NOVENO DÍA —9 de septiembre.
San Miguel, Ángel de la
Guarda del Dios hecho Hombre.
Cuando
los tiempos fueron cumplidos y el Hijo de Dios adoptó la forma humana, San
Miguel, según el Cardenal Pie, sostuvo un nuevo
combate contra Lucifer. O, más
bien, lo que hizo fue continuar con el primero, en su papel de defensor de la
Encarnación. El orgulloso apóstata, lejos de amansar su odio implacable contra
este Misterio, lo había alimentado durante los largos siglos que prepararon la
venida del Mesías. Y, en su culposo delirio de grandeza, se vanaglorió de haber
trastocado los proyectos de Dios, cuando llevó a su Hijo hasta la ejecución en
la Cruz. Pero San Miguel, el primer adorador del
Verbo encarnado, no podía conceder a este Ángel caído la criminal satisfacción
de entrever esta obra sublime, esta manifestación de la misericordia infinita
de Dios para con sus ingratas criaturas. De la misma manera que hizo triunfar
la Encarnación en el Cielo, en la tierra la vengará y exaltará San Miguel
aplastando a sus adversarios. Es él también quien disipa los escrúpulos de San José y le revela la
Maternidad Divina de María. Y, al mismo tiempo, él
transmite al bienaventurado jefe de la Sagrada Familia que deberá imponer al
niño que nacerá de María el Sacratísimo nombre de Jesús. Y José obedeció a San Miguel. Es San Miguel -nos dicen los doctores y comentaristas
más renombrados- el
que anuncia a los pastorcillos la gran noticia del nacimiento del Salvador. Y,
apenas explica San Miguel a los pastorcillos el
Misterio de la Natividad de Jesucristo, la incontable multitud de las milicias
celestes responde al cántico de acción de gracias que entona para celebrar el
nacimiento del Salvador del mundo, y los ecos en las montañas lo difunden hasta
los cuatro extremos de la tierra. También es
San Miguel el que, en el día de la Circuncisión del Señor, apareció al frente
de una tropa de Ángeles, trayendo escrito, en letras de fuego, el adorable
nombre de Jesús, que él había hecho conocer a María a través de su
lugarteniente San Gabriel, y que él mismo, como ya se ha mostrado
anteriormente, había revelado a José para encomendarle, en nombre de Dios, que
se lo impusiera al Verbo hecho carne. Esta elevada misión ha sido
denominada “el Apadrinamiento del Mesías”. También
según la tradición, San Miguel el que acudió a
anunciar a los Magos de Oriente el nacimiento del Hijo de Dios, les condujo por
medio de una estrella hasta los pies de la cuna del Verbo hecho carne y les
inspiró la resolución de regresar a su país por un camino distinto. Igualmente,
San Miguel, ateniéndonos a los comentarios a las Sagradas Escrituras, se encarga de indicar a José que huya a Egipto, cuando
Lucifer suscita en el intrigante Herodes el perverso deseo de hacer matar a
todos los niños varones de Judea en la edad que los magos le habían indicado. Sobre
las palabras que San Miguel dirigió a San José en estas circunstancias,
diversos comentaristas y doctores nos remarcan el poder cuasidivino de San
Miguel, la importancia de su papel durante la estancia de Jesucristo sobre la
tierra: “Levántate,
toma al niño y a su madre, huid a Egipto y permaneced allí hasta que yo os diga
que partáis.” San Miguel comanda
a José, que le sigue como a un maestro. El
patriarca se levanta, toma al Divino Niño y a su Madre y, pese a la oscuridad
de la noche, parte hacia el exilio. San Miguel, nos dicen los comentaristas, guía a la Sagrada Familia en este peligroso
viaje y en Egipto la protege y provee de la necesaria subsistencia. A
la muerte de Herodes, San Miguel llama a San José a
abandonar Egipto y regresar a la Tierra de Israel. Nuevamente protege Miguel a la Sagrada Familia en su
retorno del exilio. Y como José, a causa de Arquelao, temía entrar en
Judea, Miguel le aconsejó retirarse a Galilea y
asentarse en Nazaret. Durante los años que Jesús pasa en el taller de
José, San Miguel, según los mismos autores, vela por el Dios Salvador parando los ataques
que el Dragón infernal lanza incesantemente contra la Santísima Humanidad de
Cristo, por ejemplo, atendiéndole en las ocasionales hambrunas que sufren. Del
mismo modo, durante su vida pública, San Miguel
siempre defiende la Humanidad del Verbo contra las insidias de las tinieblas,
desmantela los complots de los pérfidos judíos y asegura que solo en la hora
marcada por Dios llegue la consumación del sacrificio. Las numerosas
pinturas y esculturas de diversas épocas tras el comienzo de la Era Cristiana
hasta el siglo XV confirman esta opinión. En su
actuación en la Natividad de Cristo, en la Circuncisión, en la Adoración de los
Magos... le verás representado alzando su espada resplandeciente para aniquilar
al demonio. En ocasiones se le pinta en la huida a Egipto, en la vuelta a
Galilea, la vida oculta de Jesús, siempre defendiendo la Santa Humanidad de
Cristo. Unas veces se le ve a solas, otras acompañado de San Gabriel,
Ángel de la Guarda de María, como dicen los Santos Doctores. Y, mientras aquel
protege a la Santísima Madre de Dios, San Miguel
vela con solicitud del Verbo Encarnado. En resumen, en toda la Historia de la Santa Iglesia, San Miguel ha
sido siempre considerado el Ángel de la Guarda del Verbo Encarnado.
MEDITACIÓN
Cuando observamos la vida mortal de Nuestro
Señor Jesucristo, con sus afanes cotidianos como los nuestros, por
decirlo sucintamente, comprendemos cuánta razón
tenía el Divino Maestro al decir que el Hijo del Hombre no tenía lugar donde
reposar su cabeza. En efecto, Él nace en un
pobre establo que María y José no obtienen sino tras grandes penas y numerosas
humillaciones. Pronto pierde la posibilidad de reposar en el suelo de la patria
de su Augusta Madre, siendo forzado a huir precipitadamente al exilio. ¡Qué de
privaciones no afrontaría en Egipto! De vuelta en Judea, en el taller de Nazaret, vive entre
grandes necesidades. Durante su vida pública, le es penoso encontrar morada. ¿Por qué nuestro
Salvador se somete a tan duras privaciones? Escuchemos su respuesta:
“Ejemplo os
he dado para que, pensando lo que Yo he hecho con vosotros, así lo hagáis
vosotros también.” Jn 13, 15: Exemplum dedi vobis (Te he dado un ejemplo). ¡Admitamos que estamos lejos de este divino modelo! Buscamos
casi siempre el fasto y los honores, suspiramos sin cesar por las riquezas y el
bienestar. En definitiva, tratamos de disfrutar de la vida, como a menudo
decimos. Y, sin embargo, todos esos bienes mundanos nos deberían parecer viles
y despreciables, deberíamos pisotearlos y anatomizarlos cuando vemos a Jesús,
el maestro y dispensador de todo lo que existe. ¡Qué ciego hay que estar, en verdad, para dejarse amarrar por
estos bienes pasajeros! ¡Cuán insensato es aquel que de ellos hace sus
delicias! Pero, por desgracia, hay que decir que nosotros fácilmente concordamos en afirmar la
vanidad de las cosas de aquí abajo, mas, en la práctica, las preferimos antes
que las alegrías espirituales. Buscamos los bienes de la tierra aun
reconociendo que no nos proporcionan más que placeres efímeros, y olvidamos los
bienes del Cielo porque nuestro corazón está anclado allí donde se halla
nuestro tesoro, o más bien el cebo engañoso que remacha las cadenas con las que
el demonio nos amarra a la tierra. Sursum corda: ¡Arriba los
corazones! Elevémoslo, elevémoslo siempre, elevémoslo hasta
las verdaderas fuentes de gozo, busquemos las verdaderas riquezas, corramos
tras los bienes imperecederos. Toda riqueza que no sea Dios es vaciedad y
pobreza. En
palabras de San Cipriano, aquel
que es más grande que el mundo, es decir, el cristiano, no debe desear ni
buscar lo que pertenece a ese mundo. Debe fijar su corazón en los reinos
celestiales que algún día habitará. Sigamos este consejo, sepamos que tenemos bienes mucho mejores que los
de la tierra, bienes que responden a las aspiraciones de nuestro corazón,
bienes reales e infinitos, bienes que jamás perecerán. Vivamos, pues, como
Jesucristo durante su vida mortal. No alberguemos otro deseo que el de procurar
la gloria de Nuestro Padre que está en los Cielos. El resto nos importe poco: Dios es nuestro bien y
nuestro todo, Dios será nuestra maravillosa y eterna recompensa: Ero merces tua magna nimis (Sera tu recompensa demasiado grande).
ORACIÓN
Oh,
glorioso Arcángel, viendo
cuán alejados nos encontramos del ejemplo que Jesucristo nos ha dado en su vida
mortal, osamos
implorarte humildemente, conjurándote para que vengas en nuestro socorro. ¡Ay!, ruega a nuestro Divino Maestro que se digne
aplicarnos alguno cualquiera de sus méritos, para que podamos gustar de todo lo
que a Él le agrada, aborrecer todo cuanto Él desaprueba y merecer por esta
prudencia el ser conducidos a cantar contigo sus alabanzas y celebrar sus
triunfos por los siglos de los siglos. Amén.
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