Nació en Bagnarea de Toscana, ciudad pequeña del Estado eclesiástico,
el año de 1221, para ser uno de los más brillantes astros de la Iglesia de
Occidente; uno de los principales ornamentos de la Religión de san Francisco;
admiración dé los mayores, más sabios y más santos hombres de su siglo; y en fin para ser
apellidado el Doctor seráfico con justísima
razón. Su padre se llamó Juan Fidenza, su madre María Ritelli, ambos más distinguidos
por su gran virtud que por sus cuantiosos bienes de fortuna, y por su no menos
antigua que calificada nobleza. En el Bautismo se
le puso el nombre de Juan; pero habiendo caído peligrosamente enfermo casi
cuatro años después, tanto, que le desahuciaron los médicos, y habiéndole su
piadosa madre encomendado a las oraciones de san Francisco, que vivía a la
sazón, y se hallaba en el mismo lugar, ofreciendo al Señor que si daba salud al
niño le consagraría a su Majestad en la Religión el seráfico Padre; este
hizo oración por el niño, y quedando de repente sano, el Santo exclamó en su
lengua italiana: ¡O buona ventura! ¡oh dichoso suceso! y
desde entonces toda la familia, transportada de gozo a vista de aquella
maravilla, le comenzó a llamar Buenaventura, nombre
que después le quedó al santo Doctor.
Luego que se asomó el
uso de la razón, sus padres tuvieron gran cuidado de advertirle el milagroso
modo con que el cielo le había conservado, previniéndole que el nombre que tenía
era testimonio y memoria del milagro.
Hizo este beneficio más impresión de la que correspondía a su edad en aquel corazón
tierno, blando, y nacido para la virtud, acompañado de un entendimiento vivo y
perspicaz. Ni la hicieron menor en él las primeras lecciones que le dieron. Apenas conoció a Dios, cuando le amó, y se hicieron
manifiestas las particulares bendiciones con que le había prevenido el cielo
desde su misma niñez. Se notó que para él no
tenían ningún atractivo los entretenimientos pueriles, y se observó cómo
carácter propio suyo casi desde la misma cuna un grande amor a la pureza, y una
ternísima devoción a la santísima Virgen, conservando toda la inocencia de sus costumbres
y todo el fervor de su devoción en el curso de sus estudios.
En ellos hizo maravillosos progresos; pero
no fueron menores los que hizo en el ejercicio de la virtud. Se disgustó del mundo antes de haberle conocido; y cuando
se halló en edad proporcionada, solo pensó en cumplir lo que su madre había
prometido. Pidió el hábito de los frailes Menores; se lo dieron, y el
estado religioso dio la última mano a la perfección de aquella grande alma.
Concluido el noviciado, le enviaron a estudiar la teología en París, siendo su
maestro el célebre Alejandro de Ales, que a vista de la gran santidad de su
discípulo solía decir que Buenaventura parecía no había pecado en Adán.
No había religioso más
humilde, más pobre, ni más ejemplar. Animado con el misino espíritu del santo Fundador, parecía san Francisco
resucitado en san Buenaventura;
la misma abnegación de sí propio; el mismo celo por la observancia de la santa
regla; el mismo desasimiento de todo, y las mismas penitencias. Por el tierno amor que profesaba a Jesucristo en el
adorable sacramento de la Eucaristía, pasaba horas enteras al pie de los
altares deshaciéndose en dulces lágrimas. Antes de ser sacerdote eran sus
delicias comulgar con la mayor frecuencia posible; y se dice que, habiéndose
abstenido un día de la sagrada Comunión por reverencia y por respeto, fue
comulgado por mano de un Ángel.
Recibió con el sacerdocio el último retoque
de su virtud, y todo el cumplimiento de sus amorosas ansias. Á los que le veían
en el altar se les comunicaba la devoción del sacerdote. Las dulces lágrimas que derramaban sus ojos, y el fuego
que despedía su semblante daban testimonio de que se estaba oyendo la misa de
un Santo. Su recogimiento interior, sus
conversaciones y su modestia eran pruebas de su íntima unión con Dios. Parecía
estar continuamente en oración, y con efecto empleaba codiciosamente en ella
todo el tiempo que le dejaban libre sus estudios y las demás ocupaciones. El
coro era su recurso para recrearse y para cobrar nuevas fuerzas para trabajar.
La materia más ordinaria de su meditación era la vida, pasión y muerte de
Nuestro Señor Jesucristo. Compuso una obrilla
sobre este asunto, con una meditación para cada día de la semana; dio a luz un tratadillo de la oración
mental; dispuso algunas oraciones vocales, y escribió
de la sublime contemplación con tanta energía y con tanto espíritu, que desde
entonces mereció el título de Doctor seráfico.
Aunque parecía estar totalmente dedicado a
estos ejercicios de devoción, hacia al mismo tiempo tan asombrosos progresos en
las demás ciencias, que, aunque no contaba todavía treinta años, la universidad
de París le escogió para enseñar públicamente en ella, dándole la cátedra de
filosofía y de teología. Explicó al Maestro de las
sentencias con tanta satisfacción y con tanto aplauso, que se puede decir le
debió aquella universidad, no menos que a santo Tomás de Aquino, gran parte del
alto concepto y reputación que ya se había granjeado en aquel siglo. En ella se
conocieron y se trataron los dos Santos, estrechando entre sí aquella íntima
amistad, que fue el mejor panegírico de los dos, y duró mientras Ies duró la
vida.
Así brillaba el santo Doctor en la célebre
escuela de París, siendo estimado y venerado de los más sabios y más santos
prelados de la Europa, tanto por la fama de su eminente virtud, como por el merecido
crédito de su gran sabiduría, cuando su seráfica Religión quiso disfrutar este tesoro,
aprovechándole más inmediatamente en su propia utilidad. Estaba congregado en Roma el Capítulo general de la Orden
para la elección de general, y presidia en él personalmente el papa Alejandro
IV. Se unieron todos los votos en favor de nuestro
Santo, y aunque a la sazón no tenía más que treinta y cinco años, fue electo
general por todos los votos, no habiéndole faltado más que el suyo. Confirmó el Papa la elección; y por más que la humildad
de Fr. Buenaventura renunció, resistió y representó, le fue preciso obedecer. Su
mismo prudentísimo gobierno justificó el acierto, mostrando siempre una gran
prudencia, un vigoroso celo por la observancia religiosa, mucha firmeza, y no
menor tesón, pero sazonado con admirable dulzura y la mayor aplicación a conservar
en su vigor el primitivo espíritu de la Orden; el empleo de ministro general
solo sirvió para hacer más visible su profunda humildad. No había hombre de mayor mérito, ni que más bajamente sintiese
de sí. Aunque estaba oprimido de negocios, ni se dispensó en algunas de sus
ordinarias penitencias, ni mucho menos en su frecuente acostumbrado recurso a la
oración; la elevación del empleo no le estorbaba abatirse a los oficios más
humildes del convento; y siendo general, serbia a los enfermos con la misma
caridad que si tuviera el oficio de enfermero.
Ni el tiempo que ocupaba en los negocios
públicos que tenía a su cargo le impedía el cumplir exactamente con sus
devociones particulares, y, lo que, es más, le distraía bien poco de sus
acostumbrados estudios. Por espacio de diez y ocho
años gobernó toda la Orden con tanta prudencia, con tanto acierto y con tanta
moderación, que no contribuyó poco al gran esplendor que adquirió en el mundo
la Religión de san Francisco, haciéndola tan célebre en todo el universo, y
siendo uno de los más bellos ornamentos de la Iglesia católica. La
vigilancia en precaver todo cuanto podía introducir alguna relajación en la
observancia la acreditaron bien los prudentes estatutos que hizo en el Capítulo
general que se celebró en Narbona el año de 1260; pero no se limitaba su celo
precisamente a promover el mayor bien de su Religión.
Como por razón de
oficio se veía precisado a visitar diferentes provincias de la Europa, no
malograba ocasión de solicitar en todas partes la mayor gloria de Dios, ni de
trabajar en la salvación dé las almas. Predicaba, instruía y confesaba con
inmenso fruto, haciendo muchas y admirables conversiones. Se valía del
crédito y del favor que su virtud y su empleo le merecían con los príncipes y
con los prelados para la reforma de las costumbres y para el aumento de la
piedad cristiana. Pasando su celo a la otra parte dé
los mares, envió muchos religiosos para que predicasen la fe a los infieles.
Sobre todo, no perdía
oportunidad de extender y de aumentar el culto de la santísima Virgen, por la tierna
devoción que profesaba a esta Señora. Conformándose con el espíritu de su
seráfico Padre, quiso que se dedicasen a esta soberana Reina casi todas las iglesias
de la Orden; que se celebrasen en ella con la mayor solemnidad todas sus
fiestas; y para inspirar la misma devoción en todos los pueblos, se valió de
todo su crédito y de todas sus piadosas industrias. Fuera de sus
ordinarias exhortaciones y dé las conversaciones familiares en que siempre
había de entrar la devoción a la santísima Virgen, escribió muchos tratados
para promoverla. Compuso un oficio particular de la Virgen con muchas oraciones
llenas de espíritu y de ternura; hizo un nuevo Salterio, aplicando a la Virgen
las sentencias y las palabras de David con tanta devoción, con tanta ternura y
con tanta oportunidad, que el nuevo Salmista parece haber sido inspirado por el
mismo espíritu que inspiró inflamados afectos al antiguo.
Apenas se puede comprender cómo un hombre,
abrumado con el peso de tantos negocios, pudo hallar tiempo para enriquecer la
Iglesia con tanto número de excelentes obras, llenas todas de energía y de
devoción, que era el carácter propio de su pluma. En todos sus escritos está
derramada cierta especie de moción que, alumbrando el entendimiento, enciende la
voluntad en el fuego de aquel divino amor en que él mismo se abrazaba. Por eso
dijo el célebre Gerson, que san Buenaventura era
sólido, elocuente y devoto, y que para los verdaderos teólogos no había
doctrina más sana ni más saludable que la suya.
Gerardo de Abbreville, doctor parisiense,
abrazó el partido de Guillelmo de San-Amor, y escribió contra los frailes
Mendicantes; tomó la pluma san Buenaventura, y le refutó por escrito con
aquella admirable obra que intituló: Apología de los pobres, y
tapó la boca al calumniador. Otras muchas obras compuso en defensa de su
Religión, y para explicar la regla de san Francisco. Tenemos del Santo muchos
tratados de filosofía y de teología; excelentes comentarios sobre el Antiguo y
Nuevo Testamento; muchos sermones eficaces y doctrinales; gran número de
tratados espirituales, en cuya atención justamente es tenido san Buenaventura por
uno de los mayores doctores de la mística teología. Las meditaciones
sobre la vida y muerte de Jesucristo son de exquisito gusto, y el método es
verdaderamente original. La vida que compuso del seráfico Padre san francisco
no fue la menor de sus obras. Cuando la estaba escribiendo le fué a visitar su
amigo santo Tomás, y sabiendo en lo que estaba ocupado, no quiso entrar,
diciendo: Dejemos al Santo
trabajar por otro Santo, seria imprudencia, interrumpirle. Pasando en otra ocasión a
verle el mismo santo Doctor, y admirado de la celestial sabiduría de sus estilos,
le preguntó confidencialmente, ¿en qué libros estudiaba aquella elevada doctrina, y
dónde había aprendido aquella elocuencia tan llena de devoción? Le descubrió
entonces san Buenaventura un Crucifijo, y le dijo: Este es el libro donde estudio todo lo que enseño.
Concluido el Capítulo general de Pisa, donde
estableció diversos y muy prudentes reglamentos, pasó a Roma con el fin de
suplicar al papa Urbano IV nombrase un cardenal que fuese protector de su Orden,
y Su Santidad nombró al cardenal de los Ursinos. Temiendo el Santo que el
cuidar de las monjas de Santa Clara seria con el tiempo una carga
demasiadamente gravosa para sus frailes, suplicó al Papa se sirviese exonerarlos
de ella; pero no queriendo el Pontífice privar a
las religiosas de los muchos bienes que podían sacar de su espiritual
asistencia, se contentó con especificar en la bula, que los frailes Menores no
estarían obligados a asistirlas de justicia, sino de pura caridad.
El papa Clemente IV,
sucesor de Urbano, le estimó y le amó tanto como sus predecesores. Le nombró para
el arzobispado de York, que en aquel tiempo era una de las mayores y más
autorizadas sillas episcopales de la Iglesia; pero no fue posible vencer su
humildad, pues, aunque el Pontífice quiso usar de su autoridad, el Santo se
arrojó a sus pies, lloró tanto, y le hizo tales instancias, que al cabo le rindió.
Pero le duró poco su alegría, porque Gregorio X, menos flexible que Clemente,
resolvió absolutamente elevarle a las primeras dignidades, ilustrando al sacro
Colegio con un sujeto de aquel mérito.
Le creó cardenal; y le envió la birreta por dos nuncios, que le hallaron en el
convento de Magelo fregando los platos en la cocina. No interrumpió esta
humilde ocupación por la noticia de la nueva dignidad; prosiguió fregando hasta
que acabó su labor; y precisado a obedecer, partió a Roma. Acababa el Papa de
convocar un concilio general en León de Francia, y tenía ya pensado que Buenaventura
fuese como el oráculo del Concilio, por lo que le recibió con el mayor
alborozo, y luego le consagró por obispo de Albano.
El nuevo Cardenal acompañó al Pontífice en
su viaje a León, donde se hizo la abertura del Concilio, presidido por el mismo
Papa, el día 7 de mayo de 1274. Predicó san Buenaventura en la segunda y tercera
sesión, siendo como el alma de todas las conferencias. Brillaron
tanto en todas las ocasiones sus milagrosos talentos, que así los griegos como
los latinos le reconocieron por uno de los hombres más santos y más sabios que
había entonces en la Iglesia. Habiendo trabajado más que otro alguno, tanto
en la reunión de los griegos, como en las demás materias que se trataban en el
Concilio, cayó en una gran debilidad, acompañada de continuos vómitos. No es
ponderable cuánto sintió el Papa, y cuánto afligió a todos los Padres la
enfermedad del Cardenal, a quien todos veneraban como el oráculo del Concilio; pero quería el Señor premiar sus trabajos, y coronar sus
méritos en medio de aquella augusta asamblea, y así pasó de esta vida a la
eterna el día 14 de julio del año 1274, contando solamente cincuenta y tres de
edad.
Le lloró todo el Concilio;
y el Papa a la frente de todos los Padres asistió a sus exequias, que se celebraron
con extraordinaria pompa en la iglesia de los Franciscos, donde el cardenal de
Tarantesio, después papa Inocencio Y, predicó la oración fúnebre. Desde luego manifestó Dios
la gloria de su siervo con mucho número de milagros, y no fue el menor el que
sucedió ciento sesenta años después de su muerte. El de 1434 edificaron los frailes
Menores una nueva iglesia, y se abrió el sepulcro del Santo para trasladar a
ella sus reliquias; se hallaron consumidas las carnes, pero la cabeza tan
entera como el mismo día de su muerte, con todos sus cabellos, sus dientes, y
la lengua tan fresca, los labios tan encarnados y el color del rostro tan perfecto
y tan vivo, como si el Santo lo estuviera. Se colocaron los huesos en una urna,
y la cabeza en un relicario separado, que hasta hoy es objeto a la veneración
de los fieles; pero habiéndose los Calvinistas apoderado de León en el siglo
siguiente, quemaron públicamente sus huesos, y arrojaron las cenizas en el
Ródano. La santa cabeza se liberó de su furor por la constancia de un religioso
de san Francisco, a quien no fue posible obligar a descubrir dónde estaba
oculta aquella preciosa reliquia por más horribles tormentos que le dieron. La
ciudad de Bagnarca, patria del Santo, conserva un hueso del brazo, que la
enviaron de León cuando las reliquias se trasladaron a la nueva iglesia. Le canonizó solemnemente el papa Sixto IV, y Sixto V
mandó se rezase su oficio doble, y le colocó en la clase de los Doctores de la
Iglesia.
AÑO
CRISTIANO,
ó
EJERCICIOS
DEVOTOS PARA TODOS LOS DÍAS DEL AÑO
ESCRITO
EN FRANCÉS
POR
EL P. JUAN CROISSET,
DE
LA COMPAÑÍA DE JESÚS,
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