A lo largo
del pontificado de Juan Pablo II los fieles católicos quedaron desconcertados y
escandalizados ante numerosas declaraciones papales, manifiestamente
imprudentes, así como gestos de tal magnitud de los que la Iglesia nunca había
sido testigo en 2000 años. Recordemos sólo algunos de los ejemplos más
conocidos:
• Las numerosas disculpas, teológicamente
discutibles, por los presuntos pecados de los católicos en épocas anteriores de
la historia de la Iglesia.
Por supuesto el mundo no ha visto en estas
acusaciones o culpas sin precedentes referidas por el Papa un ejemplo, una gran
demostración de humildad por parte de la Iglesia. Por el contrario, muy
presumiblemente se ha interpretado como que la Iglesia ha asumido estas culpas
por toda clase de delitos de lesa humanidad. Con la excepción de la disculpa,
al parecer olvidada, en Dominicae Cenae, sin embargo, no hubo disculpas por los
fallos catastróficos de los miembros de la jerarquía en preservar la fe y la
disciplina en medio del “proceso continuo de deterioro” y “apostasía silenciosa”.
• Las reuniones de Asís
de octubre de 1986 y enero de 2002.
En Asís, en el año 2002, Juan Pablo II concedió
diversos lugares en el convento de San Francisco a los representantes de “las grandes religiones mundiales”, desde el animismo al zoroastrismo,
para realizar sus rituales de culto en ese sagrado santuario católico. Con
énfasis en “los lugares dispuestos”, declaró
el Papa a una asamblea heterogénea que incluye profesionales del vudú: «Vamos a orar en diferentes
formas, respetando mutuamente las tradiciones religiosas». [Cf.
Discurso de Su Santidad el Papa Juan Pablo II a los representantes de las
Religiones del Mundo, 24 de enero de 2002, y lista de participantes,
Vatican.va].
La impresión inevitable que dejan estos
eventos de Asís, especialmente cuando se filtra a través del prisma de los medios
de comunicación social es que todas las religiones son más o menos agradables a
Dios, precisamente la tesis fuertemente rechazada como falsa por el Papa
Pío XI
en su encíclica Mortalium Animos de 1928.
¿Por qué el Papa convocó a todos sus “representantes” a Asís para ofrecer sus
“oraciones por la paz”? ¿Puede honradamente negarse que todos y cada uno de sus
predecesores, Papas preconciliares, han condenado estos espectáculos?
• El Papa besa
públicamente el Corán durante la visita a Roma de un grupo de cristianos y
musulmanes iraquíes en 1999.
El Patriarca del Rito Caldeo Católico de Irak calificó este acto como un “gesto de respeto” por una religión cuya esencia
es la negación de la
Trinidad y la divinidad de Cristo y
que en toda su historia está marcada por la persecución de los cristianos, como
vemos en este mismo momento en Irak y las “repúblicas”
del mundo árabe.
• La sorprendente declaración
del 21 de marzo de 2000, en Tierra Santa: “Que
San Juan Bautista proteja al islam y a todo el pueblo jordano”. [cf.
“Homilía del Papa en Tierra Santa,” Vatican.va].
¿Qué posible explicación puede haber para
esta oración, sin precedente alguno, pidiendo la protección de una religión
falsa (a diferencia de sus seguidores como
seres humanos) durante un sermón del Papa en Tierra
Santa, el mismo lugar liberado del Islam durante la Primera Cruzada?
• La concesión de cruces
pectorales —símbolo de autoridad episcopal— a George Carey y Rowan Williams.
Estos Anglicanos, llamados Arzobispos
de Canterbury,
cuya validez en la ordenación sacerdotal y episcopal se descartó
definitivamente en 1896 por el Papa León
XIII con la Bula Apostolicae Curae, sin
adherirse siquiera a las enseñanzas de la Iglesia católica sobre asuntos de moral
con base en la ley divina y natural [Cf. John Allen, “Las acciones hablan más fuerte que el
Papa,” National Catholic
Register, 8 de noviembre de 2002].
• La activa participación
del Papa Juan Pablo II en el culto pagano del “bosque sagrado” en Togo.
El propio periódico del Papa informó cómo, a
su llegada a este lugar, «comenzó un brujo invocando a los espíritus: Poder del agua, te
invoco. Antepasados, os invoco». Después
de esta invocación hacia los “espíritus”, se le presentó «un recipiente lleno de
agua y harina. [Él] en primer lugar hizo una leve reverencia y luego esparció
la mezcla en todas direcciones. Por la mañana había realizado la misma acción
antes de la Misa. El rito pagano [!] significa que el que recibe
el agua, símbolo de la prosperidad, la comparte con sus padres al tirarla en el
suelo». [L’Osservatore
Romano, ed. it, 11 de agosto de 1985, p. 5].
Poco después de su regreso a Roma el Papa
expresó su satisfacción por la participación de los presentes en la oración y
el ritual de animistas: «La reunión de oración en el santuario del lago Togo fue especialmente
sorprendente. Allí oré por primera vez con animistas». [La Croix, 23 de agosto de 1985]. Uno podría pensar que incluso este
solo caso —no sólo sin arrepentimiento, sino tan públicamente
cacareado—
debería ser razón suficiente para poner fin a la causa de canonización de Juan
Pablo II. Y esto por la propia confesión del Papa que «oró... con animistas». Y ese tipo de acción —participación
directa y formal en el culto pagano—
es algo que la Iglesia siempre ha considerado
objetivamente como pecado grave. Como enseña el Catecismo de la Iglesia
Católica la idolatría pagana no se produce sólo cuando el hombre adora a falsos
dioses o ídolos sino también cuando
«honra y reverencia a una criatura en lugar de
Dios, ya se trate de dioses o demonios (por ejemplo, el satanismo), el poder,
el placer, la raza, los antepasados... La idolatría rechaza al único Señorío de
Dios, por lo que es incompatible con la comunión con Dios» [CCC § 2113].
Pero esto fue sólo el más atroz entre muchos
incidentes similares (sin duda) durante el pontificado de Juan Pablo II. Es
ilustrativo observar el veredicto póstumo de la Iglesia en el siglo IV del Papa
Liberio, el primer obispo de Roma en no ser declarado santo. Liberio ganó
esta dudosa distinción debido a que —en el exilio y bajo una gran presión y
persecución del emperador— aprobó una ambigua declaración doctrinal favorable al arrianismo
y luego excomulgo a Atanasio, el campeón de la ortodoxia trinitaria. A pesar de
que después de su liberación y regreso a Roma, se retractó inmediatamente de
estas acciones lamentables y confirmó la ortodoxia para el resto de su
pontificado, se le negó definitivamente la canonización.
• El servicio “ecuménico”
de vísperas en la Basílica de San Pedro, corazón de
la Iglesia visible, donde el Papa consintió rezar junto a “obispos” luteranos. Incluyendo mujeres que afirman ser “sucesores
de los Apóstoles”.
Este espectáculo, por supuesto, dio lugar a
preguntarse si el Papa estaba socavando su propia enseñanza contra la
ordenación de mujeres. [Cf. Allen, loc. cit.].
En suma, por simple evaluación objetiva de
los hechos Juan Pablo II presidió y dejó una Iglesia que se
mantuvo en un estado de crisis, después de la crisis que estalló inmediatamente
después del Concilio Vaticano II.
Difícilmente se puede negar que cada uno de
los predecesores de Juan Pablo II se habría sorprendido y consternado por: 1)
la desobediencia desastrosamente generalizada; 2) la disensión doctrinal; 3) la
decadencia litúrgica; 4) los escándalos morales; y 5) la disminución de la
asistencia a misa que se prolongó hasta el final de su pontificado; problemas
agravados por nombramientos episcopales con frecuencia pobres, con afirmaciones
papales muy cuestionables y con los hechos que hemos recordado más arriba.
Incluso el reformista Pablo VI, cuyas propias iniciativas ecuménicas
e interreligiosas eran mucho más cautas que las de Juan
Pablo II,
se habría horrorizado por el estado de la Iglesia al final del largo reinado de
Juan Pablo II. Y fue el mismo Papa Pablo VI quien describe la debacle, ya en
desarrollo postconciliar, con algunas de las palabras más impactantes jamás pronunciadas
por un Romano Pontífice:
«Por alguna fisura el humo de Satanás ha entrado
en el templo de Dios: no hay duda, la incertidumbre, los problemas, los disturbios.
La duda ha entrado en nuestras conciencias y ha penetrado por las ventanas que
se iban a abrir para que entrase la luz. Este estado de incertidumbre reina también
en la Iglesia. Se esperaba que después del Concilio luciese el sol en la
historia de la Iglesia. En su lugar llegó un día de nubes, de tinieblas, de
andar a tientas, de incertidumbre. ¿Cómo sucedió esto? Os vamos a confiar
Nuestros pensamientos: ha habido injerencia de un poder adverso: su nombre es
el diablo...». Pablo VI, 1972.
Sin embargo, al igual que Juan Pablo II
después de él, no tomó medidas efectivas para hacer frente a una debacle que el
Papa —y sólo el Papa— podría haber evitado o al menos reducido
considerablemente.
Situaciones devastadoras del Papa Pablo que
fueron citadas nada menos que por Monseñor Guido Pozzo, secretario de la
Pontificia Comisión Ecclesia Dei,
en su discurso a los sacerdotes europeos de la Hermandad de San Pedro el 2 de
julio de 2010, en Wigratzbad. Como Monseñor Pozzo admitió en esa ocasión: «Por desgracia, los efectos enumerados por
Pablo VI no han desaparecido. Una manera extraña de pensar ha entrado en el
mundo católico, provocando confusión, seduciendo a muchas almas, y
desorientando a los fieles. Hay un “espíritu de auto-demolición que impregna al
modernismo... La crisis post-conciliar –señaló– implica una ideología
para-conciliar” (producto del mismo), que “propone una vez más la idea del
modernismo, condenado en el inicio del siglo XX por San Pío X».
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