San Eduardo, tercero de
este nombre, rey de Inglaterra, llamado el Confesor o el Piadoso, cuya santidad
añadió tanto esplendor a la majestad del trono, nació al mundo hacia el principio
del siglo XI. Fue sobrino de un santo rey mártir y de
su mismo nombre, hijo de Etelredo y de Ema, hija de Ricardo, duque de
Normandía. Por una singular y bien extraordinaria elección de la divina Providencia
fue jurado rey de Inglaterra estando aun en el vientre de su madre, en perjuicio
del príncipe Edmundo, su medio hermano, primogénito del primer matrimonio, y de
su hermano entero el príncipe Alfredo, que también lo era del segundo. Juntos en Cortes todos los Estados del reino, previendo
ya la próxima irrupción y aun inundación de los daneses que amenazaban a
Inglaterra, convinieron en reconocer por heredero presuntivo de la corona al
infante que la reina traía en sus entrañas; le juraron fidelidad, y antes de
haber nacido le prestaron la obediencia, obligándose a reconocerle por su
legítimo soberano. Luego que salió a la luz del mundo se vio precisado a
refugiarse en Normandía con toda la familia real para evitar el furor de los
daneses.
Todo el tiempo que duró la educación que se le dio en aquel destierro se
observó que con la inocencia de las costumbres iba creciendo en el tierno
Príncipe el horror al vicio y el amor a la virtud, aun antes de tener edad para
conocer su mérito y su valor. Á la apacibidad de su natural, que era verdaderamente
admirable, juntaba tan extraordinaria pureza, que parecía sobrenatural,
mereciéndole desde luego el renombre del Ángel de la corle. Le causaba horror,
y sin libertad le hacía huir cualquiera palabra, el menor objeto, que ni aun
levísimamente lastimase esta delicada virtud; y en una edad que los demás niños
solo hallan gusto en sus pueriles inocentes enredos, al tierno Príncipe nada le
divertía sino la oración y otros ejercicios de piedad. Siempre le parecía corto
el tiempo que gastaba en la iglesia, y no había para él gusto ni consuelo igual
como asistir al santo sacrificio de la misa. Siendo tan enemigo de todos los
entretenimientos que suelen divertir a los demás príncipes niños, toda su diversión
y todo su recreo, en concluyendo con las horas del estudio y con sus
devociones, era ir a pasar algunos ratos en un monasterio,
observándose que se arrimaba más y hacia mayores agasajos a los monjes más
religiosos, más modestos y más santos.
Murió su padre en este tiempo, y quitó la vida a sus dos hermanos la barbaridad
de los daneses y el artificio de Godubin, uno de los principales señores de
Inglaterra, que todo lo llenaban de fuego y sangre; porto que se halló Eduardo único heredero del reino, usurpado y
asolado por los dinamarqueses. Estaban despojadas las iglesias, arruinados los
monasterios, y solo se veía en el desgraciado reino una general disolución. Vivía
en tiempo de estas calamidades públicas retirado en cierto monasterio un santo
obispo llamado Brituvaldo, llorando amargamente los pecados de su nación,
cuando tuvo un sueño que le llenó de consuelo. Le
pareció que veía al apóstol san Pedro que ungía por rey al joven príncipe
Eduardo, estando este a sus pies, y que le pronosticaba reinar en paz, siendo
la felicidad de sus vasallos, a quienes había castigado Dios con aquella
inundación de bárbaros.
El Príncipe iba mientras tanto creciendo en
edad, en sabiduría y en prudencia, siendo la admiración de la corte su
modestia, su agrado, su dulzura y su apacibilidad. Le dijeron un día sus
cortesanos que no podría abrirse camino para el trono sino a punta de espada; a
que respondió prontamente, que nunca admitiría corona alguna que costase ni una
sola gota de sangre.
Subió, en fin, al trono de su padre, después de la muerte del usurpador
Canuto y de sus hijos, restituyendo luego a sus Estados la antigua felicidad
que habían desterrado de ellos tantas turbaciones.
Ante todas cosas reparó las iglesias que los
enemigos habían saqueado o arruinado, edificó otras nuevas, fundó muchos
monasterios, y mandó se restituyesen las posesiones usurpadas a los que ya
estaban fundados, siendo dictamen suyo, que el medio más seguro para que
floreciese el Estado era hacer que floreciese la Religión; por lo que solía
decir, que el bien público de la monarquía estaba inseparablemente ligado al
mayor bien de la Iglesia.
Pero como la guerra no solo había desolado las provincias, sino también
corrompido las costumbres, dedicó toda su aplicación a reformar los abusos, a
poner orden en todas las cosas, y a procurar que renaciese en todas partes y en
todas materias la justicia y la buena fe. Con estas
providencias al mismo tiempo que logró la estimación de sus vasallos, les ganó
también los corazones. No hubo rey más amado, ni príncipe que mereciese mejor
el nombre de padre. Nunca manifestaron más los pueblos el amor que le
profesaban que en el día de su consagración, que fue el de Pascua del año de
1043. Fue universal la alegría, y nunca tuvieron fin los votos que toda la
nación ofreció al cielo para que le conservase un príncipe tan bueno.
Movidos todos los grandes del reino del deseo de ver perpetuadas en una larga sucesión las ilustres virtudes de un monarca que era las delicias de Inglaterra, le apuraban para que se casase, con el piadoso fin de lograr un sucesor a la corona que fuese descendiente de tan santo rey; porque ignoraban que este había hecho voto de Perpétua castidad. Lleno Eduardo de confianza en el Señor y en la particular protección de la santísima Virgen, a quien honró y amó toda la vida como a su querida madre, quiso dar este consuelo a sus vasallos, sin fallar a la fidelidad que debía a Dios. Le había destinado el cielo una esposa con todas las prendas dignas de una gran reina, la cual desde su infancia había resuelto conservar su virginidad, prefiriendo el augusto título de esposa de Jesucristo al de madre de uno de los mayores reyes de la tierra. Era esta ilustre princesa Edita, hija del conde Godubin, el señor más poderoso y más rico de Inglaterra. Informado Eduardo de su rara virtud, consintió en casarse con ella, y se celebró la boda con alegría universal de los pueblos y con magnificencia verdaderamente real. No vio el mundo más dichoso ni más santo matrimonio. El Rey había confiado a la Reina anticipadamente el voto que tenía hecho; y la Reina le ganó el corazón haciéndole también recíproca confianza del que ella había ofrecido al Esposo de las vírgenes; de manera que los dos castos esposos conservaron en medio de la corte y entre las licencias del matrimonio, que fácilmente pudieron obtener, aquella preciosa delicada flor que se aja hasta en la soledad, y aun en el sombrío retiro del mas horroroso desierto. No podía menos de ver a Dios en la tierra un corazón tan puro; insigne favor que le dispensó el Señor más de una vez. El amor a Cristo sacramentado correspondía a la viva fe que le animaba. Todos los días gastaba muchas horas delante del santísimo Sacramento, derramando su corazón en presencia de su Dios con tiernas y copiosas lágrimas; siendo tan grande su respeto, su devoción y su compostura en el templo, que avivaba la fe en todos los cortesanos.
Asistiendo un día al santo sacrificio de la misa, vio con los ojos corporales
a Jesucristo en forma humana, al tiempo que se elevaba la hostia; y su extática
suspensión, su rostro inflamado, sus ojos inmoblemente fijos en el divino
objeto, sus dulces lágrimas y el gozo de que se manifestaba inundado, dieron a
conocer no una vez sola a los circunstantes el favor con que el cielo le
regalaba.
Le dotó también con el don de profecía; y estando oyendo misa en cierta
ocasión, vio desde allí la muerte del rey de Dinamarca, con la total pérdida de
su armada naval en que venía para hacer un desembarco en Inglaterra. Notaron
los circunstantes que se quedó repentinamente como pasmado y atónito,
derramando muchas lágrimas. Acabada la misa, algunos grandes se tomaron la
respetuosa confianza de preguntarle qué significaba aquella novedad, y él les refirió
sencillamente el funesto suceso de los daneses y de su armada; noticia que se
confirmó poco tiempo después, quedando todos convencidos de que Dios le había revelado
el fracaso en el mismo punto en que estaba sucediendo.
Ganó el corazón de todos con su dulzura y
con su afabilidad, al mismo tiempo que su encendida caridad con todos los
necesitados le mereció el glorioso título de tutor de huérfanos y padre de
pobres.
Después de dar audiencia horas enteras a todos los que se presentaban, y
de asistir a las del despacho en el gabinete con sus ministros, ocupaba las
demás en obras de misericordia, y la mayor parte de la noche en oración.
Encontró un día en la calle a un pobre paralítico, le cargó en sus reales
hombros, y le llevó a la iglesia a donde el enfermo iba arrastrando. Premió Dios
en el mismo instante un acto tan heroico de caridad; porque el paralítico quedó
sano en aquel punto, y publicó en todas parles un milagro tan visible que la
humildad del santo Rey pretendía ocultar. En otra ocasión dio también una ilustre
prueba de aquel su inagotable fondo de caridad, de mansedumbre y de dulzura. Su
tesorero general dejó un día abierto el tesoro por inadvertencia, y cierto oficial,
sin reparar que el Rey le estaba viendo, se aprovechó de la ocasión, y hurtó
una cantidad considerable. No le habló palabra el santo Rey; pero volviendo el
tesorero y reconociendo el robo, suplicó á S. M. se sirviese mandar hacer una
exacta pesquisa del delincuente. —No haré tal,
respondió el suavísimo Monarca, porque es natural que el que hurtó ese dinero tuviese más
necesidad de él que yo; pero tú ten cuidado en adelante de que no sean tan
fáciles semejantes robos. Nunca
hubo príncipe más universalmente estimado no solo de sus vasallos, sino también
de los extranjeros, por lo que todos los soberanos solicitaban su amistad; de manera,
que jamás se vi o el reino de Inglaterra más floreciente, ni nunca gozó de más
dulce paz que en el tiempo de su reinado.
Fuera del abrasado amor que profesaba a
Jesucristo, y de la ternura con que amaba a la santísima Virgen, tenía
particular devoción a san Juan Evangelista, uno de los principales protectores
de la virginidad; y en virtud de esta devoción ofreció no negar nunca limosna a
quien se la pidiese en nombre de aquel glorioso Santo.
Se le apareció un día él mismo en figura de
un pobre que le pidió una caridad por amor de san Juan Evangelista; el piadoso
Rey no se hallaba a la sazón con dinero, y sacando del dedo un anillo, se lo
dio al pobre. Pocos días después se apareció el santo Apóstol a dos peregrinos
ingleses, y les mandó que llevasen al Rey aquel anillo, asegurándole de su parte
que solo le faltaban seis meses de vida, y que al cabo de ellos él mismo vendría
por él para llevarle a las bodas del Cordero, San Eduardo recibió con visible
gozo aquel favor insigne de su santo protector, y mandó que se hiciesen
oraciones en todo su reino, doblando él las suyas, como también sus penitencias
y todas las demás obras buenas que acostumbraba ejercitar. Fueron
aquellos seis meses una encendida renovación de fervor y un continuado
ejercicio de virtudes y obras de misericordia. En fin, habiendo
llegado el día pronosticado por el santo Apóstol, que fue el 5 de enero del año
1066, después de una corta enfermedad, habiendo recibido los Sacramentos,
colmado de méritos entregó su inocente alma en manos de su Criador, entre el
llanto general de toda Inglaterra, casi a los treinta y seis años de su edad, y
en el veinte y tres de su reinado.
Ningún príncipe fue jamás llorado, ni con
mayor sinceridad, ni por más largo tiempo; llanto tan amargo como justo, que
solo le pudo enjugar el general concepto que se tenía de su santidad, y la
confianza de los pueblos en su poderosa intercesión con el Señor, quien
continuó en glorificar a su siervo con multitud numerosa de milagros. No
contribuyó poco al aumento de su culto el que sucedió pocos años después de su
muerte en presencia del rey Guillermo el Conquistador, primo del Santo, de
Lanfranco, arzobispo de Conturbel, del clero y nobleza de Inglaterra. Le obró
san Eduardo en favor de un obispo que él mismo había presentado para el
obispado, a quien sin razón querían deponer. Acudió el prelado a la protección
del santo Rey, y fijando su cruz sobre la losa de la sepultura del Santo, que
era de mármol, se entró por ella como pudiera hacerlo por el más blando y
tierno barro. Con esta ocasión hizo el rey Guillermo que se encerrase el ataúd
en una caja de oro y de plata; se elevó el santo cuerpo de la tierra treinta y
seis años después de su muerte, hallándose tan entero y tan fresco, con todos
los miembros tan flexibles como si estuviera vivo, y con los vestidos tan nuevos
como si se los acabaran de poner. Desde entonces comenzaron los ingleses a
instar incesantemente a la Silla apostólica para que le declarase culto
público, lo que lograron, en fin, habiéndole canonizado solemnemente con todas
las formalidades necesarias el papa Alejandro III el año de 1161, a instancias
de Enrique II, rey de Inglaterra; y el papa Inocencio XI fijó su fiesta al día
13 de octubre, en el cual se había hallado entero su cuerpo, exhalando una
exquisita fragancia.
POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).
Traducido del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía.
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