el doloroso camino
del Calvario, o en el Monte Santo donde expiró Jesús, recogió cada gota de
sudor derramada por el Regenerador del mundo Y la preciosa sangre que rezumó en
la Agonía, que brotó en el Calvario, la recibió con amor y la ofreció a Dios
junto con Jesús y María para la salvación del género humano. Concluyamos,
pues, con el discípulo Timoteo, que
debemos la Redención a Jesús y a María, y en cierta medida a San Miguel: a Jesús, como Redentor real y voluntario, o sea,
el Autor y Consumador de la Redención; a María, como cogeneradora y coadjutora;
a San Miguel, como defensor y vengador.
MEDITACIÓN
Cuando pensamos en la agonía de Jesucristo,
cuando lo vemos cubierto de sudor de sangre; cuando lo contemplamos subiendo al
Monte Santo, atado a la Cruz, derramando su sangre adorada, ¿podemos olvidar
el valor de nuestra alma regenerada? Vale
la sangre de un Dios: ¡Tanti vales, o anima mea! (¡Qué buena eres, alma mía!) Es esta sangre infinitamente preciosa la que ha dado a
los Sacramentos su virtud y eficacia. Es esta sangre la que nos regenera en el
Bautismo, la que nos purifica en el Sacramento de la Penitencia, la que nos
alimenta y fortalece en la Sagrada Eucaristía. En una palabra, es él quien nos da y mantiene en nosotros la vida
espiritual, quien nos hace hijos de Dios y coherederos de Jesucristo. Somos de
su raza, de su sangre, de su carne, de sus huesos. Reconoce, oh cristiano, tu dignidad, y, ya que te
has hecho partícipe de la naturaleza divina, no vuelvas a caer en tu antigua
bajeza.
Recuerda siempre de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro; y lo
que eres de profesión, demuéstralo con tus obras más que con tu nombre, para
que el nombre concuerde con las obras y el cuerpo con los hechos. De lo
contrario, el nombre sería una palabra vacía y un gran crimen. No debes
combinar una vida sensual con el honor que se te ha dado, y una vida criminal
con una profesión divina. Sé irreprochable, busca y desea sólo lo que conduce
al Cielo.
ORACIÓN
Oh Mensajero celestial, que viniste a ocupar nuestro lugar en
aquel momento supremo en que Jesús agonizaba, y que con tanto cuidado recogiste
su adorable sangre para presentarla a la divina Majestad, te saludamos con amor
y gratitud; nuestra confianza en ti aumenta al considerar tu devoción por
Jesucristo y tu compasión por nuestra pobre naturaleza. Ah, por la gloria de Dios, derrama sobre nosotros
los tesoros de gracias que el Todopoderoso ha puesto a tu disposición, para que
los sufrimientos de nuestro divino Salvador nos sean provechosos y nos abran
las puertas de la Dicha Eterna. Amén.
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