martes, 1 de octubre de 2024

MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA VIGESIMONOVENO.

 


VIGESIMONOVENO DÍA —29 de septiembre

 

San Miguel introduce las almas en la morada celestial

 

   El favor de presentar ante un monarca a quienes uno desea y de asignarles el lugar que deben ocupar en el Estado, es una función que los mayores señores de este mundo han envidiado en todos los tiempos, dice un escritor moderno. ¿Qué hay entonces de esa posición en el reino de los cielos? Es la participación inmediata en la Realeza de Dios, en su Divinidad. Es a San Miguel a quien se le confía esta sublime función de introducir las almas en el Cielo. Es la misma Santa Iglesia quien nos lo enseña en las palabras que ya hemos citado: “San Miguel es el preceptor del Paraíso, el Potentado del Cielo; es el maestro, el príncipe, el jefe de todas las almas que están llamadas a poblarlo. Y, continúa la Santa Liturgia Romana, San Miguel, fiel a la misión que Dios le ha encomendado, viene con la multitud de sus Ángeles a buscar las almas de los elegidos para introducirlas en el Paraíso de las delicias”. En una antigua secreta de la fiesta de San Miguel encontramos también esta súplica: “Príncipe de los Ángeles, tú que, a la hora que tus oraciones han hecho que Dios marque, en proporción a la devoción que se te ha demostrado en esta tierra de destierro, o casi a tu gusto abrirás las puertas de la morada fortificada de las eternas bienaventuranzas, recibe en depósito nuestras almas y las de aquellos que te encomendamos para introducirlas en la presencia de Dios y en la compañía de la Augusta María y de los hombres y mujeres santos que viven y reinan con Él por los siglos de los siglos." Citemos de nuevo este ofertorio de una misa de San Miguel, aprobada por el Papa Alejandro IV: “Bendito sea Dios, que ha dado a San Miguel un gran poder sobre las almas para santificarlas y llevarlas al reino de los cielos. Bendecidlo, pues, santos y elegidos; bendecidlo, todos los que anheláis la felicidad eterna; alabad e invocad a San Miguel, que tomará vuestras almas al morir para conducirlas al Paraíso.” “Oh santa Iglesia católica -clama San Gregorio-, qué alegría y consuelo nos das al mostrarnos a San Miguel como nuestro introductor en el reino de los cielos. Después de María, no podemos tener mejor abogado, y su devoción por la humanidad caída despierta en nuestros corazones sentimientos de confianza y esperanza que nos elevan poderosamente hacia Dios.” “Te saludo, todopoderoso San Miguel -añade San Pantaleón-, te saludo conduciendo triunfalmente las almas de los cristianos a la patria celestial, sobre la que tienes jurisdicción casi plenaria, te saludo con la esperanza de que un día introduzcas en ella mi alma que confía en tus oraciones.”

   “Ángeles del cielo -continúa San Cesáreo-, alegraos, cantad y exaltad a vuestro Príncipe, pues está revestido de un poder verdaderamente excepcional, ya que lleva las almas de los santos y de los justos al reino de la gloria, e incluso les asigna el lugar que deben ocupar allí.” ¿Te has dado cuenta -dice San Francisco de Sales- de lo grandes que son los títulos que la Iglesia da a San Miguel? Le llama gobernador del cielo: Paradisi praepositus: Guardián del Paraíso, le reconoce el derecho a introducir las almas en esta deliciosa morada: Suscipit et perducit animas in paradisum jubilationis: Él recibe y conduce a las almas al paraíso del regocijo. ¿Necesitamos más para instarnos a recurrir a la protección de este gran Príncipe? Además, esta doctrina de la Iglesia no es más que la confirmación de la creencia general de los pueblos. En todas partes y en todos los siglos, encontramos pruebas claras de esta verdad. Limitémonos a citar algunos ejemplos más llamativos. En una necrópolis de Egipto, que se remonta a la época de los emperadores romanos, hay una bóveda funeraria de una familia cristiana, y en una tumba se encuentra esta inscripción: “Dios todopoderoso, recuerda el sueño y el descanso de su serenidad de tu siervo Zoneine, piadoso y sumiso a tus leyes: concédele que sea guiado por el Santo Arcángel Miguel para conducir las almas a la luz, en el seno de los Patriarcas Abraham, Isaac y Jacob”. El sabio Pedagogo, un autor muy antiguo, dice sobre este tema: San Miguel no es perfectamente feliz al no haber llevado a todas las almas al cielo, y por San Agustín y San Bonifacio conocemos este trato de favor, que nos asegura que este Arcángel no solo asiste a nuestras almas en este paso decisivo de la eternidad, sino que también las introduce en el Paraíso después de la muerte. Esto es también lo que rezamos en el Oficio de San Martín: “Oh santo bendito, que San Miguel con los ángeles ha traído al cielo.” Y el epitafio del Cardenal Conrad termina así: “la mano de Miguel lo ha llevado al cielo, donde permanece para siempre.” Por último, el Concilio de Maguelone, del que ya hemos hablado, formuló esta bendición que se pronunció en el siglo X sobre las cabezas de los pecadores arrepentidos: “Entonces, al final de esta vida mortal, serán dignos, con la gracia del Señor, de reunirse con el Arcángel Miguel, que recogerá nuestras almas y les abrirá las puertas del Paraíso.” Pero cualquiera que sea la alegría que San Miguel experimente al introducir nuestras almas en la morada celestial, nunca experimentó una alegría tan grande como cuando transportó triunfalmente el cuerpo y el alma de la augusta Virgen al seno de la gloria divina. Escuchemos a San Gregorio de Tours sobre este tema: “Cuando la bendita María se acercaba al final de su carrera mortal, todos los Apóstoles reunidos de las diversas regiones del mundo acudieron a su casa. El Señor Jesús, rodeado de sus Ángeles, se les apareció y recogió el alma de su Madre, que confió al Arcángel Miguel.” El beato Santiago de Vorágine y varios otros autores atribuyen también a San Miguel esta sublime misión: “Cuando María entregó su espíritu, San Miguel lo recibió respetuosamente y lo presentó a Dios como el fruto más hermoso de la Encarnación y el resumen de todas las perfecciones que pueden encontrarse en la criatura más excelente y privilegiada.”

 

   Poco después, cuando el Salvador volvió a tomar el cuerpo de su Santísima Madre para elevarlo al cielo, se lo confió a San Miguel, que lo acompañó en su gloriosa Asunción, introduciéndolo con la mayor alegría en los sagrados atrios, y ordenando a las santas falanges que aclamaran a su reina y madrina. Además, un tímpano de Nuestra Señora de Tréveris representa así la coronación de María en los cielos: Cristo, ayudado por San Miguel, coloca la corona sobre la cabeza de su Madre Santísima.

 

Estos son los privilegios que Dios concede a San Miguel: ¿No podemos repetir con un Santo Doctor: “Qué grande eres, oh San Miguel, ya que Dios te ha confiado a María, a todos los santos y a todos los elegidos sin excepción, para que tú mismo los introduzcas en el seno de Dios"? Escribamos, pues, con Santa Gertrudis: “Salve, gloriosísimo príncipe, Arcángel San Miguel. Salve, honor y gloria de las jerarquías celestiales. Eres tú a quien Dios ha designado como Príncipe del Cielo para recibir a las almas y llevarlas al paraíso de la gloria. Te recuerdo, oh bendito príncipe, estas gracias y todas las que la ilimitada liberalidad de Dios te ha concedido por encima de todas las órdenes de los ángeles, y te pido, por el mutuo amor que une tu corazón angélico al de Dios, que recibas mi alma el día de la muerte y me hagas de juez misericordioso, intercediendo por mí."

 

 

MEDITACIÓN

 

   Según Santo Tomás, el cielo es lo más grande y perfecto que Dios puede hacer, pues es el disfrute de Dios mismo. Deriva la perfección infinita del bien infinito, que es Dios, y Dios no puede hacer nada mejor. Es una ciudad maravillosa cuyo Rey es la belleza, la verdad y la propia santidad, cuya ley es la caridad duración y cuya duración es la eternidad. En el cielo está la cumbre de la dicha, la gloria suprema, la alegría infinita y todo el bien. Este reino incomparable supera todo lo que se puede decir de él, está por encima de toda alabanza y supera todas las glorias, todas las felicidades. Ni el ojo ha visto, ni el oído ha oído, ni el corazón del hombre ha concebido lo que Dios ha preparado para los que le aman. Bendito sea, pues, el Señor, que según su gran misericordia nos ha regenerado, dándonos la esperanza de la vida y de esa herencia pura, inmortal e incorruptible que nos está reservada en el cielo. Sin duda, al pensar en tal felicidad, nuestros corazones suspiran ardientemente por este torrente de delicias inefables. Pero el cielo sufre violencia, y nadie entrará en él sino quien ha sabido hacerse violencia a sí mismo. Pero, ¿quién puede negarse a trabajar por ello? Porque lo que Dios nos pide no está por encima de nuestras fuerzas, y ni siquiera es tan difícil como se cree que es ganar, merecer el cielo. Escuchemos a San Agustín: "El reino de los cielos se puede vender -dice-, ¿lo quieres? Cómpralo. No tendrás que soportar mucho sufrimiento ni hacer grandes cosas para adquirir un bien tan grande. No está por encima de tus posibilidades y tienes los medios para pagarlo. No examines lo que vales, sino lo que eres. El cielo vale lo que tú vales. Entrégate a Dios y lo tendrás. Pero, dirás, soy malo y Dios no me querrá. Al entregarte a Él, te convertirás en bueno, y cuando lo hagas, merecerás el cielo. Amar -añade-, no es algo difícil, el corazón está hecho para amar”. Ahora bien, si merecemos el cielo es por amor, el amor de Dios es la moneda con la que podemos ganar la corona de la gloria. ¿Nos negaremos a amar a Dios? No, ciertamente, tenemos demasiadas razones para amar a Aquel que es supremamente amable. Así que amémoslo con todo nuestro corazón, con toda nuestra fuerza y por encima de todas las cosas, y entonces podremos hacer lo que queramos: Ama et fac quod vis: Ama y haz lo que quieras. Vivamos, pues, para la verdad, por la inmortalidad, por la eternidad, en una palabra, vivamos por amor, y tendremos a Dios por nuestra recompensa.

 

 

ORACIÓN

 

   Oh, San Miguel, ¡qué hermoso debe ser este cielo el cielo, lleno de la infinita Majestad de Dios! Y cuando pensamos que este es nuestro verdadero hogar, que si queremos un día disfrutaremos de las supremas alegrías de este lugar de dicha eterna ¡ah! Cómo se inflama nuestro corazón con el deseo de poseerlo. Pero necesitamos tu ayuda, te pedimos con humildad y confianza: enséñanos a amar a Dios como tú le amas, a luchar tan bien como luchas tú. Apóyanos en nuestros fracasos, levántanos de nuestras caídas, repele a los enemigos de nuestra salvación y haznos victoriosos sobre todo en la batalla final, para que nos lleves a la morada celestial donde cantaremos las alabanzas del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo contigo para siempre. Amén.

 


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