Los escritos más antiguos que nos hablan de
Santa Ana, son los Evangelios apócrifos, el Evangelio de la Natividad de María
y de la infancia del Salvador, y finalmente el Protoevangelio de Santiago.
Nos contentaremos con relatar las circunstancias que refieren esos
escritos, sin entrar en la crítica de los mismos. Añadamos solamente que la
Iglesia admite los tradicionales nombres de Joaquín y de Ana, con los cuales designamos los cristianos a los padres de la
Santísima Virgen.
JUVENTUD DE SANTA ANA
Nació, muy probablemente, en Belén. Descendía
por línea materna de la raza sacerdotal de Aarón, pues es creencia común que su
padre, Matán, que era sacerdote, pertenecía como San
Joaquín a la familia real de David.
La bienaventurada niña recibió en su
nacimiento el nombre de Ana, que significa gracia o misericordia; nombre
muy a propósito para la que estaba destinada a ser madre de aquella a quien el
ángel había de llamar «llena
de gracia».
Ana tuvo dos hermanas: Sobé, casada en Belén, y que fue
madre de Santa Isabel y abuela de San Juan Bautista, y María,
desposada también en Belén, que fue madre de María Solomé, mujer de Cleofás o
Alfeo, hermano de San José. Según costumbre generalizada entre los
hebreos, el Evangelio llama hermana de la Santísima Virgen a María Salomé, si
bien en realidad era sólo prima hermana.
Es creencia general entre los teólogos que Nuestro Señor otorgó a Santa Ana
el mismo favor que a Jeremías, a Juan Bautista y probablemente a San José, es a
saber, ser santificada en el seno de su madre.
Una singularísima inocencia, acrecentada sin cesar por los más valiosos tesoros
espirituales, fue patrimonio de su santa vida. Se cree
piadosamente que a los cinco años fue conducida al templo y que moró en él doce
años, consagrada al divino servicio y al ejercicio de la propia santificación.
SANTA ANA Y SAN JOAQUÍN
El Señor, que preparaba a María
una madre conforme a su dignidad, escogió igualmente al varón dichoso que había
de ser su padre.
«Señor —dice la
Santa Iglesia en sus oraciones—, Vos
que entre todos los Santos habéis escogido al bienaventurado Joaquín, para ser
padre de la Madre de vuestro amado Hijo, etc.»».
Era Joaquín natural de Galilea, de la casa y familia de David. Él fue
—dice San Juan Damasceno— el que mereció recibir en matrimonio a Ana, mujer escogida
por Dios y adornada de las más excelsas virtudes, cuando apenas contaba
veinticuatro años.
El afortunado hijo de David vivió con su esposa en Nazaret, en aquella misma
casa donde tiempo adelante debía obrarse el gran misterio de la Encarnación del
Verbo el día de la Anunciación.
«Dios,
cuya mirada abarca el presente, el pasado y el porvenir
—dice
Santa Brígida— no
halló quienes más digna y santamente merecieran ser padre de la Virgen María».
Eran
ambos justos a los ojos de Dios —dice San Lucas hablando de los padres
de San Juan Bautista—, guardando
como guardaban todos los mandamientos y leyes del Señor irreprensiblemente.
¿Podían ser de otra manera
los padres de la augusta Madre de Jesucristo, Hijo de Dios?
San
Jerónimo afirma que hacían tres partes de sus bienes la
primera, la destinaban al templo de Jerusalén, la segunda la distribuían entre
los pobres, y con la tercera atendían a las necesidades de la casa. La
más exigente caridad no hubiera podido adminístralos mejor.
ESTERILIDAD MISTERIOSA
De este modo vivió el santo matrimonio durante
largos años sin que la menor sombra alterase la serenidad de aquel cielo
doméstico en el que reinaban, con absoluto imperio, la paz espiritual, el amor
honesto y desinteresado, y la pureza de costumbres.
Un solo sentimiento, nacido de las preocupaciones de la sociedad mosaica
más que del propio deseo, empañaba a veces la felicidad de aquel hogar, y traía
al ánimo de Santa Ana motivos de resignada tristeza. La esterilidad privaba a estos
esposos de la alegría más dulce que podía desear un matrimonio en Israel: la
esperanza de ser los ascendientes del Mesías, o al menos de poder presenciar en
su posteridad los días del Salvador.
«Dichoso
seré —exclamaba el viejo Tobías moribundo— si queda algún descendiente de
mi linaje para ver la claridad de Jerusalén.» Por esto la esterilidad era
considerada entre los judíos como una especie de oprobio y como una maldición
de Dios.
El dolor de Ana y Joaquín no era debido a aquella aparente humillación que
recaía sobre ellos, pues la sobrellevaban con resignada paciencia, y con
sumisión a la voluntad de Dios, sino más bien a la consideración de la venida
del Mesías, tanto más que los tiempos prescritos para la realización del
augusto misterio estaban ya próximos, y el Salvador, según las profecías, había
de nacer precisamente de la familia de David.
Es que —como nos
dicen los Padres de la Iglesia— la esterilidad
de Ana obedecía a motivos sobrenaturales y misteriosos. Ana era
figura del mundo, estéril hasta entonces, pero muy pronto y para la salvación
del género humano iba a producir milagroso fruto, según la expresión del
profeta.
Por otra parte, nada de lo acaecido en la tierra desde el principio del mundo
podía compararse con la maravilla que Dios iba a realizar con el nacimiento de
María. Este
prodigio de prodigios, este abismo de milagros, como lo
llama San Juan Damasceno, sólo
podía comenzar por un milagro.
Esta Virgen, cuya maternidad será tan admirable, debía nacer de modo admirable
también. Además, María debía ser hija de la gracia más
que de la carne y de la sangre, debía venir del cielo más que de la tierra, y
sólo Dios podía dar al mundo un fruto tan celestial y divino.
Tesoro tan inestimable reservado por divino beneplácito a San Joaquín y
a Santa Ana hizo que el Cielo les prodigara de antemano bendiciones y gracias
sin cuento. Pero quiso dejarles el honor de pagar, en cierto modo, el precio de
tan gran distinción, con años de oraciones, promesas, ayunos, limosnas y con la
práctica de virtudes admirables.
A todo esto juntaron los dos santos esposos
la promesa de consagrar al Señor el ser querido que les concediera. Y aunque
pasaban los años y cada día parecía disminuir su esperanza, no cesaban de
suplicar y confiar en Aquel que, según la Escritura, de las piedras del desierto
puede hacer nacer hijos de Abrahán. Dios iba a premiar
aquella confianza con gran esplendidez.
VISITA DEL ÁNGEL
Se celebraba una de las fiestas legales más solemnes: la de los Tabernáculos; y al igual que la multitud de los
jefes de familia que se reunían en el Templo para presentar sus ofrendas,
acudieron también Joaquín y Ana a la ciudad santa. Más, por mucha que fuese la
nobleza de su estirpe, los sacerdotes se las rehusaron públicamente.
— ¿Cómo
pueden ser aceptas al Señor —les dijeron— las ofrendas de un matrimonio al
que Él no se ha dignado hacer fecundo ni concederle lo que concede a tantos
otros? ¿Qué crimen oculto le ha irritado contra vuestro hogar para que os haya
negado un fruto de bendición?
Joaquín no se justificó. Sumisos ambos
esposos a la voluntad de Dios que los probaba, aceptaron sin murmurar tan
terrible afrenta, y salieron del templo para volverse a Nazaret. Unos días
después, fuese Joaquín a una montaña cercana a apacentar sus rebaños, y allí
permaneció por espacio de cinco meses, llevando vida de intensa oración y
ayuno.
Ana, por su parte, rogaba ardientemente al
Altísimo que les concediera por fin lo que tanto deseaban. Un día en que
sentada en su jardín de Nazaret, donde vivía recogida, suplicaba con mayor
fervor al Señor, se le apareció el arcángel Gabriel, y le anunció de parte de
Dios que sus oraciones habían sido oídas; le predijo el nacimiento de una hija
que se llamaría María, objeto de la predilección de Dios y de la veneración de los
ángeles. Al mismo tiempo, era comunicada a Joaquín la grata nueva.
Pronto comprendió Ana que ella misma era un santuario en donde el Altísimo
había realizado el más admirable prodigio que había salido de sus manos y que
únicamente la maravilla de la Encarnación había de superar. En su seno acababa de cumplirse
la inmaculada concepción de la Virgen María, misterio inefable de amor y de
gracia.
Después de María, que fue objeto de la inmaculada concepción, no hay
nadie más íntimamente unida a este misterio que Santa Ana, lo que nos hace
suponer cuál sería su eminente santidad.
Rebosaba en Joaquín la felicidad con que el cielo había premiado sus esperanzas,
y el altísimo honor que aquella traía aparejada. Tomó, pues, diez corderos y
los hizo sacrificar en el Templo en acción de gracias.
SANTA ANA Y MARÍA SANTÍSIMA
Cuando se cumplieron sus días, nació
de Ana la que había de ser Madre de Dios. Según opinión común, sucedió esto en
Jerusalén, en la misma casa en que hoy se levanta majestuosa la basílica de
Santa Ana. La alegría de aquel acontecimiento desbordó
el alma de los padres.
Darás a luz tus hijos con dolor,
había
dicho el Señor a la primera mujer al arrojarla del paraíso terrenal. Era un castigo del pecado, pero María no tuvo nada común con el pecado, y esta ley no alcanzó a su
madre, del mismo modo que no le había alcanzado a ella la ley del pecado original.
De esa suerte y por modo maravilloso, brilló en el mundo la aurora incomparable
del gran día de la Redención.
No se olvidó Ana del voto que junto con Joaquín había hecho, y tan pronto
como María pudo pasar sin los cuidados maternales, pensaron en consagrarla al
Señor que se la había concedido.
Conforme a los propios deseos de María, la condujeron
al Templo. La santa niña subió las quince gradas
del santuario y admitida por los sacerdotes entre las vírgenes y viudas que vivían
a la sombra de la casa de Dios, se consagró de lleno a su santo servicio.
Permaneció en el lugar santo, desde los tres años hasta sus desposorios con San
José.
Tuvo que ser muy doloroso para la santa madre el verse separada de su
excelsa Hija; mas ya que no podía habitar bajo el mismo techo que ella, se
trasladó desde Belén a Jerusalén, y tomó casa lo más cerca que pudo del Templo.
De este modo le fué posible seguir cuidando de la educación de la Santísima
Virgen, a quien veía diariamente, pues Santa Ana habitaba más en el Templo que
en su propia casa, desde que su esposo, ya feliz por el cumplimiento de sus
esperanzas, muriera dulcemente en sus brazos poco después de la Consagración de
su inmaculada Hija al Señor.
Cumplida ya su misión en el mundo, pasó Santa
Ana el resto de sus días entregada a continua oración y regalando su espíritu
con la contemplación de las perfecciones de la Santísima Virgen.
Ignoramos la fecha precisa de su muerte, créese que murió algunos años después
de San Joaquín, cuando María estaba aún en el Templo.
Suponen algunos que vivió hasta después de regresar la Sagrada Familia de
Egipto. Así parece que lo reveló la Santísima Virgen a Santa Brígida. Si tal fue, la bienaventurada madre pudo ser testigo de la
divina misión de su Santísima Hija, y pudo con alegría inmensa estrechar contra
su corazón a su nietecito amado, al Hijo de Dios, por cuya venida suspiraba el
pueblo elegido, y morir llevando juntamente con las últimas oraciones de José y
de María las postreras caricias y el último beso de Jesús.
SANTA ANA, PATRONA DEL HOGAR DOMÉSTICO
Santa Ana ha sido siempre
considerada como Patrona del hogar doméstico, y es piadosa y muy fundada la creencia
que la invocación de su nombre convierte en hacendosas a las mujeres un tanto
descuidadas, y protege a las trabajadoras hasta el punto de que la eficacia de
su intercesión en este punto ha dado lugar a la frase llena de sencilla ternura
con que se dirigen a ella algunas mujeres que, por necesidad, tienen que abandonar
sus casas durante algunas horas.
—«Santa
Ana
—dicen al tiempo de salir—, cuidadme
el puchero».
Frase es ésta que muy brevemente compendia y resume toda la vida de tan
gloriosa Santa, modelo de la mujer honesta y recogida cuya dicha se cifra en
servir a Dios desde el lugar de sus deberes, cuidando amorosamente del hogar y
de los hijos, lejos del bullicio del mundo.
Dios,
su marido y su hija, fueron los objetos en que se concentraron todos los
afectos de Santa Ana, sin que fuera de ellos hubiera nada en el mundo que
atrajera su atención. Por eso la vemos, cuando la aflicción de su
esterilidad dominaba su espíritu, correr al Templo a desahogar su corazón en el
seno amoroso de Dios, en vez de andar de casa en casa como suelen hacer gentes
poco discretas que van dando fama a sus desventuras y buscando en charlas
inútiles un lenitivo a sus penas.
La vemos también, una vez colmados sus deseos
maternales, recogerse en su casa para dar gracias al Señor y prepararse
dignamente a educar a su hija en el santo temor de Dios y en el amor a las
virtudes domésticas que tan fielmente practicaba ella misma.
Y como la santa humildad ha sido siempre la característica de las almas
grandes y de eminente santidad, podremos comprobar cómo después, al paso que se
agiganta ante los hombres la figura de su benditísima Hija, cuida ella de pasar
como inadvertida y olvidada ante los hombres.
Santa Ana crio a la Virgen Santísima a sus
pechos, sin confiar a ninguna otra mujer esta hermosa prerrogativa de la
maternidad. En el apacible hogar de Belén, los bienaventurados San Joaquín y
Santa Ana y la inmaculada Virgen María, constituían, por decirlo así, tres cuerpos
y una sola alma, sin que entre aquéllos y su excelsa Hija, hasta que fue ésta
consagrada a Dios en el Templo, se interpusiera persona alguna. Santa Ana, especialmente,
así que la futura Madre de Dios empezó a balbucir las primeras palabras, se
encargó de enseñarle los mandamientos de la ley divina, los salmos y todas las
demás oraciones que la ley y la costumbre habían determinado se hicieran
aprender a los hijos de los israelitas.
EL CULTO DE SANTA ANA
El culto de Santa Ana se remonta a los primeros
siglos del cristianismo. En aquella época tomó gran incremento, sobre todo en
Oriente, en donde los Santos Padres cantaron a porfía las glorias de aquella
santísima mujer a quien el Cielo había elegido para ser madre de la Virgen.
«Los
primeros cristianos —dice San Epifanio— recogieron piadosamente sus
veneradas reliquias, y las colocaron con gran pompa en la iglesia llamada de
Nuestra Señora, en el valle de Josafat».
En 550 el emperador Justiniano, hizo construir en Constantinopla una iglesia
en honor de Santa Ana y de San Joaquín, y según la tradición, dos siglos más
tarde fue depositado allí el cuerpo de Santa Ana, en 710.
La Iglesia griega honra a la Santa el 4 de septiembre; el 9 de diciembre
celebra su concepción, y el 25 de julio su muerte. En la iglesia, latina, se celebra
la fiesta el 26 de julio, fecha en que fueron trasladadas sus reliquias a
Constantinopla. El nombre de Santa Ana consta en el Breviario romano en el año
1550. Su fiesta, suprimida por San Pío V, fue restablecida por Gregorio XIII en
1584. Gregorio XV, el 24 de abril de 1622, la puso como fiesta de guardar;
Clemente XI la elevó a rito doble mayor el 20 de septiembre de 1708, en fin,
León XIII, cuyo nombre de pila era Joaquín, estableció, el primero de agosto de
1879, con rito doble de segunda clase, las fiestas de San Joaquín y de Santa
Ana.
La ciudad de Apt, en Provenza, reivindica la gloria de poseer gran parte
de las reliquias. La leyenda dice que fueron llevadas a Provenza por Lázaro,
Marta y María Magdalena, y remitidas luego a San Auspicio, obispo de Apt, para
sustraerlas a las profanaciones. Pero como la persecución llegara a la ciudad
de Apt, San Auspicio tuvo la precaución, de abrir una cripta bajo las losas de
la catedral, y de ocultar allí el precioso depósito, que de este modo sorteó
las incursiones de los bárbaros y de los sarracenos, quedando ignorado durante
varios siglos.
Se cuenta que Carlomagno, después de una de sus numerosas expediciones contra
los sarracenos, se retiró a Apt. Era el día de Pascua del año 792, asistía el
monarca a los oficios divinos rodeado de sus caballeros y de todo el pueblo. De
repente un joven de unos catorce años, ciego y sordomudo de nacimiento, Juan,
hijo del barón de Casanueva, del que el emperador era huésped, entró en la
iglesia y conducido por mano invisible avanzó hasta el pie del santuario. Pidió
con gestos que levantasen unas losas y cavasen. Quiso el monarca que se le
obedeciera y conforme a los deseos del joven se levantaron unas losas y se
descubrió la cripta en que yacían las reliquias. El joven, curado
repentinamente, exclamó: «Aquí
está el cuerpo de Santa Ana, madre de la Santísima Virgen». Y, efectiva mente,
a poco de excavar apareció una caja de madera de ciprés, debajo de la cual se
leían estas palabras: «Aquí
yace el cuerpo de la bienaventurada Ana, madre de la Santísima Virgen María». Abierta la
caja, se pudieron contemplar las preciosas reliquias que exhalaban suavísimo
perfume.
Júzguese de la intensa emoción del pueblo testigo de este prodigio estupendo.
El emperador hizo escribir una relación exacta del hecho maravilloso, y la envió
al papa Adriano I que la autenticó con su firma y rúbrica dando al
acontecimiento carácter oficial.
Muchos templos se han levantado
en honor de Santa Ana en todo el mundo. El culto de la madre de la Santísima
Virgen es uno de los más extendidos; no hay pueblo alguno en el orbe en que no
se invoque su santo lumbre con especial veneración. Entre los más célebres
santuarios; —además del de Apt de Provenza— son notabilísimos el de Santa Ana de
Auray, en Bretaña, y el de Beaupré, en el Canadá, al cual acuden cada año
600.000 peregrinos del país y de los Estados Unidos.
En España existen igualmente varios templos dedicados a Santa Ana y
entre ellos hemos de mencionar el existente en Granada, donde, como en toda
Andalucía, es grande y muy tierna la devoción que se profesa a la Santa. En el
templo del Pilar de Zaragoza, se exponen a la veneración de los fieles algunos
de sus reliquias, encerradas en riquísimo busto de plata. También se le ha
dedicado la catedral de Canarias, de donde es Patraña; su fiesta se celebra
allí con gran solemnidad. En Barcelona es muy venerada y hay una hermosa
iglesia erigida en su honor.
Antes de la supresión de las llamadas medias fiestas en España, el día de
Santa Ana era de este número; pero en realidad lo había sido entera hasta fines
del siglo XVIII. Hoy
son pocas las familias verdaderamente cristianas que no siguen en este punto lo
antiguamente establecido, ofreciendo a Dios el santo Sacrificio de la Misa por
intercesión de nuestra bienaventurada y consagrándole un piadoso recuerdo este
día.
EL SANTO DE CADA
DIA
POR
EDELVIVES.
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