miércoles, 6 de abril de 2022

SAN GUILLERMO, ABAD. —6 de abril.


 

 

   San Guillermo, tan célebre en el siglo XII por su virtud y por sus milagros, nació en París el año de 1105 de padres muy distinguidos por su nobleza, y en su puericia se crio en la abadía de San Germandes-Prés, o de los Prados, bajo la disciplina del abad Hugo, que era tío suyo.

 

   El bello natural del niño Guillermo, su amor al estudio, y su inclinación a la virtud, dejaron poco que hacer a la educación. Fue presto la admiración de aquella religiosa comunidad, a quien edificaba con sus ejemplos. Prendado el Abad de las virtuosas inclinaciones de su sobrino, le aconsejó que abrazase el estado eclesiástico. Lo hizo nuestro Santo, y desde luego se distinguió en el nuevo estado por la arreglada circunspección de sus costumbres. Ordenado de subdiácono, fue provisto en un canonicato de la iglesia colegial de Santa Genoveva del Monte, donde todavía no se había introducido la reforma.

 

   La vida ejemplar del nuevo canónigo, la inocencia de sus costumbres, su puntual asistencia al coro, y el grande amor que profesaba al retiro, que parece había de granjearle el cariño y aun la veneración de sus compañeros, le hicieron odioso a todos. Le miraban como a reformador incómodo y molesto, y reputaban su observancia regular por censura y reprensión de su licenciosa vida. Pasó a tanto su aversión, que resolvieron obligarle a renunciar el canonicato. Fingió uno de ellos que quería ser religioso, y fácilmente le persuadió a que le siguiese en tan santa resolución; pero habiendo descubierto Guillermo el artificio, se quedó en su Cabildo, haciendo mayor empeño de ser cada día más observante y más ejemplar, edificando tanto a todo el pueblo, que Esteban, obispo de París, le ordenó de diácono, a pesar de los esfuerzos que hicieron sus enemigos para estorbarle este grado.

 



   Vacó por este tiempo el curato o prebostía de Espinay, que era provisión del Cabildo de Santa Genoveva, a cinco leguas de París; y los canónigos no tuvieron duda en proveerle en Guillermo, celebrando se les ofreciese este honrado pretexto para desviarle. Lo aceptó el Santo, reteniendo su prebenda, por ser costumbre de aquella iglesia que dicho curato o prebostía fuese servido por alguno del cuerpo del mismo Cabildo.

 

   No gozaron mucho tiempo de la mayor libertad que creían tener ya con haber alejado de sí a aquel virtuoso compañero, cuya observancia les incomodaba tanto; porque habiendo venido a París en el año de 1147 el papa Eugenio III, y siendo informado de la licencia con que vivían aquellos canónigos, resolvió, con beneplácito del rey Luis el Joven, hacerlos regulares. Se dio la comisión a Sugerio, abad de San Dionisio, que introdujo en Santa Genoveva del Monte a los canónigos regulares de San Víctor, dejando a los seculares, durante su vida, la renta de sus prebendas.

 




   Luego que lo supo Guillermo, sin deliberar un punto, renunció, al instante su curato para hacerse canónigo reglar; y apenas abrazó nuevo instituto, cuando fue su singular ornamento. Admiró a los más perfectos su exactitud en la disciplina regular, su devoción y su fervor. Le hicieron superior de la casa, y luego se conoció lo que puede en una comunidad religiosa el ejemplo de un superior prudente y santo.

 

 

   Aunque era muy vivo el celo que tenía por la disciplina regular, sabia templarle con tanta prudencia, con tanta modestia, con tanta suavidad, que al mismo tiempo que hacia guardar la observancia, hacia amable el precepto. Habiéndose esparcido en París la voz de que habían hurtado la cabeza de santa Genoveva, Guillermo se ofreció a entrar en un horno encendido, llevando en las manos la cabeza de la Santa, que muchos prelados habían hallado en la caja, para prueba de que no era supuesta.

 

   No se ceñía a los límites de Francia la fama de la virtud de nuestro Santo: penetró hasta Dinamarca; y deseoso Absalon, obispo de Roschil, de restituir la pureza de la antigua disciplina en un monasterio de su diócesis, situado en la isla de Eschil, le pareció que ninguno podría ayudarle mejor a conseguir tan santo intento que el superior de los canónigos reglares de Santa Genoveva. Despachó, pues, cartas para este fin al preboste de su iglesia, que comúnmente se cree haber sido el célebre sajón el Gramático, que compuso la historia de Dinamarca. Aunque al abad de Santa Genoveva le costó mucho desprenderse del que era como el alma de la religiosa observancia de su casa, con todo eso juzgó que debía hacer a la mayor gloria de Dios este doloroso sacrificio. Partió Guillermo en compañía de otros tres canónigos que le ayudasen a entablar la reforma.

 



   Fueron recibidos de Waldemar, hijo del mártir san Canuto, con extraordinaria bondad; y el obispo Absalon, uno de los más insignes prelados de aquel siglo, después de colmarlos de honras, les hizo importantísimos servicios. Luego que Guillermo se vio en posesión de la abadía de Eschil, se dedicó con el mayor empeño a establecer en ella la observancia regular. Para conseguirlo juzgó que el medio más eficaz era ir adelante con el ejemplo. Pero desde luego se descubrió ser empresa más dificultosa de lo que a él se le había figurado. Porque así el riguroso temperamento de aquel clima, como el poco uso en la lengua del país, y la suma pobreza de la casa pusieron su celo y su virtud en grandes y muy dolorosas pruebas. Los tres compañeros que había traído de París, no pudiendo tolerar el rigor del frio, ni las demás incomodidades de aquella tierra, le abandonaron, queriendo resueltamente volverse a Francia. Los religiosos de la casa, acostumbrados a la relajación, no podían sufrir la reforma: el ejemplo solo del Abad los desesperaba; se volvían contra él, y mil veces pensaron acabar con su vida de diferentes maneras. Siendo esto tanto, con todo eso no era lo que más afligía al santo Abad.

 

   Todo el infierno parece que se había conjurado contra él, irritado de una reforma que estaba previendo había de encender el primitivo fervor de la Religión en Dinamarca. Se halló asaltado de las más violentas y más obstinadas tentaciones. Pero cuanto más crecían los estorbos y más se multiplicaban los lazos del enemigo de la salvación, más se daba Guillermo a la oración y a la penitencia. Premió Dios la constancia y la fidelidad de su siervo. No solo se suavizó el genio indómito y silvestre de los religiosos, vencidos finalmente de su moderación, de su paciencia y de su blandura, sino que convirtió a gran número de pecadores, atraídos de la fama de su santidad, y tuvo el consuelo de convertir también a la fe de Cristo a todos los gentiles que habían quedado aun en las costas del mar Báltico.

 

 

   Contribuyó mucho a estos felices sucesos la multitud de milagros que obró, y puede pasar por el mayor de todos ellos su perseverancia y su tranquilidad inalterable en medio de tantas fatigas y peligros.

 

 

   Muchas veces le veían derretirse en copiosas lágrimas al pie de los altares por conseguir nuevas gracias del cielo para sí y para sus hermanos. Nunca se desnudaba el cilicio: dormía siempre sobre un poco de paja: jamás usó cosa de lino, y era continuo su ayuno.

 

 

   Siete años antes de morir le fue revelado el día de su muerte, y en este tiempo principalmente amontonó grandes tesoros para el cielo, doblando su fervor, sus penitencias, su celo y paciencia.

 



 

   Siempre que celebraba el sacrificio de la misa regaba los manteles con sus dermis y fervorosas lágrimas, y cuando subía al altar consideraba que iba subiendo el monte Calvario. La última Cuaresma de su vida la pasó en excesivos rigores. El Jueves Santo celebró la misa con tan extraordinaria devoción y ternura, que movió a lágrimas a todos los religiosos que la oían. Les dio la Comunión de su mano, y después lavó los pies a gran número de pobres. Acabada la comida, se estaba disponiendo para lavárselos a sus hermanos, cuando de repente se sintió asaltado de un violento dolor de costado que le obligo a recogerse a su pobre camilla, donde se le excitó una calentura lenta. Finalmente, el día de Pascua, después de medianoche, oyendo cantar en Maitines aquellas palabras, ut venientes ungerent Jesun, clamó que ya era tiempo de que le administrasen la Santa Unción; y recibido este postrero Sacramento, penetrado de tiernos afectos de amor de Dios y de confianza en su misericordia, espiró a los noventa y ocho años de su edad, habiendo vivido cuarenta enteros en Dinamarca, dedicado al ejercicio de todas las virtudes, singularmente al de una rigurosísima penitencia. Sucedió su muerte en el año de 1203, manifestando desde luego el Señor la gloria de su fiel siervo por la multitud de milagros que obró en su Sepulcro. Veinte y un año después de su muerte, el de 1224, le canonizó el papa Honorio III.

 

 

“AÑO CRISTIANO”

POR EL P. JUAN CROISSET,

DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS. (1862)


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