domingo, 5 de enero de 2020

LA VIGILIA DE LA EPIFANÍA. —5 de enero.




   Celebra hoy la Iglesia el oficio, y hace como la fiesta de la Epifanía, para disponer los fieles con un modo particular a la celebración de este gran misterio, y para darles con esta festividad preparatoria una idea más alta de la solemnidad de mañana.

   Lo que singularmente hizo más célebre en la Iglesia esta vigilia, fue el bautismo de los catecúmenos, cuya ceremonia se hacia esta noche en el Oriente con mayor pompa y con más solemne aparato, que se ejecutaba en el Occidente la vigilia de pascua de Pentecostés. Se encendía esta noche un gran número de lámparas, de velas y de hachas; el pueblo la pasaba toda en la iglesia, dedicado a ejercicios de lección y de oración.

   Habiéndose mudado la costumbre de las vigilias nocturnas, se trasladó esta fiesta al dia precedente, con el oficio y con parte de las ceremonias. Se dispensó en el ayuno, que siempre servía de preparación a las mayores solemnidades, en atención a que esto dia estaba comprendido entre Navidad y Reyes, cuyo tiempo se consideraba como una fiesta continuada: dice el concilio Turonense: porque el ayuno siempre debe ir acompañado de luto y de tristeza, y la fiesta está pidiendo gala y alegría.

   No contribuía poco a esta misma solemnidad la bendición de las aguas que llaman saludables; la cual se hacía tal noche como esta para bautizar a los catecúmenos. Y es que la Iglesia, siguiendo una tradición antiquísima, siempre hacia memoria del bautismo de Jesucristo en el mismo dia de la Epifanía.

   San Juan Crisóstomo dice en un sermón que los fieles de su tiempo, aun los que ya estaban bautizados, tenían la devoción de lavarse con estas aguas, como santificadas por la bendición de la Iglesia, y de llevarlas a sus casas. A la media noche de esta solemne fiesta, dice este padre, todos los fieles, después de haberse lavado con las aguas saludables, que por la bendición de la Iglesia están como revestidas de la virtud de aquellas que consagró con el bautismo el Salvador del mundo, las llevan a sus casas, y las guardan dos y tres años, conservándose tan claras y tan puras como si acabaran de salir de la fuente.

   Aunque los Orientales incurrieron después en una infinidad de errores, y casi todos están divididos por el cisma y por la herejía, se observa que casi todos han conservado esta ceremonia. Cada territorio bendice el rio que le baña con largas oraciones y preces, y después concurre un inmenso gentío de todas condiciones y estados a meterse en él, como para renovar su bautismo en memoria del de Jesucristo. Esta ceremonia se observó también por algún tiempo en las iglesias de África, como lo prueba el milagro que hizo san Eugenio, obispo de Cartago, curando a un ciego la vigilia de la Epifanía, durante la bendición de las aguas bautismales, en presencia de todo el pueblo que asistía a los solemnes oficios de la noche.




   La Iglesia latina no siguió la misma costumbre, teniendo por más conveniente practicar la ceremonia de bendecir las aguas bautismales en la vigilia de Pascua y de Pentecostés; pero con todo eso celebró siempre la vigilia de la Epifanía con tanta solemnidad, que aun en las vísperas del dia precedente hace memoria de ella, como de fiesta muy particular.

   Aunque por justos motivos suprimió la Iglesia el estilo de pasar en oración las noches de las vigilias, llamadas así porque en ellas se velaba y no se dormía, preparándose los fieles de esta manera para celebrar la fiesta del dia subsiguiente, no por esto les dispensó de esta preparación. Con este espíritu quiere que se ayune en las más de las vigilias; y aunque en la de hoy dispensa el ayuno por la razón que llevamos insinuada, no es su ánimo dispensar en las otras buenas obras que deben acompañarle; antes desea que esta mortificación se supla con el ejercicio de una devoción más fervorosa.

   Es error pensar que las fiestas no son más que días de descanso, y es mayor error imaginarlas como días que se deben dedicar a profanas diversiones. Cesase en ellas, es verdad, de toda obra servil; pero es únicamente para que nos entreguemos con mayor desembarazo a las sagradas, las que inmediatamente se dirigen al mayor bien de nuestras almas. Los días de fiesta son días de alegría, no lo niego; pero de una alegría toda espiritual y toda santa.

   También es cierto que en los primitivos tiempos de la Iglesia se estilaban muchos festines y convites en los días de fiesta. ¿Pero qué convites, y qué festines? Aquellos, dice Tertuliano, en que reinaba la frugalidad, se servía la templanza, y se hacía ostentación de la piedad; festines que instituía la caridad, y alentaba la religión, para contraponerlos a los escandalosos excesos de los paganos. Su mayor aparato era la modestia, llamábanse caridades, porque todo el gasto que se hacía era principalmente en obsequio de los pobres. Los gastos que se hacen en obsequio de la caridad no son gastos, que son lucros; se emplean aquellos no tanto en el regalo de los ricos, como en el refrigerio de los pobres. Así se explica Tertuliano. Y pregunto: ¿pudiera explicarse así, si hablara de los festines y de los convites que en los días de fiesta se suelen hacer en nuestros tiempos?

   Cada dia se ve que todo lo que es conforme a la inclinación de nuestros sentidos, por santo que sea en su primitiva institución, presto degenera en reprensibles excesos. Aquellos convites de la caridad y de la religión, degeneraron ya en banquetes de la vanidad, y no pocas veces del desorden. Hácense grandes gastos para contentar la gula de los ricos, no para satisfacer la necesidad de los pobres. ¿Y cuántas veces, a costa del sudor, y aun del crédito de los pobres, banquetean tiranamente los ricos? Entre los fieles no debiera haber convite en que no fuesen los pobres los primeros convidados.

   Es probable que la costumbre de echar rey en este dia sea muy antigua, y también muy loable en su principio. Quizá se introduciría para que, en cada casa, en cada familia hubiese uno que, con el nombre de rey, a imitación de los Magos, se esmerase en adorar y reverenciar el dia de mañana a Jesucristo. Hace verosímil esta conjetura el no descubrirse rastro de superstición en esta costumbre, y el contar que siempre la practicaron las familias más piadosas y arregladas. Pero el tiempo todo lo vicia, siendo cierto que las costumbres más honestas y más santas degeneran en reprensibles excesos, pasando a ser usos ilícitos y licenciosos por la depravada corrupción del corazón humano.


AÑO CRISTIANO
POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).


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