San Guillermo, tan célebre
en el siglo XII por su virtud y por sus milagros, nació en París el año de 1105
de padres muy distinguidos por su nobleza, y en su puericia se crio en la
abadía de San Germandes-Prés, o de los Prados, bajo la disciplina del abad
Hugo, que era tío suyo.
El bello natural del niño Guillermo, su amor
al estudio, y su inclinación a la virtud, dejaron poco que hacer a la
educación. Fue presto la admiración de aquella religiosa comunidad, a quien
edificaba con sus ejemplos. Prendado el Abad de las
virtuosas inclinaciones de su sobrino, le aconsejó que abrazase el estado
eclesiástico. Lo hizo nuestro Santo, y desde luego se distinguió en el nuevo
estado por la arreglada circunspección de sus costumbres. Ordenado de
subdiácono, fue provisto en un canonicato de la iglesia colegial de Santa Genoveva
del Monte, donde todavía no se había introducido la reforma.
La vida ejemplar del
nuevo canónigo, la inocencia de sus costumbres, su puntual asistencia al coro,
y el grande amor que profesaba al retiro, que parece había de granjearle el
cariño y aun la veneración de sus compañeros, le hicieron odioso a todos. Le
miraban como a reformador incómodo y molesto, y reputaban su observancia regular
por censura y reprensión de su licenciosa vida. Pasó a tanto su aversión, que
resolvieron obligarle a renunciar el canonicato. Fingió uno de ellos que quería
ser religioso, y fácilmente le persuadió a que le siguiese en tan santa
resolución; pero habiendo descubierto Guillermo el artificio, se quedó en su
Cabildo, haciendo mayor empeño de ser cada día más observante y más ejemplar,
edificando tanto a todo el pueblo, que Esteban, obispo
de París, le ordenó de diácono, a pesar de los esfuerzos que hicieron sus enemigos
para estorbarle este grado.
Vacó por este tiempo el curato o prebostía
de Espinay, que era provisión del Cabildo de Santa Genoveva, a cinco leguas de
París; y los canónigos no tuvieron duda en proveerle en Guillermo, celebrando
se les ofreciese este honrado pretexto para desviarle. Lo
aceptó el Santo, reteniendo su prebenda, por ser costumbre de aquella iglesia
que dicho curato o prebostía fuese servido por alguno del cuerpo del mismo
Cabildo.
No gozaron mucho tiempo de la mayor libertad
que creían tener ya con haber alejado de sí a aquel virtuoso compañero, cuya
observancia les incomodaba tanto; porque habiendo venido a París en el año de
1147 el papa Eugenio III, y siendo informado de la licencia con que vivían
aquellos canónigos, resolvió, con beneplácito del rey Luis el Joven, hacerlos
regulares. Se dio la comisión a Sugerio, abad de San Dionisio, que introdujo en
Santa Genoveva del Monte a los canónigos regulares de San Víctor, dejando a los
seculares, durante su vida, la renta de sus prebendas.
Luego que lo supo Guillermo,
sin deliberar un punto, renunció, al instante su curato para hacerse canónigo
reglar; y apenas abrazó nuevo instituto, cuando fue su singular ornamento.
Admiró a los más perfectos su exactitud en la disciplina regular, su devoción y
su fervor. Le hicieron superior de la casa, y luego se conoció lo que puede en
una comunidad religiosa el ejemplo de un superior prudente y santo.
Aunque era muy vivo el celo que tenía por la
disciplina regular, sabia templarle con tanta prudencia, con tanta modestia,
con tanta suavidad, que al mismo tiempo que hacia guardar la observancia, hacia
amable el precepto. Habiéndose esparcido en París la
voz de que habían hurtado la cabeza de santa Genoveva, Guillermo se ofreció a
entrar en un horno encendido, llevando en las manos la cabeza de la Santa, que
muchos prelados habían hallado en la caja, para prueba de que no era supuesta.
No se ceñía a los límites de Francia
la fama de la virtud de nuestro Santo: penetró hasta Dinamarca; y deseoso Absalon, obispo de Roschil, de restituir la pureza de la
antigua disciplina en un monasterio de su diócesis, situado en la isla de
Eschil, le pareció que ninguno podría ayudarle mejor a conseguir tan santo
intento que el superior de los canónigos reglares de Santa Genoveva. Despachó, pues,
cartas para este fin al preboste de su iglesia, que comúnmente se cree haber
sido el célebre sajón el Gramático, que compuso la historia de Dinamarca.
Aunque al abad de Santa Genoveva le costó mucho desprenderse del que era como
el alma de la religiosa observancia de su casa, con todo eso juzgó que debía
hacer a la mayor gloria de Dios este doloroso sacrificio. Partió Guillermo en
compañía de otros tres canónigos que le ayudasen a entablar la reforma.
Fueron recibidos de
Waldemar, hijo del mártir san Canuto, con extraordinaria bondad; y el obispo
Absalon, uno de los más insignes prelados de aquel siglo, después de colmarlos
de honras, les hizo importantísimos servicios. Luego que Guillermo se vio en
posesión de la abadía de Eschil, se dedicó con el mayor empeño a establecer en
ella la observancia regular. Para conseguirlo juzgó que el medio más eficaz era
ir adelante con el ejemplo. Pero desde luego se descubrió ser empresa más
dificultosa de lo que a él se le había figurado. Porque así el riguroso
temperamento de aquel clima, como el poco uso en la lengua del país, y la suma
pobreza de la casa pusieron su celo y su virtud en grandes y muy dolorosas
pruebas. Los tres compañeros que había traído de París, no pudiendo tolerar el rigor
del frio, ni las demás incomodidades de aquella tierra, le abandonaron,
queriendo resueltamente volverse a Francia. Los religiosos
de la casa, acostumbrados a la relajación, no podían sufrir la reforma: el
ejemplo solo del Abad los desesperaba; se volvían contra él, y mil veces pensaron
acabar con su vida de diferentes maneras. Siendo esto tanto, con todo
eso no era lo que más afligía al santo Abad.
Todo el infierno parece que
se había conjurado contra él, irritado de una reforma que estaba previendo
había de encender el primitivo fervor de la Religión en Dinamarca. Se halló
asaltado de las más violentas y más obstinadas tentaciones. Pero cuanto más
crecían los estorbos y más se multiplicaban los lazos del enemigo de la
salvación, más se daba Guillermo a la oración y a la penitencia. Premió Dios la constancia y la fidelidad de su siervo. No solo se suavizó el genio indómito
y silvestre de los religiosos, vencidos finalmente de su moderación, de su
paciencia y de su blandura, sino que convirtió a gran
número de pecadores, atraídos de la fama de su santidad, y tuvo el consuelo de
convertir también a la fe de Cristo a todos los gentiles que habían quedado aun
en las costas del mar Báltico.
Contribuyó mucho a
estos felices sucesos la multitud de milagros que obró, y puede pasar por el mayor
de todos ellos su perseverancia y su tranquilidad inalterable en medio de
tantas fatigas y peligros.
Muchas veces le veían
derretirse en copiosas lágrimas al pie de los altares por conseguir nuevas
gracias del cielo para sí y para sus hermanos. Nunca se desnudaba el cilicio: dormía
siempre sobre un poco de paja: jamás usó cosa de lino, y era continuo su ayuno.
Siete años antes
de morir le fue revelado el día de su muerte, y en este tiempo principalmente
amontonó grandes tesoros para el cielo, doblando su fervor, sus penitencias, su
celo y paciencia.
Siempre que celebraba
el sacrificio de la misa regaba los manteles con sus dermis y fervorosas
lágrimas, y cuando subía al altar consideraba que iba subiendo el monte
Calvario. La última Cuaresma de su vida la pasó en excesivos rigores. El Jueves
Santo celebró la misa con tan extraordinaria devoción y ternura, que movió a lágrimas
a todos los religiosos que la oían. Les dio la Comunión de su mano, y después
lavó los pies a gran número de pobres. Acabada la comida, se estaba disponiendo
para lavárselos a sus hermanos, cuando de repente se sintió asaltado de un
violento dolor de costado que le obligo a recogerse a su pobre camilla, donde
se le excitó una calentura lenta. Finalmente, el día de Pascua, después de medianoche,
oyendo cantar en Maitines aquellas palabras, ut venientes ungerent Jesun, clamó
que ya era tiempo de que le administrasen la Santa Unción; y recibido este
postrero Sacramento, penetrado de tiernos afectos de amor de Dios y de
confianza en su misericordia, espiró a los noventa y ocho años de su edad, habiendo
vivido cuarenta enteros en Dinamarca, dedicado al ejercicio de todas las virtudes,
singularmente al de una rigurosísima penitencia. Sucedió su muerte en el año de
1203, manifestando desde luego el Señor la gloria de su fiel siervo por la multitud
de milagros que obró en su Sepulcro. Veinte y un año después de su muerte, el
de 1224, le canonizó el papa Honorio III.
“AÑO CRISTIANO”
POR EL P. JUAN CROISSET,
DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS. (1862)
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