martes, 17 de septiembre de 2024

MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA DECIMOSÉPTIMO.

 


DECIMOSÉPTIMO DÍA —17 de septiembre.

 

San Miguel, refugio y garante de los pecadores.

 

   El pecado, dice San Juan Crisóstomo, puede definirse con esta palabra, acertada en todos los aspectos, pero verdaderamente aterradora: es el abandono de nuestra voluntad al demonio, nuestro enemigo jurado, es la completa degradación del hombre, es la más dura esclavitud que se pueda imaginar. “Pecadores -añade el profeta Amós- ¿pensáis en esto? Os alegráis de la nada, porque el pecado es la negación del Ser, es decir, la negación absoluta de Dios.” Según San Agustín, el pecado es la lepra más horrible, contagiosa e incurable que puede existir. El primer padre del pecado, continúa el mismo Doctor, es Lucifer en el Cielo, la serpiente en el Paraíso Terrenal, Satanás en el mundo que habitamos. San Ireneo dice: “El hombre, por la mancha original, es arrastrado hacia el abismo, y por la corrupción de su corazón, consecuencia desgraciada de su degradación espiritual y moral, está sometido a los instintos de su naturaleza y es seducido por la triple concupiscencia”. Es decir, está inclinado a todos los vicios. Es una perspectiva aterradora, admitió el obispo Besson, pero la situación no está perdida ni comprometida, pues el hombre sólo necesita una ayuda sobrenatural para resistir los tirones de la carne. Esta es la opinión de Tertuliano, que añade que Dios no lo ha olvidado y que ha puesto el remedio junto al mal. En efecto, para que el hombre no sucumba, necesita una protección especial, un defensor intrépido. ¿Y cuál será ese defensor que avanzará espontáneamente hacia el pecador para instarle a renunciar a sus malos hábitos? El sentido común lo indica -responde el cardenal Mermillod- y la Iglesia lo proclama con fuerza, apoyándose en la voz de los escritores sagrados que son autoridades. Demos, pues, la palabra a estas luces de la Iglesia que los Soberanos Pontífices han coronado con la aureola de Doctor. Según su testimonio, San Miguel ha recibido de Dios el don especial y merecido de tocar el corazón de los pecadores más endurecidos, de inspirarles un sincero arrepentimiento y un verdadero y saludable espíritu de penitencia.

 

   “Esto es, pues, -dice San Francisco de Sales-, una verdad secular e incontestable que encuentro afirmada en los escritos de los Santos Padres y cuyos felices efectos he podido constatar.”  Y San León llega a afirmar que habría que negar la victoria de San Miguel sobre Lucifer si se quisiera mantener una opinión contraria. Además, todos debemos saber que San Miguel lleva la acusación de los pecados de los cristianos ante el trono de Dios y hace que acepte nuestro arrepentimiento, ya que la Santa Iglesia pone en nuestros labios esta oración: Te confesamos, San Miguel Arcángel, que hemos pecado mucho... ruega al Señor nuestro Dios que nos conceda el perdón y la remisión de nuestros pecados. Y como muy bien señala el obispo Germain, la Iglesia romana quiere que comprendamos el grado de gloria y de poder al que está elevado el Príncipe de la milicia celestial, y la plena confianza que debe inspirar a los pecadores arrepentidos, ya que, para obtener el perdón de nuestras faltas, para que nuestros pecados sean borrados, y para que nosotros seamos perdonados, para reconciliarnos con Dios, nos manda dirigirnos a San Miguel, defensor y amigo de Cristo. Y, no dejemos de remarcarlo, su favorito inmediatamente después de María, la virgen que nos dio al Redentor, inmediatamente después de ella, es decir, antes del bienaventurado Juan Bautista, antes de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo, antes de todos los demás santos, sean quienes sean. Este es el poder de San Miguel, esta es su grandeza y su mérito. Pero, ¿por qué la Santa Esposa de Cristo nos hace invocar a San Miguel en esta ocasión? San Jerónimo nos da la razón: Nadie más que Dios puede conceder la gracia del perdón, y sólo da el perdón cuando quiere y por el ministerio de los que elige. Ahora este don de su poder y bondad se le da a San Miguel, después de haber pasado por las manos de María, la reina de la misericordia; y este privilegio del Arcángel es como una recompensa por su celo y su devoción al Verbo Encarnado. Por eso, cada vez que el Señor quiere prometernos el perdón, nos envía a San Miguel, cuyo nombre significa: poder y misericordia de Dios para el perdón de los pecados. ¿No es razonable -continúa San Bernardo- que el Proclamador y Defensor de la Encarnación lleve, en El primero después de María, a los pies del Altísimo, los suspiros y gemidos del alma que quiere escapar del yugo de Belcebú para abrazar el de Jesucristo? Por eso -dice San Buenaventura- San Miguel circunvala al pecador, le habla al corazón, despertando su remordimiento, y conduce su alma al santo tribunal de la Penitencia para que sea lavada en la sangre del Cordero que se sacrificó para borrar los pecados del mundo. Es entonces cuando hace resonar de nuevo los cielos con aquella eficaz súplica que escuchó una vez el apóstol Juan: “Perdona, Señor, perdona, tú que abres el libro y rompes los sellos. Y sean cuales sean los esfuerzos de Satanás para impedir que el pecador penitente obtenga el perdón, San Miguel siempre triunfará en su defensa."Además, la Sagrada Escritura nos proporciona pruebas de ello; una sola línea bastará para convencernos de esta verdad. Es una visión del profeta Zacarías: “Un día Dios le mostró al gran sacerdote de pie ante el Ángel del Señor; Satanás estaba a su derecha para acusarlo.” Y este Ángel, como dicen Corneille Lapierre, Menochius, Don Calmet y otros comentaristas, fue San Miguel quien acudió en su ayuda como abogado o defensor, Y el Ángel del Señor dijo a Satanás: “Que Jehová te derribe, que te abrume con su ira, el que ha dado a este Pontífice.” Si pudiéramos entrar en los detalles de esta visión, veríamos cómo San Miguel actúa para defender a los pecadores y ganar su causa. Además, reconoceríamos que Dios lo delega a menudo para juzgar a los culpables y concederles el perdón. Sin embargo, señalemos un detalle: este sumo sacerdote iba vestido con ropas repugnantes. Entonces San Miguel ordena a los ángeles que le acompañan que le quiten esas sórdidas ropas. ¿Qué debe entenderse por estas palabras, sino que San Miguel le despojó de ese fermento viejo del que habla la Sagrada Escritura, es decir, que aniquiló el pasado, que le lavó de sus iniquidades? Y, lo que, es más, ha hecho que sus ángeles lo vistan con un precioso traje y una corona, verdaderos símbolos de la gracia santificante. “Este, -dice Teodoreto-, es el papel constante de San Miguel con respecto a los pecadores.”  ¡Qué bonito espectáculo! San Miguel corre, o más bien vuela, tras la oveja perdida, la toma en sus brazos, la aprieta contra su corazón ardiente de amor, y le hace emitir el gemido lastimero del arrepentimiento; lo repite ante el rostro adorable de la Trinidad tres veces santa, y hace caer sobre la pobre perdida el rocío misterioso de la gracia, por el que renace su inocencia bautismal.

 


MEDITACIÓN

 

   “El pecado debe ser un mal muy grande, -dice un santo Doctor-, debe ser infinitamente grave, para que Dios nos conceda el perdón sólo después de haber inmolado a su propio Hijo, haber hecho pasar a María por un verdadero martirio, y utilizar todavía el ministerio de San Miguel para enviarlo a la tierra.” “Es porque, -dice Belarmino-, el pecado es el mal soberano de Dios, del ángel, del hombre y de todas las criaturas, e incluso del infierno y de los condenados; pues -añade-, un nuevo condenado aumenta el sufrimiento y el castigo de los que le han precedido en las llamas eternas, afligiendo y atormentando el uno al otro. ¿Es esta la opinión que tenemos del pecado mortal? ¿Le tememos más que a todos los males? ¿Sentimos que con este acto insensato nos separamos de Dios y que entonces corremos a nuestra ruina, como dice el salmista? ¿Olvidamos que, según la Sagrada Escritura, Dios despedaza al pecador, como a los heridos o más bien a los muertos que duermen en la tumba, e incluso lo borra de su memoria? ¿No es una barrera infranqueable la que colocamos entre Dios y nosotros, y no nos oscurecen cada vez más nuestros pecados su rostro, impidiéndonos ser escuchados? ¿Quién no sabe que encienden su cólera contra nosotros de manera terrible, y que tienden bajo nuestros pies redes que nos hacen cautivos, que nos atan al hierro? ¿Y no hay hombres tan ciegos que beben la iniquidad como si fuera agua? Oh, por Dios, recemos por ellos, pidamos a Jesús por medio de María que les envíe el Ángel del perdón y la reconciliación. Para nosotros, que hemos aprendido el temor de Dios, recordemos este consejo del Espíritu Santo: “Hijo mío, huye del pecado como de la serpiente; porque si te acercas a ella, el pecado te atrapará; sus dientes son como los del león, matan las almas.” Es una espada de dos filos, sus heridas son mortales. Y si entre los que leen este libro hay un alma en estado de pecado mortal, que vuelva sobre sí misma, que se estremezca al pensar en los peligros que la amenazan, que piense en la felicidad de la que se priva voluntariamente, que responda a la llamada de Dios, que comprenda sus misericordias, que recuerde las palabras del Apóstol: “Oh pecador, que estás dormido en tu triste estado, levántate y sal de entre los muertos, y Jesucristo te iluminará: Surge qui dormis, et exsurge a mortuis, et illuminabit te Christus."

 

 

ORACIÓN.

 

 

   Oh Mensajero celestial del perdón, nos postramos a tus pies, agobiados por el peso de nuestros pecados, y, como el Profeta real, reconocemos que el número de nuestras iniquidades ha superado el número de los cabellos de nuestra cabeza y se ha elevado por encima de la multitud de las arenas del mar; te lo confesamos humildemente, y te suplicamos que lleves nuestra confesión a Dios y nos obtengas el perdón de nuestras faltas, para que, reconciliados con nuestro Padre celestial, podamos vivir y morir en su santo Amor. Amén.

 

 


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