SEXTO DÍA —6 de
septiembre.
San Miguel, ministro
plenipotenciario de Dios.
Según el célebre comentarista Corneille Lapierre, San Miguel está revestido del poder de
Dios, es el Vice-Dios del Cielo y de la Tierra: Michael Vice-Dei, o Vices Dei
gerens; es la sombra, la figura del Padre Eterno que le ha delegado el
ejercicio de su poder y comparte con él, por así decirlo, sus derechos sobre el
mundo. Ahora bien, hasta la
venida del Mesías, el Padre Eterno se reserva la dirección del mundo, y el
pueblo judío se lisonjea de que en muchas circunstancias estará de acuerdo con
esta augusta Majestad. Pero los Santos Padres y Comentaristas, apoyándose en las
palabras de nuestros Libros Sagrados que nadie en la tierra ha visto ni verá a
Dios el Altísimo se valió del ministerio de su Ángel para realizar esas
diversas apariciones de las que habla la Sagrada Escritura. ¿Y qué es el
Ángel que el Texto Sagrado llama el Ángel del Señor, el ministro del Altísimo,
el Ángel de la Gloria de Dios? ¿Qué es esta criatura celestial, de belleza
incomparable, de brillo deslumbrante, de ardor penetrante, que está cubierto de
la Majestad divina y de su Poder omnipotente? San Ambrosio, San
Atanasio, San Agustín, San Gregorio Nacianceno y muchos otros santos doctores
responden que es
San Miguel el mandado y plenipotenciario de Dios. La tradición de
los judíos, formulada por los rabinos a partir del siglo II de nuestra era,
coincide en este punto con la tradición cristiana: ningún Ángel, se dice, es nombrado por
su nombre en los libros sagrados escritos antes de la cautividad de Babilonia,
aunque se menciona con frecuencia a un Ángel innominado cuya grandeza parece
fundirse con la del propio Dios supremo.
Ahora bien, este Ángel no es otro que San
Miguel, que es la Gloria de Dios, la Gloria del Señor, pues allí donde se
encuentra Miguel, que es el Príncipe de los Ángeles, está la Gloria del Señor,
siendo estos dos nombres sinónimos. Comentando los textos de la Biblia y
dando pruebas en apoyo de su afirmación, los santos Doctores de la Iglesia
Católica nos muestran a San Miguel introduciendo al
hombre en el Paraíso terrenal, dándole a conocer el fin para el que fue creado,
dándole preceptos y estableciendo con él una alianza eterna. Se le representa
entonces reprochando al hombre caído su orgullo y prevaricación, expulsándolo
del Paraíso, como había expulsado a Lucifer de los esplendores del Cielo, y
enseñándole a cultivar la tierra, a sembrarla y a recoger sus frutos. Volvemos
a encontrarle ordenando a Noé que construya el Arca
que evitará la completa extinción de la raza humana en ese espantoso castigo
del diluvio universal. Más tarde, en nombre
de Dios, viene a probar la fe de Abraham ordenándole que sacrifique a su hijo,
y tras el acto heroico de este patriarca, desciende del cielo para detener su
brazo y bendecir en él a todas las naciones. Es él quien habla con Isaac y
Jacob, quien se le aparece a Moisés en la zarza ardiente; es el que hace
maravillas para convencer al Faraón de que dé la libertad a los hebreos; es el
que guía al pueblo elegido hasta su entrada en la tierra de la paz. En
una palabra, lo vemos en todas partes y siempre
ejerciendo plenamente la autoridad y el poder de Dios. Y esto no puede
sorprendernos, pues tiene pleno poder sobre todas
las criaturas; en efecto, por voluntad de
Dios, todos los elementos le están sometidos; puede suspender las leyes
de la naturaleza por un momento, como hizo en particular para permitir que
Josué obtuviera la victoria. Realmente tiene, como señala Santo Tomás, la vigilancia,
el cuidado, la conservación de todo el universo. Finalmente, según
la hermosa expresión de San Gregorio Magno, Dios lo
envía cada vez que se trata de realizar una obra divina, para que todos
comprendan, por su nombre y por la fuerza de su brazo, que él está armado de la
omnipotencia divina y ostenta el privilegio de obrar las grandes maravillas de
la eternidad. También es San Miguel, de
acuerdo con nuestra fe, un gigante por el poder, según la expresiva
palabra de Mons. Germain. Por tanto, postrémonos a ejemplo de los Patriarcas y de los Profetas, y del
Apóstol San Juan; postrémonos a los pies de este glorioso administrador de todo
el mundo, como lo llama Mons. Freppel, y, con los santos, transidos de alegría
y gratitud, gritemos: ¡Qué
grande eres, pues, oh temible Arcángel! ¡Cuán coronado de honor y gloria estás!
¿Quién puede celebrar
dignamente tus alabanzas?
MEDITACIÓN.
¿Qué
acción de gracias no debemos dar a Dios, que dio a San Miguel un poder tan
grande, ordenándole que lo usara según sus propósitos en favor de la humanidad
caída? Si Dios hubiera abandonado al hombre tras su pecado, ¿qué habría sido
de nosotros? Si Él no nos sostuviera a cada momento por su
misericordiosa providencia, ¿no volveríamos a ser el polvo del que emergimos? Al confiar a San
Miguel el gobierno del mundo físico y moral, Dios nos ha mostrado qué cuidado
tiene de nosotros, qué ardiente deseo tiene de salvarnos, pues este glorioso
Arcángel y la compañía angélica tienen la misión de custodiarnos, es decir, de
velar por nosotros, de iluminarnos, de fortalecernos: ut custodiant te
in omnibus viis tuis (para que te
guarden en todos tus caminos). Agradezcamos a Dios su solicitud por sus ingratas criaturas,
mostrémonos dignos de este afecto sin límites. Pensemos que los Ángeles están a
nuestro lado y que conocen todos nuestros actos, respetemos su presencia, no
hagamos nunca nada que no nos atreveríamos a hacer ante los hombres.
ORACIÓN.
Oh San
Miguel, cuya grandeza y poder celebramos con alegría, ven en nuestra ayuda, rodéanos con tu constante
protección, guía nuestros pasos por los caminos de la virtud, haznos siempre
dignos de los beneficios de Dios, y enséñanos a reconocer, alabar y bendecir a
la Divina Providencia en el tiempo, para que merezcamos glorificarla en el
Cielo durante la Eternidad.
Amén.
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