martes, 27 de febrero de 2018

SAN GABRIEL DE LA DOLOROSA (1862 p.c.)—27 de febrero.




Gabriel era hijo de un distinguido abogado, quien ocupó una serie de cargos importantes por cuenta del gobierno de los Estados de la Iglesia: Sanie Possenti. Tuvo trece hijos, el undécimo de los cuales fue el futuro santo, que nació en 1838 y recibió en el bautismo el nombre de Francisco. Algunos de los hermanos del santo murieron en la niñez. La madre falleció en 1842, cuando Francisco sólo tenía cuatro años. 

   El señor Possenti acababa de ser nombrado principal asesor de Espoleta, donde Francisco recibió casi toda su educación, en el colegio de los jesuitas. A diferencia de tantas otras vidas de aspirantes a la canonización, en las que la leyenda ha introducido una serie de hechos sorprendentes de dudoso gusto, la infancia de Francisco Possenti, como la de Santa Teresa del Niño Jesús, fue perfectamente ordinaria.




   No se cuenta de él que haya tenido visiones a los cuatro años, ni que haya inventado formas extraordinarias de penitencia antes de los ocho. AI contrario, parece que poseía un temperamento vehemente, que no siempre sabía dominar, y que era muy meticuloso en cuestión de vestido y apariencia personal. Leía muchas novelas, era muy alegre e iba con frecuencia al teatro, si bien las piezas que veía no tenían nada de escandaloso.

   Su carácter alegre y su atractivo físico lo hicieron muy popular. Aunque no hay razones para creer que haya perdido la inocencia bautismal, ni quebrantado gravemente la ley de Dios, lo cierto es que durante su vida de religioso, el santo no veía con buenos ojos esa primera parte de su vida. Más tarde escribió a un amigo:

   “Querido Felipe, si realmente amas a tu alma, apártate de las malas compañías y no frecuentes el teatro. Yo sé por experiencia, cuán difícil es salir de él en estado de gracia; por lo menos constituye un grave peligro. Evita las reuniones mundanas y las malas lecturas. Creo, te lo aseguro, que, si hubiese permanecido en el mundo, no habría conseguido la salvación de mi alma.
   -Dime: ¿No crees que yo me divertí bastante? Pues bien, el resultado de todo ello no es más que la amargura y el temor. No te rías de mí, Felipe, porque te estoy hablando con el corazón en la mano. Te ruego que me perdones, sí alguna vez te escandalicé. Y retiro todo el mal que pueda haber dicho de otros delante de ti. Perdóname y pide que Dios me perdone también.” 




   Probablemente el tono de autoacusación de esta carta se debe a la sensibilidad de conciencia que el santo desarrolló durante el noviciado; pero no es imposible que sus años de juventud hayan sido relativamente frívolos, ya que sus amigos le llamaban, sin duda con cierta exageración, "il damerino", es decir, "el enamoradizo". Tal vez San Gabriel no prestó oídos al llamado de Dios la primera vez que Él se dejó oír claramente en su corazón. 

   Antes de terminar sus estudios, que debían abrirle una prometedora carrera en el mundo, cayó gravemente enfermo y prometió entrar en religión, si recobraba la salud; pero al sanar no hizo nada por cumplir su promesa. Un año o dos más tarde, un ataque de laringitis le puso de nuevo a las puertas de la muerte; renovó su promesa y se encomendó a la intercesión del mártir-jesuita Andrés Bobola, que acababa de ser beatificado. Habiendo recobrado milagrosamente la salud, pidió ser admitido en la Compañía de Jesús. Fue aceptado, pero dilató su ingreso, pues tal vez dudaba si Dios le llamaba a una vida de mayor penitencia, y además no tenía sino diecisiete años.

   Por entonces, el cólera le arrebató a su hermana predilecta. Impresionado por la fragilidad de la vida humana, Francisco ingresó en la Congregación de los Pasionistas, con la aprobación de su confesor, que era un jesuita. En el noviciado de Morrovalle, a donde llegó en septiembre de 1856, recibió el nombre de Gabriel de la Dolorosa.

   La vida de Gabriel se convirtió desde entonces en un extraordinario esfuerzo por alcanzar la perfección en las cosas pequeñas. Quienes tuvieron oportunidad de conocerle se sintieron impresionados por su lucidez, su espíritu de oración, su caridad con los pobres, su amor al prójimo, su exacta observancia, su deseo constante de mortificarse más allá de sus fuerzas (sin dejar por ello de someterse al juicio de sus superiores), y su absoluta docilidad en la obediencia.

   Los testimonios de las actas de beatificación son totalmente convincentes. La vida de San Gabriel de la Dolorosa fue de una generosidad sin límites; pero lo más extraordinario es la alegría con que supo consumar el sacrificio. Naturalmente, una vida así tiene pocos detalles pintorescos. Citemos, como ejemplo de la sencillez con que el santo tendió a la perfección, un pasaje de una de sus biografías, pero recordemos que bajo esa aparente sencillez se esconde la enorme fatiga del vencimiento constante de sí mismo: 




   “Su deseo de penitencia era insaciable. Durante mucho tiempo pidió permiso de llevar un áspero cilicio de metal. Sus superiores se lo negaron pero el santo continuó pidiéndolo modestamente.
   Su director le decía: “Quieres a toda costa llevar una pobre cadenilla, cuando lo que realmente necesitas es encadenar tu voluntad. Vete y no me hables más de ellos.”
   El santo se retiraba profundamente mortificado. En otra ocasión, su director le dijo al mismo propósito: “Puesto que tienes tantas ganas de ese cilicio, te doy permiso de que te lo pongas; pero tienes que llevarlo encima del hábito y a la vista de todos, para que todo el mundo sepa cuan mortificado eres.”
   A pesar de la humillación que eso le causaba, Gabriel se puso el cilicio corno su director se lo había indicado; esto hizo reír mucho a sus compañeros, pero Gabriel lo soportó en silencio, sin pedir que le dispensaran de esa mortificación que le ponía en ridículo.”

   Cuando apenas llevaba cuatro años en religión, en el curso de los cuales el hermano Gabriel ya dejaba adivinar el fruto que recogería en las almas al llegar al sacerdocio, aparecieron los primeros síntomas de tuberculosis. Sus superiores se vieron obligados a dispensarle, muy contra la voluntad del santo, de los deberes de la vida comunitaria.

   La paciencia en la debilidad y los sufrimientos corporales y la total sumisión a las restricciones que los superiores le imponían se convirtieron en las principales características del santo. Su ejemplo impresionaba profundamente a todos; pero él evitaba cuidadosamente hacerse notar y poco antes de su muerte, destruyó todos los apuntes espirituales en los que hablaba de las gracias que Dios había derramado sobre él.





   Murió apaciblemente en la madrugada del 27 de febrero de 1862, en Isola di Gran Sasso en los Abruzos. San Gabriel de la Dolorosa fue canonizado en 1920.



VIDAS DE LOS SANTOS
DE BUTLER


lunes, 26 de febrero de 2018

SAN PORFIRIO, obispo. (+ 420)— 26 de febrero.




Nació el glorioso san Porfirio en Tesalónica, de familia muy ilustre y opulenta, y habiéndole educado sus cristianos padres en el santo temor de Dios, y en las letras humanas y divinas, a la edad de veinticinco años se retiró a Egipto, donde se consagró enteramente al servicio de Dios abrazando la vida religiosa en el famoso monasterio de Sceté. 

   Perseveró allí cinco años ejercitándose en la humildad y en la penitencia. Visitó después con gran devoción los santos lugares de Jerusalén, y en una maravillosa visión que tuvo en el monte Calvario, cobró sobrenaturales fuerzas para adelantarse en el camino de la cruz de Cristo, que vio muy gloriosa y resplandeciente.


   Repartiendo después sus bienes a los pobres, puso su asiento en una gruta de las riberas del Jordán, donde aprendió el oficio de curtidor para ganarse el sustento necesario.
   Pero llegando la fama de sus grandes virtudes al patriarca de Jerusalén, le sacó de su vivienda, y le mandó que se ordenase de sacerdote para que su doctrina y virtud resplandeciesen con mayor brillo en la Iglesia de Dios.

   Por este tiempo quedó vacante la Silla de Gaza, y todos pusieron los ojos en el santo sacerdote Porfirio, el cual aceptó aquella dignidad con muchas lágrimas, mas con grandísimo fruto y acrecentamiento del rebaño de Jesucristo.

   Porque con la divina fuerza de su predicación redujo muchos infieles a la santa fe, reprimió a los herejes Maniqueos, y destruyó las reliquias de la idolatría que aún habían quedado en su diócesis.

   Era varón de Dios, poderoso en obras y palabras y lleno del espíritu del Señor. A su voz caían por tierra los ídolos de los falsos dioses, los enfermos recobraban la salud, y no parece sitio que todos los elementos se mostraban sumisos y rendidos al imperio de su voluntad.


   Finalmente, después de una vida llena de virtudes y maravillas, llegando el santísimo prelado a la edad de sesenta y siete años, muy quebrantado por sus penitencias y consumido por el ardor de su celo, descansó en la paz del Señor, con la singular consolación de dejar su ciudad y diócesis no solamente limpias de toda la pestilencia de las herejías que las contaminaban, mas también purificadas de los vicios de los paganos hermoseadas con el resplandor de las cristianas virtudes.


   Reflexión: Mucho hizo y trabajó el santo obispo Porfirio en su diócesis para limpiarla de la herejía, y de los vicios y errores de la gentilidad; pero al fin de su vida pudo ofrecer a Jesucristo una Iglesia pura, hermosa y sin mancha. Imiten este celo cuantos tienen obligación de guiar a otros por el camino de la virtud y especialmente los padres y cabezas de las familias cristianas. Sí, padres de familia: vosotros sois constituidos por Dios como obispos y prelados de vuestra casa: y esa casa y familia que gobernáis es vuestra iglesia y vuestro sagrado rebaño. Velad, pues, con toda solicitud sobre ella, y no permitáis que la inficionen ni los errores de la impiedad, ni los vicios del libertinaje que pervierten y estragan a tantas familias. ¿Cómo podríais, morir tranquilamente dejando una familia de hijos incrédulos, renegados y perdidos, que serían vuestros verdugos por toda la eternidad? Criadlos, pues, en santo temor de Dios, inspiradles el amor de las virtudes cristianas con vuestras palabras y ejemplos, y así moriréis en paz y tendréis la dicha de recobrarlos en el cielo y para gozar siempre de su dulce compañía en aquella eterna bienaventuranza.


   Oración: Te rogamos, Señor, que te dignes oír las súplicas que te hacemos en la solemnidad de tu confesor y pontífice Porfirio, para que por los méritos e intercesión de este santo que tan dignamente te sirvió, nos absuelvas de todos nuestros pecados. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA CRISTIANA.



sábado, 24 de febrero de 2018

SAN MATÍAS, apóstol. (+ 60 de J. C.?) — 24 de febrero.




Habiendo caído el traidor Judas de la cumbre del apostolado, y acabado la vida con desdichado fin, escribe san Lucas en los Hechos Apostólicos, que después de la Ascensión de Cristo nuestro Salvador a los cielos, estando todos los apóstoles y los otros discípulos del Señor juntos, se levantó san Pedro como cabeza y Pastor universal de todos, y después de haberles referido brevemente la maldad y castigo de Judas, les dijo que para cumplirse la profecía de David, se había de escoger uno de los que allí estaban y habían conversado con Cristo desde el bautismo de san Juan Bautista, hasta el día en que subió a los cielos, y pareciendo bien a todos los que allí estaban, y eran como ciento y veinte personas, de común acuerdo escogieron dos entre todos: a José, que por su gran santidad llamaban Justo, y a Matías.

   Ambos eran de los setenta y dos discípulos.

   Se pusieron luego todos en oración, suplicando humildemente al Señor que pues él solo conocía los corazones, les manifestase a cuál de los dos había escogido, y cayó la suerte sobre Matías, concurriendo con gran consentimiento los votos en su persona. 



   Desde aquel día fue contado con los once apóstoles, y habiendo recibido con ellos y los discípulos el Espíritu Santo, comenzó a predicar el misterio escondido e inefable de la Cruz, con gran santidad de vida y con una lengua de fuego divino que encendía los corazones de los que le oían.

   Después, en el repartimiento que hicieron los sagrados apóstoles de las provincias en que habían de predicar, a san Matías le cupo Judea, donde convirtió muchos pueblos al Señor, y penetrando con su predicación y doctrina hasta lo interior de Etiopía, padeció muchos y muy graves trabajos de caminos por tierras ásperas y fragosas, y de persecuciones de los gentiles.

   Finalmente, después de haber alumbrado con la luz de Cristo muchos pueblos que estaban asentados en tinieblas y sombras de muerte, selló como los demás apóstoles, con su sangre, la doctrina del Evangelio, muriendo apedreado y descabezado por amor de su divino Maestro.


   Su sagrado cuerpo, según la más constante tradición, fue traído a Roma por santa Elena, y hasta hoy se venera en la iglesia de santa María la Mayor, la más considerable parte de sus reliquias. Se asegura que la otra parte de ellas se la dio la misma santa emperatriz a san Agricio, arzobispo de Tréveris, quien las colocó en la iglesia llamada de S. Matías.


   Reflexión: Nos dice el Espíritu Santo: «Conserva la gracia que tienes para que no reciba otro tu corona.» Y la infelicísima suerte de Judas, a quien arrebató san Matías la corona gloriosa del Apostolado, nos ha de hacer temblar y entender que no hay lugar seguro en esta vida, si el hombre no vive con cuidado y recato, pues Lucifer cayó en el cielo, nuestro padre Adán en el paraíso, y Judas en el Colegio apostólico en compañía del Señor. ¡Oh qué tremendos son los juicios divinos! Teme, pues, y ama a Dios. Guarda con toda diligencia tu corazón y procura tenerlo siempre limpio y puro; si pecares, humíllate, y por muchos y muy graves que sean tus pecados, aunque negares a Dios y vendieres a Cristo (que nunca el Señor lo permita), nunca desesperes, como Judas, del perdón, porque nunca puede ser tan grave tu malicia, que sobrepuje a la misericordia de Dios. Más si te obstinares en tus pecados, si quisieres estar de asiento en tus vicios, teme a aquel Señor que puede dar a otro la corona que te había reservado en el cielo.


Oración: ¡Oh Dios! que te dignaste agregar al Colegio de tus apóstoles al bienaventurado san Matías, concédenos por su intercesión que experimentemos siempre los efectos de tus misericordiosas entrañas. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA CRISTIANA.

viernes, 23 de febrero de 2018

SAN SERENO, monje y mártir. (+ 307) —23 de febrero.




El glorioso anacoreta y mártir san Sereno, fue griego de nación, y trae su genealogía espiritual de aquel gran celador de la honra de Dios y santísimo profeta Elías, cuyos discípulos y descendientes, desterrándose por, los desiertos, vivían sobre la tierra como ángeles en carne humana.

   Moraba, pues, san Sereno en Sirmio de Pannonia, donde tenía un huerto que labraba y cultivaba para proveer a su necesario sustento, gastando el resto del tiempo en la contemplación de las cosas celestiales.

   Vino un día al huerto del santo una mujer hermosa y liviana, esposa de un grande amigo del emperador, y viendo allí unas flores bellísimas, que el santo había plantado para su honesta recreación, se puso a cortarlas, imaginando que por ser ella señora tan principal, tenía autoridad para todo, y no había de reparar en el disgusto que causaba al humilde solitario, a quien como mujer gentil miraba con sumo desprecio.

   Mas nuestro santo le echó en cara su descortesía, y como viese no ser aquella hora, ni el venir sola, decente a su autoridad, honestidad y modestia, la reprendió ásperamente, diciéndola que no convenía a su persona y calidad entrar en el huerto de un solitario monje, y luego con una santa ira, la echó fuera.


   La mujer, que así se vio a su parecer despreciada, escribió una carta a su marido, desacreditando la virtud del honestísimo monje con una atroz calumnia.

   Se irritó sobremanera el celoso marido, y acusó a Sereno delante del emperador, el cual mandó que se hiciese información de aquel falso crimen para que se castigase al reo como se merecía.

   Dio el santo cuenta de sí con tan admirable llaneza, que bien entendió el juez su inocencia, y le absolvió. Entonces, el perverso marido, por instigación de la mala hembra, le acusó y denunció por cristiano y capital enemigo de los dioses del imperio, por lo cual Maximiliano le mandó prender de nuevo y le obligó a sacrificar a los ídolos, o al menos a hincar como él la rodilla para adorarlos.

   Se negó el santo a esta sacrílega veneración de los demonios, y como perseverase constante en la confesión de Jesucristo, sin que bastasen ruegos y amenazas a quebrantar su fe, mandó el tirano que le cortasen la cabeza, y en este suplicio recibió el santo la corona del martirio y de su virginal honestidad.


   Reflexión: No es nuevo en el mundo ser perseguido de mujeres livianas y antojadizas la honestidad de los varones justos, y así es digno de alabanza el bienaventurado Sereno cuando considerando el riesgo que podía venirle a su bendita alma de semejante compañía, por ser la mujer deshonesta fuego y rayo que de repente abrasa y hiere, la reprendió y la echó fuera de su jardín por conservar más pura su castidad, mereciendo por este triunfo la corona y palma del martirio. Y aquí has de saber, hijo mío, y asentar bien en tu corazón y en tu memoria, que en estas y demás batallas de la castidad, el que huye es el más fuerte, y el que mejor sabe huir, triunfa con mayor gloria de este capital enemigo. Apártate, pues, de las conversaciones y amistades peligrosas; huye de los espectáculos profanos, y ataja cualquiera pensamiento o imaginación contraria a la santa pureza. Si quieres ser casto, esto has de hacer; y si esto no haces, es porque no quieres ser casto.


   Oración: ¡Oh Dios omnipotente! Concédenos por la intercesión de tu bienaventurado mártir Sereno, que seamos libres de todas las adversidades del cuerpo, y limpios de todos los malos pensamientos del alma. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.



FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA CRISTIANA.

EL TIEMPO DE CUARESMA




Se da el nombre de Cuaresma al período de oración y penitencia con que la Iglesia prepara a las almas para celebrar el misterio de la Redención.

    A los fieles, aun a los mejores, propone nuestra Madre la Iglesia este tiempo litúrgico como retiro anual que les brinde la ocasión de reparar todos los descuidos de otros tiempos, y volver a encender en su corazón la llama del fervor.

   A los penitentes, les llama la atención sobre la gravedad del pecado, inclina su corazón al arrepentimiento y a los buenos propósitos, y les promete el perdón del Corazón de Dios.

   Recomienda San Benito a sus monjes que durante este santo tiempo se entreguen a la oración acompañada de lágrimas de contrición. Todos los fieles, de cualquier estado y condición, hallarán en las Misas de cada día de Cuaresma las fórmulas más admirables de oración con que dirigirse a Dios, y que se adaptan a las aspiraciones y necesidades de cada uno.




1º Misterio del Tiempo de Cuaresma.


   No nos maravillemos de que un tiempo tan sagrado como el de Cuaresma esté lleno de misterios. La Iglesia, que lo ha dispuesto como preparación a la fiesta de Pascua, ha querido que este período de recogimiento y penitencia estuviera aureolado de señalados detalles, propios para despertar la fe de los fieles y sostener su perseverancia en la obra de expiación anual.

1º El número cuarenta y su significado. En el período de Septuagésima hallamos el número septuagenario que rememora los setenta años de la cautividad de Babilonia, tras los que el pueblo de Dios, purificado de su grosera idolatría, debía ver de nuevo a Jerusalén, y allí celebrar la Pascua. Ahora la Iglesia propone a nuestra religiosa atención el número cuarenta, que al decir de San Jerónimo es propio siempre de pena y aflicción. Recordemos la lluvia de cuarenta días y cuarenta noches que Dios envió al arrepentirse de haber creado al hombre, y que anegó bajo sus olas al género humano, a excepción de una familia. Consideremos también al pueblo hebreo errante cuarenta años en el desierto, como castigo de su ingratitud.
   No es, pues, difícil comprender por qué el Hijo de Dios, encarnado para salvación del hombre, y queriendo someter su carne divina a los rigores del ayuno, haya elegido el número de cuarenta días para este solemne acto. La institución de la Cuaresma se nos presenta así en su majestuosa severidad, como medio eficaz para aplacar la ira de Dios y purificar nuestras almas.






Veamos, pues, en estos días, al conjunto de almas fieles que ofrecen al Señor irritado este amplio cuadragenario de expiación, y esperemos que, como en tiempo de Jonás, se digne una vez más ser misericordioso con su pueblo.


2º El Ejército de Dios. Para lograr la regeneración que nos haga dignos de recuperar las alegrías santas del Aleluya, hemos de triunfar sobre nuestros tres enemigos: demonio, carne y mundo. Unidos al Redentor que, en la montaña, lucha contra la triple tentación y contra el mismo Satanás, debemos estar armados y velar sin tregua. Para sostenernos con la esperanza de la victoria y alentar nuestra confianza en el divino amparo, nos propone la Iglesia el Salmo 90, que incluye en el primer domingo de Cuaresma y del que toma cada día varios versículos en las diversas horas del Oficio.

   Quiere la Iglesia, pues, que contemos con la protección que Dios extiende sobre nosotros «como un escudo»; que nos protejamos bajo «la sombra de sus alas»; que en El confiemos, porque nos apartará de los «lazos del cazador infernal», que nos roba la santa libertad de los hijos de Dios; que estemos seguros del valimiento de los santos ángeles, nuestros hermanos, a quienes el Señor «ha ordenado que nos guarden en todos nuestros caminos»; ellos, testigos respetuosos del combate que el Salvador soportó contra Satanás, se le acercaron después de la victoria para servirle y honrarle.






3º Pedagogía de la Iglesia. La Iglesia no se limita a darnos solamente una consigna contra las trampas del enemigo; sino que, alimentando nuestros pensamientos, presenta ante nuestros ojos tres grandes espectáculos que van a desarrollarse hasta la fiesta de Pascua, cada uno de los cuales nos produce emociones piadosas unidas a una instrucción solidísima.

   En la primera de estas escenas vamos a presenciar el desenlace de la conspiración de los judíos contra el Redentor; conspiración que empieza a urdirse desde ahora, pero que estallará el Viernes Santo, cuando veamos al Hijo de Dios alzado en el árbol de la Cruz.

   La dignidad, sabiduría y mansedumbre de la augusta Víctima, se nos muestran cada vez más sublimes y dignas de un Dios. El divino drama que empezó en el portal de Belén, irá desenvolviéndose hasta el Calvario; para seguirlo nos bastará meditar las lecturas del Evangelio que la Iglesia nos propone día tras día.

   En segundo lugar, recordándonos que la Pascua es para los Catecúmenos el día del nuevo nacimiento, volará nuestro pensamiento a aquellos primeros siglos del cristianismo en que la Cuaresma era la última preparación para los aspirantes al Bautismo.

   Daremos entonces gracias a Dios, que se dignó hacernos nacer en tiempos en que el niño ya no necesita aguardar a la edad madura para experimentar las divinas misericordias. Pensaremos asimismo en el conjunto de catecúmenos que, en nuestros días, aguardan la gran solemnidad del Salvador vencedor de la muerte, para bajar, como en tiempos antiguos, a la sagrada piscina y salir de ella con el nuevo ser de la gracia.

   Debemos, por último, pensar en aquellos penitentes públicos que, solemne-mente expulsados de la asamblea de los fieles el miércoles de Ceniza, eran, en el transcurso de la Cuaresma, objeto de la preocupación materna de la Iglesia, que debía admitirlos, si lo merecían, a la reconciliación el Jueves Santo.

   Nos acordaremos entonces con qué facilidad nos ha perdonado Dios maldades que, en siglos pasados, sólo se perdonaban tras duras y solemnes expiaciones. Pensando en la justicia del Señor que permanece inmutable, cualesquiera que sean los cambios introducidos en la disciplina por la condescendencia de la Iglesia, sentiremos más vivamente la necesidad de ofrecer a Dios el sacrificio de un corazón verdaderamente contrito, y de animar con sincero espíritu penitente las menguadas satisfacciones que ofrecemos a la Majestad divina.




2º Práctica del Tiempo de Cuaresma.



   ¡Qué disparatada es la ilusión de tantos cristianos que piensan ser irreprensibles, sobre todo al olvidar su vida pasada, o al compararse con otros, y que, satisfechos de sí mismos, no piensan ya en los pecados de otros tiempos! ¿Acaso, se dicen, no los han confesado sinceramente? La abstinencia les molesta, el ayuno se les presenta como incompatible con la salud, quehaceres y deberes del día. Incapaces siquiera de tener la idea de suplir por otras prácticas de penitencia las que la Iglesia prescribe, sucede que, insensiblemente y sin darse cuenta, dejan de ser cristianos.



1º Temor saludable. Para no caer en tal ceguera, la Iglesia, durante las tres semanas pasadas, nos hizo aplicarnos a reconocer las dolencias de nuestra alma y sondear las heridas que el pecado nos ha causado. Hizo que resonaran en nuestros oídos las maldiciones lanzadas por Dios contra el hombre pecador, a fin de que tembláramos ante el recuerdo de las venganzas divinas. «El temor del Señor es el principio de la sabiduría»; y por habernos sentido sobrecogidos de miedo, se despertó en nosotros el sentimiento de la penitencia. Ahora debemos sentirnos dispuestos a hacer penitencia. Conocemos mejor la justicia y santidad de Dios, y los peligros que corre el alma impenitente; y para que el retorno de nuestra alma a Dios sea sincero y duradero, hemos roto con las vanas alegrías y futilidades del mundo. La ceniza ya ha sido impuesta en nuestras cabezas, y nuestro orgullo se ha humillado ante la sentencia de muerte que ha de cumplirse en nosotros.


2º Conversión del corazón. El principio de la verdadera penitencia radica en el corazón, como nos lo enseña el Evangelio en los ejemplos del hijo pródigo, del publicano Zaqueo y de San Pedro. El corazón ha de romper en absoluto con el pecado, deplorarlo amargamente, concebir horror hacia él, y evitar las ocasiones. Es lo que la Escritura llama conversión. El cristiano debe, por lo tanto, ejercitarse durante la Cuaresma en la penitencia del corazón y considerarla como fundamento esencial de todas las demás prácticas propias de este santo tiempo.



EL HIJO PRÓDIGO



Pero a la contrición del corazón debe unirse necesariamente la mortificación del cuerpo; estos dos elementos son esenciales a la penitencia. El corazón del hombre ha elegido el pecado, y el cuerpo le ha prestado ayuda para cometerlo. Estando compuesto el hombre de uno y otro, ha de unirlos en el homenaje que tributa a Dios. El cuerpo ha de participar necesariamente de las delicias eternas o de los tormentos del infierno. No hay, por tanto, vida cristiana completa, ni tampoco expiación acabada, si ambos no participan en una y otra. Por eso la Iglesia nos advierte que no será aceptada la penitencia de nuestro corazón si no la unimos a la práctica exacta de la abstinencia y del ayuno.






3º Ejemplo de Cristo. El mismo Enmanuel será el modelo de nuestra penitencia, mostrándose a nosotros, no ya en apariencia de aquel tierno Niño que adoramos en el pesebre, sino semejante al pecador que tiembla y se humilla ante la soberana majestad ofendida por nuestros pecados, y ante la cual se declara fiador nuestro. A efectos del amor que nos profesa, viene a alentarnos con su presencia y sus ejemplos.


   Vamos a dedicarnos durante cuarenta días al ayuno y a la abstinencia; Él, la inocencia personificada, va a consagrar el mismo tiempo a mortificar su cuerpo. Nos alejamos de placeres y sociedades mundanales; Él se retira de la compañía y vista de los hombres. Queremos nosotros acudir asiduamente a la casa de Dios, y darnos con mayor ahínco a la oración; Él pasará cuarenta días con sus noches conversando con su Padre en actitud suplicante. Nosotros repasaremos nuestros años en la amargura de nuestro corazón gimiendo y lamentando nuestros pecados; Él los va a expiar por el sufrimiento y llorarlos en el silencio del desierto, como si Él mismo los hubiera cometido.






   Apenas sale de las aguas del Jordán, santificándolas y fecundándolas, el Espíritu lo lleva al desierto. Antes de manifestarse al mundo, quiere Jesús darnos un magnífico ejemplo; y sustrayéndose a las miradas del Precursor y de la muchedumbre, dirige sus pasos al desierto. A corta distancia del río se levanta una escarpada montaña que las generaciones cristianas llamarán después «Monte de la Cuarentena». De su abrupta cresta se domina la llanura de Jericó, el curso del Jordán y el Mar Muerto, que recuerda la ira de Dios. Allí, al fondo de una gruta, va a cobijarse el Hijo del Eterno, sin más compañía que las alimañas. Jesús penetra sin alimento alguno para el sostén de sus humanas fuerzas; el agua misma que pudiera refrescarle no se halla en aquel desierto. Sólo se ve la desnuda piedra donde reposarán sus cansados miembros.






   Así, pues, el Salvador nos precede en la santa carrera de la Cuaresma, y la lleva a cabo ante nosotros para parar en seco con su ejemplo todos los pretextos, angustias y repugnancias de nuestra debilidad y orgullo. Aceptemos la lección en toda su amplitud, y comprendamos finalmente la ley de la expiación. Bajando de esa austera montaña el Hijo de Dios iniciará su predicación con esta sentencia que dirige a todos los hombres: «Haced penitencia, porque se acerca el Reino de Dios». Abramos nuestros corazones a esta invitación, para que el Redentor no se vea forzado a sacudir nuestra pereza con la amenaza escalofriante que profirió en otras ocasiones: «Si no hacéis penitencia, todos pereceréis».



(Extractos de El Año Litúrgico, de DOM PROSPER GUÉRANGER)





jueves, 22 de febrero de 2018

LA CÁTEDRA DE SAN PEDRO en ANTIOQUÍA. (Año 40 de J. C.) — 22 de febrero.




La Cátedra de san Pedro en Antioquía la celebra la santa Iglesia para declararnos el beneficio que todo el mundo recibió en la institución de la Cátedra apostólica, y en la potestad que Cristo nuestro Señor dio al Príncipe de los apóstoles, cuando le hizo su Vicario y piedra fundamental de la Iglesia. 


   Después que el Señor subió a los cielos, el glorioso apóstol san Pedro comenzó a ejercitar su oficio de Pastor universal, presidiendo en los concilios de Jerusalén y hablando como lengua de todos los otros apóstoles, mas pasando luego a Siria, entró en la ciudad de Antioquía, que era metrópoli de las demás, donde por divina ordenación había de poner su primera Cátedra.


   Allí padeció al principio muchas y graves tribulaciones, y fue escarnecido, afrentado, encarcelado y perseguido por los que eran enemigos de la luz y de la verdad, pero después que recibieron el Evangelio, y salieron de la ceguedad en que estaban, le honraron mucho, y aun edificaron un templo al Dios verdadero y pusieron en él una Cátedra en que el santo apóstol se sentase para predicarles y satisfacer a sus dudas y declararles cuál era la verdadera doctrina de Dios. 


   Y fueron tantos los que se convirtieron, que allí comenzaron los fieles a llamarse Cristianos, llamándose antes con el nombre de Discípulos.

   Siete años estuvo san Pedro en Antioquía, aunque no siempre moraba en aquella ciudad, sino que como Pastor universal visitaba las otras iglesias.


   Traspasó después su Silla apostólica a la ciudad de Roma, que era señora del mundo, y abrazaba en sí, como dice san León, a todos los monstruos de los falsos dioses que en las otras provincias  la ciega gentilidad adoraba; para que resplandeciese más la nueva luz del Evangelio en aquel abismo tan profundo y de tanta obscuridad, y conquistada la cabeza y el alcázar del imperio romano, más fácilmente se sujetasen las demás ciudades y provincias al suave yugo de la fe de Cristo, que había venido del cielo para alumbrar y salvar a todos los hombres.


   Y así nuestro Señor, que fue declarado Rey en aquel título que en tres lenguas: hebrea, griega y latina, se puso sobre, el glorioso estandarte de la cruz, ordenó que el Príncipe de los apóstoles, san Pedro, predicase como Vicario de Cristo, primero a los judíos, después a los griegos y finalmente a los romanos, para que se entendiese que era pastor universal de todos, y que lo son sus sucesores.


   Reflexión: Desde que san Pedro puso su Cátedra en Antioquía ha habido sin cesar en la tierra un soberano tribunal que con divina autoridad ha fallado siempre en las cuestiones más graves que pueden ofrecerse a los hijos de Adán. ¿Vamos bien o mal a nuestro eterno destino? A esta duda espantosa sólo puede responder y responde seguramente el lugarteniente de Cristo sobre la tierra. La visitó el Hijo de Dios, que era la luz increada: enseñó a los mortales la verdad de Dios en su divino Evangelio, y subiendo después a los cielos de su gloria, constituyó a san Pedro y a sus legítimos sucesores oráculos de su verdad hasta el fin de los siglos. Reconozcamos, pues, este grande e incomparable beneficio; celebremos con toda la veneración de nuestras almas la Cátedra de san Pedro, y cuando se trate del negocio de toda nuestra eternidad, digamos: yo no quiero fiarme de las doctrinas de los hombres, ni aun de mis propias ideas, sino de las doctrinas de Cristo Dios y de su santa Iglesia.


   Oración: ¡Oh Dios y Señor! que entregando las llaves del reino celestial a tu apóstol el bienaventurado san Pedro, le diste potestad para atar y desatar los lazos de la culpa, te suplicamos que por su intercesión seamos libres de las cadenas de nuestros pecados. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. 



FLOS SANCTORVM

DE LA FAMILIA CRISTIANA.