domingo, 14 de julio de 2024

SAN BUENAVENTURA, CARDENAL, OBISPO Y CONFESOR. ----14 de julio.

 


   Nació en Bagnarea de Toscana, ciudad pequeña del Estado eclesiástico, el año de 1221, para ser uno de los más brillantes astros de la Iglesia de Occidente; uno de los principales ornamentos de la Religión de san Francisco; admiración dé los mayores, más sabios y más santos hombres de su siglo; y en fin para ser apellidado el Doctor seráfico con justísima razón. Su padre se llamó Juan Fidenza, su madre María Ritelli, ambos más distinguidos por su gran virtud que por sus cuantiosos bienes de fortuna, y por su no menos antigua que calificada nobleza. En el Bautismo se le puso el nombre de Juan; pero habiendo caído peligrosamente enfermo casi cuatro años después, tanto, que le desahuciaron los médicos, y habiéndole su piadosa madre encomendado a las oraciones de san Francisco, que vivía a la sazón, y se hallaba en el mismo lugar, ofreciendo al Señor que si daba salud al niño le consagraría a su Majestad en la Religión el seráfico Padre; este hizo oración por el niño, y quedando de repente sano, el Santo exclamó en su lengua italiana: ¡O buona ventura! ¡oh dichoso suceso! y desde entonces toda la familia, transportada de gozo a vista de aquella maravilla, le comenzó a llamar Buenaventura, nombre que después le quedó al santo Doctor.

 



   Luego que se asomó el uso de la razón, sus padres tuvieron gran cuidado de advertirle el milagroso modo con que el cielo le había conservado, previniéndole que el nombre que tenía era testimonio y memoria del milagro. Hizo este beneficio más impresión de la que correspondía a su edad en aquel corazón tierno, blando, y nacido para la virtud, acompañado de un entendimiento vivo y perspicaz. Ni la hicieron menor en él las primeras lecciones que le dieron. Apenas conoció a Dios, cuando le amó, y se hicieron manifiestas las particulares bendiciones con que le había prevenido el cielo desde su misma niñez. Se notó que para él no tenían ningún atractivo los entretenimientos pueriles, y se observó cómo carácter propio suyo casi desde la misma cuna un grande amor a la pureza, y una ternísima devoción a la santísima Virgen, conservando toda la inocencia de sus costumbres y todo el fervor de su devoción en el curso de sus estudios.

 




   En ellos hizo maravillosos progresos; pero no fueron menores los que hizo en el ejercicio de la virtud. Se disgustó del mundo antes de haberle conocido; y cuando se halló en edad proporcionada, solo pensó en cumplir lo que su madre había prometido. Pidió el hábito de los frailes Menores; se lo dieron, y el estado religioso dio la última mano a la perfección de aquella grande alma. Concluido el noviciado, le enviaron a estudiar la teología en París, siendo su maestro el célebre Alejandro de Ales, que a vista de la gran santidad de su discípulo solía decir que Buenaventura parecía no había pecado en Adán.

 

   No había religioso más humilde, más pobre, ni más ejemplar. Animado con el misino espíritu del santo Fundador, parecía san Francisco resucitado en san Buenaventura; la misma abnegación de sí propio; el mismo celo por la observancia de la santa regla; el mismo desasimiento de todo, y las mismas penitencias. Por el tierno amor que profesaba a Jesucristo en el adorable sacramento de la Eucaristía, pasaba horas enteras al pie de los altares deshaciéndose en dulces lágrimas. Antes de ser sacerdote eran sus delicias comulgar con la mayor frecuencia posible; y se dice que, habiéndose abstenido un día de la sagrada Comunión por reverencia y por respeto, fue comulgado por mano de un Ángel.





   Recibió con el sacerdocio el último retoque de su virtud, y todo el cumplimiento de sus amorosas ansias. Á los que le veían en el altar se les comunicaba la devoción del sacerdote. Las dulces lágrimas que derramaban sus ojos, y el fuego que despedía su semblante daban testimonio de que se estaba oyendo la misa de un Santo. Su recogimiento interior, sus conversaciones y su modestia eran pruebas de su íntima unión con Dios. Parecía estar continuamente en oración, y con efecto empleaba codiciosamente en ella todo el tiempo que le dejaban libre sus estudios y las demás ocupaciones. El coro era su recurso para recrearse y para cobrar nuevas fuerzas para trabajar. La materia más ordinaria de su meditación era la vida, pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Compuso una obrilla sobre este asunto, con una meditación para cada día de la semana; dio a luz un tratadillo de la oración mental; dispuso algunas oraciones vocales, y escribió de la sublime contemplación con tanta energía y con tanto espíritu, que desde entonces mereció el título de Doctor seráfico.

 

   Aunque parecía estar totalmente dedicado a estos ejercicios de devoción, hacia al mismo tiempo tan asombrosos progresos en las demás ciencias, que, aunque no contaba todavía treinta años, la universidad de París le escogió para enseñar públicamente en ella, dándole la cátedra de filosofía y de teología. Explicó al Maestro de las sentencias con tanta satisfacción y con tanto aplauso, que se puede decir le debió aquella universidad, no menos que a santo Tomás de Aquino, gran parte del alto concepto y reputación que ya se había granjeado en aquel siglo. En ella se conocieron y se trataron los dos Santos, estrechando entre sí aquella íntima amistad, que fue el mejor panegírico de los dos, y duró mientras Ies duró la vida.

 



   Así brillaba el santo Doctor en la célebre escuela de París, siendo estimado y venerado de los más sabios y más santos prelados de la Europa, tanto por la fama de su eminente virtud, como por el merecido crédito de su gran sabiduría, cuando su seráfica Religión quiso disfrutar este tesoro, aprovechándole más inmediatamente en su propia utilidad. Estaba congregado en Roma el Capítulo general de la Orden para la elección de general, y presidia en él personalmente el papa Alejandro IV. Se unieron todos los votos en favor de nuestro Santo, y aunque a la sazón no tenía más que treinta y cinco años, fue electo general por todos los votos, no habiéndole faltado más que el suyo. Confirmó el Papa la elección; y por más que la humildad de Fr. Buenaventura renunció, resistió y representó, le fue preciso obedecer. Su mismo prudentísimo gobierno justificó el acierto, mostrando siempre una gran prudencia, un vigoroso celo por la observancia religiosa, mucha firmeza, y no menor tesón, pero sazonado con admirable dulzura y la mayor aplicación a conservar en su vigor el primitivo espíritu de la Orden; el empleo de ministro general solo sirvió para hacer más visible su profunda humildad. No había hombre de mayor mérito, ni que más bajamente sintiese de sí. Aunque estaba oprimido de negocios, ni se dispensó en algunas de sus ordinarias penitencias, ni mucho menos en su frecuente acostumbrado recurso a la oración; la elevación del empleo no le estorbaba abatirse a los oficios más humildes del convento; y siendo general, serbia a los enfermos con la misma caridad que si tuviera el oficio de enfermero.

 

   Ni el tiempo que ocupaba en los negocios públicos que tenía a su cargo le impedía el cumplir exactamente con sus devociones particulares, y, lo que, es más, le distraía bien poco de sus acostumbrados estudios. Por espacio de diez y ocho años gobernó toda la Orden con tanta prudencia, con tanto acierto y con tanta moderación, que no contribuyó poco al gran esplendor que adquirió en el mundo la Religión de san Francisco, haciéndola tan célebre en todo el universo, y siendo uno de los más bellos ornamentos de la Iglesia católica. La vigilancia en precaver todo cuanto podía introducir alguna relajación en la observancia la acreditaron bien los prudentes estatutos que hizo en el Capítulo general que se celebró en Narbona el año de 1260; pero no se limitaba su celo precisamente a promover el mayor bien de su Religión.

 

   Como por razón de oficio se veía precisado a visitar diferentes provincias de la Europa, no malograba ocasión de solicitar en todas partes la mayor gloria de Dios, ni de trabajar en la salvación dé las almas. Predicaba, instruía y confesaba con inmenso fruto, haciendo muchas y admirables conversiones. Se valía del crédito y del favor que su virtud y su empleo le merecían con los príncipes y con los prelados para la reforma de las costumbres y para el aumento de la piedad cristiana. Pasando su celo a la otra parte dé los mares, envió muchos religiosos para que predicasen la fe a los infieles.

 



   Sobre todo, no perdía oportunidad de extender y de aumentar el culto de la santísima Virgen, por la tierna devoción que profesaba a esta Señora. Conformándose con el espíritu de su seráfico Padre, quiso que se dedicasen a esta soberana Reina casi todas las iglesias de la Orden; que se celebrasen en ella con la mayor solemnidad todas sus fiestas; y para inspirar la misma devoción en todos los pueblos, se valió de todo su crédito y de todas sus piadosas industrias. Fuera de sus ordinarias exhortaciones y dé las conversaciones familiares en que siempre había de entrar la devoción a la santísima Virgen, escribió muchos tratados para promoverla. Compuso un oficio particular de la Virgen con muchas oraciones llenas de espíritu y de ternura; hizo un nuevo Salterio, aplicando a la Virgen las sentencias y las palabras de David con tanta devoción, con tanta ternura y con tanta oportunidad, que el nuevo Salmista parece haber sido inspirado por el mismo espíritu que inspiró inflamados afectos al antiguo.

 

   Apenas se puede comprender cómo un hombre, abrumado con el peso de tantos negocios, pudo hallar tiempo para enriquecer la Iglesia con tanto número de excelentes obras, llenas todas de energía y de devoción, que era el carácter propio de su pluma. En todos sus escritos está derramada cierta especie de moción que, alumbrando el entendimiento, enciende la voluntad en el fuego de aquel divino amor en que él mismo se abrazaba. Por eso dijo el célebre Gerson, que san Buenaventura era sólido, elocuente y devoto, y que para los verdaderos teólogos no había doctrina más sana ni más saludable que la suya.

 

   Gerardo de Abbreville, doctor parisiense, abrazó el partido de Guillelmo de San-Amor, y escribió contra los frailes Mendicantes; tomó la pluma san Buenaventura, y le refutó por escrito con aquella admirable obra que intituló: Apología de los pobres, y tapó la boca al calumniador. Otras muchas obras compuso en defensa de su Religión, y para explicar la regla de san Francisco. Tenemos del Santo muchos tratados de filosofía y de teología; excelentes comentarios sobre el Antiguo y Nuevo Testamento; muchos sermones eficaces y doctrinales; gran número de tratados espirituales, en cuya atención justamente es tenido san Buenaventura por uno de los mayores doctores de la mística teología. Las meditaciones sobre la vida y muerte de Jesucristo son de exquisito gusto, y el método es verdaderamente original. La vida que compuso del seráfico Padre san francisco no fue la menor de sus obras. Cuando la estaba escribiendo le fué a visitar su amigo santo Tomás, y sabiendo en lo que estaba ocupado, no quiso entrar, diciendo: Dejemos al Santo trabajar por otro Santo, seria imprudencia, interrumpirle. Pasando en otra ocasión a verle el mismo santo Doctor, y admirado de la celestial sabiduría de sus estilos, le preguntó confidencialmente, ¿en qué libros estudiaba aquella elevada doctrina, y dónde había aprendido aquella elocuencia tan llena de devoción? Le descubrió entonces san Buenaventura un Crucifijo, y le dijo: Este es el libro donde estudio todo lo que enseño.

 

   Concluido el Capítulo general de Pisa, donde estableció diversos y muy prudentes reglamentos, pasó a Roma con el fin de suplicar al papa Urbano IV nombrase un cardenal que fuese protector de su Orden, y Su Santidad nombró al cardenal de los Ursinos. Temiendo el Santo que el cuidar de las monjas de Santa Clara seria con el tiempo una carga demasiadamente gravosa para sus frailes, suplicó al Papa se sirviese exonerarlos de ella; pero no queriendo el Pontífice privar a las religiosas de los muchos bienes que podían sacar de su espiritual asistencia, se contentó con especificar en la bula, que los frailes Menores no estarían obligados a asistirlas de justicia, sino de pura caridad.

 



   El papa Clemente IV, sucesor de Urbano, le estimó y le amó tanto como sus predecesores. Le nombró para el arzobispado de York, que en aquel tiempo era una de las mayores y más autorizadas sillas episcopales de la Iglesia; pero no fue posible vencer su humildad, pues, aunque el Pontífice quiso usar de su autoridad, el Santo se arrojó a sus pies, lloró tanto, y le hizo tales instancias, que al cabo le rindió. Pero le duró poco su alegría, porque Gregorio X, menos flexible que Clemente, resolvió absolutamente elevarle a las primeras dignidades, ilustrando al sacro Colegio con un sujeto de aquel mérito. Le creó cardenal; y le envió la birreta por dos nuncios, que le hallaron en el convento de Magelo fregando los platos en la cocina. No interrumpió esta humilde ocupación por la noticia de la nueva dignidad; prosiguió fregando hasta que acabó su labor; y precisado a obedecer, partió a Roma. Acababa el Papa de convocar un concilio general en León de Francia, y tenía ya pensado que Buenaventura fuese como el oráculo del Concilio, por lo que le recibió con el mayor alborozo, y luego le consagró por obispo de Albano.

 

   El nuevo Cardenal acompañó al Pontífice en su viaje a León, donde se hizo la abertura del Concilio, presidido por el mismo Papa, el día 7 de mayo de 1274. Predicó san Buenaventura en la segunda y tercera sesión, siendo como el alma de todas las conferencias. Brillaron tanto en todas las ocasiones sus milagrosos talentos, que así los griegos como los latinos le reconocieron por uno de los hombres más santos y más sabios que había entonces en la Iglesia. Habiendo trabajado más que otro alguno, tanto en la reunión de los griegos, como en las demás materias que se trataban en el Concilio, cayó en una gran debilidad, acompañada de continuos vómitos. No es ponderable cuánto sintió el Papa, y cuánto afligió a todos los Padres la enfermedad del Cardenal, a quien todos veneraban como el oráculo del Concilio; pero quería el Señor premiar sus trabajos, y coronar sus méritos en medio de aquella augusta asamblea, y así pasó de esta vida a la eterna el día 14 de julio del año 1274, contando solamente cincuenta y tres de edad.

 

   Le lloró todo el Concilio; y el Papa a la frente de todos los Padres asistió a sus exequias, que se celebraron con extraordinaria pompa en la iglesia de los Franciscos, donde el cardenal de Tarantesio, después papa Inocencio Y, predicó la oración fúnebre. Desde luego manifestó Dios la gloria de su siervo con mucho número de milagros, y no fue el menor el que sucedió ciento sesenta años después de su muerte. El de 1434 edificaron los frailes Menores una nueva iglesia, y se abrió el sepulcro del Santo para trasladar a ella sus reliquias; se hallaron consumidas las carnes, pero la cabeza tan entera como el mismo día de su muerte, con todos sus cabellos, sus dientes, y la lengua tan fresca, los labios tan encarnados y el color del rostro tan perfecto y tan vivo, como si el Santo lo estuviera. Se colocaron los huesos en una urna, y la cabeza en un relicario separado, que hasta hoy es objeto a la veneración de los fieles; pero habiéndose los Calvinistas apoderado de León en el siglo siguiente, quemaron públicamente sus huesos, y arrojaron las cenizas en el Ródano. La santa cabeza se liberó de su furor por la constancia de un religioso de san Francisco, a quien no fue posible obligar a descubrir dónde estaba oculta aquella preciosa reliquia por más horribles tormentos que le dieron. La ciudad de Bagnarca, patria del Santo, conserva un hueso del brazo, que la enviaron de León cuando las reliquias se trasladaron a la nueva iglesia. Le canonizó solemnemente el papa Sixto IV, y Sixto V mandó se rezase su oficio doble, y le colocó en la clase de los Doctores de la Iglesia.

 

AÑO CRISTIANO,

ó

EJERCICIOS DEVOTOS PARA TODOS LOS DÍAS DEL AÑO

ESCRITO EN FRANCÉS

POR EL P. JUAN CROISSET,

DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS,

 

 


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