viernes, 13 de septiembre de 2024

MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA DUODÉCIMO.

 


DUODÉCIMO DÍA —12 de septiembre

 

San Miguel, Ángel de la Oblación o del Santísimo Sacrificio.

 

   El Apóstol San Juan vio a un Ángel de pie ante el altar, llevando un incensario de oro y recibiendo una gran cantidad de incienso, que iba ofreciendo a Dios. El Antiguo y el Nuevo Testamento hablan a menudo de este Ángel presentando las oraciones de todos los santos en el Altar de oro ante el trono del Todopoderoso; y el humo de los perfumes compuestos por las oraciones de los justos se eleva ante la Santísima Trinidad por el ministerio del Ángel que preside la oración. La Iglesia Católica ha reconocido que este Ángel es San Miguel, ya que durante el Ofertorio hace recitar al Sacerdote esta expresiva oración, que es como un verdadero acto de Fe en la misión particular o especial de San Miguel: “Que el Señor se digne bendecir este incienso y recibirlo como un dulce perfume por la intercesión del Bendito Arcángel San Miguel, que está a la derecha del Altar, de los perfumes y de todos los Elegidos.” Por eso los comentaristas no temen afirmar que todas nuestras oraciones, ofrendas y sacrificios u oblaciones pasan por las manos de San Miguel. Pero lo que resalta aún más la grandeza y preponderancia de San Miguel es esta hermosa oración del Canon de la Misa. Inmediatamente después de la Elevación, en el momento en que el cuerpo de Jesucristo acaba de descender sobre el altar, cuando el celebrante se inclina para pedir a Dios que acepte la inmolación de la Santa Víctima, la Iglesia pone en labios del Sacerdote esta conmovedora invocación: “Te suplicamos e imploramos, oh Dios todopoderoso, ordena que estos misterios inefables sean llevados por las manos de tu Santo Ángel a tu sublime altar en presencia de tu divina Majestad, para que, después de haber participado en estos celestiales Misterios y haber recibido el santísimo cuerpo y la preciosísima sangre de tu adorable Hijo, seamos colmados de todas las bendiciones e inundados de todas las gracias del Cielo.” ¿Quién es ese Ángel -pregunta el obispo Germain- del que habla aquí la Iglesia? Bossuet no duda en responder: “Este ángel es San Miguel. Así, prosigue el elocuente Prelado, es tal el ascendiente de San Miguel sobre el corazón de Dios, es tal la influencia que ejerce, el crédito inefable del que goza, que para obtener con mayor seguridad la concesión de los dones celestiales, es a través de él, es a través de su ministerio, que la Iglesia desea haber ofrecido al Soberano Maestro lo que más aprecia, el cuerpo y la sangre de su divino Hijo”. Ah, que no haya duda, después de la afirmación de San Pantaleón, es efectivamente San Miguel, el Ángel del Señor, como lo llama siempre la Sagrada Escritura: per manus sancti Angeli tui (por las manos de tu santo ángel), es San Miguel quien presenta a Dios Padre la divina oblación del adorable Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo en el Santísimo Sacrificio de la Misa, como lo hizo anteriormente en el Sacrificio Sangriento del Calvario. Esta es, además, la opinión de Clemente XIII y León XII.

  

   Benedicto XIV lo aclara, y San Ligorio está de acuerdo, pues declara que la ofrenda divina que, en nombre del pueblo cristiano, el Sacerdote hace diariamente a Dios en el santo altar para expiar las faltas y atraer las bendiciones celestiales, es llevada por el Arcángel Miguel al sublime Altar donde el Cordero de Dios permanece constantemente inmolado para aplacar la justa ira de su Padre, indignado por su ingrata criatura. ¡Oh! -grita Lacordaire-, ver a San Miguel sosteniendo aún la humanidad caída de Cristo en el nuevo Getsemaní, verle continuar su inefable papel en este otro Gólgota; quiero decir : Vedlo en el santo Altar donde Jesús consiente en renovar todas las escenas de su dolorosa pasión; vedlo, si es lícito usar esta palabra, despojando a Jesús de las mortajas de este nuevo sepulcro, pero sobre todo vedlo recibiendo de manos del Sacerdote, después de la inmolación, al divino Vencedor de la muerte, y llevándolo en sus alas triunfales al sublime Altar donde permanece inmolado día y noche para reconciliarnos con su Padre. Es una misión maravillosa del Príncipe de la Milicia celestial, que ha hecho que el cincel de los escultores más hábiles, el pincel de Rafael y tantos otros artistas famosos en las artes más variadas produzcan estas obras maestras que, al mismo tiempo que suscitan admiración, nos elevan al trono de Dios, donde podemos ver y sentir el poder de Dios.

  

   Muestran a San Miguel ofreciendo con el Sacerdote la Santa Víctima, y en consecuencia transmiten a las sucesivas generaciones la creencia de nuestros padres. Además, este sublime ministerio del Arcángel no es más que el corolario del Ángel de la Redención, y fue al pie de la Cruz, el Viernes Santo, cuando Jesús encargó a Miguel, el Ángel guardián de todos sus prodigios, que presentara a Dios su inmolación diaria, o más bien perpetua. Y desde entonces, según el testimonio de San Francisco, Dionisio el Cartujo, Mansi, M. Ollier y otros, San Miguel ha dado pruebas palpables y sorprendentes de su misión divina. Citemos un hecho entre mil: San León, ofreciendo el Santísimo Sacrificio de la Misa, informa un autor fiable, vio un día, en esta parte del Canon del que acabamos de hablar, al Arcángel San Miguel descender sobre el Altar donde estaba celebrando, y tomar la Santa Hostia, llevarla al Cielo, colocarla en el altar donde Jesús se inmola constantemente ante su Padre, y después de una media hora volver a colocarlo en el altar con estas palabras de consuelo para el sacerdote que ofrece la Santa Víctima y para los fieles que participan en el Santísimo Sacrificio de la Misa: Lo que acabo de hacer ostensiblemente a tus ojos, lo hago todos los días y tantas veces que Jesús mi Maestro se inmola con la espada de su palabra que ha puesto en manos de sus ministros. Se dice que fueron visiones similares las que inspiraron la inquebrantable devoción de Pío IX por este glorioso Primado de los Corazones Angélicos. ¿No es entonces muy consolador para todos nosotros pensar que el Arcángel Supremo lleva en nuestro nombre ante el Altísimo la santa oblación, la Hostia inmaculada, el pan de vida, el cáliz de salvación? ¡Cuánto debe elevar este pensamiento, nos dice el Padre Noël, al sublime altar donde San Miguel ofrece nuestra adorable Víctima, cada vez que participamos, de cualquier manera, en la oblación del augusto sacrificio de la Misa! Sacerdotes y fieles -añade el cardenal Bona-, cuando os inclinéis en este momento, rogad a Dios que ordene que este sacrificio sea llevado por la mano de su Ángel; exhortad a una gran humildad, rogad a San Miguel por su nombre y ardientemente para que venga en vuestra ayuda por medio de él y de los Espíritus benditos que tiene bajo sus órdenes. Y Bossuet invita a los cristianos a ser agradecidos, recordando que nuestro presente asciende pronta y más agradablemente al Altar celestial porque se presenta de nuevo en compañía del Santo Arcángel Miguel, que preside la oración y compone una misma oblación, que se hace así de todo punto agradable a Dios, tanto por parte de Jesucristo que se ofrece como por parte de los que lo ofrecen y se ofrecen con él. Si esto es así -exclama monseñor Germain-, dilatemos, dilatemos nuestros corazones para abrirlos a una confianza absoluta e ilimitada. El cuerpo de Jesucristo y su adorable sangre están presentes cada hora del día en miles de altares de todo el mundo. Convoquemos, pues, al Altísimo para que ordene a San Miguel presentar la Víctima Augusta en este altar de oro ante el trono, para ofrecerla por la gloria de Dios, por la gloria de Jesucristo, por la prosperidad de su Esposa aquí abajo, por el bien de la patria, por la salvación de las almas. Unamos nuestros corazones y nuestras voces. Si tus faltas te asustan, confiésalas al Santísimo Arcángel Miguel, Beato Michaeli Archangelo, para que interceda por ti ante el Señor nuestro Dios. Entonces, según la expresión de San Juan, el humo de los partos, compuesto por nuestras oraciones, subirá al cielo. Confía, pues, en San Miguel de forma inquebrantable.

 

MEDITACIÓN.

 

   Desde el pecado siempre ha habido sacrificios y son necesarios para rendir a Dios el homenaje que le corresponde, para agradecerle, para aplacar su ira, para expiar el pecado y para obtener las gracias que necesita la humanidad caída. Cuando Jesucristo vino al mundo, el sacrificio del Calvario sustituyó a las oblaciones y holocaustos de la antigua ley. Pero después de esta sangrienta inmolación, los cristianos necesitaban un sacrificio que complaciera a Dios. Jesucristo, al fundar su Iglesia, no lo olvidó, e instituyó la Santa Misa, que es la representación y continuación del sacrificio del Calvario, el memorial de la Pasión y muerte de Jesucristo. ¿Pensamos en esto seriamente? ¿Reconocemos la necesidad del sacrificio? ¿Creemos que la Santa Misa reúne todas las condiciones para ello de forma excelente? Y puesto que es un artículo de fe, ¿basamos nuestra conducta en esta creencia? ¿Damos las gracias a Jesucristo por habernos dado este medio divino para devolver nuestros homenajes a Dios? ¿Participamos en la Santa Misa, es decir, la hacemos ofrecer a menudo, ya sea en acción de gracias, ya sea en expiación de nuestros pecados, ya sea para obtener los favores espirituales que necesitamos; asistimos a ella siempre que debemos o incluso podemos; y cuando asistimos, cuáles son nuestras disposiciones? Ah, pidamos perdón a Dios por nuestra indiferencia, y resolvamos unirnos a Jesucristo y al sacerdote que ofrece el Santísimo Sacrificio, para suplicar a Dios que nos conceda, por los ritos de la adorable Víctima, la remisión de nuestros pecados, la fuerza para luchar enérgicamente contra los enemigos de nuestra salvación, el aumento del reinado de Jesucristo, la gracia suprema de gozar de los torrentes de delicias reservados a los Elegidos.

  

ORACIÓN.

 

   Oh bendito Arcángel, que tienes la misión de llevar nuestras oraciones ante el trono de Dios y presentar la ofrenda del Santísimo Sacrificio en el sublime altar donde Jesús se inmola constantemente ante su Padre, despierta nuestra fe, fortalece nuestra esperanza y excita en nuestras almas los sentimientos del más ardiente amor, para que podamos participar cada vez más eficazmente en los Santos Misterios, y para que el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo, nos aplique los méritos de su Pasión, nos lave completamente con su sangre y nos introduzca en su reino, donde podremos alabarle, bendecirle y glorificarle por siempre. Amén.


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