QUINTO DÍA —5 de septiembre.
San Miguel, depositario
de los secretos de Dios.
Los Padres de la Iglesia, que han departido sobre la jerarquía de los
Ángeles, clasifican a estos benditos Espíritus en dos clases principales: los del orden inferior son llamados Ángeles ejecutores o
administradores, e incluyen a los Ángeles en sentido estricto, los Arcángeles,
las Virtudes, las Potestades, los Principados y las Dominaciones. La
otra clase, muy superior a la anterior, se divide en tres categorías: Tronos, Querubines y Serafines. Esta clase
superior se denomina Ángeles Asistentes o Sin Pares.
La última jerarquía de esta clase, llamados Tronos,
es de una belleza deslumbrante, y da a entender al coro de jerarquías
inferiores las órdenes del Soberano Maestro. La segunda jerarquía, los Querubines, admitidos en los secretos de Dios,
poseen la plenitud de la ciencia, una ciencia
supereminente, una ciencia que les llega porque están dotados de una naturaleza
más excelente y porque contemplan más de cerca el esplendor divino, cuya
claridad se refleja en su ser para reproducir su imagen perfecta. Por último,
los Serafines. Estas sublimes criaturas, los
espíritus más puros y perfectos de la creación angélica, penetran tanto en la
naturaleza y esencia misma de Dios, que un Santo Doctor no temía decir que un
mortal, si no tuviera la revelación para ayudar a su débil inteligencia, los confundiría con Dios mismo, tan íntima es su unión
con el Creador. Ahora bien, como ya hemos visto, San Miguel, aunque comúnmente se le llama Arcángel, no es del orden de
los Arcángeles, sino del orden de los Serafines, y, lo que, es más, como
hemos mostrado, es el primero y más perfecto de los
Serafines, y es, por así decirlo, uno con Dios, según la expresión de un gran
Pontífice. Los misterios, los secretos divinos, no deben, pues, ocultársele.
Él es el verdadero depositario de ellos, como afirman San Dionisio y San
Pantaleón. “Su
gigantesca inteligencia -dice
Faber- ha
escudriñado las profundidades del amor de Dios durante las revoluciones de los
siglos, que han sido mucho más largas que las interminables épocas geológicas que
exige la ciencia, y no ha encontrado el fondo de ellas”. Este es San Miguel -añade monseñor Germain-, San Miguel tal y como nos lo muestra la fe, un
gigante de la inteligencia y un gigante del amor. No temamos, pues, exaltarlo, repitiendo estas bellas
palabras de San Dionisio:
“Es la imagen perfecta de Dios, la
manifestación de su luz oculta; es el espejo del Altísimo, un espejo
transparente, claro como el cristal, un espejo fiel, sin alteración, sin
mancha, un espejo, si se puede decir así, que recibe en su plenitud la bondad
inefable y la belleza radiante de la figura divina. Está bajo la acción
inmediata de la luz y el calor divinos. Es, pues, uno de los reflejos más vivos
del pensamiento, uno de los rayos más ardientes del Creador. Ilumina a los ángeles
y a los hombres por el nacimiento excepcional que tiene de Dios y por las
revelaciones que recibe de Él.”
El obispo de Cabrières dice que San Miguel es el símbolo de la fuerza intelectual, y
el obispo Dupanloup que es la manifestación del pensamiento y de los secretos
divinos. En otras palabras, los secretos
de Dios le son revelados, es el depositario de ellos, como declara San
Gregorio, y como afirma Corneille Lapierre. Así lo hacen entender también
varios Padres de la Iglesia con esta comparación: San
Juan Evangelista, apoyado en el corazón de Jesús, fue iluminado con una luz
sobrenatural que le permitió leer los secretos de Dios, como canta la Santa
Iglesia. Ahora bien, San Miguel, que vio y
descansa íntimamente en Dios, ¿no superaría a este Apóstol tanto como la más perfecta
naturaleza angélica supera a la humana? E
incluso tenemos pruebas de ello, ya que San Miguel
reveló al discípulo amado los secretos que relató en su Apocalipsis.
Escribamos, pues, con el obispo Germain: “¡Oh, ministro privilegiado, que gozas de la familiaridad
de tu Soberano, cómo te sientes honrado, investido de poder, y cómo suscitas
admiración!” Y añadamos con un Santo Doctor: “Sí, eres verdaderamente el depositario de los
misterios más íntimos de Dios, es una consecuencia de tu naturaleza
privilegiada y de tu celo por la gloria del Altísimo.” Podemos
repetir con toda verdad con los primeros discípulos de la Iglesia: “Eres bendito,
oh Miguel Arcángel, príncipe de toda la milicia del Dios de los ejércitos, y
los siglos te proclamarán bendito, porque los secretos celestiales te fueron
íntimamente revelados.”
MEDITACIÓN
San Miguel, por un privilegio especial,
penetra en los secretos de Dios. Este conocimiento aumentaría su amor
por el Creador, si no lo amara ya con todo el amor del que es capaz la criatura
más perfecta. Nosotros también, por revelación
conocemos a Dios y sus misterios. Sin duda este conocimiento es
imperfecto, pero es suficiente para enseñarnos nuestro origen, el fin para el
que hemos sido creados y los medios que podemos utilizar para alcanzar este
fin, y para hacernos desear ver y poseer a Dios en el reino que se nos ha
prometido. ¿Estamos
agradecidos a Dios por ello? ¿No tratamos de someter las verdades que Dios nos
ha revelado al examen de nuestra razón, tan débil en sí misma y tan cegada por
el pecado original? Sabemos que Dios, la
Verdad misma, ha hablado; ¿qué más necesitamos? ¿No nos da la palabra divina la
convicción y la certeza de las cosas que esperamos, como si ya las
conociéramos? Agradezcamos, pues, al Soberano Maestro por
habernos dado los beneficios de la Revelación. Sometamos nuestras mentes a la
claridad de la fe, que es el principio de la visión beatífica en la que
consiste la vida y la dicha eterna.
ORACIÓN.
Oh San Miguel, tú que, por privilegio especial,
penetras en los secretos de Dios y los has comunicado a la tierra en muchas
ocasiones, disipa de las almas las tinieblas del error, disipa las dudas, envía
a todos los que te invocan algún rayo de esa luz divina que te ilumina, para
que todos podamos ver la Verdad. Ilumínanos, para que todos comprendamos los beneficios de la
revelación y conformemos nuestros pensamientos, palabras y acciones a ella,
para merecer un día ver a Dios cara a cara en la morada de los Bienaventurados.
Amén.
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