El año 421, imperando Teodosio el Menor,
sucedió la preciosa muerte de santa María Egipcíaca, cuya penitencia y demás
admirables virtudes quiso el Señor descubrir al mundo por medio de san Zósimo,
como en otro tiempo se valió de san Antonio para manifestar a los fieles la
asombrosa penitencia y demás virtudes de san Pablo.
Vivía en un monasterio de la Palestina
cierto famoso solitario llamado Zósimo, que, criado desde su infancia en los ejercicios
de la vida religiosa, y conservando siempre el primer candor de la inocencia,
había arribado a una eminente virtud. Se mereció tan elevado y tan general
concepto por la pureza de sus costumbres, por su fervor en los penosos
ejercicios de la penitencia, por su amor al retiro, por su continua aplicación
a la oración, por su devoción fervorosa y tierna, y por las celestiales luces
que el Señor le comunicaba, que el obispo diocesano le ordenó de sacerdote.
Había cincuenta y tres años que vivía Zósimo
entregado a los ejercicios de la vida solitaria, cuando le asaltó cierto
pensamiento acompañado de no sé qué secreta complacencia, ofreciéndosele a la
imaginación que, habiéndose retirado al monasterio desde su niñez acaso no
habría otro en todos aquellos desiertos que estuviese tan adelantado como él en
el camino de la perfección.
Inquieto con estos pensamientos que no le
disgustaban del todo, ni hacia las debidas eficaces diligencias para desecharlos,
se llegó a él cierto monje forastero que, noticioso de lo que pasaba en su alma,
para desengañarle y para que conociese la ilusión del enemigo, le dijo que
pidiese licencia a su abad para acompañarle a otro monasterio no distante del
suyo, pero poco conocido, donde encontraría grandes y poderosos remedios contra
la dolencia de su orgullo, a vista de las extraordinarias virtudes que
practicaban los muchos monjes que en él vivían.
Consintió Zósimo, y admitido en aquel
monasterio, a pocos días conoció su miseria, y estuvo muy lejos de tenerse por
perfecto, cuando vio la sublime perfección de aquellos asombrosos solitarios.
Parecía una comunidad de Ángeles mortales que, ocupados únicamente en servir a Dios,
se olvidaban aun de las más ordinarias conveniencias de la vida: su retiro era
verdaderamente admirable; su ocupación continua la oración, el trabajo de
manos, y rezar o cantar el Salterio; y aunque parecía imposible mayor ni más
rigurosa penitencia que la que hacían en el monasterio en el discurso del año, luego
que llegaba la Cuaresma se retiraban todos a pasarla en el desierto, en memoria
de la que el Hijo de Dios pasó en él, para imitarle en el rigor de su ayuno.
Esta ceremonia se practicaba de esta manera: se celebraba la primera dominica
de Cuaresma una misa muy solemne en que comulgaban todos los monjes; recibían
la bendición de su abad; despedíanse unos de otros tiernamente, dándose ósculo de
paz; abríase la puerta del monasterio; salían todos, y pasando el Jordán, cada
uno se retiraba a lo más profundo y escondido del desierto, hasta el domingo de
Ramos, en que todos debían volver al monasterio.
Paso Zósimo el Jordán con los demás monjes. El
ansia que tenia de descubrir en aquella espantosa soledad a algún gran siervo
de Dios le fue empeñando más y más, y se internó mucho en ella. Veinte días
había que corría aquellos espaciosísimos desiertos, cuando parándose hacia la
hora de mediodía a cantar salmos según su costumbre, advirtió a alguna
distancia una como fantasma o sombra de cuerpo humano que corría
aceleradamente. Era una mujer que iba huyendo de aquel hombre. Zósimo, que no
la conocía, se sobresaltó, tuvo miedo, e hizo la señal de la cruz; pero vuelto
un poco en sí, resolvió seguirla. Fué hacia ella con apresurado paso, y cuando
se halló á distancia en que a su parecer podía ser oído, levantó la voz, y
dijo:
—Siervo de Dios, Ruégote por
aquel Señor a quien sirves, que te detengas y me aguardes.
Hízolo la mujer luego que se metió en una
especie de foso u hoyo donde de algún modo podía encubrir su desnudez. Cuando
el santo viejo se iba acercando hacia el borde, oyó una voz que le dijo :
—Padre Zósimo, echa tu manto
a esta pobre pecadora, si quieres que reciba tu bendición y pueda hablarte.
Oyéndose Zósimo nombrar por su nombre, no
dudó que aquella persona a quien Dios se le había revelado era un alma de
grande santidad. La arrojó su manto, y habiéndose cubierto la Santa, salió del
hoyo y se fué hacia el santo viejo; este se puso de rodillas, y la pidió su
bendición; pero la Santa, postrándose a sus pies, le dijo:
—Te has olvidado, Padre, de que
eres sacerdote, y de que á tí te toca darme tu bendición, y rogar a Dios por la
mayor y más miserable pecadora que ha habido en el mundo.
Concluida esta pequeña contienda de humildad,
y levantándose los dos, rogó Zósimo a la Santa le dijese quién era, y cuánto
tiempo había que vivía en aquel desierto.
—Sí haré, respondió
ella, —pero hagamos primero oración, y después te responderé. Se volvió hacia el Oriente,
levantó las manos y los ojos al cielo, y pasó algún tiempo en oración. Oraba
también Zósimo, y volviendo casualmente los ojos hacia ella, la vio cercada de
luz. Entonces se le ofreció si acaso seria algún espíritu o algún fantasma.
—Ni uno ni otro soy, exclamó la Santa,
tornándose hacia el santo viejo: —soy un poco de polvo y ceniza
que no merecía ver la luz del día; pero, aunque vil y miserable soy cristiana; y diciendo esto, hizo la
señal de la cruz en la frente, en los ojos, en los labios, y sobre el corazón. Después
se sentó, y rogando a Zósimo que se sentase:
—«Sábete, Padre, le dijo, —que aquel buen
Pastor que tiene tanto cuidado de las ovejas descarriadas como de las que nunca
salieron del redil no le ha enviado aquí sin altos fines; sea su nombre
eternamente bendito. Yo soy una pobre mujer natural de Egipto que, habiendo dejado
la casa de mis padres a los doce años de mi edad por vivir mi libertad, me fui a
Alejandría, donde me entregué a todo género de disoluciones por espacio de diez
y siete años. No pecaba por interés; pecaba únicamente por pecar, no
pretendiendo más premio del pecado que el pecado mismo. Creeré que hasta ahora
ninguna mujer ha perdido en el mundo a tantas almas, y que el infierno no ha
suscitado en él cortesana más perniciosa que yo. Viendo un día que concurría
hacia el mar una gran multitud de gentes para embarcarse, pregunté a dónde
iban, y habiéndome informado de que pasaban á Jerusalén á celebrar la fiesta de
la Exaltación de la santa Cruz, me dio gana de seguir la muchedumbre. Me
embarqué, y me estremezco de horror cuando me acuerdo de los abominables
escándalos de que llené a todo el navío. Viví en Jerusalén como había vivido en
Alejandría, con el mismo desorden, con la misma disolución, con la misma
desvergüenza. Llegado el día dé la fiesta, concurrí con los demás a la puerta
de la iglesia para adorar la santa Cruz; pero al querer entrar, me detuvo
poderosamente una mano invisible. Quedé tan sorprendida como sobresaltada; hice
nuevos esfuerzos, pero todos fueron inútiles; cuanto mas forcejaba, con tanta
mayor fuerza era repelida. Abrí los ojos del alma, y conocí que mis enormes
culpas eran las que me hacían indigna de ver y de adorar el sagrado madero en
que Jesucristo obró nuestra redención. Llena de confusión, y deshaciéndome en
lágrimas, comencé a mirar con horror mis gravísimos pecados; a la confusión se
siguió inmediatamente el dolor, y toda turbada me senté en un rincón de la
plaza, donde enteramente me abandoné al llanto, al arrepentimiento, a los gemidos,
a los suspiros más vehementes que arrancaba el dolor de lo más íntimo del
pecho. En medio de esta desolación, levanté casualmente los ojos hacia arriba y
vi enfrente de mí una imagen de la santísima Virgen. Acordándome entonces de
haber oído decir muchas veces que María era Madre de misericordia y refugio de
pecadores: Madre de misericordia exclame tenedla de esta infeliz y miserable
criatura; refugio sois de pecadores, pues siendo yo la mayor de todas cuantas
ha habido, parece que tengo algun particular derecho a vuestra especial
protección. No merezco, Señora, que mi Dios derrame sobre mí, aquella
abundancia de gracia que derrama hoy sobre tantas almas fieles como se
aprovechan de la sangre de Jesucristo; pero a lo menos no me neguéis el
consuelo de ver y adorar en este día el sacrosanto madero en que mi dulce
Redentor obró la
salvación de mi
alma. Yo os prometo, Señora, que después de este favor que espero de vuestra
clemencia me iré prontamente a un desierto a llorar por todos los días de mi
vida mis enormísimas culpas, y a vivir tan retirada del mundo, que pierda del
todo hasta su infeliz memoria.
«Animada entonces de una extraordinaria
confianza, me levanto intrépida, parto a la iglesia apresurada, y entro en ella
sin resistencia como todos los demás. Allí, penetrada toda de un religioso temor,
y despedazado de dolor el corazón, me postro ante aquella preciosa prenda de
nuestra redención, y detestando amargamente mis maldades, dejo regado el suelo
con mis lágrimas.
«Hecha esta diligencia, vuelvo con nuevo
aliento al sitio donde estaba la imagen de la santísima Virgen, y puesta de
rodillas, la digo con la mayor confianza: Madre de misericordia, después de
Dios, vuestra es la obra de mi conversión; no dejéis imperfecto lo que habéis comenzado;
indigna soy de vuestros favores, pero no de vuestra compasión; en Vos coloco
toda mi esperanza, después de Jesucristo; os prometí dejar el mundo; aquí estoy
a cumplir lo que ofrecí; dadme a entender lo que debo hacer, y sed mi
conductora en el camino de la salvación.
«Apenas acabé de hacer esta oración, cuando
oí distintamente una voz, como a larga distancia, que me decía: Pasa
el Jordán, y hallarás descanso. No deliberé un punto; y
suplicando a la Virgen que fuese mi buena madre, salgo al instante de la
ciudad, llevando por toda provisión tres solos panes. Llegué hacia el anochecer
a la orilla del Jordán, donde hallé una iglesia dedicada a san Juan Bautista;
entré en ella, pasé en oración un poco de tiempo; y después de comer medio pan
de los que llevaba, gasté lo restante de la noche en detestar mis maldades, en
gemir y en implorar la misericordia divina. Luego que llegó la mañana,
purifiqué mi alma con el sacramento de la Penitencia, recibí la sagrada
Eucaristía, y volviendo a encomendarme a la santísima Virgen, a quien debo mi
conversión, pasé el Jordán en un batel, y entré en este dichoso
desierto siendo de edad de veinte y nueve años, sin que en cuarenta y siete que
ha que estoy en él haya visto otra persona que á tí.
— Pues ¿de qué te has
mantenido? la
replicó Zósimo.
—El poco de pan que traje, respondió la Santa, —se
acabó presto; después no he comido más que yerbas y raíces.
—¿Y le ha dejado en paz el
tentador? la
preguntó el santo viejo.
—No quieras, padre, obligarme, prosiguió la Santa, —á que le cuente las espantosas tentaciones, los horribles
combates, las terribles pruebas a que me vi expuesta por espacio de diez y
siete años; solo con acordarme de ellas me estremezco; todo el infierno junto
parecía haberse desatado y conspirado contra mí: mis pasiones, mi corazón, mis
potencias, mis sentidos parecían haberse conjurado todos para perderme. ¡Qué no
me costó combatir contra los violentos deseos de la intemperancia, vencer el
tedio y disgusto, sufrir el rigor de las estaciones del año, domar la carne
para borrar las ideas del mundo y de las diversiones profanas! Si no perecí, efecto
fue de la misericordia del Señor. Para lidiar con tantos enemigos no usaba de
otras armas que doblar la oración, aumentar la penitencia, tener cada día mayor
confianza en Dios, y en la protección de la santísima Virgen, a la cual debo la
gracia de mi conversión y la de mi perseverancia. En ella encontraba cuanto
había menester; ella me asistió en todos los peligros; ella presentó a su Hijo
mis lágrimas y mis gemidos, y ella me ha conducido como por la mano en esta
penosa carrera.
Como vio Zósimo que se valía de algunas
palabras y lugares de la sagrada Escritura, la preguntó si los había leído.
—Nunca he sabido leer, respondió la Santa; —pero el
Señor lo suple todo cuando es su Santísima voluntad. Diciendo esto, se levantó,
y encargándole el secreto mientras ella viviese, le rogó que al año siguiente
volviese a verla el día de Jueves Santo, y la trajese la sagrada Eucaristía
para poder comulgar.
—«Hasta ese día, añadió con espíritu
profético, —no saldrás del monasterio, ni estarás en
estado de poder salir; pero ese día vendrás a la orilla del Jordán, y en ella
me encontrarás;» con
lo cual le pidió su bendición, y se retiró.
El santo viejo Zósimo, alabando mil veces al
Señor por haberle descubierto aquella maravilla de la Gracia, se volvió a su
monasterio, donde paso el año en perpetuo silencio y en más rigurosa
penitencia. Llegada Ia Cuaresma siguiente, se halló asaltado de una ardiente
calentura que le molestó por toda ella, y no le permitió salir del monasterio
hasta el Jueves Santo, según la profecía de la Santa. Este día, obtenida
particular licencia de su abad, salió del convento, y llego ya muy tarde a la
orilla del Jordán, llevando consigo la Sagrada Eucaristía. Apenas llegó, cuando
a la luz de la luna descubrió a la Santa en la orilla opuesta. Era la dificultad
cómo había de pasar el rio; más la Santa, hecha la señal de la cruz, caminó
sobre el agua como pudiera por tierra firme. Atónito y asombrado Zósimo, se
puso de rodillas; más la Santa le levantó, acordándole que era sacerdote, y diciéndole
que mirase lo que traía consigo. Postrada
después a presencia del santísimo Sacramento, y deshaciéndose en lágrimas,
pidió al Padre que rezase el Credo y el Padre nuestro. Acabadas estas
oraciones, la dio el Santo la Comunión; y ella penetrada de los más vivos sentimientos
de devoción, de amor y de reconocimiento, levantando los ojos y las manos al
cielo, exclamó diciendo:
—Ahora, Señor, dejad ir en paz a vuestra
sierva, según vuestra divina palabra, pues han visto mis ojos la salud que
viene de Vos; y
vuelta después á Zósimo, le dijo:
—Padre, otra gracia tengo que
pedirte, y es que la Cuaresma que viene tengas a bien de volver a aquella parte
del desierto donde me viste la primera vez, y allí me hallarás como Dios fuere
servido.
—Pues yo también tengo que
pedirle, la
replicó Zósimo, —y es que quieras tomar alguna cosilla de
lo que te traigo prevenido para comer;
la Santa tomó tres granos de lentejas, los metió en la boca, le pidió su
bendición, hizo la señal de la cruz, volvió a pasar el Jordán sobre las aguas,
y se retiró.
Llegado el año siguiente, y el tiempo
acostumbrado en que los monjes se retiraban al desierto, salió Zósimo con los
demás, y se encaminó hacia aquella parle de él donde dos años antes había encontrado
a nuestra Santa la primera vez, yendo ahora muy prevenido para no olvidarse de
preguntarla su nombre, como se había olvidado en las dos ocasiones precedentes.
Pero ya la encontró muerta, tendido en tierra el cadáver, tan fresco como si
acabara de espirar, y junto a él escritas en la arena estas palabras:
Padre Zósimo, entierra aquí
por caridad el cuerpo de la pobre María, que murió el mismo día de Jueves
Santo, luego que recibió la sagrada Comunión, y no te olvides de rogar a Dios
por ella.
Se enterneció Zósimo a vista del santo
cuerpo, y derramó algunas lágrimas. Hecha después oración, vio venir hacia él
de lo interior del desierto un león de extraordinaria grandeza. Al principio se
sobresaltó, pero serenóse presto, viendo que la fiera se acercaba mansamente hacia
la Santa, y como que la besaba los pies; arrimándose después al mismo Zósimo,
comenzó como a halagarle con blandos movimientos de la cola. Hecho esto, abrió
con las garras un hoyo bastantemente profundo, y volviéndose a emboscar en el
desierto, dejó libertad a Zósimo para enterrar el santo cuerpo, como lo hizo,
cantando los salmos y las demás oraciones que acostumbra la santa Iglesia en
estos casos. Concluido este piadoso oficio, se restituyó Zósimo a su
monasterio, donde contó lo que había visto del modo que lo acabamos de referir.
Muy desde luego se comenzó a celebrar el
culto de la Santa en la Iglesia griega, y casi desde el mismo tiempo en la
latina. En algunas iglesias se celebra aun el día de hoy con gran solemnidad su
fiesta el día 2 de abril, y en otras el día 9. Dícese que una parte de sus
reliquias se trasladó a Roma cuando los infieles comenzaron a apoderarse de la
Tierra Santa, En Tornay se veneran algunas de ellas, las que es tradición haber
dado el papa Hormisdas a san Eleuterio. En Nápoles se conserva la cabeza de
esta santa penitenta, traída a aquella ciudad por el abad de Calabria el año de
1059. El Martirologio romano anuncia su muerte el día 2 de abril; pero la
fiesta de san Francisco de Paula nos obligó a trasladar al día 3 la historia de
su admirable vida.
AÑO
CRISTIANO,
ó
EJERCICIOS
DEVOTOS PARA TODOS LOS DIAS DEL AÑO
ESCRITO
EN FRANCÉS
POR
EL P. JUAN CROISSET,
DE
LA COMPAÑÍA DE JESÚS,
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