miércoles, 18 de septiembre de 2024

MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA DECIMOCTAVO.

 



DECIMOCTAVO DÍA —18 de septiembre.

 

San Miguel, fuerza y protector de los pecadores convertidos.

 

   Algunas heridas dejan huellas indelebles, que requieren precauciones y cuidados, sin los cuales se vuelven a abrir, se vuelven más peligrosas e inevitablemente conducen a una muerte cruel y prematura. Pero no hay herida comparable a la que el pecado inflige al alma. Todos los maestros de la vida espiritual lo señalan, y Santo Tomás afirma que no puede haber enfermedad o lesión que deje huellas más profundas que el pecado. Por sí mismo, el pecador es impotente para curar esta úlcera que el pecado original produjo en su alma y que los pecados presentes han desarrollado. ¿A quién puede recurrir después de su conversión, si quiere recuperar su fuerza e independencia originales? A María por encima de todo, por supuesto, pero también a San Miguel, que, según San León y muchos otros santos doctores, tiene el poder de cicatrizar las heridas causadas por el pecado y, por decirlo de alguna manera, confirmar en la gracia a los convalecientes de esta lepra espiritual.

   Por eso, en los siglos VIII y IX, la Iglesia cantaba: “Eres verdaderamente grande, oh Dios Príncipe de la corte celestial, porque el fuego puro de tu amor constante cura las heridas que el pecado deja en el alma y calienta el corazón de los convertidos para que permanezcan perseverantes en sus buenas disposiciones.” Además, la práctica de la Iglesia corrobora los testimonios de los Santos Padres y de los Comentaristas, que parecen atribuir a San Miguel un poder tal sobre los pecadores convertidos que no nos atrevemos a reproducir estos diversos pasajes, por temor a ser acusados de exageración. Nos contentamos con recordar algunas de las antiguas prácticas de la Iglesia: San Gregorio Niceno cuenta que desde tiempos inmemoriales se acostumbraba a consagrar solemnemente a los pecadores a San Miguel inmediatamente después de su conversión, para que la Santa Iglesia estuviera segura de su perseverancia. Un autor medieval nos describe la ceremonia que se practicaba por entonces: “El pecador, después de haberse reconciliado con Dios, es conducido por el representante del Señor a los pies de la imagen de San Miguel, y, después de haber recitado una oración en honor de este Primado de las falanges celestiales, el ministro de la reconciliación toma la espada flamígera del Arcángel y la apoya sobre la cabeza del transgresor de la Santa Ley, para significar que el demonio es destronado y vencido, que es realmente expulsado de esta alma contrita y humillada, y que, por el mismo hecho, San Miguel se convierte en su poseedor, dueño y legítimo patrón.” Encontramos más o menos la misma descripción en una obra de un escritor profano del siglo XV: “Había llevado una vida vergonzosa -dice M. Leonor de Treviso-. De repente, golpeado por una voz misteriosa, me convertí, como San Pablo, en un converso de Jesucristo; pero lo que más me impactó fue haber pasado bajo el yugo de San Miguel y haber sentido ese ataque de una espada que cae sobre la cabeza; es una impresión que nunca olvidaré mientras viva. No sé si es a San Miguel o a este sentimiento que debo el miedo que concebí al pecado, pero es seguro que recibí de San Miguel la fortísima seguridad que me ha hecho perseverar hasta el día de hoy pese a todas las adversidades.” El Concilio de Maguelone en el siglo X habla también de una bendición especial pronunciada sobre las cabezas de los pecadores convertidos y que es una súplica dirigida a San Miguel para pedirle la perseverancia final de estas pobres almas. Varios Padres de la Iglesia, hablando de las ciudades de refugio mencionadas en el Antiguo Testamento, afirman que Jesucristo indicó a María y a Miguel como las ciudades de refugio de la Nueva Alianza para los pecadores convertidos. Incluso añaden que, para asegurar la perseverancia de los pecadores, estos dos nombres de María y Miguel tienen una virtud mayor y más eficaz de lo que se puede suponer. Es en este sentido que Clemente de Alejandría da a San Miguel el título de gran preservador de las recaídas y supremo carcelero de los penitentes que han vuelto sinceramente a Dios. Sublime misión, dice San Pedro Crisólogo, que nos muestra a San Miguel, por así decirlo, como poseedor del derecho de vida y muerte sobre los pecadores en el orden espiritual. Para concluir, mencionemos un hecho registrado en los anales de la Iglesia y relatado en parte por Justino de Miechow: Santa María Magdalena, esa gran pecadora, convertida por Nuestro Señor Jesucristo en persona, se le apareció un día a un religioso dominico, hombre de eminente santidad, y le reveló que cuando se había retirado a la soledad después de su conversión, merecía (según él) que San Miguel la ayudara milagrosamente contra los demonios que la atormentaban incesantemente. Durante una de las muchas visitas que le hizo en persona este primer Príncipe de la corte celestial, plantó una cruz mística a la entrada de la cueva donde ella había hecho su hogar, en la que podía ver, tanto de noche como de día, todos los Misterios de Cristo, sus diferentes significados y todos los beneficios que las almas (sobre todo las convertidas) podían obtener de ellos para su avance espiritual y futura glorificación. Y añade Santa María Magdalena que desde ese momento San Miguel le repetía en cada una de sus visitas: “Yo soy, en efecto, la fuerza y la protección de los pecadores convertidos, los asisto sin cesar; que recurran a mí, los conservaré hasta la muerte en el verdadero arrepentimiento y en el santo amor de Dios.” Oh pecadores, que os habéis reconciliado con Dios, recordad estas palabras y recurrid constantemente a San Miguel. O más bien, todos los que somos más o menos culpables para con Dios, tratemos, por nuestra devoción a San Miguel, de merecer, como Santa María Magdalena, la poderosa protección del Jefe Supremo de las jerarquías celestiales.

 


MEDITACIÓN

 

   Aunque San Miguel apoya y fortalece a los pecadores convertidos y los preserva de recaer, siempre es necesario que estos no interpongan ningún obstáculo en su camino. Ahora bien, el mayor obstáculo para la perseverancia es la ocasión próxima de pecado. Por eso, dice San Cipriano, si queremos tener la ayuda prometida, debemos huir a toda costa de las ocasiones, pues quien ama el peligro perecerá en él, y quien se expone a él, seduce a su alma con una admisión imperdonable. No prever y no huir de lo que se debe prever y huir es tentar a Dios en lugar de esperar en Él. Es pedirle un milagro que no se merece, al contrario, se ha hecho todo lo posible para mantener a Dios a raya y sucumbir. Y así uno perecerá miserablemente; porque no evitar las oportunidades es la marca del pecado ya cometido y la causa de su comisión. Desafiémonos, pues, a nosotros mismos. La confianza que lleva a exponerse a los peligros de perder la vida es engañosa; la esperanza que lleva a creer que se salvará en medio del mal es siempre peligrosa. Ah, que el que se cree firme tema caer. Tengamos cuidado: el diablo esconde a menudo el peligro bajo la apariencia de una honesta amistad; nos insinúa pérfidamente que no hay peligro en esta fiesta, en este teatro, en esta conversación, en estas relaciones, en estas asambleas, en estas lecturas…. ¡cuántos otros antes que nosotros han muerto espiritualmente allí! Recordemos bien esto: Quien ama lo que le expone al mal, ama el peligro que conlleva lo que busca y será inevitablemente su víctima. La guerra que tenemos que librar contra nuestra propia voluntad es una guerra indispensable. Entonces, con la ayuda del cielo, saldremos victoriosos, pero crearnos voluntariamente una guerra sin cuartel es la locura suprema, según el lenguaje de San Basilio, es abrir el abismo infernal ante nosotros, es precipitarnos voluntariamente en el abismo eterno. No nos engañemos en este punto, tengamos el valor de renunciar a los placeres y a las cosas frívolas, de rechazar las sociedades y las vanidades monótonas, aunque nos cueste mucho, aunque nos haga perder la vida. Tenemos que cortarnos la mano, si es necesario, y sacarnos el ojo, si es necesario, porque el cielo merece un sacrificio, por muy doloroso que sea.



ORACIÓN.


 

   Oh San Miguel, somos pobres pecadores que a menudo hemos caído en nuestras faltas pasadas por descuido o debilidad, obtennos la fuerza para evitar todo lo que pueda conducirnos al mal, fortalece nuestra voluntad, inspíranos la duda, haznos vigilar cuidadosamente nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones, para que tiendan sólo a la gloria de Dios y obtennos, por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, la gracia de la perseverancia final y la salvación eterna. Amén.

 


martes, 17 de septiembre de 2024

MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA DECIMOSÉPTIMO.

 


DECIMOSÉPTIMO DÍA —17 de septiembre.

 

San Miguel, refugio y garante de los pecadores.

 

   El pecado, dice San Juan Crisóstomo, puede definirse con esta palabra, acertada en todos los aspectos, pero verdaderamente aterradora: es el abandono de nuestra voluntad al demonio, nuestro enemigo jurado, es la completa degradación del hombre, es la más dura esclavitud que se pueda imaginar. “Pecadores -añade el profeta Amós- ¿pensáis en esto? Os alegráis de la nada, porque el pecado es la negación del Ser, es decir, la negación absoluta de Dios.” Según San Agustín, el pecado es la lepra más horrible, contagiosa e incurable que puede existir. El primer padre del pecado, continúa el mismo Doctor, es Lucifer en el Cielo, la serpiente en el Paraíso Terrenal, Satanás en el mundo que habitamos. San Ireneo dice: “El hombre, por la mancha original, es arrastrado hacia el abismo, y por la corrupción de su corazón, consecuencia desgraciada de su degradación espiritual y moral, está sometido a los instintos de su naturaleza y es seducido por la triple concupiscencia”. Es decir, está inclinado a todos los vicios. Es una perspectiva aterradora, admitió el obispo Besson, pero la situación no está perdida ni comprometida, pues el hombre sólo necesita una ayuda sobrenatural para resistir los tirones de la carne. Esta es la opinión de Tertuliano, que añade que Dios no lo ha olvidado y que ha puesto el remedio junto al mal. En efecto, para que el hombre no sucumba, necesita una protección especial, un defensor intrépido. ¿Y cuál será ese defensor que avanzará espontáneamente hacia el pecador para instarle a renunciar a sus malos hábitos? El sentido común lo indica -responde el cardenal Mermillod- y la Iglesia lo proclama con fuerza, apoyándose en la voz de los escritores sagrados que son autoridades. Demos, pues, la palabra a estas luces de la Iglesia que los Soberanos Pontífices han coronado con la aureola de Doctor. Según su testimonio, San Miguel ha recibido de Dios el don especial y merecido de tocar el corazón de los pecadores más endurecidos, de inspirarles un sincero arrepentimiento y un verdadero y saludable espíritu de penitencia.

 

   “Esto es, pues, -dice San Francisco de Sales-, una verdad secular e incontestable que encuentro afirmada en los escritos de los Santos Padres y cuyos felices efectos he podido constatar.”  Y San León llega a afirmar que habría que negar la victoria de San Miguel sobre Lucifer si se quisiera mantener una opinión contraria. Además, todos debemos saber que San Miguel lleva la acusación de los pecados de los cristianos ante el trono de Dios y hace que acepte nuestro arrepentimiento, ya que la Santa Iglesia pone en nuestros labios esta oración: Te confesamos, San Miguel Arcángel, que hemos pecado mucho... ruega al Señor nuestro Dios que nos conceda el perdón y la remisión de nuestros pecados. Y como muy bien señala el obispo Germain, la Iglesia romana quiere que comprendamos el grado de gloria y de poder al que está elevado el Príncipe de la milicia celestial, y la plena confianza que debe inspirar a los pecadores arrepentidos, ya que, para obtener el perdón de nuestras faltas, para que nuestros pecados sean borrados, y para que nosotros seamos perdonados, para reconciliarnos con Dios, nos manda dirigirnos a San Miguel, defensor y amigo de Cristo. Y, no dejemos de remarcarlo, su favorito inmediatamente después de María, la virgen que nos dio al Redentor, inmediatamente después de ella, es decir, antes del bienaventurado Juan Bautista, antes de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo, antes de todos los demás santos, sean quienes sean. Este es el poder de San Miguel, esta es su grandeza y su mérito. Pero, ¿por qué la Santa Esposa de Cristo nos hace invocar a San Miguel en esta ocasión? San Jerónimo nos da la razón: Nadie más que Dios puede conceder la gracia del perdón, y sólo da el perdón cuando quiere y por el ministerio de los que elige. Ahora este don de su poder y bondad se le da a San Miguel, después de haber pasado por las manos de María, la reina de la misericordia; y este privilegio del Arcángel es como una recompensa por su celo y su devoción al Verbo Encarnado. Por eso, cada vez que el Señor quiere prometernos el perdón, nos envía a San Miguel, cuyo nombre significa: poder y misericordia de Dios para el perdón de los pecados. ¿No es razonable -continúa San Bernardo- que el Proclamador y Defensor de la Encarnación lleve, en El primero después de María, a los pies del Altísimo, los suspiros y gemidos del alma que quiere escapar del yugo de Belcebú para abrazar el de Jesucristo? Por eso -dice San Buenaventura- San Miguel circunvala al pecador, le habla al corazón, despertando su remordimiento, y conduce su alma al santo tribunal de la Penitencia para que sea lavada en la sangre del Cordero que se sacrificó para borrar los pecados del mundo. Es entonces cuando hace resonar de nuevo los cielos con aquella eficaz súplica que escuchó una vez el apóstol Juan: “Perdona, Señor, perdona, tú que abres el libro y rompes los sellos. Y sean cuales sean los esfuerzos de Satanás para impedir que el pecador penitente obtenga el perdón, San Miguel siempre triunfará en su defensa."Además, la Sagrada Escritura nos proporciona pruebas de ello; una sola línea bastará para convencernos de esta verdad. Es una visión del profeta Zacarías: “Un día Dios le mostró al gran sacerdote de pie ante el Ángel del Señor; Satanás estaba a su derecha para acusarlo.” Y este Ángel, como dicen Corneille Lapierre, Menochius, Don Calmet y otros comentaristas, fue San Miguel quien acudió en su ayuda como abogado o defensor, Y el Ángel del Señor dijo a Satanás: “Que Jehová te derribe, que te abrume con su ira, el que ha dado a este Pontífice.” Si pudiéramos entrar en los detalles de esta visión, veríamos cómo San Miguel actúa para defender a los pecadores y ganar su causa. Además, reconoceríamos que Dios lo delega a menudo para juzgar a los culpables y concederles el perdón. Sin embargo, señalemos un detalle: este sumo sacerdote iba vestido con ropas repugnantes. Entonces San Miguel ordena a los ángeles que le acompañan que le quiten esas sórdidas ropas. ¿Qué debe entenderse por estas palabras, sino que San Miguel le despojó de ese fermento viejo del que habla la Sagrada Escritura, es decir, que aniquiló el pasado, que le lavó de sus iniquidades? Y, lo que, es más, ha hecho que sus ángeles lo vistan con un precioso traje y una corona, verdaderos símbolos de la gracia santificante. “Este, -dice Teodoreto-, es el papel constante de San Miguel con respecto a los pecadores.”  ¡Qué bonito espectáculo! San Miguel corre, o más bien vuela, tras la oveja perdida, la toma en sus brazos, la aprieta contra su corazón ardiente de amor, y le hace emitir el gemido lastimero del arrepentimiento; lo repite ante el rostro adorable de la Trinidad tres veces santa, y hace caer sobre la pobre perdida el rocío misterioso de la gracia, por el que renace su inocencia bautismal.

 


MEDITACIÓN

 

   “El pecado debe ser un mal muy grande, -dice un santo Doctor-, debe ser infinitamente grave, para que Dios nos conceda el perdón sólo después de haber inmolado a su propio Hijo, haber hecho pasar a María por un verdadero martirio, y utilizar todavía el ministerio de San Miguel para enviarlo a la tierra.” “Es porque, -dice Belarmino-, el pecado es el mal soberano de Dios, del ángel, del hombre y de todas las criaturas, e incluso del infierno y de los condenados; pues -añade-, un nuevo condenado aumenta el sufrimiento y el castigo de los que le han precedido en las llamas eternas, afligiendo y atormentando el uno al otro. ¿Es esta la opinión que tenemos del pecado mortal? ¿Le tememos más que a todos los males? ¿Sentimos que con este acto insensato nos separamos de Dios y que entonces corremos a nuestra ruina, como dice el salmista? ¿Olvidamos que, según la Sagrada Escritura, Dios despedaza al pecador, como a los heridos o más bien a los muertos que duermen en la tumba, e incluso lo borra de su memoria? ¿No es una barrera infranqueable la que colocamos entre Dios y nosotros, y no nos oscurecen cada vez más nuestros pecados su rostro, impidiéndonos ser escuchados? ¿Quién no sabe que encienden su cólera contra nosotros de manera terrible, y que tienden bajo nuestros pies redes que nos hacen cautivos, que nos atan al hierro? ¿Y no hay hombres tan ciegos que beben la iniquidad como si fuera agua? Oh, por Dios, recemos por ellos, pidamos a Jesús por medio de María que les envíe el Ángel del perdón y la reconciliación. Para nosotros, que hemos aprendido el temor de Dios, recordemos este consejo del Espíritu Santo: “Hijo mío, huye del pecado como de la serpiente; porque si te acercas a ella, el pecado te atrapará; sus dientes son como los del león, matan las almas.” Es una espada de dos filos, sus heridas son mortales. Y si entre los que leen este libro hay un alma en estado de pecado mortal, que vuelva sobre sí misma, que se estremezca al pensar en los peligros que la amenazan, que piense en la felicidad de la que se priva voluntariamente, que responda a la llamada de Dios, que comprenda sus misericordias, que recuerde las palabras del Apóstol: “Oh pecador, que estás dormido en tu triste estado, levántate y sal de entre los muertos, y Jesucristo te iluminará: Surge qui dormis, et exsurge a mortuis, et illuminabit te Christus."

 

 

ORACIÓN.

 

 

   Oh Mensajero celestial del perdón, nos postramos a tus pies, agobiados por el peso de nuestros pecados, y, como el Profeta real, reconocemos que el número de nuestras iniquidades ha superado el número de los cabellos de nuestra cabeza y se ha elevado por encima de la multitud de las arenas del mar; te lo confesamos humildemente, y te suplicamos que lleves nuestra confesión a Dios y nos obtengas el perdón de nuestras faltas, para que, reconciliados con nuestro Padre celestial, podamos vivir y morir en su santo Amor. Amén.

 

 


lunes, 16 de septiembre de 2024

MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA DECIMOSEXTO.

 



DECIMOSEXTO DÍA —16 de septiembre.

 

San Miguel, guía y apoyo de las almas piadosas.

 

   La piedad es uno de los tesoros más preciosos que Dios ha revelado a la tierra. No es, según Santo Tomás, otra cosa que la voluntad de entregarse a lo que concierne al servicio de Dios. Sirve para todo, tiene la doble ventaja de elevar nuestra alma a los esplendores de Dios y de hacernos partícipes de los méritos del Verbo Eterno en su plenitud y en su universalidad. Tiene, en una palabra, como dice San Pablo, las promesas de la vida presente y las de la vida futura. Ahora bien, según San Jerónimo, solo se adquiere con la observancia puntual y constante de todos los mandamientos de Dios y de la Iglesia y con la práctica de las virtudes cristianas. Partiendo de este principio indiscutible, ¿es de extrañar, como señala San Bernardo, que la tradición otorgue a San Miguel el título de guía y protector de las almas piadosas? Y esta tradición está fundada en razones justas, dejemos que San Cesáreo la explique: “La piedad es uno de los frutos más dulces y delicados que ha producido la Encarnación. Ahora bien, el ángel proclamador y defensor de la Encarnación debe tener una jurisdicción incuestionable sobre los frutos de este árbol de la vida, del que las almas piadosas son una de las ramas más bellas y fructíferas.” Por lo tanto, estas almas están por derecho y por hecho bajo su égida. La Sagrada Escritura y la Liturgia atribuyen también esta función a San Miguel: está ante el trono de Dios, lucha, intercede por las almas que quieren llevar una vida verdaderamente cristiana. Tertuliano y varios Padres de la Iglesia declaran que la Divina Providencia ha constituido a San Miguel como guía y apoyo de las almas devotas.

Del mismo modo, Orígenes utiliza el mismo lenguaje cuando habla de la Iglesia como un todo. Orígenes habla del mismo modo cuando escribe que las almas piadosas están siempre seguras de encontrar un firme apoyo en la poderosa protección de San Miguel, que tiene a toda la hueste celestial en sus fieles y victoriosas manos. Por eso, añade San Cirilo, desde la cuna de la Iglesia se ha invocado a San Miguel con el título de Auxilio de los cristianos y Protector de las almas piadosas. “En muchas circunstancias -dice San Basilio-, San Miguel ha demostrado con hechos sorprendentes la protección que concede a estas almas privilegiadas.” “No nos extrañemos -dice San Bernardo-, San Miguel seguirá siempre su obra, su única ambición es procurar la gloria de Dios, y los justos (es decir, las almas sinceramente piadosas).” ¿No contribuyen alegremente aquí en la tierra a hacer surgir esta gloria de Dios, que es verdaderamente admirable en sus santos? No obligan al enemigo de Dios, el diablo, a confesar su debilidad e impotencia y a lanzar este alarido de rabia y desesperación: ¡Has vencido, galileo! Escuchemos de nuevo el razonamiento de San Pantaleón: “Del mismo modo que San Miguel, -dice-, por su amor y poder reunió bajo su glorioso estandarte a los Ángeles fieles a Dios, los confirmó en la gracia, y por su triunfo les aseguró la suprema beatitud; en la tierra regenerada, este valiente Arcángel reúne bajo su estandarte victorioso a los cristianos fieles a la ley de Jesucristo, los rodea de su sana protección, y los hace perseverar en el estado de gracia y de santidad, hasta el momento en que pueda introducirlos en la dicha eterna.” Si las almas piadosas, añade Viegas, no reciben toda la ayuda y el consuelo que podrían obtener, es porque se olvidan de rezar a San Miguel, o porque le rezan mal. Escribamos, pues, con San Lorenzo Justiniano: ¡Que todos lo saluden como su protector, que canten sus alabanzas al unísono y que sus oraciones incesantes se eleven a él! ¡Que lo rodeen con sus votos! Que se conviertan en su alegría y consuelo por la perfección de sus vidas. No, San Miguel no despreciará sus súplicas; no repudiará su confianza; no despreciará su amor, él, el defensor de los humildes y el amigo de la pureza, el guía de la inocencia y el guardián de la virtud. Nos apoyará en nuestras pruebas; sabrá conducirnos a nuestra patria. ¡Oh, San Miguel, haznos comprender los encantos de la virtud; enséñanos a practicarla; ¡que amemos a Dios como tú lo has amado siempre!

 

 

MEDITACIÓN

 

   Según los maestros de la vida espiritual, la verdadera piedad o el desarrollo sólido consiste en hacer del deber un mérito en relación con Dios, del placer en relación con uno mismo y del honor en relación con el mundo. ¿Es así como lo entendemos? ¿Es siempre el sentimiento del deber lo que nos hace actuar? Sin duda nos horrorizan ciertos vicios que podrían separarnos de Dios; observamos o queremos observar los puntos esenciales de la moral evangélica, pero ¿renunciamos a las vanas diversiones del mundo, despreciamos la pompa y los honores, nos entregamos, tanto como deberíamos, a las buenas obras, a la oración, a la visita a los altares, a la frecuentación de los Sacramentos? Tal vez, pero ¿es pura nuestra intención? ¿Lo hacemos solo por Dios? ¿No hay algún orgullo secreto escondido detrás de estos actos de piedad? ¿No es el deseo de hacerse notar, de ser completado por algo, de atraer la estima y la confianza de nuestros semejantes, lo que nos hace llevar una vida cristiana? ¿No es así? ¿Por motivos demasiado naturales, por inclinación o por interés que practicamos la virtud? Y si, por casualidad, estas reflexiones llegaran a los ojos de las almas no iluminadas o confundidas que a veces hacen de la piedad un tráfico vergonzoso, les diríamos, con San Francisco de Sales: “Dios ve los corazones, no se deja engañar.” Que nuestra piedad sea, pues, sincera. Que todos se pregunten si son por dentro lo que parecen por fuera. Meditemos seriamente estas palabras, porque Dios quiere que le sirvamos con sencillez y sinceridad de corazón. Recordemos siempre lo que dijo Jesucristo sobre los fariseos y la terrible sentencia que les impuso. Asegurémonos de que Dios no pueda decir de nosotros: “Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí.”

 

 

ORACIÓN.

 

   Oh San Miguel, Protector de los verdaderos Adoradores del Verbo Encarnado, tú que has sido el apoyo de tantas almas que se han elevado a tan alta perfección, echa una mirada compasiva sobre nosotros, ve cuán lejos estamos de la perfección cristiana. Enséñanos a amar y a practicar la verdadera devoción, purifica nuestras intenciones, presérvanos de todas las ilusiones en este punto, intercede por nosotros ante Dios para que busquemos sólo su gloria y seamos dignos de seguir al Cordero allá donde vaya, es decir, hasta los pies de su Padre en la morada celestial. Amén.


MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA DECIMOQUINTO.

 



DECIMOQUINTO DÍA —15 de septiembre.

 

San Miguel, poderosa ayuda de los cristianos contra el diablo.

 

   Después de haber explicado la victoria de San Miguel sobre Lucifer y los Ángeles rebeldes, el Apóstol San Juan nos advierte que este gran Dragón, esta antigua serpiente que se llama Diablo y Satanás, que engaña a todos, fue arrojado a la tierra y sus Ángeles con él. Para prevenirnos contra las seducciones del enemigo de nuestra salvación, el Discípulo Amado añade inmediatamente después: Ay de la tierra y del mar, porque el diablo ha bajado a vosotros lleno de ira, sabiendo el poco tiempo que le queda para obrar para destruiros. Por desgracia, no vemos demasiado bien la realidad de esta profecía, porque, como un león rugiente, el diablo siempre está merodeando a nuestro alrededor, buscando a quién devorar. ¡Qué perspectiva tan aterradora! Pero tranquilicémonos, ya que San Anselmo, en su Comentario al Apocalipsis, señala que el Apóstol, después de haber enumerado los peligros a los que se enfrentan los cristianos y las artimañas de las que se sirve el diablo para arrastrarlos con él al abismo, indica claramente el invencible defensor que Dios ha dado a los adoradores del Verbo Encarnado: Es, clama, “el vencedor del mismo Satanás”. Su adversario perpetuo, como lo llama San Judas, es este formidable Ángel que tiene el poder de atarlo por mil años; es San Miguel, el jefe de la milicia celestial, que tiene el don de hacer temblar a Satanás y de ponerlo en fuga. No hay nada más racional; San Miguel, de hecho, al acudir al rescate de los cristianos no hace más que continuar con su papel. Lucifer quería ocupar el lugar de Dios en el cielo, derrocarlo de su trono: la Encarnación suscitó su revuelta, pues no quería admitir, como ya hemos dicho, la exaltación de la naturaleza humana, quería impedir a toda costa la realización de los decretos divinos. Derrotado en el cielo y precipitado a la tierra, este ángel apóstata retoma sus criminales proyectos. Busca ocupar el lugar de Dios en el mundo y destruir su reinado en las almas. Persigue la Encarnación con su odio implacable y trata por todos los medios de hacerla inútil, y redobla sus esfuerzos para impedir que el cristiano disfrute de los frutos de la Redención. Ahora bien, San Miguel, defensor de los sagrados derechos del Altísimo, vengador intrépido de la Encarnación y de la Redención, no puede permanecer inactivo en presencia de esta maquiavélica nación. ¿Acaso no es el apoyo de la humanidad caída, el defensor de la fe de todos los que creen en Jesucristo, el escudo vivo de los que quieren luchar contra el diablo para salvar sus almas? Su fuerza invencible no sólo está al servicio de la Soberana Majestad, está al servicio de todos los hijos de la Iglesia de Cristo. Miguel se levanta triunfante y hace resonar toda la tierra con aquel grito victorioso que una vez llenó la inmensidad de los cielos: ¿Quis ut Deus? ¿Quién es como Dios? En vano buscará el diablo perder al género humano con él, en vano se ufanará de arrastrarlo tras de sí como a un esclavo al que cree haber cargado ya con cadenas indisolubles: será una orgullosa presunción que se suma a tantas otras. ¡Tonto! ¿Acaso olvidas tus antiguas defecciones? ¿No contarás con el héroe inmortal que te expulsó de las cortes celestiales y que siempre te cubrirá de confusión? ¿Oyes cómo te sigue lanzando este desafío desdeñoso?: ¡Mide tus fuerzas, concentra tus tropas, entra en combate; el enemigo al que atacas no está solo, tiene por escudo al que te aplastó y cuyo valor y poder estarás obligado a reconocer en el tiempo y en la eternidad! Yo soy Miguel, el Ángel Protector de los Adoradores del Verbo. Nunca triunfaréis, en la tierra como en el cielo seréis los más débiles. Podréis arrastrar a muchas víctimas tras vosotros, pero siempre quedarán suficientes elegidos para proclamar la sabiduría de Dios en la Encarnación, para celebrar eternamente las glorias y la grandeza de Dios hecho hombre y de su Santísima Madre. Todavía te sonrojarás de vergüenza a la vista de tu extravagante orgullo y te verás constantemente obligado a adorar a pesar tuyo la infinita Majestad del Dios al que has vuelto a insultar en sus hijos adoptivos, hasta que seas de nuevo arrojado con tus secuaces al estanque de fuego y azufre que, junto con tus víctimas, te atormentará día y noche por los siglos de los siglos.



MEDITACIÓN

 

   Es una verdad incontestable que el diablo busca perdernos, lo acabamos de ver. Pero, ¿cuál es el arma que utiliza para impedirnos disfrutar de la Redención? ¿No es la tentación, es decir, la solicitación a una acción culpable, ya sea que el demonio actúe por sí mismo, o excite nuestra propia carne, o se valga de criaturas u objetos externos? Por eso nuestra vida en la tierra es una tentación continua, y por eso debemos luchar sin descanso para vencer a tantos adversarios vigilantes cuyos asaltos triunfan sin interrupción. ¿Entendemos esto? ¿Estamos convencidos de que Dios permite estas tentaciones sólo para nuestro bien y sabemos aprovecharlas? ¿Nos preparamos para resistir los ataques del enemigo, según el consejo del Espíritu Santo? ¿Estamos siempre en guardia? ¿No llevamos una vida blanda y sensual, que hace que el diablo se apodere de nosotros y embote nuestro valor? ¿Buscamos adquirir virtudes capaces de desconcertar todos los designios del tentador? ¿Siempre nos mantenemos en la desconfianza? ¿Recurrimos con frecuencia a la oración, ese gran medio que Jesucristo indicó a sus Apóstoles para alejar las tentaciones? ¿Recitamos a menudo la oración dominical, repitiendo con fervor esta hermosa petición: Et ne nos inducas in tentationem? ¿Lo repetimos cuando nos acosa la tentación? ¿Y, en ese momento, levantamos los ojos al cielo, contemplando en espíritu la recompensa eterna prometida a los vencedores? ¿Luchamos con seriedad, no nos cansamos de luchar? ¿Ocupamos nuestra mente con pensamientos serios, nos dedicamos a la lectura o a trabajos que requieren toda nuestra atención, para desviar nuestra alma del objeto de la tentación? ¿No nos desanimamos cuando tenemos la mala suerte de haber triunfado? Y si tenemos la suerte de ganar, ¿sabemos que se lo debemos sólo a Dios? ¿Le damos las gracias por ello, pidiéndole ayuda para otra ocasión? Recemos con confianza, luchemos con valor, el cielo es el premio.

  

ORACIÓN.

 

   Oh vencedor celestial de Satanás, glorioso San Miguel, nos refugiamos bajo tus alas, nos cobijamos tras tu escudo, guárdanos, protégenos contra las acometidas del enemigo de nuestra salvación, ve nuestras almas redimidas y tantas veces purificadas por la sangre de Jesucristo, ¿las dejarás caer en manos del diablo? Redobla tu solicitud para preservarlos, si es posible, y para hacerlos triunfar siempre sobre los ataques del Espíritu infernal. Se trata todavía de la gloria de Dios y del Verbo Encarnado, así que haced que Jesucristo, por vuestra intercesión, reine como dueño absoluto en la tierra, para que les conceda la gracia de reinar con él en este país que no conoce enemigos. Amén.


sábado, 14 de septiembre de 2024

MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA DECIMOCUARTO.

 



DECIMOCUARTO DÍA —14 de septiembre.

 

San Miguel, consejero y vengador del Soberano Pontífice.

 

   Cuando Nuestro Señor Jesucristo subió gloriosamente al Cielo para volver al seno de su Padre, no dejó huérfanos a sus Discípulos, sino que les dio, según la expresión de Orígenes y Tertuliano, un Padre y una Cabeza que se constituye en su Vicario en la tierra y en su Representante sensible y notorio, y que debe permanecer allí por derecho de sucesión hasta la consumación de los siglos. Esta cabeza visible de la Iglesia, que la tradición llama Papa o Sumo Pontífice, está revestida del mismo poder que Jesucristo recibió de su Padre para gobernar la Iglesia. De ahí que tenga plena jurisdicción en la sociedad de los fieles, tiene una supremacía incuestionable; de él fluye la jerarquía de poderes, da o niega el ejercicio de las funciones sagradas; en una palabra, por medio de Jesucristo, tiene poder soberano sobre los Pastores y los fieles: Pasce oves, Pasce agnos (Alimenta a las ovejas, alimenta a los corderos). A él le corresponde iluminarlos, dirigirlos, confirmarlos en la Fe: Confirma fratres tuos (Fortalece a tus hermanos). Es él quien tiene en sus manos el timón de la barca de Pedro. En él descansa la fuerza, la solidez, la fecundidad de la Iglesia. ¿Es de extrañar, entonces, que el Papado haya tenido que soportar los más terribles asaltos en todos los siglos y en todas las partes del mundo conocido? Satanás, una vez más, quiere destruir el reino de Jesucristo, está atacando furiosamente a la Iglesia, y esta Iglesia tiene una Cabeza, a la vez centro de la unidad y Doctor infalible. ¿No debe, en consecuencia, perseguir incesante y airadamente a este Pastor supremo para desbaratar más fácilmente su rebaño? Golpear al Jefe, ¿no es, de hecho, poner en fuga a un ejército? Por eso la historia de la Iglesia tiene el dolor de registrar cada año, por así decirlo, nuevas persecuciones contra el papado. Por esta razón, dice Cornelius Lapierre, los Sumos Pontífices deben vigilar de manera muy especial, porque tienen que librar una terrible y perpetua batalla contra el Príncipe de las Tinieblas. Además, Lucifer es su adversario, su enemigo acérrimo, y cuando suben a la Cátedra de Pedro, lo desafían a un duelo, se miden con él. Pero en este espantoso combate, en esta espantosa lucha, ¿estará solo el sucesor de Pedro? ¿Tendrá un Patrón, un Consejero, un Defensor, un Vengador? Ciertamente, responde San Basilio, pues Dios ha constituido a San Miguel como el Ángel guardián de la Cabeza visible de la Iglesia, y en el transcurso del tiempo se nos presenta siempre como el Protector, Consejero y Vengador del Papado. Esta es también la opinión de los comentaristas. Por lo tanto, que los Pontífices estén tranquilos, que tomen coraje y que los mismos fieles no tengan preocupaciones, San Miguel siempre ayudará al Vicario de Jesucristo con sus consejos, luchará por él y con él, lo apoyará en sus pruebas, lo hará triunfar sobre sus enemigos. Además, los Anales de la Iglesia nos proporcionan una clara prueba de ello. Es San Miguel quien libera a San Pedro de sus ataduras; es él quien ilumina y fortalece a San Clemente, San Melquíades, San León, San Gregorio VII y muchos otros; es él quien aplasta a los enemigos del Papado y bendice a sus defensores. ¿Cómo no contar aquí las numerosas e irrefutables pruebas de la existencia del papado?

 

   Citemos sólo dos hechos: San Miguel, con San Pedro y San Pablo a su lado, se aparece a Atila cuando asediaba Roma bajo el pontificado de San León Magno y pone en fuga al que era conocido como el Azote de Dios. Cuando los sarracenos amenazan los Estados de la Iglesia, el Papa León IV proclama que ha obtenido una rotunda victoria sobre ellos por el brazo de San Miguel. Varias cartas papales nos muestran la confianza que los Papas, desde San Pedro hasta León XIII, han tenido siempre en San Miguel, al que llaman su Patrón, y el celo que han mostrado al invocarlo y hacerlo invocar para obtener por su intercesión la luz y el valor que necesitaban en el gobierno de la Iglesia. Allí donde los Sumos Pontífices han fijado su morada, también han erigido un templo u oratorio a su Protector celestial. Por eso, en Roma hay muchas iglesias y capillas dedicadas a San Miguel. Y un famoso Papa hizo representar a este Santo Arcángel sosteniendo en sus manos el timón de la barca de Pedro e hizo grabar debajo estas palabras: San Miguel, sé mi Protector y Defensor como lo fuiste de todos los que me precedieron en la Cátedra de Pedro.

  


MEDITACIÓN.

 

   El Sumo Pontífice es la cabeza visible de la Iglesia, el sucesor de Pedro; como él, tiene el poder de atar y desatar, y sostiene el edificio y el espíritu de toda la cristiandad. ¿Es así como consideramos al Papa? ¿Lo consideramos como la base, el fundamento de la Iglesia, como el Jefe, el director y el juez de los Pastores y de los fieles? ¿Lo respetamos como aquel de quien proviene la jurisdicción de todos los Ministros de la Iglesia y por quien reciben el poder de ejercer las funciones de su Orden? ¿Recordamos que Jesucristo le prometió la asistencia continua del Espíritu Santo para gobernar la sociedad de los cristianos y enseñar la verdad? ¿Lo consideramos el Representante de Jesucristo y el principio de la unidad de la Iglesia? ¿Admitimos que sus derechos, sus poderes y su autoridad se extienden no sólo por toda la tierra, sino también por el purgatorio y el cielo? ¿Confesamos que cuando habla como Doctor universal, definiendo ex Cathedra, es decir, en virtud del poder supremo dado a Pedro y a sus sucesores para enseñar a la Iglesia, es infalible para decidir las controversias de fe y de moral? En una palabra, ¿reconocemos esta autoridad suprema de la que está investido? ¿Nos sometemos a sus decisiones sin dudar, seguimos fielmente sus opiniones y consejos? ¿No los discutimos, no los acusamos de exageración o moderación, no los acusamos de inoportunidad? Sin embargo, por muy inteligentes que seamos, por mucho que conozcamos las necesidades de la Iglesia (aunque fueran, imposiblemente, superiores a las del Sumo Pontífice), recordemos que no hemos recibido del Cielo la misión de gobernar la Iglesia, de evaluar sus necesidades, y que no tenemos ni tendremos nunca la asistencia del Espíritu Santo para resolver estas cuestiones. Por lo tanto, sólo tenemos que recibir y observar, por amor a nuestro Divino Salvador, los mandatos del Vicario de Jesucristo, su presente en la tierra.

 

 

ORACIÓN.

 

   Oh San Miguel, en la hora en que el Soberano Pontífice está siendo atacado por los embates y asechanzas de tus adversarios, vela por él de manera especial, fortalécelo, consuélalo y véngalo de nuevo; vela también por todos los que queremos ser sus hijos devotos; Obtén de Jesús y María luz para los que se han desviado de este centro de unidad, para que todos nosotros, Pastor y rebaño, habiendo sido firmes en la fe y valiente en la lucha, podamos por los méritos de Jesucristo llegar felizmente al puerto de la salvación. Amén.