martes, 31 de octubre de 2017

BEATO ANGEL DE ACRI DE LA ORDEN DE FRAILES MENORES CAPUCHINOS (1669-1739)




DIA 31 DE OCTUBRE —
—Docto consejero.
—Terrible penitente.
—Devotísimo adorador.


   EL bienaventurado Ángel nació el 19 de octubre de 1669 en Acri, pequeña ciudad de Calabria, en el antiguo reino de Nápoles. Se llamaron sus afortunados padres Francisco Falcone y Diana Henrico o Errico. Fue bautizado al día siguiente, y recibió los nombres de Lucas Antonio. A los tres años, o tal vez antes, el obispo de Bisignano le administró el sacramento de la confirmación.

   Muy pronto se vio que aquel niño no estaba hecho para el mundo. Cuando apenas contaba cinco años, le sorprendió su madre rezando con fervor angelical, arrodillado sobre unas molestas piedrecillas ante una imagen de María Santísima. En otra circunstancia, quedó agradablemente sorprendida al ver que de la imagen de la celestial Señora salían unos rayos resplandecientes que iban a iluminar el rostro de su hijo, el cual parecía arrobado en la contemplación de la venerada imagen.

   Contra lo que es común en los niños de corta edad, sentía profundo desvío por los juegos de la infancia, y únicamente hallaba gusto en hacer altares, en los que colocaba imágenes de Santos que luego adornaba con las flores más galanas que podía hallar. Pasaba la mayor parte del día entregado a la oración y meditación, y, a veces, salía furtivamente de la casa paterna para irse a la puerta de la iglesia, donde permanecía muchas veces hasta bien entrada la noche elevando a Dios sus tiernas plegarias. Cuando lograba salir de su casa por la mañana, entraba en el templo para ayudar a misa y escuchar la divina palabra. Tan manifiestas disposiciones para la piedad regocijaban a sus padres y los movieron a dedicarle a estudios que le hicieran apto para en su día abrazar el estado eclesiástico.




VOCACIÓN DE LUCAS ANTONIO. — SU 

ORDENACIÓN




   Por aquel tiempo, dio una misión en la ciudad de Acri, el padre Antonio de Olivati, famoso predicador capuchino; sus patéticos sermones movieron a Lucas a hacer confesión general de su vida y a manifestar deseos de entrar en la Orden de Hermanos Menores Capuchinos. Encantado quedó el padre Antonio de los buenos propósitos y excelentes disposiciones del penitente; pero, pareciéndole demasiado joven para ingresar en el noviciado, le recomendó un poco de paciencia, y que, mientras llegaba el tiempo de poner por obra su determinación, meditase con asiduidad la Pasión de Nuestro Señor y comulgase todos los domingos. Siguió Lucas estos sabios consejos y por ello obtuvo de Dios la fortaleza necesaria para abandonar el mundo y abrazar la austeridad de la vida capuchina.

   Entró en el noviciado en 1687. Pero, cosa extraña y que, al poner de manifiesto la veleidad humana, nos dice que estemos siempre en guardia sobre nosotros mismos sin considerar las buenas inclinaciones y santidad de vida como garantía de perseverancia, antes miremos nuestra propia flaqueza y confiemos sólo en la gracia. Dos veces logró el común enemigo de las almas vencer al piadoso joven. En una de ellas, simulando la voz de su madre, le dijo: «Lucas Antonio, ven, que estoy enferma». Le representaba al mismo tiempo los halagadores placeres del mundo por un lado, y, por otro, las prolongadas austeridades de la vida religiosa. El asalto fue tan tremendo que el inexperto novicio estrenó las primeras armas con una derrota, pues abandonó el convento para lanzarse en el torbellino del mundo.

   Avergonzado de su cobardía y para calmar los remordimientos de su conciencia, volvió al noviciado en 1689, pero para abandonarlo al poco tiempo por segunda vez. Dios, sin embargo, le preservó, y aunque un tío suyo quiso decidirle a contraer un ventajoso matrimonio, el joven Lucas Antonio se negó a ello resueltamente, sintiendo renacer en su corazón el deseo de volver a abrazar la vida religiosa.

   Esta victoria sobre el mundo le atrajo nuevas gracias y bendiciones del cielo, porque al año siguiente (1690) entró en el noviciado capuchino de Beldevere y vistió el hábito por tercera ver el 12 de noviembre. El tentador volvió a presentar batalla exagerándole los rigores de la vida monástica pero el aleccionado novicio, corrió a postrarse a los pies de un crucifijo y exclamó con sollozos y lágrimas: « ¡Sálvame, Señor, que perezco!» Oyó entonces una voz que le decía: «Imita al Hermano Bernardo de Corleón». Era éste un santo lego, capuchino como él, fallecido en 1667. A ejemplo suyo, nuestro novicio castigó severamente su cuerpo todas las mañanas. Así fortificado con la oración y la penitencia, el Hermano Ángel —que por tal trocó el nombre de Lucas Antonio— permaneció inquebrantable; y, una vez terminado el noviciado, pronunció los votos solemnes en 1691.

   En cuanto hubo profesado, le enviaron los superiores a diferentes conventos para cursar filosofía y teología, en cuyas ciencias hizo rapidísimos progresos. En cierta ocasión observaron los religiosos con natural sorpresa, que la celda del Hermano Ángel se iluminaba con maravilloso resplandor y que aquella luz llenaba la casa. Con ello entendieron todos que Dios había escuchado las humildes y fervorosas plegarias de su siervo, encaminadas a obtener la verdadera sabiduría y la ciencia de los santos.

    «Si alguien quiere venir en pos de Mí —dijo el Señor—, tome su cruz y sígame». Ángel se abrazó a la cruz resueltamente, sin parar mientes en las austeridades que asustan al cuerpo, pero que tanto benefician al alma. Todos los viernes se frotaba la lengua con hiel y acíbar, para sentir amargor durante el día. Diariamente se disciplinaba sin compasión hasta desgarrarse las carnes, y entre éstas y el hábito, introducía, a guisa de calmantes, gran número de ortigas, amén del silicio que constantemente llevaba. Estas mortificaciones no le impedían estar siempre sonriente y satisfecho; se hubiera dicho que su habitual alegría era efecto de sus austeridades.

   Tras una preparación de once años de estudios y mortificaciones, fray Ángel fue llamado al sacerdocio; se ordenó de presbítero a fines de 1701. Conocedor de los terribles deberes del sacerdocio, dio este paso con temor y temblor, después de haberse preparado con muchas oraciones y lágrimas y prometiendo trabajar con todas sus fuerzas en la difusión del reino de Dios.

    Su amor a Jesucristo se alimentaba diariamente en los ardores del hogar inextinguible de la Sagrada Eucaristía; tan íntima llegó a ser su unión con el Cordero Celestial, que era frecuente verle arrobado en éxtasis después de la consagración; entonces su cuerpo aparecía como inflamado y sus facciones presentaban belleza angelical. No subía al altar sin haberse entregado antes a la oración y a la penitencia por espacio de una hora; para él no había cosa más dulce que hablar del Santísimo Sacramento; le bastaba decir unas palabras sobre la Sagrada Eucaristía para caer en éxtasis.

   El amor es por su naturaleza expansivo; y como encontrara estrechos los límites del corazón del padre Ángel, amenazaba salir de él rompiendo las paredes que le encerraban, dándose repetidas veces el caso de tener que derramar agua fría sobre su pecho para templar los ardores que le abrasaban. Sus palabras y sus actos estaban impregnados todos del amor que le consumía, amor no distinto del que en otro tiempo consumiera el corazón del Serafín de Asís. « ¡Qué dulce es amar a Dios! ¡Oh Amor no amado!», exclamaba a veces. Jesús, en cambio, favoreció a su siervo con varías apariciones, especialmente en 1701 en el convento de Rossano, y en 1722 en Paterno. Aparecía en forma de niño y conversaba familiarmente con él. Sin embargo, en cierta ocasión observó el santo religioso que del semblante del Niño Jesús salían rayos de majestad que le hacían estremecer. « ¡Dios mío, Dios mío!» exclamaba—, si, con ser tan grande vuestro amor, os mostráis tan terrible, ¿cómo seréis cuando, sentado en vuestro tribunal, nos juzguéis?»

   Al amor a Nuestro Señor, juntó el padre Ángel una ternísima devoción a la Santísima Virgen, por la que el Hijo de Dios —como canta Santo Tomás en el himno Verbum Supernum— se hizo «nuestro hermano, nuestro alimento, nuestro rescate y nuestra recompensa». Cuando oía el nombre de la bendita Madre, o veía alguna de sus imágenes, hacía una profunda reverencia. Sentía particular placer en hablar de la Purísima Concepción, doctrina carísima para la Orden Franciscana desde su fundación.

   La vida del padre Ángel era una oración continua; acudía antes que nadie al oficio divino y salía el último del coro; en los caminos, en las plazas públicas, en las casas particulares, en todas partes oraba. De su corazón salían, a manera de dardos, inflamados suspiros de abrasado amor. Como le preguntasen cierto día la razón de aquellos suspiros, respondió: «No puedo pensar en Dios sin que sienta mi corazón a punto de romperse».





MISIONES DEL BEATO. — AVISO DE DIOS




   Hubiera querido el siervo de Dios no tener más ocupación que rezar, y no salir de su celda más que para ir a la iglesia; pero los superiores, que conocían sus virtudes y talentos, le dedicaron al ejercicio de la predicación. Comenzó su labor apostólica en la Cuaresma de 1702, en San Jorge; se preparó con gran esmero para salir airoso de su cometido, y escribió puntualmente todos sus sermones; pero, a pesar de su prodigiosa memoria, a poco de subir al púlpito advirtió que perdía el hilo de sus ideas, y aun llegó al extremo de tener que descender de la sagrada cátedra sin acabar su sermón. Como es de suponer, regresó a su convento lleno de tristeza; rogó a Nuestro Señor le diera a conocer la causa de aquella repentina incapacidad, que juzgaba ser grave obstáculo para obrar el bien en las almas. «Nada temas —le respondió una voz de lo alto—, yo te daré el don de la palabra. ¿Quién sois? —preguntó el misionero. En aquel momento se conmovieron las paredes de su celda a impulsos de un misterioso temblor, y cual otro Moisés en el monte, oyó esta respuesta: « Yo soy el que soy, y te ordeno que prediques en estilo sencillo para que todos puedan entenderte».

   En aquel mismo punto el padre Ángel de Acri destruyó los sermones que con tanta elegancia de estilo había escrito, y se prometió no consultar en adelante otros libros que la Biblia y el Crucifijo. No tuvo que arrepentirse de su determinación, porque poniendo a contribución el don de sabiduría que había recibido del cielo, sacaba de la Sagrada Escritura tan sabias enseñanzas y aplicaciones tan oportunas que uno de los hombres más sabios de su época, Monseñor Perimezzi, obispo de Oppido, decía lleno de admiración: «No sería yo quien me atreviera a explicar un texto de la Biblia delante del padre Ángel».

   Con estos antecedentes, casi huelga decir que los frutos que obtuvo nuestro bienaventurado de su predicación fueron admirables. Asombra el número de las conversiones que logró; pero aún son más asombrosas las circunstancias que a muchas de aquellas conversiones acompañaron: La marquesa de Bisignano, dama de vida demasiado mundana, se conmovió de tal manera oyendo predicar al padre Ángel, que se disciplinó en público para expiar sus pasados extravíos. Los más terribles blasfemos, al oírle exponer la malicia del pecado, se postraban en tierra pidiendo misericordia, y los disolutos se presentaban a él cubiertos de ceniza y en hábito de penitentes. El padre Ángel los acogía con bondad y los despedía con la gracia de Dios en el alma y la alegría en el corazón.

   Entre las obras apostólicas del padre Ángel, conviene mencionar sus predicaciones en Nápoles el año 1711, señaladas por un providencial incidente que contribuyó a multiplicar los frutos de salvación. El cardenal arzobispo llamó al célebre capuchino para la predicación cuaresmal en la iglesia de San Eloy. El lenguaje llano y sencillo del misionero decepcionó a los napolitanos, que esperaban de él mayor elocuencia, por lo cual poco a poco dejaron de acudir a las pláticas; la iglesia quedó casi desierta desde el tercer día. Poco satisfecho el cura del escaso éxito del orador, le despidió con mucha política. El siervo de Dios tomó su bastón de viajero y salió de Nápoles sin decir una palabra; más enterado el cardenal de su partida, despachó a un mensajero para que le hiciera volver a la ciudad, orden que fue obedecida por el santo predicador con la misma prontitud con que había deferido a las corteses insinuaciones del párroco.

   Por mandato del cardenal subió de nuevo al pulpito, y esta vez la iglesia se hallaba llena de fieles, quizá porque la noticia de su inesperada partida y el empeño que mostraba el cardenal en que siguiera predicando, picó la curiosidad de las gentes, si es que no se arrepintieron de su descortesía. Hay que decir que no pocos acudieron al templo saboreando también el insano placer de burlarse del predicador. Este, sin dar muestras de acordarse de su fracaso, predicó en el estilo llano que acostumbraba, y cuando acabó el sermón, hizo a su auditorio la recomendación siguiente: «Pídoos, hermanos míos, que recéis un Padrenuestro y un Avemaría por el alma del que al salir de la iglesia ha de ser víctima de un terrible accidente».

¡Qué fanático! —exclamaron unos.

¡Es un visionario! —dijeron otros. Algunos, muy pocos, dieron fe a la amenaza del misionero. Entretanto comenzó el público a salir del templo, y todos vieron caer a un hombre en medio de la plaza como herido por un rayo. Se supo en seguida que era uno de los que, alardeando de despreocupación, se había entretenido en glosar con groseras burlas los sermones del padre Ángel, y que había ido a la iglesia para mofarse del predicador.

   El efecto que produjo en los espíritus fue decisivo, porque a partir de aquel día, toda la ciudad acudió en masa a los sermones con muestras de gran compunción. Las conversiones fueron entonces muchísimas.





LA CIUDAD REBELDE. — LA ESPADA DE 

DOLOR



   En 1738 recibió el encargo de predicar en San Germano, territorio de la abadía del monte Casino. La ciudad daba a la sazón el repugnante espectáculo de la más desenfrenada lujuria. En vano el misionero habla de Dios, apela a su justicia, recuerda la fealdad del vicio y amenaza con los tormentos del infierno, porque nadie le escucha. Ante un endurecimiento tan pertinaz, nuestro Beato exclama al trasponer sus muros: « ¡Oh ciudad maldita! ¡No quieres convertirte, pero en castigo de tu contumacia, perecerás esta noche como Sodoma y Gomorra!» Y así fue, efectivamente, pues la aurora del siguiente día alumbró los escombros de la ciudad, destruida en pocas horas por un violento incendio. El padre Ángel obtuvo de Dios el fin de aquel azote acudiendo a la oración fervorosa y a sangrientas disciplinas; presenciaron el milagro el abad y numerosos testigos.

   La devoción ardiente que profesaba a la Pasión del Redentor, le hacía siempre tomarla como tema de todas sus meditaciones. Nuestro Señor recompensó este culto que el Beato tributaba a los dolores y tribulaciones que había pasado para salvar a los hombres, apareciéndosele algunas veces cubierto de heridas y sangre, como se encontraba en el santo madero de la cruz. Cierto día, hallándose en el convento de Acri meditando en la Pasión de Jesucristo, sintió repentinamente en el corazón un dolor agudísimo, como si se lo hubieran atravesado con una espada, y no pudo reprimir los sollozos mientras sus ojos se bañaban en lágrimas. En aquel mismo instante se le apareció Nuestro Señor Jesucristo con el cuerpo ensangrentado y desgarrado por la cruel flagelación. A la vista de tan doloroso espectáculo, no sólo reprimió el Beato Ángel sus sollozos, sino que ofreció al Señor sus sentimientos en prendas de su amor.

¿Qué deseas? —le preguntó entonces el Divino Maestro.

Señor, mi voluntad es la vuestra —respondió el discípulo.

   Desapareció la visión, pero desde entonces nuestro Beato sintió con variaciones de intensidad el mismo agudo dolor en su corazón.






EL BEATO ÁNGEL, PROVINCIAL. — SUS 

MILAGROS




   De 1717 a 1720, el padre Ángel fue ministro provincial de Cosenza. Regla viva de sus inferiores, en todo daba ejemplo de la más completa abnegación. Barría la cocina, hacía las camas de los enfermos, curaba sus llagas, y servía a los huéspedes del convento. Sobre todo, exhortaba a sus hijos espirituales a entregarse confiados en brazos de la Divina Providencia; y, para que mejor entendieran sus enseñanzas, daba a los pobres cuanto le parecía superfluo sin que el porvenir le preocupara lo más mínimo.

   Se creía obligado a servir a los Hermanos; se llamaba a sí propio «el último de todos, el más ignorante de los hombres, y un miserable, dos veces desertor del convento». Aceptaba las afrentas con la mayor alegría. Como un villano le insultara en la plaza pública llamándole «ignorante», no acertó a vengarse de otra manera que besándole los pies. Y si alguna vez le apedreaban, daba gracias a Dios. De 1727 a 1729 vivió el padre Ángel, con el consentimiento del papa Benedicto XIII, en casa del príncipe de Bisignano, y cuando éste le daba alguna muestra de respeto, decía el humilde capuchino: «Acuérdese que soy hijo de un cabrero».

   Pero cuanto más se humillaba a sí mismo, tanto más le engrandecía Dios. De todas partes, incluso del extranjero, acudía la gente a pedirle consejo; los obispes se encomendaban en sus oraciones; las muchedumbres besaban sus manos y cortaban las franjas de sus vestidos para guardarlas como preciosas reliquias.

   Dios le otorgó el don de milagros y puede decirse de él que es uno de los santos que los ha repartido sin cuento. Nada resistía a su fervorosa oración: ni el demonio, ni el fuego, ni el agua, ni los insectos dañinos, ni las enfermedades cualesquiera que fueran. Libró del demonio a muchos posesos, entre otros a una persona atormentada del espíritu maligno desde hacía diez años.

   Le dotó también el Señor del don de profecía, y fueron muchas las personas a quienes la muerte cogió en gracia de Dios por haber dado fe a las palabras con que el padre Ángel les anunciaba su próximo fin.

   El mismo día en que las tropas del príncipe Eugenio de Saboya —16 de agosto de 1717— libraban del dominio turco la ciudad de Belgrado, salió el Padre de su celda exclamando: «Echad las campanas a vuelo, cantemos él Te Deum, demos gracias a Dios, que merced a la intercesión de la Santísima Virgen, los cristianos han derrotado a los turcos en Belgrado». Se tomó nota del día y hora, y pronto se confirmó la realidad del hecho.






MUERTE DEL BEATO ÁNGEL



 
   Seis meses antes de su muerte le sobrevino la ceguera; pero, por un milagro singular, recobraba la vista para rezar el Oficio divino y celebrar el santo sacrificio de la Misa. Finalmente, unos días antes de entregar su bendita alma al Criador, dijo al religioso lego que le servía: «Hermano, saldré de este mundo el viernes por la mañana al despuntar el alba». El día 24 de octubre de 1739 cayó enfermo y recibió la Extremaunción. Intentó Satanás un supremo esfuerzo para vencerle, pero se vio también derrotado, porque el moribundo, sacando fuerzas de su debilidad, exclamó con severo acento: «Retírate, Satanás». Expiró el 30 de octubre, sellando sus labios los dulces nombres de Jesús y de María.

   Su cuerpo, que exhalaba suave olor, fue inhumado el 1.° de noviembre en la iglesia del convento. León XII le beatificó el 18 de diciembre de 1825; el oficio, aprobado en 1833, se insertó en el Breviario de los Hermanos Menores Capuchinos.







“EL SANTO DE CADA DÍA”


(1946)


SANTORAL: Día 31 de octubre.




Santos Volfango, obispo de Ratisbona; 
Froilán, obispo de Brabante y mártir;
Eustaquio, consagrado por el apóstol San Andrés como primer obispo de Constantinopla;
Antonino, obispo de Milán;
Epigmenio, obispo de Autún;
Nicolás y Leonardo, presbíteros, Nicolás, niño,

Quintín y Teodoto, mártires;

Nemesio, diácono, mártir en Roma;

Narciso, Ampliato o Ampliado y Urbano —discípulos de San Pablo—, obispos y mártires;

Aziriano y Epímaco, mártires en Etiopía;

Victorino y compañeros, mártires en Macedonia.
Beatos Ángel de Acri, capuchino; Cristóbal, franciscano; y Santiago de Cerquetto, agustino.

Santas Bega y Nortburga, vírgenes;

Lucía, hija del mártir San Nemesio, virgen y mártir.


Conmemoración  de la victoria del Salado, conseguida por los españoles contra los mahometanos gracias a la ayuda divina. 



“EL SANTO DE CADA DÍA”

(1946)

SAN QUINTÍN, mártir. (+ 287) —31 de octubre.


   Fue san Quintín hijo de un senador romano llamado Zenón, muy conocido en Roma por sus grandes riquezas y por su valimiento con los emperadores. Desde el día que recibió su bautismo, que fue, a lo que se cree, hacia el fin del pontificado de san Eutiquiano, a quien sucedió san Cayo, prendió en su corazón un fuego de amor de Jesucristo tan ardiente, que hubiera querido abrasar con él todos los corazones y reducir a cenizas todos los ídolos. 
    Se ofreció al papa san Cayo para llevar la fe a los idólatras de las Galias, y el santo pontífice alabó su celo y le dio por compañero a san Luciano, y con éste y otros muchos fervorosos fieles que también quisieron acompañarle, partió a aquella apostólica expedición.
   Con san Luciano predicó el Evangelio en los pueblos que halló a su paso hasta llegar a la ciudad de Amiens, a las riberas del Soma. Allí se separaron, pasando san Luciano a plantar la fe en Beauvais, y quedándose en Amiens nuestro santo, el cual con su elocuencia y milagros en breve tiempo formó allí una de las más florecientes Iglesias de las Galias. De todas partes acudían a él los enfermos, y con sólo invocar sobre ellos el nombre de Jesús les daba la salud del cuerpo y juntamente la del alma. Venían al santo los ciegos conducidos por sus guías, y se volvían sin ellos a sus casas: venían los cojos y paralíticos, y se volvían sin muletas ni apoyo alguno. 

SAN QUINTÍN BAUTIZANDO

  Pero los sacerdotes de los ídolos que veían ya desiertos sus templos, vacías de ofrendas y cubiertas de polvo sus aras, acudieron a Riccio Varo, que acababa de ser nombrado prefecto de las Galias y era encarnizado enemigo de la Iglesia: éste, para satisfacer el odio mortal que tenía al nombre cristiano, pasó a Amiens, donde hizo prender al santo, y ejecutó en él toda su bárbara crueldad: le mandó azotar rigurosamente sin respetar su nobleza, ni el privilegio de ciudadano romano de que el santo gozaba: y como los verdugos que le azotaban cayesen en tierra como muertos, el presidente renegando de la magia cristiana a la cual atribuía aquel suceso, ordenó que encerrasen al mártir en un lóbrego calabozo; pero se llenó de luz celestial aquel lugar oscuro, y hacia la media noche se cayeron las cadenas del santo hechas pedazos, y al amanecer se halló el preso en medio de la plaza de la ciudad, donde comenzó a predicar con tan grande espíritu de Dios; que convirtió a mucha gente, y al mismo alcaide y los soldados de la guardia que le buscaban. Espantado de esto Riccio Varo, pero no convertido, le hizo prender de nuevo, y después de ponerle en la tortura, y desgarrarle las carnes, rociárselas con aceite hirviendo, y abrasarle todo el cuerpo con hachas encendidas, viendo que aquella fortaleza sobrehumana conmovía a toda la ciudad de Amiens y amenazaba tumulto, mandó que cortasen al santo la cabeza.





TORTURAS DEL SANTO:




   Reflexión: Gran maravilla fue que desde que recibió san Quintín el bautismo, se abrasase en tanto celo de la conversión de los gentiles: pero no es cosa rara, sino efecto ordinario de la gracia de Jesucristo, el sentir un pecador que de veras se convierte, gran deseo de la conversión de los demás, porque queda su alma tan esclarecida con la luz sobrenatural de la fe, y su corazón tan satisfecho y tranquilo en su centro que es Dios, que quisiera que todos los hombres gozasen de esta misma dicha, y así fuese más glorificado Jesucristo, autor y consumador de nuestra fe.

  Oración: Te rogamos, ¡oh Dios todopoderoso! que cuantos veneramos el nacimiento para la gloria de tu bienaventurado Quintín, mártir, por su intercesión, crezca en nosotros el amor de su santo nombre. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.


MANO DE SAN QUINTÍN


SEPULCRO DE SAN QUINTÍN- FRANCIA

FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA CRISTIANA- 1949.



lunes, 30 de octubre de 2017

CRISTO, REY DE LA PATRIA TERRENA


   MI REINO NO ES DE ESTE MUNDO, nos dice Jesús. Su reino es el Reino de los Cielos. Luego, Cristo es el Rey del Cielo, de la patria eterna. Además, este mundo que conocemos sabemos que se acabará un día, las estrellas se apagaran. Si esta Tierra desaparecerá un día, lo más importante para nosotros es el cielo, la patria eterna.


   ¿Significa esto que no debamos amar nuestra patria terrena? No, por supuesto. No hay religión que enseñe tanto amar a la propia Patria como la católica. Porque los católicos tratan de imitar el ejemplo del Señor, y porque es un mandato expreso de la Sagrada Escritura. El ejemplo del Señor: Estando contemplando un día Jesucristo la ciudad de Jerusalén, desde lo alto del monte de los Olivos, unos días antes de su Pasión, de repente no pudo contener su emoción y sus ojos se llenaron de lágrimas. Lloró por su patria y por su amado pueblo, por no haber correspondido a la invitación de Dios y por haberse alejado obstinadamente de Él. Y lloró también por lo que sabía que le iba a ocurrir a la ciudad dentro de unos pocos años: Jerusalén sería sitiada y destruida.

   Y con su llanto, nos muestra el gran amor que tenía a su patria. El mandato expreso de la Sagrada Escritura. En primer lugar, la frase terminante de Jesucristo: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (San Mateo, 22, 21; San Marcos, 12, 17; San Lucas, 20, 25). Una cosa no está reñida con la otra, porque tal como nos dice el Apóstol San Pablo: “No hay potestad que no provenga de Dios” (Romanos, 13, 1). “Dad al César lo que es del César”. El César significa el poder terreno, la potestad del Estado. El Señor nos obliga a dar al estado, a la patria terrena, lo que le corresponde.


   ¿Qué es lo que debemos darle? El respeto que se merece, la contribución material y la obediencia en todos los asuntos en que tiene derecho a exigirnos. “No hay potestad que no provenga de Dios”. Es decir: habéis de obedecer mientras el poder terreno no mande nada contra la ley de Dios. Así se comprende con cuánta razón escribía el Santo Padre en su encíclica, al instituir la festividad de Cristo Rey: “Por tanto, si los hombres reconocen pública y privadamente la regia potestad de Cristo, necesariamente habrá de reportar a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia. La regia dignidad de Nuestro Señor, así como hace sagrada en cierto modo la autoridad humana de los jefes y gobernantes del Estado, así también ennoblece los deberes y la obediencia de los súbditos”. Y prosigue el Papa: “Y si los príncipes y gobernantes legítimamente elegidos se persuaden de que ellos imperan, más que por propio derecho, por mandato y representación de Jesucristo, a nadie se le ocultará cuán santa y sabiamente habrán de usar de su autoridad, y qué cuidado habrán de tener, al dar y ejecutar las leyes, con el bien común y con la dignidad humana de sus inferiores”. 






    Pero, ¿en qué consiste el verdadero amor a la patria? ¿Es tener apego a la casa en que nacimos? Sí, esto es amor a la patria, pero no basta. ¿Consistirá, tal vez, en amar a nuestro pueblo, a la nación a que pertenecemos, al país que consideramos nuestro? También esto es amor patrio, pero para un católico esto sólo no es suficiente. ¿Consistirá, tal vez, el patriotismo en luchar por los intereses de nuestra nación? También. Pero el amor patrio de un católico va todavía más lejos.

   ¿En qué consiste, pues el amor patrio para un católico? En esforzarse y trabajar para que mi patria progrese y se desarrolle lo más posible, material y espiritualmente. Amor a la patria que no degenera en ciega idolatría de lo propio, ni busca aniquilar a otras naciones o dominar el resto del mundo. Amor a la patria, que, al estimar su propio pueblo, no aborrece a los pueblos extranjeros, porque sabe que todos somos hijos de un mismo Padre. Si el amor patrio es así, ¡ojalá fuera mayor el número de los que amasen su patria! Entonces no habría tantos inicuos tratados de paz… No cabe duda, la religión católica enseña cómo se debe amar de verdad a la patria. El amor a la patria no consiste tanto en redobles de tambor, flamear de banderas y gritos de «viva» hasta enronquecer, sino en ser capaz de sacrificarse en el cumplimiento monótono del trabajo bien hecho, para que progrese la patria.


   ¿Qué es lo que nos pide siempre la Iglesia a cada uno? Hombre, hermano, sé honrado, no manches tus manos y tu alma. Dime, pues, amigo lector: ¿no es esto amor patrio? Hoy, cuando sistemáticamente se quiere demoler el fundamento de la sociedad, la familia, mediante el divorcio y el libertinaje sexual, ni el Estado, ni las instituciones más serias se sienten con fuerzas para detener tanto mal. Solamente el Catolicismo se atreve a gritar, consciente de su fuerza: ¡Hombres, hermanos, no os es lícito, Cristo lo prohíbe, no destrocéis vuestros hogares! Dime: ¿no es esto amor patrio?  Hoy, cuando el mundo frívolo desprecia la sublime misión de los padres en la transmisión de la vida, y las leyes civiles son incapaces de poner dique a los horrores del aborto y de la limitación de la natalidad, la Iglesia católica es la única que preserva el santuario de la familia de la profanación y del infanticidio: ¿no es esto amor patrio?




   
   Hoy, cuando los jóvenes dejan corromper por el hedonismo de la sociedad…, y ni escuela, ni el Estado, ni muchas veces la misma autoridad paterna son incapaces de preservarlos de tanto mal, la religión católica es la única que grita con eficacia: Hijos, sois la esperanza de la patria, guardad la pureza de vuestras almas; ¿qué será de la patria si la lujuria os tiene esclavizados?

   Contestemos con la mano sobre el corazón: ¿no es esto amor patrio? ¿Y en tiempo de guerra? Cuando es preciso defender la patria atacada, ¿qué es lo que entonces da firmeza a los espíritus? No seré yo quien conteste a esta pregunta. Ahí va un ejemplo que sucedió el año 1914. Las tropas húngaras se hallaban estacionadas, hacía ya varias semanas, en las trincheras húmedas, inundadas, del frente serbio. Caía la lluvia, tenaz, persistente… Es una de las mayores pruebas del campo de batalla. Permanecer durante semanas en los fosos, bajo una lluvia otoñal… Uno sacó el rosario… y a los pocos momentos todos los de la trinchera estaban rezando con él. De ahí sacaban su fuerza de resistencia nuestros soldados. Estos hombres amaban a su patria; dieron realmente al César lo que es del César. Nunca olvidaré la gran fe de un soldado gravemente herido, cuando, después serle amputada una pierna,  agonizaba en el hospital militar. «Padre —decía el pobre, gimiendo—, ¡ojalá hubiese ya muerto y estuviese viendo a la Virgen María!…» En las palabras de este soldado herido se revela la fuente de la cual se alimenta el patriotismo. ¿En qué se funda el amor de los católicos a la patria? Las palabras memorables del Señor no dicen tan sólo «dad al César lo que es del César», sino también: «y a Dios lo que es de Dios.» Es decir, si damos a la Patria lo que es suyo, lo hacemos porque nos lo pide Dios. El amor a Dios es lo que más nos empuja a amar nuestra patria terrena.




    Con frecuencia oímos la siguiente falsedad: El catolicismo habla siempre del otro mundo; amonesta sin cesar, diciendo: «salva tu alma», y se despreocupa del mundo terreno. Pero un católico no tiene uno sino dos deberes, uno para con su patria terrena, y al mismo tiempo, otro para con su alma, poner los medios para salvarla. Ha de dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. De esta forma, el catolicismo es un gran valor patriótico, no sólo porque nos exige pagar los impuestos, sino porque nos exige, a la vez, ser honrados y buenos ciudadanos, por obedecer a Dios. Porque nos recuerda que si en el denario está la imagen del César: «dad al César lo que es del César»; en nuestras almas está también grabada la imagen de Dios, que debemos respetar: «dad a Dios lo que es de Dios».


   En el Antiguo Testamento, el sabio rey Salomón cierra con estas palabras el libro del Eclesiastés: «Basta de palabras. Todo está dicho. Teme a Dios y guarda sus mandamientos, que eso es ser hombre cabal. Porque toda obra la emplazará Dios a juicio, también todo lo oculto, a ver si es bueno o malo» (12, 13-14). No otra cosa enseña el Señor al decir: «Dad a Dios lo que es de Dios.»


   Las cosas vanas pasan; nada hay que pueda darnos una felicidad perfecta, a no ser la conciencia recta, la convicción de que el alma está en orden y que puede soportar con tranquilidad la mirada de Dios. Toda la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo está llena de este pensamiento: ¡Salva tu alma! Ni una sola de sus palabras, ni uno de sus actos, tuvo otra finalidad que inculcar este gran pensamiento en nuestros corazones: Tienes un alma sola, un alma eterna. Si la salvas para la eternidad, todo lo has salvado; pero si la pierdes, ¿de qué te servirá el haber ganado el mundo entero? Dad a Dios lo que es de Dios. Suyo es todo lo que tenemos; todo, por tanto, se lo hemos de dar.
   Es conocido el símil del «Libro de la Vida», en que se escriben todas nuestras obras buenas para el día del juicio final. No es más que un símil, pero un símil profundo, que nos dice que entre cielos y tierra se lleva realmente una contabilidad secreta: Dios nos presta un capital (talentos corporales y espirituales), y un día nos exige la devolución del capital, pero acrecentado por los intereses. ¿En qué día? No depende de mí. ¿Dónde he vivido? No importa. ¿Cuánto he vivido? Es indiferente. ¿He tenido que desempeñar un papel importante, o vivía como uno de tantos que pasan desapercibidos? No se tendrá en cuenta. Lo único que importa es si he dado o no a Dios lo que es de Dios.



   
   Lo importante no es la cantidad ni la magnitud de las obras hechas en mi vida, sino la buena voluntad con que trabajo. No es difícil deducir el inmenso caudal de fuerzas que para cumplir los pequeños deberes de la vida cotidiana brota de tales pensamientos. Y es de notar que el cumplimiento de tales deberes muchas veces resulta más difícil que un martirio repentino; la vida heroica y perseverante en medio de la miseria, de las pruebas, es más difícil que la muerte en las trincheras.


   Sí, nuestra religión habla constantemente de la vida eterna, de otra patria; pero hay que conceder que, para inculcar el amor a la patria terrena, no hay pensamiento mejor que éste: Llegará la hora en que Dios exigirá la devolución de todo cuanto tengo, de todo lo que me dio; de mi propia persona y de mis familiares, amigos y conocidos. Mi propia persona. Antes de nacer yo, Dios había ideado en su mente un bello proyecto para mí. Él me creó. El deber que me incumbe es pulir y hermosear día tras día en mi persona ese bello proyecto de Dios. También me pedirá cuenta de las personas con las cuales traté. No puedo pasar junto a mi prójimo sin hacerle ningún bien. Dios ha dispuesto que estén a su servicio a todos los hombres. Confió a los Apóstoles la fundación de su Iglesia; a los confesores, que diesen un ejemplo heroico a los demás de amor a Él; a los doctores, la lucha contra las falsas doctrinas. A San Francisco de Asís, el dar ejemplo de pobreza… ¿Y a mí? Dios quiere de mí que sea luz para los que viven a mí alrededor en la oscuridad; que ejercite la caridad para con mi prójimo, para los que me son más cercanos. Haciéndolo así, habré dado a Dios lo que es de Dios. Y llegará el día en que Dios me pregunte: ¿Has sido luz del mundo, sal de la tierra, bálsamo de las heridas? Hagamos un pequeño examen de conciencia: ¡Dios mío! ¿Te he dado hasta el presente lo que es tuyo? Quizá mi vida se va acabando y no me doy cuenta. Cuando llegue la hora en que Dios me llame ante sí, ¿cómo me presentaré ante Él? ¿He dado a Dios todo lo que es de Dios? Repaso mi vida: ¡cuánto me esfuerzo, cuánto sufro, cuánto trabajo!… Y ¿por qué? ¡Cuánto me esfuerzo, sufro y trabajo para tener comodidades…, para gozar…, para acumular dinero! Pero ¿me he preocupado bastante de mi pobre, de mi única alma? Di al estómago lo suyo, al cuerpo tampoco le he escatimado lo suyo, acaso le di bastante más de lo que tocaba…; pero ¿di a Dios lo que es de Dios? Tengo tiempo para todo: diversiones, amistades, fiestas; y para mi alma… ¿no tengo siquiera una media hora al día? Quizá he vivido así hasta hoy… ¿Cómo será en adelante? Tal es el modo de pensar de la Iglesia en lo que hace al amor de la patria terrena.

   Aparentemente, no habla mucho del amor patrio; pero, si pensamos en profundidad, nos damos cuenta que religiosidad y patriotismo, amor a la Iglesia y amor a la patria, corazón católico y corazón patriota…, no son incompatibles. Aún más: nos vemos obligados a confesar que las mayores bendiciones para el Estado brotan de la religión católica… No hay poder, ni institución, ni sociedad, ni otra religión cualquiera, que pueda ostentar tan nutrida lista de méritos en bien de la patria terrena como el Catolicismo. Daniel O’Cónnell fue el mayor patriota irlandés y, a la vez, uno de los hijos más fervientes de la Iglesia católica. Y así escribió en su testamento: «Dejo mi cuerpo a Irlanda, mi corazón a Roma, mi alma a Dios.» Todos los católicos deberíamos estar dispuestos a hacer lo mismo: «Dejo mi cuerpo a mi patria, mi corazón a la santa Iglesia católica romana, mi alma a Dios.»



Daniel O’Cónnell




TIHAMER TOTH
(Tomado de su libro “Cristo Rey”, Cap. IV)