jueves, 16 de enero de 2020

SAN MARCELO, papa y mártir. (+ 309). —16 de enero.





   San Marcelo, papa y mártir, cuya memoria celebra hoy la santa Iglesia, nació en Roma hacia la mitad del tercer siglo. Como ya florecía en aquella ciudad la religión cristiana, a pesar de las persecuciones horribles de los emperadores paganos, tuvo Marcelo la felicidad de ser criado y educado en el seno de la santa Iglesia. Abrazó el estado eclesiástico; y san Marcelino, que ocupaba entonces la silla de san Pedro, conociendo su extraordinario mérito y su eminente virtud, le hizo presbítero de la iglesia de Roma.


   Por éste tiempo, habiendo sido creados emperadores Diocleciano y Maximiano, movieron aquella cruel persecución contra los cristianos, que fué la novena desde el imperio de Nerón, la que hizo derramar tanta sangre de mártires, y llenó de luto a toda la Iglesia. Habiendo sido coronado del martirio san Marcelino el año de 304, vacó la silla de san Pedro cerca de tres años. El furor de la persecución no dejaba libertad a los cristianos para juntarse, y para proceder a la elección del nuevo papa, pero habiéndose mitigado un poco por la renuncia que hicieron del imperio Diocleciano y Maximiano, fué elegido papa san Marcelo, siendo el XXXI después de san Pedro, el año de 307.



   Apenas se vió elevado a esta suprema dignidad, cuando se aplicó a restablecer la disciplina, que con las turbaciones precedentes se había al parecer alterado un poco, y se dedicó a reparar las pérdidas que podía haber padecido la Iglesia durante tan larga y tan cruel persecución.


   Diocleciano y Maximiano habían renunciado el imperio en favor de Galerio y de Constancio, padre del gran Constantino. Pero habiendo este muerto en York, y hallándose a la sazón en Roma Majencio, hijo del viejo Maximiano, creyó que podía ser esta ocasión muy oportuna para hacerse emperador; y con efecto tomó el título de tal. Como los cristianos eran ya poderosos en Roma, afectó hacerse cristiano para atraerlos a su partido, y para lisonjear al pueblo romano. Con esto cesó la persecución, y por algunos meses gozaron de paz los fieles.



   Procuró san Marcelo aprovechar este intervalo de tranquilidad para establecer algunas constituciones saludables, y para remediar algunos abusos que se habían introducido.


   Instituyó en Roma veinte y cinco títulos o parroquias para bautizar a los que se convirtiesen a la fe, para recibir a penitencia a los pecadores, y para sepultar con mayor decencia los cuerpos de los santos mártires, en que había habido mucho descuido, y procuró con el mayor desvelo recoger las santas reliquias.


   Ya san Evaristo, sexto sucesor de san Pedro, había señalado a los presbíteros los barrios o los cuarteles de la ciudad que habían de estar a su cargo. San Higinio, cincuenta y cinco años después, había aumentado el número, y san Marcelo le determinó al número fijo de veinte y cinco parroquias. Se administraban en ellas los sacramentos, se distribuía a los fieles la palabra de Dios, y se celebraban los divinos misterios. Desde entonces se comenzó a llamar presbítero cardenal al presbítero principal que tenía a su cargo las parroquias, como que era el quicio sobre el cual se movía el cuidado espiritual de la parroquia; y esto es lo que hoy dia significa el título de estas iglesias que tiene cada cardenal.


   El celo de la disciplina eclesiástica irritó los ánimos, y ocasionó al santo pontífice crecidas mortificaciones. La mayor parte de los que habían flaqueado en la última persecución, querían ser reconciliados con la Iglesia, casi sin recibir ninguna penitencia. Muchos de los que por su ministerio debían reconciliarlos, les concedían la absolución con demasiada facilidad, y acusaban el rigor del santo como inoportuno y excesivo. Esta diversidad de pareceres causó inquietud y división; y Majencio, que después de la victoria conseguida contra Severo, ya no contemplaba a los cristianos, tomó de aquí ocasión para renovar la persecución contra la Iglesia.


   Mandó venir delante de sí a san Marcelo, y quiso obligarle a renunciar la fe, y a sacrificar a los ídolos. La resolución y la constancia del santo pontífice le asombraron. Empleó todos los artificios que pudo para derribarle, dulzura, severidad, promesas, amenazas, suplicios. Siendo todo inútil, le hizo despedazar con crueles azotes, y por una especie refinada de crueldad le condenó a servir en las caballerizas públicas, pareciéndole que, para un sumo pontífice de los cristianos, no sería la muerte suplicio tan duro como obligarle a pasar sus días en un ejercicio tan penoso y tan despreciable.



   Pero el santo papa nunca pareció tan grande como cuando se vió hecho mozo de caballos por amor de Jesucristo. Privado de todo socorro humano en un lugar tan indigno, peor alimentado que las mismas bestias de carga que tenía a su cuidado, cubierto de unos asquerosos andrajos, y reducido a dormir sobre la desnuda tierra, cien veces al dia daba gracias al Señor por la merced que le hacía, teniéndose por dichoso en imitar de alguna manera su pasión y sus desprecios.


   Los fieles concurrían de todas partes para admirar a su santo pastor, y él los animaba con sus discursos, los cautivaba con su dulzura, y los instruía con sus palabras y con sus ejemplos.


   Nueve meses había vivido san Marcelo en aquel estado tan indigno de su persona, cuando los principales del clero romano hallaron medio de libertarle. Le sacaron una noche, y le condujeron a casa de una santa viuda llamada Lucina, que habiendo sido ejemplo de señoras cristianas en quince años que vivió con su marido, había diez y nueve que era modelo de todas las virtudes en el estado de viuda.


   Recibió Lucina en su casa al santo pontífice con una suma alegría; y como los fieles de todas partes concurriesen secretamente a ella, suplicó a san Marcelo que la consagrase en iglesia. Le dio el santo este gusto, y después se llamó San Marcelo, y hoy es título de cardenal.



   Apenas fué consagrada esta nueva iglesia cuando los cristianos acudían a ella en tropas todos los días. El santo pontífice celebraba los divinos misterios, repartía a los fieles la palabra de Dios, y pasaba las noches en oración y en vigilias. No duró mucho esta calma, porque se excitó luego una nueva tormenta que todo lo puso en confusión, y causó grandes estragos.


   Noticioso Majencio de lo que pasaba, entró en una furiosa cólera contra los cristianos. Dudó por algún breve rato si quitaría la vida a san Marcelo, pero juzgó que sería más riguroso castigo para los cristianos el convertir esta nueva iglesia en nuevas caballerizas públicas, y el condenar al santo pontífice a que pasase sus días en la última miseria, cuidando de las bestias más viles; lo que al instante se puso en ejecución.


   La honra de padecer por amor de Jesucristo colmaba a san Marcelo de alegría, pero el dolor de ver profanado aquel sagrado lugar le servía de intolerable suplicio. Mas era menester sufrir este tormento, y todo su consuelo era regar con sus fervorosas lágrimas un lugar que quisiera poder purificar con la efusión de su sangre.


   Aunque el santo pastor estaba tan maltratado, no por eso olvidaba sus ovejas. Se tiene por cierto que, en este mismo tiempo, y en medio de sus trabajos, escribió dos epístolas, una dirigida a los obispos de la provincia de Antioquía, exhortándolos a conservar con cuidado y con fidelidad el depósito de la fe que habían recibido de san Pedro y de los otros apóstoles, no sufriendo jamás que alguna doctrina extraña se mezclase ni se entremetiese en alterar su pureza. La otra epístola se dirigía al tirano Majencio, a quien representa el daño que hace a su alma en perseguir la religión cristiana, que había dado muestras de abrazar, y le exhorta a abrir los ojos a la verdad, renunciando al culto de los ídolos.



   Poco tiempo después, consumido de trabajos y de miserias nuestro santo por amor de Jesucristo, acabó su martirio hacia el fin del año de 309. Se halló su cuerpo cubierto de un cilicio, y retirándole de aquel lugar inmundo, fue enterrado en el cementerio de Princila, donde se conservó hasta el tiempo de san Martin, papa, en el que parte de sus reliquias fueron trasladadas a Flandes, y colocadas en el monasterio de Haumond, cerca de Maubeuge; otra parte en Cluni, y las restantes se conservan el dia de hoy en Roma en la iglesia de san Marcelo.



AÑO CRISTIANO
POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).

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