SÉPTIMO DÍA —7 de septiembre.
San Miguel, promulgador
de la Ley escrita.
En el momento de la creación, el hombre
recibió la grabación de la ley de Dios, la ley natural que llaman los teólogos,
en su corazón. Pero el hombre pronto olvidó
y desechó los consejos del Señor. Por así decirlo, los borró de su corazón, y se dejó caer en la idolatría. Es
entonces que Dios resuelve dar a sus criaturas un testimonio visible, una
plasmación escrita de sus divinos deseos. Pero, ¿quién entregará a los hijos de Israel esta
ley positiva, estos mandamientos divinos conocidos bajo el nombre de Decálogo? Dios confió esta sublime misión a San Miguel. Miguel, en
efecto, dictará esta ley divina a Moisés en nombre
del Altísimo, y la impondrá como regla de vida para que esté siempre presente
en la memoria de los hijos de Israel, para que la guarden y observen
puntualmente. Y, habiéndosele permitido expresarse así, para darle un
mayor peso a esta ley, él mismo vendrá en un
despliegue de gloria y poderío verdaderamente inusitado. Escuchemos el
relato que nos brindan los santos doctores de la promulgación del Decálogo en
la cima del Sinaí: “Los pavorosos truenos hacen resonar ecos en las
montañas, los relámpagos atraviesan las nubes en todas direcciones, una nube
espesa cubre el monte Sinaí, la trompeta toca con gran estruendo, y el pueblo
que acampa a los pies de la montaña tiembla con todas sus extremidades y se siente
preso de un miedo indescriptible. El Sinaí está cubierto de humo porque el
Señor, representado por SU ÁNGEL, ha descendido en medio de fuegos. El humo se
eleva hacia las alturas como escapando de un gran horno, y todo el monte emite
una imagen terrorífica por las llamaradas que lo envuelven y los sismos que lo
sacuden. El son de la trompeta aumenta su tono poco a poco, se vuelve más
fuerte y más agudo y llama a Moisés hacia el punto más elevado de la montaña, y
el Ángel de la Ley Divina le entrega los diez preceptos de Dios, escritos sobre
dos tablas de piedra.” Tal es la forma, resumida, en que los más
acreditados doctores resumen este acontecimiento memorable. Es también la
opinión universal de los comentadores. Y estas afirmaciones son perfectamente conformes
con los textos de las Sagradas Escrituras. Bástenos con citar el Nuevo
Testamento. San Esteban Protomártir, en el admirable discurso que dirige a los judíos,
emplea estas palabras: “Mientras el pueblo estaba agrupado en el desierto,
Moisés se reunía con el Ángel, que le hablaba en nombre de Dios sobre el Sinaí,
y recibía de él la palabra de la vida para transmitírnosla a nosotros, o, según
otra traducción, la Ley de la vida para hacérnosla observar”. Entendedlo -dice
San Bernardo-, es
el Ángel de Dios, es Miguel, el que revela a la tierra la Ley del Señor. San
Pablo, en su Epístola a los Gálatas, y en la que dirige a los hebreos, enseña
igualmente que
la Ley fue entregada a Moisés y al pueblo hebreo por el ministerio de los
Ángeles: Per
Angelos (A través de los Ángeles).
Interpretando esos dos textos, Corneille Lapierre, de acuerdo con los santos
doctores, nos explica por qué San Pablo emplea el plural: es San Miguel que viene en nombre de Dios a proclamar el
Decálogo sobre el Sinaí, siendo un Ángel de primer orden, y estando rodeado, a
causa del honor que es debido a su supremacía, de un gran número de Ángeles de
orden inferior que le forman cortejo y operan cada uno según su función esos
prodigios que hacen temblar a los israelitas, es decir, los truenos, las humaredas semejantes a nubes, las llamas
saliendo de la montaña como una pira y esos temblores de tierra que hacen
estremecerse los cimientos mismos del universo. Por la exposición de
estas maravillas, ¿no reconocéis la presencia de San Miguel? -nos dice un elocuente prelado del siglo
XVIII- Estos temblores sísmicos de tan
particular naturaleza, estos trastornos sobrenaturales, ¿no son lo que la Santa Iglesia nos enseña
como signos del descendimiento de San Miguel Arcángel sobre la tierra?
Estos preceptos impuestos al pueblo judío tras la entrevista de Moisés con San
Miguel, este esplendoroso despliegue que rodea la promulgación de la Ley, esta
aureola que corona la cabeza de Moisés mientras desciende de la montaña, ¿no son una pretensión
de mostrarnos la grandeza y las glorias de San Miguel?
Este papel sublime que
San Miguel desempeña en el monte Sinaí le ha valido, dicen
las crónicas, un culto especial de parte de los
turcos. Por esta razón, Mahoma, en el Corán, llama a nuestro glorioso
Arcángel el Secretario de la Divinidad: Michael, secretarius Deitatis (Miguel, el
secretario de la Deidad). “Saludemos -decía
el Cardenal de la Trémoille-, saludemos
con profundo respeto y sincero reconocimiento a San Miguel, el promulgador y propagador
de los preceptos divinos, y rindámosle los homenajes debidos a este cargo de
confianza del Señor, pidiéndole los socorros que él prodiga a aquellos
predilectos suyos para mantenerlos en el puntual cumplimiento de los
mandamientos divinos.”
MEDITACIÓN
Estos mandamientos que
San Miguel promulgó sobre el Sinaí fueron renovados por Nuestro Señor
Jesucristo, y el Divino Maestro declaró que nuestra salvación eterna depende de
la observación de estos mandamientos que Él mismo se tomó la molestia de
explicar, para que nuestra falta de inteligencia y nuestra falibilidad nunca
más puedan ser una excusa. Y, sin embargo; ¿cuántas veces no llegamos, por un vano capricho, por una satisfacción
momentánea, a sacar nuestros pies de la senda de la Ley Sagrada, a transgredir
cualquiera de estos mandamientos, a actuar, en definitiva, como si el Decálogo
no existiera? ¿Olvidamos estas palabras del Apóstol Santiago, que “quienquiera que quebranta un solo mandamiento, con
ese solo acto ha violado la Ley entera”?
Sin duda nuestras pasiones, nuestros vicios,
dominan sobre todos nosotros. Nos presentan tal o cual precepto como
situado más allá de nuestras capacidades de cumplirlo, ¡y, cuántas veces, por desgracia, nos
cegamos hasta el punto de dejar escapar entre nuestros labios esta blasfemia:
“este
precepto no está adaptado a los tiempos actuales”! Seamos honestos con nosotros mismos y pronto
reconoceremos que lo que nos desvía de los mandamientos de Dios es únicamente
la falta de esfuerzo por prevenir alguna de nuestras inclinaciones
desordenadas. Carguémonos
de valor, luchemos denodadamente para cumplir la ley de Dios, tengamos siempre
presente en nuestro pensamiento que el reinado de Dios sobre los hombres es
atacado violentamente y que solo aquel que haya combatido valerosamente será
coronado de gloria.
ORACIÓN
Oh,
glorioso Arcángel, que,
por un privilegio especial, has sido elegido para entregar al mundo los Divinos
Mandamientos, grávalos
en nuestros corazones, obtennos la fuerza para cumplirlos, haznos comprender
bien que el yugo que nos impone el Señor es suave y la carga ligera, y, si
alguna vez tenemos la mala fortuna de fallar, inspíranos un vivo dolor e
implora por nosotros la misericordia de Dios, para que podamos recibir la
recompensa prometida a los fieles observadores de la Ley divina. Amén.
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