domingo, 19 de mayo de 2024

SAN FÉLIX DE CANTALICIO, CONFESOR —18 de mayo.

 




   Célebre es la variedad de los santos con que la Majestad divina adorna su estimada esposa la santa Iglesia: unas veces con realces de sabiduría, esmaltados de los primores de la virtud, labra preciosas láminas de oro: tales fueron los Gregorios, Ambrosios, Agustinos, Jerónimos y otros muchos que con su elevada doctrina ilustraron los misterios de nuestra santa fe, confundiendo la hidra de la infidelidad y herejía.

 

   Otras veces, para mostrar lo admirable de su omnipotencia, compone ladrillos de barro, cincelando en ellos las perfecciones de la Jerusalén triunfante. Entre los muchos, es uno no vulgar el glorioso san Félix de Cantalicio, a quien no teniendo alguna cultura de estudios comunicó Dios los tesoros preciosos de la gracia y altísimos secretos de su divinidad, para ornato de la Iglesia católica y esplendor de los santos más elevados de Roma. Nació este siervo de Dios en el año 1513, en las faldas de los montes Apeninos, en un pueblo pequeño, cuatro millas distantes de la ciudad de Reate, llamado Cantalicio. Sus padres tuvieron cuatro varones y una hembra, y el tercero fué nuestro santo. Vivían aplicados a labrar la tierra, conservando en la simplicidad de rústicos mucha piedad y devoción cristianas.

 

   El abuelo, hallándose con entera salud, pronosticó su muerte próxima; porque muriendo una nieta suya, hija del primogénito, le dijo: «Vete al cielo, santica mía; de mi Dios y de mí seas bendita; y aguárdame, que el sábado iré a buscarte;» lo que se cumplió como había dicho. De donde los vecinos gustosamente les daban el apellido de Santos, que era propio de su casa; y admirando los preludios de la virtud que ilustraron a la infancia de san Félix, decían: «Santos los padres, ¿qué ha de ser sino el hijo santo?» Cuando empieza a rayar el alba baña al mundo de alegría: no de otra manera san Félix en los crepúsculos de su tierna edad dio muestras de los resplandores de gracia con que Dios le iba disponiendo al gozo y consuelo de los fieles. La pobreza de sus padres no permitió aplicarle a otro estudio que a las rustiqueces del campo; pero le criaron en santo temor de Dios, instruyéndole en los rudimentos de nuestra santa fe y buenas costumbres; más los pimpollos de la virtud que empezaban a despuntar en el alma de este niño declaraban bien tener superior maestro, que con la virtud de su gracia obraba más en él que la humana industria. Oía de tal modo las voces interiores de Dios, que le inclinaban al aborrecimiento del vicio y a la escuela de la virtud, que no daba oídos a palabras indecentes, ni a acciones descompuestas de los otros muchachos; los cuales, si se divertían en alguna travesura pueril, al ver venir al siervo de Dios, reprimiéndose, se avisaban diciendo: «Hola, aquí está Félix: mirad que viene el santo» Todos los que conocieron su mocedad testificaban fácilmente no haber visto en él alguna acción, aunque leve, inmodesta; sí que siempre habían admirado la exterior composición de su cuerpo y sus costumbres, juntas con una inclinación especial a todo lo que pertenece a piedad y devoción. Llegado a la edad de doce años, le enviaron a Ciudad Ducal para servir a Marco Tulio Pico, noble y honrado ciudadano, el cual le destinó a guardar ganado, y poco después, siendo más robusto en edad, a la labranza de sus posesiones. A uno y otro empeño atendió san Félix con toda diligencia y fidelidad, no olvidando trabajar el propio terreno de su corazón, en el cual el labrador celeste de continuo echaba copiosa semilla de devotos afectos y ardientes deseos de complacer más a Dios que a los hombres. Las continuas ocupaciones de su oficio no le permitían detenerse mucho tiempo en el templo ni en el retiro de su casa, en donde veneraba con devoción a una imagen de Cristo crucificado, en cuya meditación había empezado a gustar no ordinaria suavidad de espíritu; pero hallándose en el bosque o en el campo se consideraba casi siempre delante de la divina presencia, y escondiéndose en las cuevas y entre las espesas arboledas, juntaba las manos, fijos al cielo los ojos, y puesto de rodillas rezaba sus devociones locales, y con piadosos afectos hacía de sí mismo una continua oblación a la divina Majestad. En la noche, observando ya dormidos a sus compañeros en el campo, se levantaba quietico por no ser oído para irse delante de una encina, en que tenía esculpida la santísima cruz, y allí postrado meditaba con ternura la pasión y muerte del Señor, derramando copiosas lágrimas; luego con la disciplina que tenía prevenida azotaba con toda su fuerza su tierno cuerpo. Al sacrosanto sacrificio de la misa tenía especial afecto de devoción; y porque la obligación de su oficio le quitaba la libertad de asistir a él todos los días, como deseara su espíritu, mientras atendía al trabajo del campo levantaba la mente y el corazón al sacerdote que sacrificaba en el altar; y mereció por esta extraordinaria piedad y reverencia a los divinos misterios que fuese con milagros aprobada del cielo su devoción, pues sucedió mucha s veces que en un mismo tiempo se hallase en la iglesia asistiendo al sacrosanto sacrificio y labrando la tierra en el campo; y referido a su amo, quiso certificarse de la verdad, y vio con grandísima admiración a su criado Félix que con el arado labraba sus posesiones en ocasión que asistía a la misa dentro del templo, todo entregado a la contemplación de este sacrificio sacrosanto.

 

   Continuó nuestro santo al servicio de Tulio, quedando todo ese largo tiempo muy satisfecho su amo de la bondad de Félix y fidelidad en el trabajo. Llegaba ya cerca de los treinta años de su edad, cuando sintió mucho más de lo ordinario inflamarse su espíritu en los deseos de mayor perfección. No sabía leer, ni menos conocía las letras; pero gustaba que otros le leyesen algún libro devoto, a que atendía con mucha piedad. Habiendo un día oído a un pariente suyo que le leía las vidas de los santos padres del yermo, se aficionó sobremanera a aquel modo de vivir desviado del trato común, que inclinó su ánimo a la vida eremítica; pero después de haber formado sobre esto varios discursos y encomendado a Dios que le inspirase lo que era más de su agrado, pareciéndole ser el estado de solitario libre y expuesto a innumerables engaños del demonio, se resolvió abrazar el instituto de los padres capuchinos, juzgando podría en él cómodamente satisfacer a la quietud de su espíritu con la abstracción de lo mundano. Comunicó esta determinación con aquel su pariente que le leía el libro, el cual, atendiendo a la aspereza y rigor de la religión que quería emprender, temiendo que después de emprendida no le obligase a volver atrás, le aconsejó que abrazase otra de más latitud. Pero Félix con ánimo intrépido, deseoso de ser todo del servicio de Dios, dijo:

   «¿Me propones instituto menos estrecho? Verdaderamente, o he de ser César, o nada he de ser.»

   Aunque tenía tan bien arraigada en su alma la semilla de la vocación celestial, dudando si acaso era Dios quien la había sembrado, puso alguna dilación en cumplirla; y la Majestad divina le sacó de esta duda con una amonestación paterna, pero algo áspera. Le rogó un día cierto amigo suyo que domase unos novillos enseñándoles a llevar el yugo; le ató al arado en ocasión que llegó su amo, y los brutos se embravecieron de manera que coceando desenredaron la cabeza de las cuerdas, y empezando con gran furia a correr dieron con el siervo de Dios en tierra, y arrastraron el arado y reja sobre el pecho y rostro del santo; pero el Señor, que había dispuesto tal accidente, no a fin de privarle de la vida, sino para ejercitarlo a estado de vida más perfecta, ordenó que el arado le rompiese solamente los vestidos, dejando su cuerpo sin el menor daño: con este evidente milagro le manifestó el Señor que le reservaba para más alto empeño, cuya ejecución debía solicitar sin más tardanza. Entendió san Félix lo que pretendía Dios con este peligroso suceso, y puesto luego de rodillas, dándole gracias de haberle librado de la muerte, profirió estas palabras:

   «Conozco, mi Dios, lo que queréis de mí: veisme ahí pronto a obedeceros;» y renovó la promesa de no diferir más la entrada en la religión.

 

  Partió luego a casa de su amo, a quien manifestó la nueva determinación hecha, y siendo con él acreedor de algún dinero, dispuso del alcance a favor de los pobres, y pidió perdón a todos de los escándalos que habría dado; y sin más tardar se encaminó a la ciudad de Roma, suplicando al Señor se dignase conducir a buen éxito sus santos deseos. Gobernaba en aquel tiempo el convento de capuchinos de Roma el P. Bernardino Astense, varón de admirable virtud y singular prudencia: a éste se presentó Félix, descubriéndole con humildes palabras el deseo de su corazón; y el venerable padre examinó su vocación, con representarle la aspereza de la religión y la continua mortificación de sentidos y de la propia voluntad a que debía sujetarse hasta la muerte; y por hacer mejor experiencia de esta vocación añadió algunas palabras ásperas y de desabrimiento, tratándole de inútil para el servicio de la orden; y le halló siempre de un ánimo invicto e inalterable, por lo que le aseguró del hábito de la religión, aprobó su espíritu y su vocación, y lo envió al provincial, que entonces era el P. Rafael de Volterra, el cual, después de haberle recibido con agrado y de nuevo examinado, le admitió para lego y lo remitió para hacer el noviciado al convento de Anticoli. Entretanto que el siervo de Dios esperaba la obediencia de poderse vestir el santo hábito, visitó los más devotos santuarios de Roma, dando gracias a la divina bondad con grande fervor de espíritu y lágrimas de contento porque se dignaba sacarlo de los peligros del mundo.

 

   Habiendo llegado san Félix al convento de su destino, se estuvo ocho días entre los novicios en hábito seglar, conforme la costumbre de la orden. Fué después vestido del santo hábito con grande consolación de su alma, quedándole el mismo nombre de Félix, presagio de la felicidad eterna que por medio de este instituto se le prometía. Alistado a la seráfica milicia, desafió a su propio cuerpo, a quien reconocía por capital enemigo, a tolerar toda suerte de trabajo y mortificación, en ayunos, disciplinas, vigilias y otras asperezas; y al mismo tiempo que con esto privaba al cuerpo de toda suerte de alivio, estudiaba en dar la celestial consolación a su alma; era incansable en las oraciones vocales y mentales; estaba inmoble en oír y servir a los divinos sacrificios; con grande prontitud obedecía los mandatos e insinuaciones de cualquier religioso, y a todos servía con alegría y caridad; y reputándose inferior, trabajaba lo posible para guardar su corazón inmaculado. No pudo el demonio sufrir los progresos de virtud con que este novicio excedía en la perfección a muchos religiosos más antiguos de la orden; tentó con varias artes y sugestiones apartarlo de la carrera de tan heroica virtud. En el sueño que tomaba le molestaba con varias ilusiones de cosas impuras: en la oración representaba a su entendimiento imágenes lascivas y le infundía tedio a fin de que dejase este ejercicio, a que empezaba aplicarse con fervor de espíritu.

 

   Otras veces le asaltaba con fuertes tentaciones de fe y de vanagloria, que le ponían en terror y espanto. Contra estas diabólicas artes, el fervoroso novicio se defendía con el escudo de la continua oración y de la humildad profunda, y reconociéndose flaco para resistir por sí mismo, acudía con confianza a la protección de la divina gracia; mas no faltaba en manifestar todas sus tentaciones a su padre maestro, y con esto y con las pláticas que le oía recibía nuevo ánimo par a resistir a los fieros asaltos del enemigo. Una de las fuertes tentaciones que Félix en el tiempo del noviciado padeció fueron unas cuartanas prolijas, que debilitándole el cuerpo afligían su alma con el temor de ser excluido de la compañía de los religiosos; pero por más que se le agravase la cuartana no aflojó un punto en el camino empezado, estimándose mucho más morir novicio bajo el duro peso de la mortificación regular, que vivir aliviado de la carga. Cuando el Señor fué servido de quitarle este accidente penoso y librarle del afán que le ocasionaba la duda de si podría perseverar en la orden, rindió las debidas gracias a Dios, y con mayor fervor de espíritu renovó los propósitos y se entregó del todo a su servicio. Llegado Félix al término del noviciado, con plena satisfacción de los religiosos le admitieron a la profesión en el convento del Monte de San Juan; después fué luego enviado a Tívoli, bajo la dirección del padre Miguel de Susa, religioso adornado de mucha virtud, el cual le instruyó con toda diligencia en el camino de la perfección a que el profeso con tanto fervor anhelaba; y fué admirable el progreso que hizo en toda suerte de virtud. Propuso firmemente observar el más mínimo precepto y ceremonia de la religión, y con todo el rigor posible los votos prometidos a Dios y al seráfico padre. Buscaba con ansia las ocasiones de ser despreciado y mortificado, no reputándose menos dichoso en los oprobios de los hombres que feliz con las gracias.

 


   Habían discurrido cuatro años que Félix vestía el santo hábito, y certificados los superiores de su virtud, le destinaron al oficio de limosnero: empleo que pide integridad de vida más que ordinaria, especialmente habiéndose de ejercitar en Roma, ciudad ilustre, populosa y grande. Se aplicó a este ejercicio con todo cuidado, considerando que Dios quería ser servido de él no menos por las plazas que por los claustros. Era Félix de robusta complexión, hábil para el trabajo y la fatiga; no le espantaban incomodidades, porque la ardiente caridad que residía en su corazón aligeraba la carga de su cuerpo. Por las calles iba casi siempre con la mente elevada en Dios y con los pies descalzos, llamándose, como otro David, el asno.

 

   Gustaba tanto el siervo de Dios de servir a los religiosos en este oficio, impuesto de la obediencia, que si ocurría salir del convento para otro negocio tenía empacho de comparecer en la ciudad sin la alforja sobre sus hombros. Continuó por espacio de cuarenta años en este ejercicio, con tanto contento de su alma, que jamás pronunció una palabra de queja, ni aun cuando se le disminuía la robustez de las fuerzas con el crecer de los años. Hallándose el santo una vez en la presencia del cardenal de San Severino, que era protector de su orden, el compañero tomó ocasión de rogar al purpurado que quisiese ordenar a los superiores exonerasen a Félix de aquel ejercicio, ya que se hallaba cargado de años. Asintió a esta pía instancia el cardenal; pero primero deseó saber el parecer del santo, el cual humildemente le dio esta respuesta:

   —«Eminentísimo señor, no conviene que el soldado muera sin las armas en las manos; mis prelados me han destinado a este oficio; dejémoslos a ellos, que mejor que yo saben lo que me conviene.»

   Quedó el protector muy edificado de la virtud del santo. Semejante respuesta dio a otro religioso que le aconsejaba procurase con los superiores eximirse de esta carga, pues le dijo:

   —«En esta alforja he colocado mi tesoro, y ¿queréis que haga tan poca estima de él que permita y aun procure que otros me lo quiten?»

   Conocía bien ser aquel particular oficio el estado de su vocación. No se puede con bastantes palabras explicar la común satisfacción que todos los religiosos tenían de la caridad del santo en el servicio de la comunidad, pues todos admiraron la prontitud en el trabajar, la constancia en el padecer y la humildad en abatirse a los ministerios más despreciados. No fué menor la edificación que dio san Félix al pueblo romano, porque observando la gente una extraordinaria modestia en su trato, una brevedad en el hablar, una extrema compostura en el cuerpo, una serenidad imperturbable en el rostro, una caridad fervorosa y compasión tierna con todos, todos le ofrecían con gusto lo que era necesario al sustento de los religiosos enfermos y sanos, y acudían a sus oraciones con grande confianza, por cuyo medio lograban del Señor singulares bendiciones y gracias.

 


   Esta opinión de su bondad singular corría, no sólo por el vulgo, mas también se extendía por las casas de los ciudadanos, por las familias de los nobles y por los palacios de los grandes. Si bien Félix se ocultaba cuanto le era posible de la presencia de todos, contentándose con recibir la limosna de los criados; pero era muchas veces constreñida su humildad a ceder a los piadosos deseos de los señores que salían a verle para recibir su bendición y besar su santo hábito. Sucedió no pocas veces que los primeros señores de la corte, prelados y cardenales, encontrándole por la calle, hacían parar sus carrozas para recomendarse a sus oraciones. El cardenal Capisucchi, curado milagrosamente por las oraciones del santo, le respetaba con grandísima reverencia. El cardenal de San Severino le llamaba muchas veces para oír su conversación devota, no desdeñándose de recibir de él amonestaciones saludables. El cardenal Montalto, que asumpto al pontificado se llamó Sixto V, encontrándole por la ciudad le pedía del pan que había recogido de limosna; y cualquier que fuese, negro o blanco, lo ponía en la mesa, y con extraordinaria devoción lo gustaba. Al fin todos a porfía se esmeraban en obsequiar a Félix; pero él vivía tan abstraído de las cosas del mundo con la presencia de Dios, que siempre llevaba, que no hacía caso de las cosas del mundo: con que ni los palacios, ni los campidolios, ni las plazas, ni las calles, ni las tiendas, ni las carrozas, ni las fuentes, ni los príncipes, ni los cardenales, ni las fiestas, ni los juegos, ni todos los divertimientos de Roma le apartaron un punto de la presencia de Dios; pues cuanto se le representaba material a la vista lo convertía Félix en espirituales meditaciones, y subiendo por la hermosura , grandeza y estimación de lo criado, se fijaba a contemplar la hermosura, variedad, grandeza y estimación de lo divino. Fué creciendo en años, y con los años en las virtudes: la piedra fundamental que puso para su oficio espiritual fué la humildad; tan bajamente sentía de sí mismo, que se reputaba no sólo indigno de llevar el santo hábito, sino del nombre de fraile menor: por esto en su estimación se reconocía como fámulo y criado de todos, y aun, como ya tengo dicho, el jumentillo de todos; y tanto más resplandecía en esta virtud, cuanto más se miraba honrado de los señores, cuyas honras le ocasionaban extraordinaria aflicción de espíritu, de manera que deseaba ser totalmente deformado en el rostro para que todos le aborreciesen. En otra ocasión confesó con sinceridad de su ánimo que estimara más ser despedazado por las calles de Roma que respetado de las gentes. Encontrándole una vez algunos señores devotos y familiares suyos, sabiendo bien el aborrecimiento que tenía Félix a las honras, le dijeron por burla que el papa le quería promover el cardenalato; a que sin simulación respondió que de buena gana suplicaría a su bondad mandase atarle en un palo como a ladrón. Cuando alguno quería besarle la mano luego la retiraba, y sólo le presentaba el hábito para que conociese que la reverencia no se debía a su persona, sino al honor del santo hábito.

 

   Si alguno, o por desahogo de su pasión, o por prueba de la virtud, le ultrajaba con palabras, concebía entonces en su corazón un grande júbilo, que resaltaba aun en lo exterior de su semblante. Hallándose un día en casa de un prelado ciertas personas, le dijeron que era un hipócrita y un ladrón de limosnas; y él, con un rostro sereno, agradeció humildemente los dichos, rogándoles que alcanzasen de la divina bondad gracia para enmendarse. Acostumbraba muchas veces a recoger flores en los jardines de los devotos para llevarlas a los enfermos; y volviendo un día de un huerto, en donde había recogido purpúreas rosas, queriendo hacer experiencia su compañero de la humildad de Félix, que tanto por el mundo se celebraba, tomó y formó de ellas un ramillete y se lo puso en su oreja. No rehusó el santo viejo el presente, antes con un rostro muy alegre prosiguió el camino, y viendo el compañero que á tropel venía la gente hacia Félix, se lo quitó, diciéndole:

   —«¿No te avergüenzas que vienen seglares? ¿Qué dirán con esas rosas en tu oreja?»

   —«Qué me importa?, respondió el santo. —Formarán juicio que soy un loco, y no se engañarán, porque lo soy.» A un sacerdote le vino pensamiento de enviar a Nápoles algunas crucecitas, como lo ejecutó; y para dar a ellas más crédito, escribió una carta diciendo que eran fabricadas por la mano del gran siervo de Dios Félix de Cantalicio. Cerrada la carta, se fué el sacerdote al siervo de Dios, suplicándole le diese algunas de sus cruces; pero lo halló con un rostro severo, y preguntando la causa le dio san Félix esta admirable respuesta:

   —«¿No se avergüenza su reverencia, siendo un sacerdote que todos los días celebra, de escribir una carta tan claramente falsa? Me publica por santo, y soy el mayor pecador del mundo. Rasgue la carta que con mentira quiere enviar a Nápoles.»

   Quedó el sacerdote pasmado y más del humilde concepto que concebía Félix de sí mismo. En otra ocasión, confesando familiarmente con san Félix un confesor, le dijo:

   —«Félix, tres y cuatro veces feliz y dichoso.»

   No permitió el siervo de Dios que pasase más adelante; antes le dijo:

   —«No me digas tres y cuatro veces feliz, sino tres y cuatro mil veces malvado.»

   ¿Qué diremos del celo que tuvo Félix de la virtud de la pobreza? Todo el discurso de su vida llevó un hábito estrecho, corto, y por dentro y fuera remendado; si en algún rincón del convento hallaba algún remiendo de paño, viejo lo guardaba para ponerlo en su hábito, y solía decir que aquellos pedazos eran sus brocados. En aquel poco tiempo de su vejez que por orden de sus superiores llevaba sandalias, eran tan rotas que apenas podían defenderle los pies. En la celda no tenía más alhajas que una cruz de madera y las alforjas pendientes de una estaca. Al dinero tenía tal aborrecimiento, que, poniéndole un día un colegial, llamado Marino, una moneda de plata en la alforja, sin advertirlo el siervo de Dios, exclamó luego:

   —«¡Jesús, Jesús, Jesús! La serpiente y no otra cosa está en la alforja. ¡Oh qué peso!»

   Se retiró al pórtico de la iglesia de San Eustaquio, y descargó toda la alforja del pan, y vista la moneda la echó al lodo, y con el desprecio demostró bien el afecto que tenía a la santa pobreza.

 

 

   A esta virtud añadió, como fiel compañera, la obediencia, pues apenas se vistió el santo hábito se desnudó de su propio querer, sujetándose a la disposición de los prelados, sin alegar jamás excusas ni demostrar repugnancias, de manera que los prelados andaban advertidos en no manifestar aun de burlas su voluntad, porque luego Félix recibía cualquier dicho de ellos como si fuesen rigurosos preceptos. Sin el consentimiento y voluntad expresa de los superiores no obraba cosa alguna, aunque perteneciese a su ministerio o a la caridad de los enfermos. Era pronto en dejar su propio parecer, y no emprendía mortificación alguna que primeramente no tuviese el mérito de la santa obediencia. Se vio ser así cuando un guardián, para hacer mayor prueba de la virtud de Félix, le impidió los ayunos de pan y agua que hacía todas las semanas, pues sin turbarse y sin repugnancia recibió la orden, y con la misma satisfacción que antes ayunaba comía después lo que le ponían delante; y viendo entonces el prelado la obediencia y rendimiento de Félix, le dio licencia para volver a sus abstinencias acostumbradas. Le ordenó también el cardenal protector que dejase la austeridad de andar descalzo, ejercicio que había practicado con consentimiento de los prelados por muchísimos años; no obstante, recibido el precepto del eminentísimo protector, buscó sandalias para sus pies, y no hallándolas hasta la mañana, le ocurrió la duda si había cumplido con su obligación por la tardanza. La manifestó a su superior,   y le respondió: —«Cuando falta la posibilidad, basta la prontitud del ánimo.»

 

   Brilló no menos en el alma y cuerpo de san Félix la virtud de la castidad, mostrándose en todas sus acciones inocente y casto. Cuantos en el siglo le conocieron fueron testimonio de su pureza. No se vio jamás que levantase los ojos para mirar el rostro de ninguna mujer. Las avecillas que se desdeñan de andar por la tierra inmunda, volando por el puro elemento del aire, se mostraban muchas veces con san Félix muy familiares.

 

   Hallándose una vez descansando en la huerta, unas volaban alrededor de él, otras se le ponían sobre su cabeza; unas llegaban a sus hombros, otras le rodeaban el pecho, lisonjeándole con sonoro canto. Hallándose en la casa de cierta mujer devota de la orden, llamada Magdalena Titillina, tomando san Félix un pedazo de pan, vinieron unas avecillas a cogerle las migajas que le caían de las manos. Para conservar san Félix esta heroica virtud de la pureza, cual otra azucena que se defiende con las espinas, defendía su cuerpo con los abrojos de ayunos, pues observaba exactamente las siete cuaresmas de su seráfico patriarca, y sin éstos hacía cada semana tres ayunos con sólo pan y agua, y también en todas las vigilias de la Virgen santísima y en los tres últimos días de la semana santa. Poquísimas veces comía carne, ni bebía vino, y cuando era constreñido a subvenir la necesidad del cuerpo, echaba agua ó ceniza en la comida, y siempre tomaba los mendrugos o zoquetes de pan más duro, teniéndolos aún como a regalo. Le persuadieron los religiosos, movidos de caridad, que comiera un poco de pan más tierno; pero nunca, aunque viejo, condescendió, diciendo que era sobrado regalo, y que el pan duro y negro era mejor para los religiosos, y el pan tierno y blando se administra en las mesas de los grandes. Con lo erizado del invierno se le abrían los talones de sus pies, sacando de ellos mucha sangre; y la medicina que aplicaba era coser las extremidades con un cordel, con cuyo remedio más acrecentaba el dolor que curaba la llaga. El sueño que tomaba era tan breve que no pasaba de dos horas, y tan incomodado, que dormía sin extender el cuerpo, teniendo por almohada un madero, o unos sarmientos, y unas tablas por descanso; pero llegando a la ancianidad puso por obediencia sobre ellos un poco de paja. ¿Qué diré del rigor de sus disciplinas? Tres veces de día y otras tantas de noche las tomaba en la bóveda de los difuntos, o en la iglesia, y se encarnizaba con tanto rigor contra el cuerpo, que quitándose el hábito no dejaba en él parte sana. Fué esto una vez observado de Fr. Anselmo, que, escondido en lugar secreto para explorar los rigores de sus disciplinas, le vio entrar antes de los maitines en la bóveda, y desnudándose el hábito, daba profundos suspiros, y hablando con los difuntos hermanos allí sepultados, les decía:

   —«Vosotros habéis corrido ya vuestra carrera y hecho vuestro deber; la imitación de vuestros rigores queda a mi cargo.»

   En otra ocasión, el P. Alonso Lobo, varón insigne en letras y en virtud, cuyo cuerpo quedó después sepultado en el convento de capuchinos de Barcelona, llamado Monte Calvario, queriendo certificarse de los sangrientos ejercicios que hacía san Félix por la noche en la iglesia, se escondió dentro del pulpito, y vio que Félix se postraba delante del altar mayor, y después de unos devotos y fervorosos coloquios acompañados de suspiros se despojó el hábito con tanto fervor, que por largo espacio descargó sobre sus carnes fuertes golpes con una áspera disciplina; tanto, que no pudiendo el corazón del venerable Alonso sufrir tan cruel descarga de disciplinas, levantó la voz y dijo:

    —«Basta, basta, Fr. Félix; no más, no más.»

   Quedó el siervo de Dios afligido de verse descubierto, y conociendo por la voz que era el P. Lobo, le dijo:

   —«Dios os lo perdone, padre.»

   Tal era el rigor de Félix contra su cuerpo, que parecía no tener otro deseo que maltratarle, y a ese fin solía llevar una cota de malla a raíz de las carnes, aun cuando visitaba las siete iglesias de Roma.

 

   Movido del mismo afecto que tenía a las penalidades, con aborrecimiento de sí mismo sufría con admirable paciencia las enfermedades. Le apretó en una ocasión con más vehemencia que otras veces un dolor cólico, y visitado del médico, llamado Lorenzo Gallardeo, le preguntó cómo lo pasaba. Le respondió, sonriéndose:

   —«Este cuerpo quiere huir del azote, pero mal de su grado ha de aguantarlo.»

   Le animó el médico con decirle:

   —«Recurrid a la divina asistencia, o invocad el nombre dulcísimo de Jesús, que al sonido de este nombre recibiréis enteramente la salud, así como con él la dais vos a otros.»

   Le replicó entonces san Félix, y le dijo:

   —«Habéis de saber que, si yo me había de librar de esta dolencia pronunciando el nombre de Jesús, jamás por esto lo haría; porque si Dios es el que me visita con estos dolores, ¿por qué queréis vos que yo me libre de ellos? A lo menos con estas leves penas, sufridas con paciencia, quiero mostrarme agradecido a las penas y dolores que por mí pasó el Redentor.»

 

   Otras veces, cuando más fuertemente le oprimía el dolor, se ponía a cantar algunas endechas espirituales, y preguntándole los religiosos, cuando le visitaban, sobre el estado de sus dolencias, les respondía:

   —«¿Qué decís vosotros de dolencias? Son rosas y flores que produce el paraíso, y las distribuye Dios a sus amados.»

   No fué menor la constancia de ánimo que tuvo siempre san Félix en soportar todo lo adverso, con injurias, baldones, reprensiones y desprecios, pues jamás por ello perdió la serenidad del rostro, ni la tranquilidad del alma. Quiso hacer prueba un religioso en presencia de otros, pues asaltándole de improviso prorrumpió en estas palabras:

   —«Demasiado abusas, Fr. Félix, de la paciencia del Señor y de la religión; yo no comprendo cómo los superiores pueden soportar esta tu loca simplicidad, con la cual ofendes a los religiosos y escandalizas a los ciudadanos.»

   Pero el siervo de Dios, conservando el semblante sereno, rindió las gracias al padre por el buen cuidado que tenía de su espiritual salud; y con esto todos los circunstantes conocieron bien que Fr. Félix era soldado veterano y prevenido de armas para resistir a los insultos, en la escuela de Jesús.

 

   Encendido con estos deseos de tolerar cualquiera pena por el amor de Jesucristo, cuando visitaba a los enfermos levantaba los ojos al cielo y deseaba trocar las penas de los dolientes con la entereza de su salud. En cierta ocasión, viendo a un religioso mozo, penitenciado por su prelado en público capítulo por levísimos defectos, o por ejercicio de virtud, como se acostumbra hacer, sintió un ardiente deseo de tales mortificaciones, y, postrándose en medio del capítulo, pedía a los superiores le mortificasen a él con las penas, pues era reo de gravísimas faltas.

  

   Se Extendió la caridad de san Félix con los sanos y con los enfermos en el cuerpo: a aquéllos socorriéndoles, si vivían divertidos, con pláticas espirituales, y con el singular ejemplo que procuraba darles; a éstos, visitándoles en sus dolencias, exhortándoles a la paciencia con suaves palabras, sirviéndoles en sus necesidades, y aun con licencia de los prelados, buscándoles algún regalo, y de todo esto resultó librar a no pocos de los males del cuerpo y a muchos de los males del alma. Un día había de hacerse en Roma una procesión solemne, y, movido de caridad y bien de los prójimos, dijo a su compañero que él estaba determinado a predicar al pueblo en aquel día. Se salió del convento con un paso muy grave, con los ojos muy bajos y con los pies descalzos, y se encaminó por la calle de más gente por donde había de pasar la procesión, y volviéndose luego al convento le preguntó el compañero si acaso se había olvidado del sermón, que movido de la caridad con los prójimos deseaba hacer aquel día; y el santo le respondió que desde la salida del convento hasta la entrada no había hecho otra cosa que predicar, pues el buen ejemplo y la mortificación de sentidos era una elocuente y muda voz para salvar las almas. Mas otras veces, cuando iba por la ciudad, si encontraba personas viciosas u oía algunas palabras descompuestas, o hallaba algún joven en las puertas sospechosas, los reprendía movido de caridad y les decía, acercándose a sus oídos:

   —«¡Ah pobrecitos, cómo os despeñáis! ¿No veis que estáis a las puertas del infierno?»

   En otra ocasión pidió una limosna a una señora devota de la orden, y poniéndose ésta a conversar con san Félix, no le respondía. Se admiró de la novedad la señora, y viendo que derramaba san Félix amargas lágrimas, le preguntó la causa y de tan estrecho silencio. Respondió entonces san Félix:

   —«No tengáis a mal el oírme, que no puedo callar, movido de caridad por vuestro provecho; creedme, que vos ofendéis a Dios, y no poco a vuestra reputación, andando con el pecho descubierto.»

   Oyendo esto la mujer, cubriéndose el pecho y derramando amargas lágrimas de dolor, exclamó:

   —«Sea, Fr. Félix, bendita tu lengua.»

   Otras veces, si venía a su noticia que alguna persona noble fuese murmurada por la ciudad, movido de su salud espiritual iba a su casa, e introduciendo alguna devota conversación le manifestaba con sagacidad el hecho que corría contra su reputación y contra su honor, con el peligro de su alma, y cuando no se enmendaban con eficaces persuasiones o negaban el hecho, el santo repetía los avisos con más ásperas palabras. Hallándose en la casa de un abogado vio le enviaban de regalo una ternera con una carta, y mientras el señor doctor leía la carta dio la ternera unos mugidos. Tomó de esto ocasión el santo y avisó al señor doctor de la recta administración de la justicia, diciéndole:

   —«¿Entendéis con vuestras letras el lenguaje de esta ternera? Mirad que os convida a que juzguéis a favor del que la envía; mirad lo que haréis, porque semejantes regalos son la condenación de muchas almas;» y entonces el abogado agradeció el aviso del santo.

 

   Es donoso el caso que sucedió con D. a Felicia Colona. Le había prometido san Félix algunas crucecitas de las que distribuía a las personas bienhechoras; en el ínterin se las pidió otra persona, a la cual no pudo negárselas; llegando después san Félix a la presencia de esta dama, le preguntó por las cruces; respondiendo que ya las había distribuido, porque se las habían pedido, le dijo:

   —«¡Oh qué linda cosa prometer y no cumplir!»    

   No cayó en tierra esta palabra, porque prontamente dijo san Félix a la señora:

   —«¡Ah señora, cuántas cosas prometemos a Dios y no las guardamos!»

   De aquí resultó que aun las personas que en aquel tiempo resplandecían con fama de santidad procuraban tener con él estrecha familiaridad, como fueron el P. Perciano Rosa, confesor de san Felipe Neri, el P. Marcelino de los franciscos observantes, famosísimo predicador y hombre de mucha virtud, y sobre todo el santo fundador de la congregación del Oratorio, san Felipe Neri, pues tenía con san Félix santos coloquios.

 

    Se halló san Félix en el aposento de san Felipe y se arrodilló a los pies de éste pidiéndole la bendición, y este santo se arrodilló también a los pies de san Félix, diciendo que por esta vez quería ser de él bendito, y no queriendo ceder el uno al otro, perseveraron arrodillados y abrazados mucho tiempo en esta humilde contienda, y merecieron ambos ser largamente benditos de Dios. En otra ocasión vio san Félix de lejos a san Felipe, apretó el paso, y postrándose a sus pies le besó la mano, y el santo, hecho un Etna de amor divino, le abrazó, y para más enfervorizarse se decían mutuamente estas palabras:

   «Quiera Dios te vea yo quemado;» y respondía el otro: «Quiera Dios te vea yo despedazado.» «Ojalá te cortasen las manos.» «Ojalá, decía el otro, —te cortasen la cabeza.» «Véate yo azotado por Roma.» «Véate yo, respondía el otro, —echado al Tíber con una rueda de molino pendiente al cuello.»

   También otra vez, encontrando san Félix a san Felipe, le preguntó si tenía sed, y le respondió que sí. «Pues ahora, dijo Félix, —quiero ver si sois al mundo mortificado.» Sacó el frasco de vino de la limosna y se lo dio a beber. Acudió mucha gente, y más edificados que admirados, decían:

   —«¿No veis cómo un santo da de beber a otro santo?» Después san Felipe Neri, vuelto a san Félix, le dijo:

   —«Yo también quiero hacer prueba de vos;» y quitándose el sombrero se lo puso en la cabeza, ordenándole que de esta manera anduviese por Roma, prosiguiendo su curso; y así fué, hasta que, enviando san Felipe a uno, después de haber Félix seguido muchas calles con escarnio de los muchachos, le quitó el sombrero de la cabeza. No tanto era todo esto para despreciar al mundo cuanto para reducir y convertir con el desprecio y encendida caridad a las almas.

 


   Si en Félix fué ardiente la caridad con los prójimos, convirtiendo a muchos con el ejemplo, con obras, con desprecios y con palabras, no menos lo fué la caridad y amor de Dios que residía en sus entrañas, pues que por ella mereció tener alguna vez al niño Jesús en sus brazos. Una vez, después de una hora de oración junto a la puerta de la iglesia, corrió al altar mayor, diciendo:

   —«¡Oh Jesús mío! ¡Oh dulce amor!»

   Y vio luego sobre la mesa a Jesús, niño; le tomó en sus brazos, le apretó en el seno de su corazón, le dio afectuosísimos ósculos, vertiendo al mismo tiempo de sus ojos ternísimas lágrimas. Otra vez, el venerable padre Alonso Lobo, una noche antes del día del nacimiento de Jesús, vio a nuestro san Félix, que inflamándosele el corazón se iba acercando al altar del santísimo Sacramento, suplicando con eficaces instancias a la Virgen santísima se dignase concederle a su santísimo Hijo, cuando de repente la misma Virgen, con rostro benigno y risueño, se lo puso en sus brazos. Y si la pía y suave afición al nombre de Jesús es también indicio del amor de Dios, según la censura de san Bernardo, buenos indicios tenemos de este amor divino en san Félix, teniendo frecuentemente en sus labios tan dulcísimo nombre. No había para Félix deleite tan grande como pronunciar tan suave nombre, y jamás lo pronunciaba sin muchas lágrimas que salían de devoción. Era un nombre en su estimación y en su voluntad amable sobre todas las cosas; en su boca era una miel, en sus oídos un sonoro canto, en su corazón un celestial néctar; por esto, en hallando muchachos, o ya en las calles, o ya en las casas, les enseñaba a decir a voces este nombre Jesús, y en oyéndole sentía en su pecho el mismo afecto y el mismo ardor que percibía al pronunciarle. Llevado de tan dulce afición, había compuesto unos versos en metro rudo, sin medida ni arte, pero llenos de espíritu, los cuales, o cantaba él solo, o los daba a las doncellas que solía hallar en las casas de los caballeros, ensayándose a tocar clavicordios.

 

   Así desahogaba Félix los incendios grandes con que se abrazaba su corazón, y de este amor le nacían los continuos éxtasis y arrobamientos que padecía, y fueron testigos de ellos varias personas, oyéndole al mismo tiempo suaves palabras que decían:

   — «¡Oh Jesús mío! ¡Oh dulce amor!»

   

   Al fin, si habíamos de referir todas las virtudes de este santo, podríamos formar un libro muy voluminoso; quien quiera verlas y saberlas acuda a los Anales del P. Zacarías Boverio, pues sin las que aquí sucintamente se refieren hallará otras muy difusas, como la grande paciencia en los trabajos, el fruto admirable que hizo en las almas, la poca familiaridad que tenía con parientes y extraños, la oración continua y el espíritu de profecía con que penetró los sucesos más ocultos.

 

   Viendo el Señor a Félix adornado con tantas virtudes, le honró haciendo por él muchos milagros de diferentes clases, aun viviendo. Referir é aquí algunos: Ana Borromea, madre del gran maestre de campo Colona, que padecía un vehemente dolor de cabeza, haciéndole la señal de la cruz al momento la curó. A la marquesa del Valle, que padecía un dolor de costado, aplicándole la cruz de su rosario al punto sanó. A Fulvio Frisco, muchacho de siete años, a quien un humor copioso corrido a los ojos tenía totalmente ciego, confiando que Fr. Félix, capuchino, le había de restituir la vista, lo llamó, y acudiendo le dijo:

   —«¿Crees, hijo, que la señal de la cruz te pue de librar de tu ceguera?»

   Respondió el muchacho: —«Creo.» Le tocó los ojos con sus manos, formó sobre ellos la señal de la cruz, y luego vio. Julio Jacomello, enfermo de una calentura ardiente, con un dolor de costado, fué curado poniéndole el santo varón la mano sobre el lado izquierdo. Yendo el siervo de Dios con su compañero pidiendo limosna, llegó a una caga donde se oían grandes llantos, y preguntando la causa de ellos, salió una mujer llena de lágrimas y le dijo:

   —«¡Ay de mí, Fr. Félix! A mi hijo he ahogado esta noche imprudentemente en la cama: mi marido ha de matarme.» Se compadeció el santo varón del sentimiento y del peligro de muerte de la mujer, y le preguntó:

   —«¿Dónde está tu hijo?»

   —«Ven, le respondió, —que lo verás sobre una mesa.» Violo, y luego dijo:

   —«No está muerto, sino durmiendo.»

   Le tomó ambas manos, le dio un bofetón, abrió los ojos el muchacho, y lo entregó vivo y alegre a su madre. Se salió san Félix de la casa cerrando la puerta, porque nadie por entonces saliese a publicar el caso.

 

   Ya el bienaventurado san Félix había llenado de merecimientos sus días en los setenta y cuatro años de edad que corría, y la bondad inmensa de Dios, queriendo que tuviesen fin sus penalidades, sus virtudes el premio, y su bienaventuranza el principio, le manifestó en la oración de la mañana la hora de su tránsito de esta vida, y muchas otras cosas que antes y después de su muerte habían de suceder como el mismo santo las declaró. A Pedro Mongilio, desahuciado de los médicos por una recia calentura, tomándole por la mano, le dijo:

   —«Estad de buen ánimo, que vos presto cobraréis la salud, y primero moriré yo.»

   A Lucrecia Crescencia, próxima a la muerte por su indisposición, la dijo:

   —«No dudéis, hermana, que vos cobraréis la salud, y yo dentro poco tiempo he de salir de este mundo.»

   Y así fué, pues no convalecida del todo la señora, ya Félix puso término a su vida. Otra vez, pidiendo limosna al mayordomo de Alejandro Olgiato, el santo varón la tomó y dijo:

   —«Hermano Juan, ya no volveré más a pedirte; pero te encomiendo a mis hermanos los capuchinos, que los ames de corazón.»

   No entendió por entonces el sentido de las palabras; pero dentro pocos días, oyendo decir que era muerto, las entendió. Poco antes que enfermase el santo le preguntó su guardián cómo se hallaba de salud.

   —«Muy bien por ahora, le respondió; —más cuanto antes pondré fin a esta mortal vida.» Uno o dos meses antes de su tránsito, hallándose en conversación san Félix con Alejandro Pogio, su amigo, le dijo así:

   —«Alejandro, yo tengo que pedirte una cosa, y deseo que no me la niegues.»

   Le respondió Alejandro: —«Pídela y cuéntala ya por tuya.»

   San Félix prosiguió, diciendo: —«Aunque la ofreces con tanta liberalidad, yo sé que no has de llevar bien mi demanda; pero habrás de tomar paciencia.»

   Volvió a decir Alejandro: —«¿Qué dudas, Fr. Félix? Cualquiera cosa que sea lo que me has de pedir será para mí de mucho gusto.» le dijo entonces el varón de Dios: —«Tres cajas de mármol tienes aquí: yo he de menester la una; y entiéndeme bien, Alejandro: ésta es (señalándola) la que he de menester; ésta has de darme.»

   Se detuvo Alejandro al oírle, y estuvo con algún reparo, porque la había prometido a otro; pero al fin se la prometió a Félix, y éste, sonriéndose, aceptó la promesa y añadió:

   —«¿No te dije yo que no habías de llevar bien mi demanda? Pero queda gozoso, que has hecho una gracia a tu amigo.» Trató luego de que llevasen al convento la caja, ignorando el fin para que la quería, hasta que, habiendo muerto el siervo de Dios, más por divino que por humano acuerdo, sirvió para su cuerpo de urna; y entonces entendió Alejandro el motivo por que pidió Félix de Cantalicio la caja.

 

   Aproximándose el tiempo en que debía congregarse el capítulo general de los padres capuchinos, mientras se hablaba de la elección venidera, san Félix, que estaba presente, dijo:

   —«Yo daré una voz tan alta en este capítulo que se oirá por todas partes.» Y así fué, porque al 30 de abril fué sorprendido de calentura. Disimuló el mal algunos días, en los cuales se detuvo más largamente en la iglesia, procurando con todo el afecto posible unir mucho más su espíritu con Dios por medio de una oración continua y fervorosa; pero advirtiendo el compañero la debilidad de fuerzas en el santo, avisó al enfermero para que lo llevase a la enfermería; y como el santo había siempre aborrecido toda suerte de regalo para su propio cuerpo, no sólo no permitió que pusieran en su cama colchón de lana, sí que en declinando su calentura se iba a la iglesia a orar, hasta que, destituido de fuerzas, los enfermeros le habían de volver en brazos a la enfermería, con orden de que no saliese de la celda, y decía:

   —«Deje, hermano, que yo me entretenga en aquel lugar donde mi Señor mora, y le haga compañía.» A los otros religiosos que le reprendían porque no estaba a las órdenes del médico y enfermeros, respondía:

   —«Deseo obedecerlos; pero al mismo tiempo querría ser obediente a Dios, que con suave violencia me tira a la iglesia para que goce de su compañía.»

   Observando esto los superiores, le mandaron estuviese sujeto enteramente a los enfermeros sin salir de la celda. Se rindió el siervo de Dios al precepto, aunque sintió no poca pena en aquel leve descanso que en el fin de la vida empezaba a dar a su cuerpo. Se le agrava por instantes la enfermedad, y avisado del médico de que le quedaban pocas horas de vida, cosa que por divina revelación ya sabía, dio señales de extraordinario júbilo, prorrumpiendo en sus acostumbradas palabras:

   —«Deo gratias, Deo Gratias.»; y su mente quedó de tal manera elevada en Dios, que, viniéndole a visitar un paje del embajador de España, al despedirse le oyó que decía:

   «Jesús, Jesús, Jesús, tomad mi corazón, sin que jamás vuelva a mi posesión.»




   Acercándose más a su fin, después de haberse confesado devotamente, derramando copiosas lágrimas y dando señales de vehementísimo dolor, como si fuese uno de los mayores pecadores, pidió que le trajesen el viático; y habiendo antes pedido perdón a los religiosos del mal ejemplo y molestia que les había dado, recibió con extraordinaria devoción el pan de los ángeles. Rogó luego a los circunstantes que le ayudasen a dar gracias a Dios por los beneficios recibidos de la divina clemencia, y en especial por el de la vocación y perseverancia en la religión; y levantando los ojos y manos al cielo, exclamó con estas letras «O, O, O,» dando a entender que le regocijaba la vista agradable de alguna persona; y perseverando algún rato en esta forma, Fr. Urbano de Prado, que cuidaba de él en la enfermedad, se hincó de rodillas y le preguntó qué era lo que miraba. Y el santo le respondió:

   —«Veo a la santísima Virgen acompañada de innumerables ángeles;» y poco después, volviendo a repetir las mismas letras, dijo al mismo religioso que saliese un breve rato de la celda.

   Obedeció, dejándole en soledad para recibir las influencias del cielo. Cuáles fuesen los afectos de su corazón y los devotos coloquios que tuvo con la santísima virgen María en esta hora, se deja á la pía consideración de los lectores, pues yo solamente digo que desde entonces hasta que murió cantó en voz baja alabanzas de esta Señora; y viniendo a perder sus fuerzas, absorto todo en Dios, cerró los ojos y ofreció su alma al Señor, día 18 de mayo, a las once de la noche, y a los setenta y cuatro años de su edad, siendo pontífice sumo Sixto V, trocando una vida miserable con otra sempiterna.

 

   Al punto que expiró su cuerpo, que, por la edad, por las fatigas y penitencias estaba descolorido, se volvió de repente blanco y tratable; y los pies, que con el lodo, desabrigo y frío se habían endurecido y estaban llenos de grietas, adquirieron una maravillosa blandura, sin algún vestigio de cicatriz: argumento grande de la bienaventuranza que su alma poseía. Fué san Félix bajo de cuerpo, pero robusto; su frente espaciosa, la cabeza algo grande, los ojos vivos, la boca no afeminada, sino grave, el rostro alegre y la barba no larga.

 

   Apenas se divulgó por la ciudad de Roma la muerte del santo, acudieron al convento muchos príncipes y caballeros ilustres que había en ella, y entre los demás el maestre de campo Colona; entraron en su celda, la despojaron tomando lo que encontraron, que fué una manta rota, las tablas que le servían de cama, el colchón, la sábana que habían puesto para su enfermedad, una mesilla, unas alforjas y unas sandalias; y fué tanta la devoción y el concepto de la santidad de él, que barrieron la celda y se llevaron el polvo y basura para reliquias. El embajador de España por intercesión alcanzó que le diesen el hábito con que murió; y a la duquesa de Baviera, deseosa de alguna reliquia del santo, se le entregó la corona, la punta del capucho y la cuerda. Fué después revestido el santo cuerpo y llevado a la capilla de la enfermería, y acudió tanto concurso al convento, que se llenaron de gente los dormitorios, los claustros y el huerto, todos ansiosos de besarle la mano. No fué cosa fácil a los padres librarse de tanto pueblo; mas fué menester prometer que al día siguiente pondrían el cadáver en la iglesia, en donde con mayor comodidad podrían verle. En el día siguiente en que concurría la tercera fiesta del Espíritu Santo, fué el santo cuerpo puesto a lo público con custodia de algunos religiosos para que no fuese maltratado con él concurso; pero la grande devoción que de él habían concebido obligó a cortarle pedazos del hábito, las uñas de pies y manos, y los cabellos; y los que no podían llegar a él, hacían que tocasen las coronas con el cuerpo. Unos traían flores, las echaban al difunto, y, recobrándolas, las conservaban con piedad: otros ofrecían sortijas de oro, pareciéndoles recibirían mayor valor por el contacto del santo cuerpo que por las piedras preciosas que encerraban. Al fin, tanta fué la conmoción del pueblo romano, que no se ha visto igual en aquella ciudad, porque las carrozas se extendían desde el convento que entonces era vecino a Monte Calvario, hasta la plaza de los Santos Apóstoles, y las demás calles tan llenas estaban, que fué necesario a un religioso que venía al convento entrar por otra parte. La mañana siguiente quiso el guardián darle sepultura, y para evitar el concurso había resuelto hacerlo antes de día; mas el cardenal protector envió orden que no se sepultase antes de haber hablado con su santidad, pues la hermana del señor papa quería verle, y con esta ocasión vino el embajador de España con muchos príncipes y princesas. Cuatro días estuvo el santo cadáver sin sepultura, echando de sí una fragancia suavísima. Le sepultaron en el cementerio común, con una caja de plomo que hizo fabricar el eminentísimo protector de la orden; y sabiendo el P. Pedro Trigocio, grande teólogo capuchino (que doctamente ha escrito sobre san Buenaventura), todo lo que pasó en este entierro, exclamó con estas palabras:

   —«¿Qué hacemos nosotros con todos nuestros libros? Hagámonos ignorantes, ya que un religioso sencillo é indocto es de Dios y de los hombres honrado.»

 

   Admirada quedó Roma de los prodigios y milagros que obró Dios, aun viviendo san Félix; pero mucho más lo quedó después de muerto y antes de dar sepultura a su cuerpo, porque entonces se vieron muchos. El hijo de Lucrecia Mathei, del todo sordo, tocando su oreja con el dedo del santo, recuperó el oído. La hija de Bernardino Cotta, juez de la vicaría del papa, poseída de mucho tiempo de los malignos espíritus, diciéndole un sacerdote en presencia del difunto cuerpo de san Félix el evangelio de san Juan, al llegar a las palabras Fuit homo missus á Deo, y poniéndole las manos del santo sobre la cabeza, quedó libre del demonio. Una mujer de Sena, hallándose el cuerpo de san Félix en la iglesia antes de enterrarle, le cortó un pedazo de hábito, y tocando con él la lengua de un mancebo de Nápoles, mudo de nacimiento, le quitó al instante el estorbo que le impedía hablar, y alcanzó el uso de su voz perfectísimamente. Una monja del convento de San Ambrosio, tullida de ocho meses en una cama, sin poderse mover a un lado ni a otro, llegando a su cuerpo un rosario que se había tocado en la cabeza de san Félix, invocando su ayuda se levantó al momento sana.

 

   Pasados nueve meses desde el día en que su cuerpo fué sepultado, mandó el cardenal protector que le sacasen de la sepultura. Le sacaron, y habiéndole hallado (menos la extremidad de la nariz) en todo lo demás entero y sin corrupción, mandó que vuelto a enterrar en su caja de plomo y en la de mármol que había pedido a Alejandro Pogio en su vida, lo colocasen un poco levantado en la capilla del Santo Cristo; pero, ¡oh prodigio!, apenas estuvo encerrado en la caja de mármol se reconoció que del mismo cuerpo manaba un licor, y examinado de orden del papa por muchos cardenales y médicos más afamados de Roma el caso, declararon ser aquel licor milagroso; y se vio bien, porque el Señor ha obrado con él innumerables milagros. Federico Cesio, enfermo de una calentura, frenético y desahuciado, ungido con un poco de este licor que mana del cuerpo del santo, que se lo había dado el cardenal de San Severino, volvió a su juicio, desterró la calentura y quedó sano. Antonio Roncallo, hallándose ya con la extremaunción por un mal grave, ungido con el licor quedó sano: de manera que los que iban ya a dar a su mujer el pésame de la muerte de su marido le dieron la enhorabuena de su salud. Sería nunca acabar si quisiéramos referir los milagros que con este licor ha obrado Dios; porque calenturientos, ciegos, tullidos, baldados, paralíticos y sordos con él han curado. Las mismas maravillas ha querido mostrar Dios en otra cosa. Es la inefable grandeza de la bondad divina, liberal para gloria y honor de los santos, que, no contentándose con dar a sus huesos, a sus cenizas, a sus vestidos y otras reliquias, calidad de obrar milagros, comunica también la misma virtud al aceite de las lámparas que los alumbran, haciendo que sean pregoneros entre los hombres, y como unas lenguas celestiales de la bienaventuranza que gozan. Esto se verifica en nuestro santo, pues sin los milagros que ha obrado y obra Dios con las reliquias de su santo cuerpo, con las partículas de su hábito, con la invocación del santo, y con el licor que mana de su caja, los obra también con el aceite de la lámpara que arde delante del sepulcro del santo. El primero que se nos ofrece es el que sucedió en el año de 1624 con un hijo de Laurencio Balegnolo, ciudadano de Roma, llamado Gabriel. Llegó a estar tan ciego de unas viruelas, que según el juicio de los médicos naturalmente no era capaz de tener ya vista. Acudieron sus padres a la ayuda del santo varón, ofreciéndole que si su hijo llegaba a ver lo vestirían de capuchino hasta los doce años de su edad, siendo entonces de cuatro. Lo llevaron a su sepulcro, y pidieron al sacristán que con el aceite de la lámpara le untase los ojos: se los untó, y yéndose con sus padres a casa, apenas puso el pie en el umbral, cuando vio las puertas, las sillas y todas las demás alhajas. Le volvieron segunda y tercera vez al sepulcro a untarle con el aceite, y consiguió perfecta vista: de que los médicos quedaron tan admirados, que para honra y gloria de Dios y de su santo siervo declararon ante un escribano público que el caso excedía los límites de la naturaleza, y que sólo se podía obrar con virtud divina y soberana.

 

   No es menos admirable suceso el de un niño de tierna edad, hijo de Minera Marcatina, llamado Jerónimo, de que hay testimonio auténtico en los originales del convento de Roma. Padecía un mal de calenturas tan maliciosas y pestilentes, que ya le habían desamparado los médicos y estaba para expirar. Le encomendó su madre a san Félix, haciendo voto de vestirle el sayal que llevan los capuchinos, y de colgar en su sepulcro una imagen de cera; después le untó con el aceite de la lámpara, y al mismo instante se le apareció el santo lleno de resplandores, y le dijo:

   —«Jerónimo, haz sobre ti la señal de la cruz y reza el padrenuestro, que, si lo haces, yo te aseguro que no morirás de ésta.»

   Obedeció el muchacho, y apenas había comenzado a rezar la oración, cuando se sintió con tal mejoría que al día siguiente se levantó de la cama sin mal. Su madre, que le había untado con el aceite, vio que movía los labios, y le preguntó qué era lo que decía entonces, y él refirió la visión de san Félix y lo que le había mandado. Pero lo que más confirma la verdad de este raro portento es que, llevándole luego su madre a la sepultura del siervo de Dios, al momento que el muchacho miró la imagen pintada en la tabla, le conoció y empezó a dar voces, diciendo:

   «Este es, madre, el que ayer se me apareció en la cama y me curó.»

   También entre los sucesos de esta clase es notable aquel de Domingo Florín, enfermo en una cama de calenturas y de una apoplejía que duraba seis meses, a una parte a que se le había añadido un cáncer tan peligroso en el lado derecho, que le tenía cerca de rendir el último espíritu, habiéndose hecho con él todas las diligencias que se hacen con los desahuciados, como es llevarle la extremaunción; en el ínterin, su mujer, cuyo nombre era Brígida, le exhortó con afecto grande a que implorase el auxilio del bendito san Félix: él, bajando la cabeza, dio muestras de hacerlo, porque con la boca le era tan imposible, que había ya cinco días que estaba sin habla. Ungiéndole la mujer la frente y el lado comido del cáncer con el aceite de la lámpara milagrosa, lo fué tanto aquí, que luego se le quitó la calentura, la apoplejía y el cáncer.

 

   A lo referido adelanta la admiración, la salud, o, por hablar con más propiedad, la vida que dio este celestial y divino médico aun a hija de Gaspar Belintano, tan cierta y auténtica, que consta por las deposiciones juradas de siete testigos. Era una niña de tres años, y estaba tan apretada de una calentura continua y de un desconcierto, que sin haberla podido valer el estudio y solicitud de los médicos de más opinión, había venido a los lances últimos del vivir; y, finalmente, teniéndola su padre en los brazos, la cogió un desmayo repentino, que no fué desmayo, sino muerte. Se hicieron remedios innumerables para ver si volvía en sí; pero habiendo esperado tres o cuatro horas, viendo los remedios sin fruto y el cuerpo de la muchacha ya frío y yerto, sin señal alguna de vida, hubieron de desnudarla y tratar de vestirla como difunta. Su padre y la gente de casa la lloraron por tal; y uno de ellos, haciendo voto a san Félix, le untó con el aceite de su lámpara, tan lleno de confianza, que respirando la muchacha súbitamente, y arrancando de lo hondo del pecho un suspiro, miró a su padre, que estaba llorando, y le dijo así:

   —«¿Por qué lloras? Deja las lágrimas, que no me tienes muerta, sino viva por gracia del bienaventurado san Félix, que me ha dado vida y salud.» Pidió al instante sus vestidos, y libre de la calentura, del desconcierto y de todo el mal que había pasado, andaba por la casa y la vecindad, diciendo a unos y otros: —«¡Oh hombres! Alabad a Dios y al bendito san Félix, por cuya intercesión estoy viva y sana.»

 

 

   Por último, tanta es en el mundo la fama de los milagros de san Félix, que todos los días a sus capillas vienen tablas de plata, de bronce y de madera, extendiéndose la devoción por Italia, por Francia, por Lorena, por Flandes, por Austria, por los esguízaros, por España y por todo el orbe católico cristiano.

 

   Con esto los sumos pontífices han pasado a honrar a nuestro santo. Sixto V, después de haber visitado el altar del santísimo Sacramento del convento de capuchinos, hizo larga oración delante del sepulcro de san Félix. Gregorio XV, después de haber celebrado misa en la iglesia de los padres capuchinos de Roma, se acercó al sepulcro del santo, y, después de haber hecho una breve oración, dijo:

   —«Nos tenemos grandísima obligación a este hombre, porque hemos alcanzado de Dios una gracia singular por su intercesión,» y al principio de su pontificado envió al dicho sepulcro una imagen de plata. Urbano VIII, en la bula que empieza In specula, lo declaró beato; Clemente XI lo puso en el catálogo de los santos, y Benedicto XIII consagró la celda del santo, que está en los claustros de los capuchinos de Roma, en capilla u oratorio, y mandó también al magistrado romano que le ofreciesen un cáliz de plata y cuatro blandones de cera para implorar su patrocinio, protección y amparo.

 

   De san Félix hacen mención Tomás Bocio, De signis Ecclesice, Pedro Mártir Florino, de la orden de los Esclavos de María, Octavio Pancirolo, en el libro de los Tesoro de la ciudad de Roma, Jacobo Baccio, en la Vida de san Felipe Neri, y más difusamente las crónicas de la orden.

 

LA LEYENDA DE ORO


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