VIGESIMOSÉPTIMO DÍA
—27 de septiembre.
San Miguel presenta las
almas a Dios después de su muerte y sopesa sus acciones.
Según Viégas y varios célebres comentaristas, San
Miguel cumpliría las funciones de juez en el Juicio Particular. Sin
duda, Jesucristo sería siempre el juez supremo de
los vivos y de los muertos, pero Dios habría confiado a San Miguel el ejercicio
de este poder, y el propio Jesús le habría dado un poder absoluto en esta
circunstancia. Por supuesto, no nos dejaremos acusar de exageración por
estos autores, verdaderamente eminentes por su ciencia y piedad. Si
profundizáramos en este asunto, nos veríamos obligados a darles la razón y
compartir su creencia. Por el momento, aunque respetamos su opinión, creemos
prudente hacer algunas reservas. Nos parece que estas palabras, que han sido
aceptadas en su sentido literal por varios Pontífices, no deben tomarse
literalmente, sino que deben entenderse en el
sentido de la Santa Liturgia, que declara formalmente que San Miguel presenta
las almas a Dios y pesa sus acciones. Esto es, además, lo que trataremos
de establecer únicamente, dejando de lado incluso los textos que presentan a
San Miguel juzgando a las almas en nombre de Jesucristo. El docto teólogo
Estius declara que, desde los tiempos apostólicos,
la Santa Iglesia atribuye a San Miguel la función de presentar las almas al
tribunal de Dios y la de pesar sus obras. Este es también el sentimiento
de Santo Tomás: Cuando el alma ha roto los lazos
que la unen al cuerpo, vuela natural y necesariamente hacia Dios, su principio
y su fin, se presenta necesariamente ante el tribunal de su juez supremo. Pero
no sube allí sola, pues San Miguel no se contenta con asistir a los cristianos
en su lecho de muerte, sino que los acompaña también en esta circunstancia
crítica, después de haberlos convocado a comparecer ante Cristo. La Santa
Iglesia lo afirma, ya que, en el oficio que ha compuesto en honor de San
Miguel, pone en nuestros labios estas consoladoras palabras: “No abandona a las almas hasta que las ha
llevado ante el tribunal de Jesucristo.” “Oh San Miguel -clama San Dionisio-, cuando pienso que en esa hora que me asusta, en
esa hora del juicio en la que todos me abandonarán, en esa hora en la que
compareceré ante Dios en toda mi desnudez, tú estarás allí para presentarme
ante mi juez, me tranquilizo, pues te he amado tanto que te acordarás de mí y
me cobijarás bajo tus alas para ocultar mi confusión.”
Ciertamente tenemos más motivos que este santo para pedirle a San Miguel que
nos asista en este espantoso aislamiento del juicio particular, donde debemos
dar cuenta exacta de todas nuestras acciones: Liber
scriptus proferetur, in quo totum continetur, unde mundus judicetur:
Se producirá un libro escrito en el que estará
contenido el todo, a partir del cual se juzgará al mundo. Y
estas palabras de la prosa de los muertos no son más que una traducción de los
textos sagrados.
Pero, como se apresura a decir San Pantaleón, tranquilizaos los que habéis sabido entregaros a
San Miguel en vuestra vida, y
escuchad lo que ha dicho San Dionisio: "Es cierto que incluso después de nuestra muerte, cada una
de nuestras obras será minuciosamente escrutada, pero sigue siendo San Miguel,
el gran defensor o más bien liberador de las almas que buscan la salvación, a
quien corresponde esta noble y gloriosa función: pesa nuestras almas, muestra a
Dios lo que valen nuestras acciones para el cielo, tiene en sus manos la
misteriosa balanza que decide la eternidad."
“Ah, cristianos -dice San Buenaventura-, considerad que este gran Arcángel os pondrá en su
balanza y responderá por vosotros ante el Dios vengador. Rezadle, consagraos a
él, recordando que el Altísimo, por gratitud a su celo y devoción, le ha dado
el extraordinario poder de inclinar la balanza a favor de sus devotos
servidores.” Y, aun así, según el juicioso
recordatorio de San Alfonso María de Ligorio, si
San Miguel no hubiera recibido de Dios el favor de mitigar ciertas faltas
cometidas por los que se consagraron a él durante su vida, todavía tendría otro
medio de ayudarles en esta solemne y decisiva circunstancia. Haría sus
humildes y poderosas súplicas a Dios, y el resultado sería el mismo, pues su
oración tiene tal eficacia que puede, como nos hace cantar la Santa Iglesia,
conducir al alma que se confía a él a las inefables delicias del reino de los
cielos. Es tradición constante de
la Iglesia, dice
Corneille Lapierre, que
San Miguel pesa las almas y que, en esa hora, ayuda de forma maravillosa a
todos aquellos que, durante su vida, se han cobijado bajo sus alas místicas, es
decir, que han implorado su ayuda siempre eficaz. Encontramos una clara prueba de ello en
las esculturas, pinturas y tapices de los distintos siglos; en todas partes se representa a San Miguel con la espada
y la balanza de la justicia divina en sus manos, pesando las almas que se
presentan ante Dios y pronunciando la temida sentencia de vida o muerte eterna.
Se le suele representar colocando en un platillo de la balanza, e
incluso en ciertos cuadros se nota a un secuaz de Satanás que deja caer un
lagarto, otra figura del mal, para cargar con él todavía la vasija donde se
acumulan los pecados. Y aunque Satanás, con un artificio diabólico, hace todo
lo posible para que la balanza se incline hacia su lado, San Miguel, que
siempre es victorioso sobre el acusador de sus hermanos, con su poderosa mano
imparte al azote de la balanza un movimiento contrario que asegura la ventaja a
las buenas acciones realizadas por esta pobre alma que está pasando por la
temida prueba del juicio particular. A veces, los artistas han expresado la
graciosa idea de varios resucitados que buscan refugio bajo los pliegues
ondulantes de la misteriosa túnica que parece envolver a los gráciles
Serafines. ¿No
veis en este cuadro -dice el eminente cardenal Deschamps- una imagen viva de la gran escena del juicio
del alma después de su muerte? San Miguel continúa allí su obra,
ejerce su maravillosa protección para la naturaleza humana, siempre a merced de
las trampas y acusaciones de su pérfido adversario, hace estallar allí su
prodigioso poder en la medida en que la Justicia lo permita, y tal vez más, en
la medida en que la misericordia divina le dé la libertad de hacerlo, para
eximir de los rigores del juicio particular a las almas que, durante su vida,
han sido sinceramente devotas de su culto, que es tan fecundo en cuanto a las
gracias de predilección. Qué bueno será, en esta hora del espantoso paso de la
vida a la eternidad, tener como seguro protector al mismo que decidirá nuestra
suerte y nos ayudará a hacer más preciosas nuestras buenas obras ante Dios. “Oh, queridos -clama
San Atanasio-, recurrid
sin cesar a San Miguel para que tome y salve vuestra alma en esta circunstancia
decisiva.” Esta es también la recomendación de la
Santa Iglesia, que nos invita a recitar lo más a menudo posible esta invocación
enriquecida con indulgencias: San
Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla para que no perezcamos en el día del
temido juicio: Sancte
Michaël Archángele, defénde nos in prœ́lio, ut non pereámus in treméndo judício.
MEDITACIÓN
Cuando morimos debemos dar a Dios una cuenta
exacta de nuestros actos. Todos serán pesados indistintamente, y, según su
valor, será pronunciada la sentencia definitiva de elección o reprobación
eterna.
¿Pensamos
en esto? Demasiado
a menudo, por desgracia, actuamos como si esta verdad no existiera. Sin
embargo, nos lo recuerdan constantemente. Que Dios, por intercesión de San
Miguel, lo grabe profundamente en nuestros corazones, pues cuántas acciones
podrían hacernos merecedores del cielo, si este pensamiento estuviera siempre
presente en nuestra memoria. No hay hombre que no tenga algún sentimiento
bueno, que no haga alguna obra buena en su vida, que no reparta de vez en
cuando un beneficio o una generosidad. Qué le costaría pensar en Dios al hacer
esta obra de caridad, hacerla por amor a Él y en unión con Él, es decir,
habiéndose reconciliado previamente con Dios, ya que el estado de gracia y la
intención sobrenatural son indispensables para merecer el cielo. Se explica así
por qué los Libros Sagrados nos hablan de un niño de cien años: aquel al que se refieren tenía ciertamente cualidades y
no dejaba de haber hecho alguna obra buena, pero había trabajado en vano, sus
manos estaban vacías, ante Dios era como el niño que aún no ha adquirido
méritos. ¿A
cuántos de nosotros se puede aplicar esta comparación? Gimamos por nuestra inconsistencia y asegurémonos
de no perder nunca ninguna oportunidad de ganar méritos para el cielo: multipliquemos nuestras buenas obras, cuidemos que todas
sean fecundadas por la gracia santificante, y que sean concebidas y realizadas
sólo por amor a Dios y para su mayor gloria. Pero eso no es todo,
todavía hay un gran número de acciones, indiferentes en sí mismas, que
podríamos hacer meritorias para el cielo pensando en santificarlas. En efecto, ¿nos resultaría
muy difícil ofrecer a Dios todas nuestras acciones, cuando no lo hacemos más
que por la mañana al levantarnos y de vez en cuando durante el día? No debe ser tampoco una sobrecarga para nosotros, ya que
seguiremos teniendo que cumplir con estos diversos deberes u obligaciones
diarias. Que esta sea nuestra resolución práctica. Hagamos buenas obras
en la medida de nuestras posibilidades, cuidando de no hacerlas por los hombres
o por nuestra propia satisfacción, teniendo sólo a Dios en vista, animados sólo
por el deseo de agradarle y de ganar el cielo, santifiquemos todas nuestras
acciones, según el consejo del Apóstol: “Tanto si coméis como si bebéis, tanto si dormís como si hacéis
cualquier otra cosa, hacedlo todo en nombre y para la gloria de Nuestro Señor
Jesucristo.” Oh, Dios mío, si fuera así, ¡qué futuro tan
esperanzador! Todas nuestras acciones cobrarían, por así
decirlo, una nueva vida, todo en nosotros se avivaría y fructificaría en
méritos, la faz de la tierra se renovaría, pues de su seno brotaría un amplio
mes para la bendita eternidad.
ORACIÓN
Oh San Miguel, me estremezco al pensar en el
juicio particular, sobre todo cuando pienso que tendré que dar cuenta a Dios de
toda mi vida. ¡Ah! Por favor, en esa hora espantosa, haz que mis
actos sean encontrados suficientemente valiosos ante el Señor, y por eso
enséñame a pesarlos yo mismo en la balanza de la justicia: Recuérdame
constantemente que debo trabajar para adquirir méritos para el cielo, que es
indispensable que santifique todas mis acciones, que busque en todas las cosas
la gloria de Dios y que conserve siempre en mi alma la gracia santificante,
para que, habiendo vivido en la tierra con la vida divina y habiendo llenado
mis manos de obras meritorias, pueda presentarme ante el tribunal del Juez,
lleno de esperanza y de inmortalidad. Amén.
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