martes, 28 de enero de 2020

SAN PEDRO NOLASCO, Confesor. —28 de enero.





   San Pedro Nolasco fue francés, de una de las mejores casas de Languedoc. Nació el año de 1187 en el país de Lauregais, en un lugar del obispado de San Papoul, llamado Mas de Santas Puelas, a una legua de Castelnau-Darri. A la edad de quince años perdió a su padre Guillermo Nolasch; siguió viviendo bajo el cuidado de su madre Teodora de Narbona, la cual no quiso contraer segundas nupcias para cuidar mejor de su hijo.                                        

   Siguió algún tiempo al conde Simón de Monfort, general de la Cruzada contra los albigenses. Después de la famosa batalla de Murét, en que quedó muerto D. Pedro, rey de Aragón, compadecido el conde de la desgracia y de la poca edad del niño rey D. Jaime, que había quedado prisionero, y no tenía más que seis o siete años, creyó no podía hacerle mayor servicio que darle por ayo y por gobernador a Pedro Nolasco. Desempeñó este importante empleo con feliz suceso, y mereció toda la estimación y toda la confianza del joven monarca; de la cual sólo se valió para reformar la corte, y para ir delante de todos con el buen ejemplo.

   La devoción a la Reina de los ángeles, y la caridad con los cristianos cautivos que gemían en la esclavitud de los moros, fueron las dos virtudes características de Nolasco, que no paró hasta vender todos sus bienes para asistir y aliviar a aquellos pobres.

   Se animó tanto con el buen éxito que tuvieron las primeras pruebas de esta ardiente caridad, que persuadió a muchos caballeros ricos y piadosos se juntasen con él para formar una congregación que tuviese por fin trabajar en la redención de los cautivos, bajo el título y protección de la Santísima Virgen.

   Apenas comenzaba la caritativa congregación a derramar sobre aquéllos infelices los primeros efectos de su celo, cuando la Santísima Virgen se apareció á Nolasco el primer día de agosto, y le declaró sería muy del agrado de su Hijo y suyo que fundase una congregación religiosa con el título de Nuestra Señora de la Merced, para la redención de los cautivos cristianos, prometiéndole su socorro y protección. Persuadido Pedro de la voluntad de Dios en virtud de esta visión, y no queriendo moverse a nada sin consultarlo con su confesor San Raimundo de Peñafort, fue a buscar al Santo, que había tenido la misma visión aquella propia noche. Confirmados ambos con la uniformidad de la revelación, pasaron a Palacio a comunicar con el rey sus intentos y darte parte de lo sucedido. Pero se hallaron sorprendidos y gustosamente admirados cuando el Rey se adelantó a contarles una visión, que había tenido, y era en todo conforme a la de los dos, sin faltar ninguna circunstancia. Por consecuencia se pensó desde luego en disponer todo lo necesario para la fundación de una orden religiosa tan ilustre y tan santa.




   El día de San Lorenzo, el Rey, acompañado de toda su corte y de los magistrados y ministros de Barcelona, pasó a la catedral, donde San Raimundo subió al pulpito y declaró delante de todo el pueblo la revelación de la Madre de Dios que habían tenido el Rey, Pedro Nolasco y el mismo Raimundo, sobre la fundación de una nueva Orden con el título de Nuestra Señora de la Merced, para redención de cautivos. Después del ofertorio, el rey don Jaime y San Raimundo presentaron a Nolasco a D. Berenguer de la Palú, obispo de Barcelona, que le vistió el hábito blanco y el escapulario de la Orden; y poco antes de la comunión, después de los tres votos religiosos, el nuevo fundador añadió el cuarto, por el cual se obligan todos los de este sagrado instituto, no solamente a solicitar limosnas para la redención de las cautivos cristianos, sino también a quedarse ellos cautivos en caso necesario, cuando no tengan otro modo de rescatar a los demás. Juntamente con el Santo profesaron otros dos caballeros, y el Rey les cedió generosamente la mayor parte de su palacio de Barcelona para que fundasen en él el primer convento de la Orden; queriendo que llevasen en el escapulario el escudo de las armas de Aragón, a las que añadió el Santo, con beneplácito del Rey, las de aquella santa iglesia catedral.

   Derramó el Señor tantas bendiciones sobre la nueva Orden, y fueron tantos los sujetos de la primera nobleza qué se declararon pretendientes del piadosísimo instituto, qué fue preciso hacer otro convento. Se destinó para éste la iglesia de Santa Eulalia, y en poco tiempo tuvo Nolasco el consuelo de ver dilatada su familia por todas las principales ciudades de Aragón y Cataluña.

   Estando Pedro retirado de los negocios de la corte, se vio precisado a pasar a ella para sosegar las inquietudes que causaban en todo el reino los partidarios de D. Sancho, primo hermano del Rey y de D. Guillen de Moneada, vizconde de Bearne. Puso en libertad al Rey, a quien los sediciosos tenían como prisionero en el castillo de Zaragoza, y pacificó los alborotos con recíproca satisfacción de ambos partidos. 



   Cuando volvió a Barcelona manifestó a sus religiosos que, para satisfacer la obligación del cuarto voto, no bastaba hacer algunas redenciones sin salir de los países sujetos a los príncipes cristianos, y que su instituto los obligaba a ir personalmente a los dominios de los infieles, y a ofrecerse a quedar ellos por esclavos para librar a los cristianos cautivos. Todos se le ofrecieron para tan heroica expedición; pero el Santo, eligiendo algunos pocos, se puso al frente de ellos, y entró en el reino de Valencia, ocupado a la sazón por los sarracenos, donde, lejos de hallar los desprecios y las cadenas que ansiosamente buscaba, sólo encontró estimación y respeto. Libró de las mazmorras a todos los cautivos cristianos; y, habiendo hecho un viaje a Granada, redimió en las dos expediciones á cuatrocientos esclavos.

   No se contentaba el celo de Nolasco con la redención de los cautivos; se ocupaba también en la conversión de los infieles, y nunca hacía rescate de cristianos que no convirtiese gran número de moros a la fe de Jesucristo.

   El eco de tantas maravillas hizo famosa en toda la Europa la nueva Orden de la Merced. La aprobó Gregorio IX el año 1230, y, hallándose en Roma por penitenciario mayor el glorioso San Raimundo, que se puede llamar su segundo fundador, hizo que en 1235 la confirmase con sus reglas y constituciones.

   Por este tiempo el rey D. Jaime, después de haber conquistado a Mallorca del poder de los infieles, entró con sus armas victoriosas por los reinos de Valencia y Murcia. Como este católico príncipe atribuía los felices sucesos de sus armas menos a sus fuerzas que a las oraciones de Nolasco, en todos los países que iba conquistando dejaba fundados conventos de la Merced. Concedió a la Orden el famoso castillo de Uneza, donde se fundó un convento, que en todos tiempos hizo célebre la devoción al milagroso santuario de Nuestra Señora del Puche o del Puig. Cuando se abrían los cimientos de la obra se observó, en cuatro sábados consecutivos, que siete brillantes luces, a manera de astros resplandecientes, bajaban como del Cielo y ocultaban su luz en el mismo lugar donde se abrían los cimientos. Persuadido Nolasco a que algo quería decir este prodigio, mandó que se cavase más y más, hasta que al fin se encontró una campana de extraordinaria grandeza, debajo de cuya concavidad se halló una bellísima imagen de Nuestra Señora, que recibió el Santo como un precioso don con que Dios quería regalarle y enriquecerle. La colocó luego en un altar, y los continuos favores que la Reina de los ángeles dispensa a todos los que con fe la invocan en aquella santa capilla acreditan bien que son muy de su especial agrado los cultos que recibe en ella.

   El año de 1238 se hizo dueño de Valencia el rey D. Jaime, y, después que hizo consagrar la mezquita mayor en iglesia catedral por el arzobispo de Narbona, concedió la segunda mezquita a la religión de la Merced.

   Ya no tenía Nolasco cautivos que rescatar en todas las costas de España, porque su caridad había redimido a cuantos se hallaron en poder de los infieles; y para no descansar en el ejercicio de su voto y de su celo pasó a buscar en Berbería lo que no encontraba en España. Allí sí que pudo satisfacerse su ardiente sed de padecer por Jesucristo, si ella no fuera insaciable; porque, además de las fatigas que padeció, fue metido en una mazmorra, cargado de cadenas, tratado con crueldad, y no pocas veces estuvo en evidente peligro de perder la vida. Pero como vieron los bárbaros que no deseaba otra cosa, y que, cuando no pudiese conseguir esta dicha, tenía por la mayor el quedarse cautivo por los cautivos, le enviaron a España con gran número de ellos. 



   Luego que volvió a Barcelona hizo cuanto pudo para renunciar el generalato; pero lo más que logró fue que le nombrasen un vicario, en quien el Santo cedió luego todo lo honorífico del empleo, reservándose para sí únicamente el cuidado de distribuir las limosnas a los peregrinos y a los pasajeros.

   En vano le excitaba su humildad a vivir ignorado, cuando su reputación le hacía famoso por todo el mundo. Habiendo venido a la provincia de Langüedoc San Luis, rey de Francia, quiso ver a un hombre tan santo, de quien la fama publicaba tantas maravillas. Le llamó y tuvo en su corte algunos días, comunicándole el pensamiento que tenía de ir a conquistar la Tierra Santa, y a librar a tantos cristianos como gemían bajo el pesadísimo yugo de los sarracenos. Se ofreció Nolasco a acompañarle en aquella sagrada empresa; pero se lo impidió una larga enfermedad, que al cabo le redujo a la sepultura. 



   Padeció por espacio de dos años vivísimos dolores en el cuerpo. Cuanto eran aquéllos más intensos, mayor alegría mostraba por poderlos unir con los que padeció el Niño Dios en su nacimiento. Llegó el día en que la Iglesia le celebra, y viendo Nolasco que con él se llegaba el que Dios había destinado para premiar su ardiente caridad, después de recibidos con nuevo fervor los Santos Sacramentos, y de haber protestado a sus hijos que era cosa muy dulce vivir y morir en el servicio de Dios y en la protección de la Santísima Virgen , en el momento de rezar el salmo Confitebor tibi Domine in toto corde meo, al llegar a las palabras redemptionem misit Dominus populo suo, le faltó aliento para seguir adelante, y rindió su alma al Creador, rodeado de sus religiosos, a los sesenta y nueve años de edad y cuarenta de haber fundado la Orden, en 1256. Fue canonizado este gran Santo por el papa Urbano VIII, el año de 1628, y Alejandro VII fijó su fiesta en este día con rito doble.


P. Juan Croisset, S.J.

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