martes, 1 de octubre de 2024

MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA VIGESIMOSEXTO.

 


VIGESIMOSEXTO DÍA —26 de septiembre.

 

San Miguel, Ángel y Patrón de la buena muerte.

 

   Inspirándose en San Agustín, el padre Soyer señala con acierto que un alma perdida o condenada es como una derrota para San Miguel y una victoria definitiva para el espíritu maligno. También un gran obispo dice, hablando de nuestra muerte, que es una lucha entre San Miguel y el diablo, que el Arcángel redobla sus esfuerzos para repeler los ataques del enemigo de nuestra salvación, porque ama nuestras almas y sabe que los elegidos contribuyen en el cielo a la gloria de Dios. Según la opinión de varios Padres de la Iglesia, esta misión de ayudar a nuestras almas en esta lucha suprema que decidirá nuestra eternidad, debió serle confiada por el Señor. Y, según un autor del siglo II, el Papa San Clemente I habría declarado que los Apóstoles, fieles observadores de los legados espirituales de Jesucristo, enseñaron a los primeros cristianos que San Miguel era el ángel patrono y asistente de los que querían morir en Jesucristo. Por eso, en todos los siglos desde la creación de la Iglesia católica, San Miguel ha sido reconocido e invocado con el título de Patrón y Ángel de la Buena Muerte. Se puede objetar que San José ha sido considerado durante algún tiempo como el Patrón de la Buena Muerte. Lo reconocemos, y, además, nos alegramos de ello, pues tenemos un sincero amor y una profunda veneración por San José, y juramos constantemente que nos asistirá en todas nuestras pruebas y especialmente cuando estemos a punto de exhalar el último suspiro. Sin embargo, nos tomaremos la libertad de señalar, con un distinguido miembro del Sacro Colegio, que, si la Santa Iglesia ha otorgado a San José el título de Patrón de la Buena Muerte, no ha pretendido robar a San Miguel el menor rayo de la gloria que le es debida, ya que es el propio Jesucristo quien, a través del amado apóstol San Juan, dio a los primeros fieles a San Miguel como delegado de Dios para procurarles una santa muerte. Además, no es la primera vez que los Pontífices indican a los fieles varios patronos para prevenirles de diversos males y obtener ciertas gracias. Hace poco, León XIII proclamó a San Camilo de Lelis patrono de los agonizantes, ¿con este decreto quitó a San Miguel y San José algo de sus privilegios y poder? No, ciertamente no, pero para esta última lucha, para este combate supremo, para esta prueba decisiva, todos comprendemos que la Iglesia multiplica el número de protectores: nunca tendremos suficientes. Sin embargo, seríamos negligentes si no recomendáramos encarecidamente a nuestros hermanos en Jesucristo que recurran con frecuencia y de manera especial a la poderosa protección de San Miguel para obtener la gracia de una buena muerte. Y en esto sólo seguimos los consejos de Benedicto XIV y Pío IX. Pero escuchemos siempre el testimonio de la tradición. Citemos en primer lugar este pasaje: “En todos los lugares donde el cristianismo ha echado raíces –dice un autor protestante–, se encuentran todavía vestigios de la creencia que los Apóstoles habían impuesto a los neófitos, de que San Miguel les procuraba una muerte maravillosa o santa. Así hemos descubierto, en las cercanías de la antigua Cartago, a fanáticos que fueron convencidos de que San Miguel lucharía con ellos para asegurarles la salvación a su muerte.” Pedimos perdón al lector por citar un pasaje tan imprudente, señalando que solo demuestra nuestra tesis, y añadiremos que, en España, Austria, Francia e Italia, quizá más que en ningún otro lugar, San Miguel ha sido siempre considerado como el principal Patrón de la buena muerte. Según San Juan Crisóstomo, Clodoveo lo reconocía tan bien que, desde su bautismo, se encomendaba cada día al glorioso Arcángel que patrocinaba la muerte de los cristianos, y le dirigía esta oración: “Oh San Miguel, tú que eres el más poderoso ayudante de los cristianos en la hora de la muerte, en ti pongo mi confianza. Dame una muerte preciosa ante Dios.” En el siglo XI, San Pantaleón afirmó que la función atribuida a San Miguel de proteger a los moribundos era un privilegio secular reconocido por todos: PRIVILEGIUM SÆCULARE ET AB OMNIBUS RECOGNITUM: UN PRIVILEGIO DEL SIGLO Y RECONOCIDO POR TODOS. Esta es la opinión que San Jerónimo había expresado anteriormente cuando dijo que San Miguel asistía a las almas desde su aparición en la tierra, y especialmente en esa temida hora del paso de la vida a la eternidad. Bellarmin y Suárez, apoyándose en Santo Tomás, declaran que San Miguel es el Ángel Patrón de la Buena Muerte, y que quien se encomienda sinceramente a él no morirá en estado de pecado mortal, sino que se salvará por su poderosa protección en ese momento supremo de agonía. Además, los Pontífices han autorizado y enriquecido con indulgencias varias cofradías que se han erigido con el nombre de Cofradías de San Miguel de la Buena Muerte. Si hemos de creer a un cronista fiable, veintinueve mil parroquias se inscribieron en estas Cofradías en el siglo pasado. La Revolución Francesa, y, en otros países, la indiferencia, han hecho olvidar estas saludables prácticas de devoción. Sin embargo, esta creencia aún no ha desaparecido del todo, e incluso desde hace algún tiempo se ha ido extendiendo y desarrollando, gracias a las bendiciones e indulgencias con las que los Sumos Pontífices Pío IX y León XIII se han dignado a enriquecer la Archicofradía de San Miguel. Y como se puede leer en los estatutos aprobados por el Tribunal de Roma, esta preciosa Archicofradía tiene como objetivo, al igual que las antiguas Cofradías de San Miguel, obtener del Santo Arcángel, no sólo la preservación de una muerte repentina e imprevista, sino sobre todo la gracia de una BUENA MUERTE. San Miguel, además, respondió a la confianza de sus devotos servidores manifestando, de forma milagrosa y visible, su poder casi soberano sobre las almas en el último término de la vida, según la expresión de Gregorio de Tours. Entre los muchos hechos que registra la historia, recordemos solo esta historia que relata San Anselmo sobre la muerte de un religioso del monasterio de Bec, del que era abad. Satanás trataba de perturbar a este pobre moribundo con el recuerdo de sus pecados y la negligencia que había mostrado en sus deberes religiosos. Pero San Miguel se le apareció tres veces a este santo monje, logró tranquilizarlo y derritió al demonio con estas palabras de consuelo para las almas devotas de San Miguel: “Aprende que nunca tendrás ningún poder sobre aquellos que recurren a mí y que están bajo mi protección.” Apenas nuestro Santo Arcángel pronunció estas palabras, el demonio huyó con un grito estridente, y el pobre paciente murió en paz. No es de extrañar, por tanto, que los santos tuvieran a bien encomendarse a San Miguel para obtener la gracia de una buena muerte, y que insistan tanto en que todo cristiano le confíe esta última hora, tan importante para su glorificación eterna. Tengamos, pues, siempre en nuestros labios esta hermosa oración que San Anselmo hacía cada día antes de celebrar el augusto sacrificio de la Misa:  “San Miguel, Arcángel de Dios, guardián del cielo, ven en mi ayuda en el momento de mi muerte, sé mi defensa contra el espíritu maligno y conduce mi alma al paraíso del júbilo eterno.”

  

MEDITACIÓN

 

   Morir bien, dice un médico, es lo importante, lo único, el objeto de todas nuestras preocupaciones. En efecto, de qué sirven todos los bienes de la tierra, todas las ventajas físicas e intelectuales, si al final de su vida cae en el fuego eterno del infierno. Pero, ¡cuántas almas se exponen a ella imprudentemente, a veces por ignorancia u olvido, pero más a menudo por negligencia inexplicable! En efecto, ¿cuál es la condición necesaria para morir bien? ¿No es el estado de gracia, es decir, el estado en que se encuentra un alma cuando no tiene pecado mortal en su conciencia?

   Sea por nunca haberlo cometido (cosa rara) o por haberlo purificado por el Sacramento de la Penitencia. Eso sí, cuando se tiene la desgracia de ofender a Dios gravemente, se precisa recurrir a esa mediación que Jesucristo estableció para lavar nuestras faltas. ¡Cuántas almas se obstinan durante días, meses o años en ese estado de pecado mortal! ¿No es esa la imprudencia definitiva? Que la muerte asaltase por sorpresa a esos desdichados supondría su condenación eterna. ¡Cuántos réprobos se maldicen ahora por no haber aprovechado en su momento la gracia de la reconciliación! ¡Era algo tan fácil! No tenían más que arrodillarse ante un ministro del Señor, depositar en él todas sus culpas y penar por ellas, para que fueran remitidas y el día siguiente fuera el primero de su vida eterna. ¡Ah, aquellos que querrían ahora cumplir con aquello que en su día despreciaron, la necesidad de vivir en estado de gracia! No imitemos su insensatez, sino escuchemos el consejo de Dios y de los santos, acudamos al Sacramento de la Penitencia en caso de tener la debilidad de cometer una falta grave. Nunca nos vayamos a dormir con conciencia pecado mortal, no sea que la muerte nos sorprenda durante el sueño. Hagamos pues cada noche un acto de contrición desde lo más profundo de nuestro corazón por todos nuestros pecados presentes y pasados. Y no motivemos nuestra contrición solo en la inoportunidad del pecado y en el miedo a las penas del infierno, sino, principalmente, e incluso exclusivamente, en la perfección divina y el amor de Dios. Es decir, el amor puro, sincero y supremo de este Ser infinitamente santo, infinitamente perfecto, cuya suprema belleza y majestad nunca seremos capaces de admirar y adorar suficientemente. Si así lo hacemos, la gracia de Dios se quedará sobre nosotros y tendremos la dulce esperanza de gozar de una profunda calma en la hora de nuestra agonía y dormirnos en la paz del Señor a la espera de hallarnos en la alegría de la presencia del Divino Maestro.

  

ORACIÓN

 

   Oh ángel de la buena muerte, nos postramos humildemente a tus pies y te pedimos esta preciosísima gracia: que nos asistas en cada instante de nuestra vida para preservarnos del pecado mortal, y que, si alguna vez sucumbimos a la tentación, excites en nosotros la voz del remordimiento para que acudamos a ser limpiados en la santa Absolución para vivir permanentemente en estado de gracia; y que, en la hora de nuestra muerte, acudas presto a nuestro socorro, te dignes repeler todos los ataques con que el demonio nos agobiará. Ven a darnos valor por medio de tus santas inspiraciones y fortalécenos concediéndonos, en el nombre de Dios, una gracia especial y eficaz que nos conduzca a la morada de los bienaventurados. Amén.


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