jueves, 31 de octubre de 2024

BEATO ANGEL DE ACRI DE LA ORDEN DE FRAILES MENORES CAPUCHINOS (1669-1739)

 



DIA 31 DE OCTUBRE —

—Docto consejero.

—Terrible penitente.

—Devotísimo adorador.


   EL bienaventurado Ángel nació el 19 de octubre de 1669 en Acri, pequeña ciudad de Calabria, en el antiguo reino de Nápoles. Se llamaron sus afortunados padres Francisco Falcone y Diana Henrico o Errico. Fue bautizado al día siguiente, y recibió los nombres de Lucas Antonio. A los tres años, o tal vez antes, el obispo de Bisignano le administró el sacramento de la confirmación.

   Muy pronto se vio que aquel niño no estaba hecho para el mundo. Cuando apenas contaba cinco años, le sorprendió su madre rezando con fervor angelical, arrodillado sobre unas molestas piedrecillas ante una imagen de María Santísima. En otra circunstancia, quedó agradablemente sorprendida al ver que de la imagen de la celestial Señora salían unos rayos resplandecientes que iban a iluminar el rostro de su hijo, el cual parecía arrobado en la contemplación de la venerada imagen.

   Contra lo que es común en los niños de corta edad, sentía profundo desvío por los juegos de la infancia, y únicamente hallaba gusto en hacer altares, en los que colocaba imágenes de Santos que luego adornaba con las flores más galanas que podía hallar. Pasaba la mayor parte del día entregado a la oración y meditación, y, a veces, salía furtivamente de la casa paterna para irse a la puerta de la iglesia, donde permanecía muchas veces hasta bien entrada la noche elevando a Dios sus tiernas plegarias. Cuando lograba salir de su casa por la mañana, entraba en el templo para ayudar a misa y escuchar la divina palabra. Tan manifiestas disposiciones para la piedad regocijaban a sus padres y los movieron a dedicarle a estudios que le hicieran apto para en su día abrazar el estado eclesiástico.




VOCACIÓN DE LUCAS ANTONIO. — SU 

ORDENACIÓN




   Por aquel tiempo, dio una misión en la ciudad de Acri, el padre Antonio de Olivati, famoso predicador capuchino; sus patéticos sermones movieron a Lucas a hacer confesión general de su vida y a manifestar deseos de entrar en la Orden de Hermanos Menores Capuchinos. Encantado quedó el padre Antonio de los buenos propósitos y excelentes disposiciones del penitente; pero, pareciéndole demasiado joven para ingresar en el noviciado, le recomendó un poco de paciencia, y que, mientras llegaba el tiempo de poner por obra su determinación, meditase con asiduidad la Pasión de Nuestro Señor y comulgase todos los domingos. Siguió Lucas estos sabios consejos y por ello obtuvo de Dios la fortaleza necesaria para abandonar el mundo y abrazar la austeridad de la vida capuchina.

   Entró en el noviciado en 1687. Pero, cosa extraña y que, al poner de manifiesto la veleidad humana, nos dice que estemos siempre en guardia sobre nosotros mismos sin considerar las buenas inclinaciones y santidad de vida como garantía de perseverancia, antes miremos nuestra propia flaqueza y confiemos sólo en la gracia. Dos veces logró el común enemigo de las almas vencer al piadoso joven. En una de ellas, simulando la voz de su madre, le dijo: «Lucas Antonio, ven, que estoy enferma». Le representaba al mismo tiempo los halagadores placeres del mundo por un lado, y, por otro, las prolongadas austeridades de la vida religiosa. El asalto fue tan tremendo que el inexperto novicio estrenó las primeras armas con una derrota, pues abandonó el convento para lanzarse en el torbellino del mundo.

   Avergonzado de su cobardía y para calmar los remordimientos de su conciencia, volvió al noviciado en 1689, pero para abandonarlo al poco tiempo por segunda vez. Dios, sin embargo, le preservó, y aunque un tío suyo quiso decidirle a contraer un ventajoso matrimonio, el joven Lucas Antonio se negó a ello resueltamente, sintiendo renacer en su corazón el deseo de volver a abrazar la vida religiosa.

   Esta victoria sobre el mundo le atrajo nuevas gracias y bendiciones del cielo, porque al año siguiente (1690) entró en el noviciado capuchino de Beldevere y vistió el hábito por tercera ver el 12 de noviembre. El tentador volvió a presentar batalla exagerándole los rigores de la vida monástica pero el aleccionado novicio, corrió a postrarse a los pies de un crucifijo y exclamó con sollozos y lágrimas: « ¡Sálvame, Señor, que perezco!» Oyó entonces una voz que le decía: «Imita al Hermano Bernardo de Corleón». Era éste un santo lego, capuchino como él, fallecido en 1667. A ejemplo suyo, nuestro novicio castigó severamente su cuerpo todas las mañanas. Así fortificado con la oración y la penitencia, el Hermano Ángel —que por tal trocó el nombre de Lucas Antonio— permaneció inquebrantable; y, una vez terminado el noviciado, pronunció los votos solemnes en 1691.

   En cuanto hubo profesado, le enviaron los superiores a diferentes conventos para cursar filosofía y teología, en cuyas ciencias hizo rapidísimos progresos. En cierta ocasión observaron los religiosos con natural sorpresa, que la celda del Hermano Ángel se iluminaba con maravilloso resplandor y que aquella luz llenaba la casa. Con ello entendieron todos que Dios había escuchado las humildes y fervorosas plegarias de su siervo, encaminadas a obtener la verdadera sabiduría y la ciencia de los santos.

    «Si alguien quiere venir en pos de Mí —dijo el Señor—, tome su cruz y sígame». Ángel se abrazó a la cruz resueltamente, sin parar mientes en las austeridades que asustan al cuerpo, pero que tanto benefician al alma. Todos los viernes se frotaba la lengua con hiel y acíbar, para sentir amargor durante el día. Diariamente se disciplinaba sin compasión hasta desgarrarse las carnes, y entre éstas y el hábito, introducía, a guisa de calmantes, gran número de ortigas, amén del silicio que constantemente llevaba. Estas mortificaciones no le impedían estar siempre sonriente y satisfecho; se hubiera dicho que su habitual alegría era efecto de sus austeridades.

   Tras una preparación de once años de estudios y mortificaciones, fray Ángel fue llamado al sacerdocio; se ordenó de presbítero a fines de 1701. Conocedor de los terribles deberes del sacerdocio, dio este paso con temor y temblor, después de haberse preparado con muchas oraciones y lágrimas y prometiendo trabajar con todas sus fuerzas en la difusión del reino de Dios.

    Su amor a Jesucristo se alimentaba diariamente en los ardores del hogar inextinguible de la Sagrada Eucaristía; tan íntima llegó a ser su unión con el Cordero Celestial, que era frecuente verle arrobado en éxtasis después de la consagración; entonces su cuerpo aparecía como inflamado y sus facciones presentaban belleza angelical. No subía al altar sin haberse entregado antes a la oración y a la penitencia por espacio de una hora; para él no había cosa más dulce que hablar del Santísimo Sacramento; le bastaba decir unas palabras sobre la Sagrada Eucaristía para caer en éxtasis.

   El amor es por su naturaleza expansivo; y como encontrara estrechos los límites del corazón del padre Ángel, amenazaba salir de él rompiendo las paredes que le encerraban, dándose repetidas veces el caso de tener que derramar agua fría sobre su pecho para templar los ardores que le abrasaban. Sus palabras y sus actos estaban impregnados todos del amor que le consumía, amor no distinto del que en otro tiempo consumiera el corazón del Serafín de Asís. « ¡Qué dulce es amar a Dios! ¡Oh Amor no amado!», exclamaba a veces. Jesús, en cambio, favoreció a su siervo con varías apariciones, especialmente en 1701 en el convento de Rossano, y en 1722 en Paterno. Aparecía en forma de niño y conversaba familiarmente con él. Sin embargo, en cierta ocasión observó el santo religioso que del semblante del Niño Jesús salían rayos de majestad que le hacían estremecer. « ¡Dios mío, Dios mío!» exclamaba—, si, con ser tan grande vuestro amor, os mostráis tan terrible, ¿cómo seréis cuando, sentado en vuestro tribunal, nos juzguéis?»

   Al amor a Nuestro Señor, juntó el padre Ángel una ternísima devoción a la Santísima Virgen, por la que el Hijo de Dios —como canta Santo Tomás en el himno Verbum Supernum— se hizo «nuestro hermano, nuestro alimento, nuestro rescate y nuestra recompensa». Cuando oía el nombre de la bendita Madre, o veía alguna de sus imágenes, hacía una profunda reverencia. Sentía particular placer en hablar de la Purísima Concepción, doctrina carísima para la Orden Franciscana desde su fundación.

   La vida del padre Ángel era una oración continua; acudía antes que nadie al oficio divino y salía el último del coro; en los caminos, en las plazas públicas, en las casas particulares, en todas partes oraba. De su corazón salían, a manera de dardos, inflamados suspiros de abrasado amor. Como le preguntasen cierto día la razón de aquellos suspiros, respondió: «No puedo pensar en Dios sin que sienta mi corazón a punto de romperse».





MISIONES DEL BEATO. — AVISO DE DIOS




   Hubiera querido el siervo de Dios no tener más ocupación que rezar, y no salir de su celda más que para ir a la iglesia; pero los superiores, que conocían sus virtudes y talentos, le dedicaron al ejercicio de la predicación. Comenzó su labor apostólica en la Cuaresma de 1702, en San Jorge; se preparó con gran esmero para salir airoso de su cometido, y escribió puntualmente todos sus sermones; pero, a pesar de su prodigiosa memoria, a poco de subir al púlpito advirtió que perdía el hilo de sus ideas, y aun llegó al extremo de tener que descender de la sagrada cátedra sin acabar su sermón. Como es de suponer, regresó a su convento lleno de tristeza; rogó a Nuestro Señor le diera a conocer la causa de aquella repentina incapacidad, que juzgaba ser grave obstáculo para obrar el bien en las almas. «Nada temas —le respondió una voz de lo alto—, yo te daré el don de la palabra.  ¿Quién sois? —preguntó el misionero. En aquel momento se conmovieron las paredes de su celda a impulsos de un misterioso temblor, y cual otro Moisés en el monte, oyó esta respuesta: « Yo soy el que soy, y te ordeno que prediques en estilo sencillo para que todos puedan entenderte».

   En aquel mismo punto el padre Ángel de Acri destruyó los sermones que con tanta elegancia de estilo había escrito, y se prometió no consultar en adelante otros libros que la Biblia y el Crucifijo. No tuvo que arrepentirse de su determinación, porque poniendo a contribución el don de sabiduría que había recibido del cielo, sacaba de la Sagrada Escritura tan sabias enseñanzas y aplicaciones tan oportunas que uno de los hombres más sabios de su época, Monseñor Perimezzi, obispo de Oppido, decía lleno de admiración«No sería yo quien me atreviera a explicar un texto de la Biblia delante del padre Ángel».

   Con estos antecedentes, casi huelga decir que los frutos que obtuvo nuestro bienaventurado de su predicación fueron admirables. Asombra el número de las conversiones que logró; pero aún son más asombrosas las circunstancias que a muchas de aquellas conversiones acompañaron: La marquesa de Bisignano, dama de vida demasiado mundana, se conmovió de tal manera oyendo predicar al padre Ángel, que se disciplinó en público para expiar sus pasados extravíos. Los más terribles blasfemos, al oírle exponer la malicia del pecado, se postraban en tierra pidiendo misericordia, y los disolutos se presentaban a él cubiertos de ceniza y en hábito de penitentes. El padre Ángel los acogía con bondad y los despedía con la gracia de Dios en el alma y la alegría en el corazón.

   Entre las obras apostólicas del padre Ángel, conviene mencionar sus predicaciones en Nápoles el año 1711, señaladas por un providencial incidente que contribuyó a multiplicar los frutos de salvación. El cardenal arzobispo llamó al célebre capuchino para la predicación cuaresmal en la iglesia de San Eloy. El lenguaje llano y sencillo del misionero decepcionó a los napolitanos, que esperaban de él mayor elocuencia, por lo cual poco a poco dejaron de acudir a las pláticas; la iglesia quedó casi desierta desde el tercer día. Poco satisfecho el cura del escaso éxito del orador, le despidió con mucha política. El siervo de Dios tomó su bastón de viajero y salió de Nápoles sin decir una palabra; más enterado el cardenal de su partida, despachó a un mensajero para que le hiciera volver a la ciudad, orden que fue obedecida por el santo predicador con la misma prontitud con que había deferido a las corteses insinuaciones del párroco.

   Por mandato del cardenal subió de nuevo al pulpito, y esta vez la iglesia se hallaba llena de fieles, quizá porque la noticia de su inesperada partida y el empeño que mostraba el cardenal en que siguiera predicando, picó la curiosidad de las gentes, si es que no se arrepintieron de su descortesía. Hay que decir que no pocos acudieron al templo saboreando también el insano placer de burlarse del predicador. Este, sin dar muestras de acordarse de su fracaso, predicó en el estilo llano que acostumbraba, y cuando acabó el sermón, hizo a su auditorio la recomendación siguiente: «Pídoos, hermanos míos, que recéis un Padrenuestro y un Avemaría por el alma del que al salir de la iglesia ha de ser víctima de un terrible accidente».

 ¡Qué fanático! exclamaron unos.

 ¡Es un visionario! dijeron otros. Algunos, muy pocos, dieron fe a la amenaza del misionero. Entretanto comenzó el público a salir del templo, y todos vieron caer a un hombre en medio de la plaza como herido por un rayo. Se supo en seguida que era uno de los que, alardeando de despreocupación, se había entretenido en glosar con groseras burlas los sermones del padre Ángel, y que había ido a la iglesia para mofarse del predicador.

   El efecto que produjo en los espíritus fue decisivo, porque a partir de aquel día, toda la ciudad acudió en masa a los sermones con muestras de gran compunción. Las conversiones fueron entonces muchísimas.





LA CIUDAD REBELDE. — LA ESPADA DE 

DOLOR



   En 1738 recibió el encargo de predicar en San Germano, territorio de la abadía del monte Casino. La ciudad daba a la sazón el repugnante espectáculo de la más desenfrenada lujuria. En vano el misionero habla de Dios, apela a su justicia, recuerda la fealdad del vicio y amenaza con los tormentos del infierno, porque nadie le escucha. Ante un endurecimiento tan pertinaz, nuestro Beato exclama al trasponer sus muros: « ¡Oh ciudad maldita! ¡No quieres convertirte, pero en castigo de tu contumacia, perecerás esta noche como Sodoma y Gomorra!» Y así fue, efectivamente, pues la aurora del siguiente día alumbró los escombros de la ciudad, destruida en pocas horas por un violento incendio. El padre Ángel obtuvo de Dios el fin de aquel azote acudiendo a la oración fervorosa y a sangrientas disciplinas; presenciaron el milagro el abad y numerosos testigos.

   La devoción ardiente que profesaba a la Pasión del Redentor, le hacía siempre tomarla como tema de todas sus meditaciones. Nuestro Señor recompensó este culto que el Beato tributaba a los dolores y tribulaciones que había pasado para salvar a los hombres, apareciéndosele algunas veces cubierto de heridas y sangre, como se encontraba en el santo madero de la cruz. Cierto día, hallándose en el convento de Acri meditando en la Pasión de Jesucristo, sintió repentinamente en el corazón un dolor agudísimo, como si se lo hubieran atravesado con una espada, y no pudo reprimir los sollozos mientras sus ojos se bañaban en lágrimas. En aquel mismo instante se le apareció Nuestro Señor Jesucristo con el cuerpo ensangrentado y desgarrado por la cruel flagelación. A la vista de tan doloroso espectáculo, no sólo reprimió el Beato Ángel sus sollozos, sino que ofreció al Señor sus sentimientos en prendas de su amor.

 ¿Qué deseas? le preguntó entonces el Divino Maestro.

Señor, mi voluntad es la vuestra respondió el discípulo.

   Desapareció la visión, pero desde entonces nuestro Beato sintió con variaciones de intensidad el mismo agudo dolor en su corazón.






EL BEATO ÁNGEL, PROVINCIAL. — SUS 

MILAGROS




   De 1717 a 1720, el padre Ángel fue ministro provincial de Cosenza. Regla viva de sus inferiores, en todo daba ejemplo de la más completa abnegación. Barría la cocina, hacía las camas de los enfermos, curaba sus llagas, y servía a los huéspedes del convento. Sobre todo, exhortaba a sus hijos espirituales a entregarse confiados en brazos de la Divina Providencia; y, para que mejor entendieran sus enseñanzas, daba a los pobres cuanto le parecía superfluo sin que el porvenir le preocupara lo más mínimo.

   Se creía obligado a servir a los Hermanos; se llamaba a sí propio «el último de todos, el más ignorante de los hombres, y un miserable, dos veces desertor del convento». Aceptaba las afrentas con la mayor alegría. Como un villano le insultara en la plaza pública llamándole «ignorante», no acertó a vengarse de otra manera que besándole los pies. Y si alguna vez le apedreaban, daba gracias a Dios. De 1727 a 1729 vivió el padre Ángel, con el consentimiento del papa Benedicto XIII, en casa del príncipe de Bisignano, y cuando éste le daba alguna muestra de respeto, decía el humilde capuchino: «Acuérdese que soy hijo de un cabrero».

   Pero cuanto más se humillaba a sí mismo, tanto más le engrandecía Dios. De todas partes, incluso del extranjero, acudía la gente a pedirle consejo; los obispes se encomendaban en sus oraciones; las muchedumbres besaban sus manos y cortaban las franjas de sus vestidos para guardarlas como preciosas reliquias.

   Dios le otorgó el don de milagros y puede decirse de él que es uno de los santos que los ha repartido sin cuento. Nada resistía a su fervorosa oración: ni el demonio, ni el fuego, ni el agua, ni los insectos dañinos, ni las enfermedades cualesquiera que fueran. Libró del demonio a muchos posesos, entre otros a una persona atormentada del espíritu maligno desde hacía diez años.

   Le dotó también el Señor del don de profecía, y fueron muchas las personas a quienes la muerte cogió en gracia de Dios por haber dado fe a las palabras con que el padre Ángel les anunciaba su próximo fin.

   El mismo día en que las tropas del príncipe Eugenio de Saboya —16 de agosto de 1717— libraban del dominio turco la ciudad de Belgrado, salió el Padre de su celda exclamando: «Echad las campanas a vuelo, cantemos él Te Deum, demos gracias a Dios, que merced a la intercesión de la Santísima Virgen, los cristianos han derrotado a los turcos en Belgrado». Se tomó nota del día y hora, y pronto se confirmó la realidad del hecho.






MUERTE DEL BEATO ÁNGEL



 
   Seis meses antes de su muerte le sobrevino la ceguera; pero, por un milagro singular, recobraba la vista para rezar el Oficio divino y celebrar el santo sacrificio de la Misa. Finalmente, unos días antes de entregar su bendita alma al Criador, dijo al religioso lego que le servía: «Hermano, saldré de este mundo el viernes por la mañana al despuntar el alba». El día 24 de octubre de 1739 cayó enfermo y recibió la Extremaunción. Intentó Satanás un supremo esfuerzo para vencerle, pero se vio también derrotado, porque el moribundo, sacando fuerzas de su debilidad, exclamó con severo acento: «Retírate, Satanás». Expiró el 30 de octubre, sellando sus labios los dulces nombres de Jesús y de María.

   Su cuerpo, que exhalaba suave olor, fue inhumado el 1.° de noviembre en la iglesia del convento. León XII le beatificó el 18 de diciembre de 1825; el oficio, aprobado en 1833, se insertó en el Breviario de los Hermanos Menores Capuchinos.







“EL SANTO DE CADA DÍA”


(1946)

miércoles, 30 de octubre de 2024

SAN ALFONSO RODRIGUEZ HERMANO COADJUTOR JESUÍTA (1531-1617) DÍA 30 DE OCTUBRE

 


   La antigua ciudad de Segovia, en pasados tiempos lugar de recreo, durante la conquista romana, se convirtió en ciudad floreciente mientras dominaron los musulmanes, pues en los extensos declives del Guadarrama, pacían blancos rebaños cuya lana abastecía a la industria de paños. En esta ciudad nació, el 25 de julio de 1531, Alfonso Rodríguez, quien llegaría a grande santidad siendo hermano coadjutor jesuita.

   Junto a los muros de la ciudad, al pie de los arcos del monumental acueducto romano, vivía en la parroquia de Santa Coloma, un hábil tejedor llamado Diego Rodríguez. Estaba casado con una virtuosa mujer, María Gómez de Alvarado, y Dios había bendecido este matrimonio concediéndole siete varones y cuatro niñas. Alfonso era el tercero.

   Ya desde sus primeros años, era Alfonso un niño piadoso, reflexivo y movido de aspiraciones sobrenaturales. Se distinguió muy principalmente por su tierna devoción a la Santísima Virgen María. Cierto día en que estaba como absorto en éxtasis ante una imagen de María, se le oyó musitar:

   — ¡Oh, Señora mía! ¡Si supierais cuánto os amo! Os amo tanto, que Vos no podríais nunca llegar a amarme más.

Te engañas, hijo mío le respondió la Virgen Inmaculada, que le apareció visiblemente—, porque te amo mucho más que tú puedes amarme.  



LA VIDA DE ALFONSO EN EL MUNDO


   Siendo muy jovencito ingresó en la escuela de los Franciscanos, que estaba muy próxima a su casa. Cuando tenía diez años, dos Padres Jesuitas dieron una misión en Segovia y se hospedaron en la casa de campo de Diego, padre de nuestro Santo. Designado para servirlos, Alfonso puso tal diligencia en ello, que los misioneros, para recompensarle, le enseñaron el catecismo y el modo de rezar el rosario. Este primer roce con la Compañía de Jesús, grabó en su corazón huella profunda, que influiría más tarde en su decisión de abandonar el mundo.

   En 1543, acababa de llegar a Alcalá Francisco de Villanueva, enviado por San Ignacio para fundar un colegio. No bien tuvo Diego noticia de esta fundación, se apresuró a enviar allá a sus dos hijos mayores, Diego y Alfonso. Pero, apenas transcurrido un año, los dos estudiantes hubieron de dejar el colegio; su padre acababa de fallecer y la madre tenía necesidad de su presencia para dirigir los negocios de la familia. Como el hermano mayor tenía ya muy adelantados los estudios y daba buenas esperanzas, le permitieron continuarlos; pero Alfonso hubo de resignarse a tomar la dirección del comercio de su padre.

   Las almas escogidas, atraídas por las cosas divinas, son a menudo inhábiles para los negocios humanos. Alfonso pronto vio que bajo su dirección se multiplicaban las dificultades y los trastornos; la educación de Diego, la división de las tierras después del fallecimiento del padre, las guerras en las que Carlos I empeñó por entonces a España, la prohibición de la exportación de tejidos, hicieron que el negocio familiar fuera de mal en peor. Por deferencia a los deseos de su madre y de sus parientes, y esperando que la dote de una mujer le ayudaría a equilibrar la fortuna de su casa, Alfonso contrajo matrimonio en 1557 con María Suárez, hija de un ganadero de buena fama, en la villa vecina de Pedraza; contaba a la sazón veintiséis años. El joven matrimonio se estableció en Segovia, en la calle del Mercado.

   Dos años más tarde se abría en Segovia un colegio de Jesuitas, del cual el padre Luis Santander fue nombrado Rector. La palabra ardiente de este predicador incansable y director consumado de almas, atrajo hacia sí la simpatía y afecto de todas las familias cristianas de Segovia. Alfonso Rodríguez era uno de sus más asiduos oyentes y auxiliar de los más efectivos, según sus cortos recursos se lo permitían. Había escogido para vivienda una casa en la vecindad de la iglesia de San Justo, y allí se instaló con su familia, que se componía de ambos esposos, dos niños y una niña. Reiteradas pérdidas que Alfonso no pudo superar, lo sumieron en tal peligro, que su hermano mayor Diego tuvo que abandonar los estudios de Derecho y vino a asociarse con él.



LAS PRIMERAS PRUEBAS


   Dios que tenía sobre Alfonso sus designios, como los tiene sobre todas las almas, quiso formarle y purificarle en el crisol del sufrimiento, y multiplicó las pruebas. La pequeña María, la hija que tanto amaba, le fue arrebatada repentinamente en el mismo momento en que su mujer caía enferma. Ésta, a su vez, falleció, tras larga y costosa enfermedad, poco después del nacimiento de su segundo hijo. El mayor, Gaspar, siguió de cerca en la muerte a su madre y a su hermana, y de este modo Alfonso quedó viudo a los treinta y un años, con un tierno hijo que educar. Creyendo que estas sucesivas desgracias eran enviadas por Dios como castigo de sus pecados, se llenó de ansiedad acerca de la salvación de su alma. El horror al pecado mortal se hizo en él tan obsesionante, que pidió generosamente a Dios el favor de sufrir en esta vida todos los tormentos del infierno antes que caer en un solo pecado. Después de haber formulado este heroico anhelo, se ofreció a Dios con una primera consagración total. Habiendo hecho confesión general, se obligó a ayunar los viernes y los sábados, empezó a darse disciplinas y a llevar cilicio, y se entregó a prolongada meditación.

   Un año después de la muerte de su mujer, Alfonso perdió a su madre. El último de sus hijos, Alfonso, no tardó en volar a unírsele en el cielo.



PRECEPTOR. — ENSAYO DE VIDA EREMÍTICA


   Roto así todo lazo de afecto humano, le vino el pensamiento de la vida religiosa. Por haber sido trasladado el padre Santander de Segovia a Valencia, fue el padre Martínez quien le dirigió en el camino del espíritu. Al espanto de los escrúpulos sobre la indignidad de su alma, se siguió la suavidad de un generoso y confiado amor de Dios.

   A pesar de todos sus propósitos, seis años habían transcurrido desde que en realidad abandonara el mundo, y el negocio de su vocación seguía sin resolver. Tras muchas vacilaciones fundadas en su humildad, se animó y solicitó su admisión en la Compañía de Jesús. La edad de treinta y ocho años y su escasa instrucción, eran impedimento para ser admitido como escolar, es decir, como religioso que se prepara para el sacerdocio. Su salud, muy quebrantada por las austeridades excesivas a que se entregaba, fue también un obstáculo a su admisión como hermano coadjutor, a pesar del informe favorable del padre Martínez. Este, ante la negativa, dio al postulante el consejo de ir a Valencia a entrevistarse con el padre Santander.

   Sin vacilar, Alfonso entregó a sus dos hermanos todo lo que poseía, y tomó el camino de Valencia, adonde llegó a fines del 1568. Se vio obligado, durante el largo trayecto, a pedir humildemente hospedaje en diferentes casas religiosas, pues sus recursos se agotaron pronto. Para darse tiempo de dirigirle de nuevo y tomar sobre el asunto una determinación, el padre Santander le colocó como portero en casa de un comerciante llamado Fernando Chemillos. Mientras tanto, Alfonso, a pesar de sus treinta y nueve años, estudiaba los primeros rudimentos de latín. Pasado algún tiempo, el postulante entró en casa del marqués de Terranova para encargarse del cuidado de su hijo Luis de Mendoza.

   Por consejo de su confesor, Alfonso resolvió reiterar su solicitud de admisión en la Compañía de Jesús, si no como escolar, al menos como hermano coadjutor. A punto estaba de ver cumplido su deseo, cuando el diablo le tendió un lazo en el que estuvo a punto de aventurar su vocación. Un amigo de su misma edad, al que había conocido en el colegio de Valencia, quiso llevarle a un eremitorio que había en un pueblo cercano. Alfonso cedió y fue durante algún tiempo compañero del ermitaño. Las impertinencias de éste y sus rarezas de vida y de vestido le cansaron, y volvió a su vida anterior. Apenas salió del eremitorio, fue a encontrar a su confesor, el cual le reprendió ásperamente. Alfonso prometió a su director sumisión completa. Los acontecimientos probaron que aquel ermitaño era un falso devoto.




SU VIDA DERELIGIOSO




   En esto vino a Valencia el padre Cordeses, provincial, el cual, a instancias del rector del Colegio, acabó, a pesar de nuevas objeciones respecto a la escasa instrucción y a la salud del postulante, por aceptar a Alfonso como hermano coadjutor.

   Siete años hacía que estaba fundada la Compañía de Jesús, cuando San Ignacio de Loyola creyó llegada la hora de asociar definitivamente a los Padres y Hermanos escolares, hermanos coadjutores o legos, a ejemplo de lo que practicaban desde hacía tiempo las Órdenes antiguas. En la mañana del 31 de enero de 1571, Alfonso Rodríguez fue admitido como novicio. Acertadamente juzgaron que los años de penitencia y de retiro voluntario que había pasado en medio del mundo, suplían el postulantado. La casa de noviciado que provisionalmente se estableció en Valencia y después en Gandía, cerca del santo duque Francisco de Borja, se fijó más tarde en Zaragoza; pero el Hermano Alfonso no fue enviado a ella, sino que siguió en Valencia. Habiendo sus superiores disminuido las penitencias exageradas que se había impuesto, con riesgo para su salud, se entregó con verdadero gozo y gran diligencia a los trabajos más pesados y humildes; abandonó su alma enteramente a la intimidad de Jesús y particularmente de Jesús doliente.

   La mejor prueba de los progresos del Hermano Alfonso en la vida espiritual, es que, tras seis meses de noviciado, le enviaron los superiores a Mallorca, a la casa de Montesión, en donde iba a establecerse un colegio. Allí, cuando el buen Hermano terminaba sus rezos y devociones, ayudaba a los albañiles en la construcción de la capilla o acompañaba a algún Padre en las obras de apostolado de la ciudad o de las cercanías.

   A fines de enero de 1573, los dos años de noviciado tocaban a término, pero no hizo los votos hasta el 5 de abril. Después de la profesión, por orden del padre Torrens, empezó Alfonso a escribir su autobiografía que es un documento precioso para los historiadores de su vida.



COMO EL ORO EN EL CRISOL


   Pronto comenzaron las pruebas. A los fáciles comienzos sucedió la verdadera señal de los elegidos: la tentación, tortura moral, la peor de todas, que agota las fuerzas, que acrisola, que eleva el alma, dejándola jadeante en el Corazón divino. Las alegrías y satisfacciones que Alfonso había tenido en el matrimonio le seguían con recuerdo obsesionante y de acuciadora tenacidad; las inclinaciones más molestas de la naturaleza, que él creía adormecidas y domadas por la penitencia, se despertaron implacables e imperiosas en el mediodía de sus años. Y le causaron una turbación continua. En la tormenta, Alfonso se refugió junto a Jesús y María. Los demonios, para vengarse de su derrota, le maltrataron con rabia infernal; dos veces —refiere su biógrafo— le precipitaron de lo alto de la escalera.

   Otra prueba, no menos espantosa, pero también señal de predestinación, es la sequedad espiritual que experimentan los dados a la oración. De ella no se vio libre el Hermano Alfonso. Supo de sus tormentos, pero la obediencia a sus directores le alcanzó la victoria. Esas luchas morales, muy agotadoras, habían alterado su salud, por lo que fue nombrado portero del colegio de Montesión, cargo que habría de desempeñar durante más de treinta años. En este empleo delicado y absorbente, no dio nunca señal de la menor impaciencia, por mucho que le se importunase. El secreto de su paciencia estribaba en la fidelidad con que respondía en todo a los llamamientos divinos. El sonido de la campana, la llamada de un visitante, eran para él la voz de Dios. La oscuridad de su empleo no era obstáculo para que ejercitase su ingenioso celo por la santificación de las almas de sus prójimos; procuraba, por ejemplo, que los alumnos del Colegio se inscribiesen en la Congregación recientemente fundada, catequizaba a los pobres y vagabundos que acudían en demanda de limosna material, y hablaba de Dios y de la otra vida a cuantos allí se dirigían por diversos menesteres.

   A las torturas morales de que hemos hablado, se sumaron los dolores físicos. Dolores de estómago, de espalda y pecho le ahogaban, y en su lengua y otros miembros aparecieron forúnculos abrasadores que, durante catorce años, debían sumirle en una especie de purgatorio anticipado. En marzo de 1585, el padre Alfonso Román fue como visitador a Montesión, y en sus manos pronunció Alfonso los últimos votos. Este acto fue para él ocasión de afianzarse más en el espíritu de renunciamiento y de confianza ilimitada en la bondad divina. En 1591, el Hermano Rodríguez cumplió los sesenta años. Su salud, minada por continuas austeridades, empezó a declinar. Recibió orden de dormir en adelante en cama, pues hasta entonces lo había hecho durante algunas horas en una mesa o silla. Como en otro tiempo se interesó por la Cofradía de estudiantes, así trabajó ahora, sin miramiento a sus fuerzas, por la de caballeros, establecida en Mallorca en 1596.

   Los superiores decidieron relevarle de sus funciones de portero, para emplearle en ligeros trabajos del interior de la casa. No pudiendo ya ayudar a misa en la iglesia pública, lo hacía aún en la capilla privada y empleaba además una parte de la mañana oyendo las misas tardías celebradas por Padres achacosos o por sacerdotes visitantes. El padre Álvarez le mandó que prosiguiera escribiendo su Memorial y relatara todo lo que pudiera recordar de su vida interior en el pasado. Muy a pesar suyo, obedeció Alfonso, y, a partir de mayo de 1604, comenzó a redactar las primeras notas.


PORTADA DE LA IGLESIA DE MONTESIÓN


                   ALFONSO RODRÍGUEZ Y SAN PEDRO CLAVER


   Un año después de haber recibido esta orden, llegó a Montesión un joven religioso catalán, cuyo nombre quedará en adelante inseparablemente unido al del santo Hermano Rodríguez; era San Pedro Claver, que acababa de terminar los estudios de teología moral. Habiendo oído hablar de las virtudes del antiguo portero del colegio, le pidió una entrevista y le suplicó fuera su guía espiritual. Por inspiración divina, instó Alfonso a Pedro Claver que pidiera ir a las misiones de América. La hora de la separación llegó, y el anciano Hermano converso prometió al joven y ardiente apóstol la ayuda de sus oraciones, el mérito de sus penitencias y sufrimientos y le dio un librito escrito de su puño intitulado La perfección religiosa.

   El Señor le favoreció no pocas veces con el don de profecía. En una ocasión, debían de embarcarse doce religiosos del colegio de Mallorca para Valencia. El rector ordenó al Hermano Alfonso que consultara al Señor cuál fuera la suerte del viaje, y una voz interior respondió al Santo que el viaje sería «de oro». Se emprendió la navegación y sus principios fueron prósperos, pero cuando el navío estaba ya cerca de las costas de la Península fue apresado por los piratas que se llevaron a todos los pasajeros cautivos a Argel.

   Cuando llegaron a Mallorca las nuevas del desastre, todo fue consternación y desconsuelo, y recriminaron duramente al Hermano Alfonso su equivocación; pero el tiempo salió en su defensa sin mucho tardar y demostró que realmente la navegación había sido de «oro», pues los Padres cautivos convirtieron a muchos turcos, dieron pruebas heroicas de fortaleza, y, un año después, fueron rescatados y volvieron a España dando gracias a Dios que tan admirablemente los había favorecido durante su cautiverio.





MUERTE DEL SANTO



   Aun esperaban al Santo las últimas amarguras, las pruebas decisivas. Alfonso fue víctima de la humana flaqueza. Los milagros que ya en vida obraba el Señor por su virtud, sus méritos y mortificaciones, parecieron hacer sombra a ciertos espíritus. El nuevo provincial, padre José de Villegas, al que se había predispuesto en contra del que ya consideraban como taumaturgo poderoso, se entregó a minuciosa información del carácter y de la vida interior del Hermano Alfonso.

   Con tacto y prudencia, prohibió que se tuviera ya como reliquias lo que pertenecía al religioso. Le pareció exagerado el valor que se daba a sus escritos espirituales, y para probar al buen Hermano, le hizo reproches públicos. El anciano no experimentó sino alegría y fortaleza.

   Con el alma inundada de antemano de celestes resplandores, y el cuerpo purificado por sufrimientos expiatorios, Alfonso Rodríguez podía comparecer ante el Juez que, con una mirada, escudriña lo más recóndito del pensamiento y del corazón. Tras nuevas tentaciones de desaliento, asaltos reiterados de todas clases, enfermedades humillantes y dolorosas, la hora de la liberación sonó por fin. Recibió el santo Viático y la Extremaunción. Tan débil se encontraba, que se le hubo de sostener mientras recibía la Sagrada Comunión. Los días que siguieron a estos actos, semejaba estar en éxtasis y no abría los labios más que para pronunciar los santos nombres de Jesús y de María. 



   E1 31 de octubre, hacia media noche, exclamó como si despertara de un profundo sueño: «He aquí el Esposo que viene»; y, sosegándose, expiró poco después mientras pronunciaba en alta voz el nombre de Jesús. Contaba ochenta y seis años.

   La noticia de su muerte produjo en toda la ciudad un sentimiento de profundo dolor, que se manifestó por la afluencia de gentes de todas las clases sociales, todas ellas con las señales de la más viva aflicción en sus semblantes, bañados en lágrimas los ojos y dejando asomar a ellos el luto que llevaban en sus corazones.

   Los funerales fueron magníficos; a ellos asistieron el virrey y todas las autoridades civiles de la Isla; querían, de este modo, honrar la memoria de aquel humilde portero que cifraba su mayor ventura en ser menospreciado. Asistieron también al solemne acto el prelado, cabildo, clero y comunidades religiosas, y cerraba el fúnebre cortejo una muchedumbre de pueblo, que, con voces plañideras, pregonaba las heroicas virtudes de nuestro bienaventurado.

   Gran número de milagros obrados por Dios junto a la sepultura, dieron testimonio elocuente de su santidad. Hechas las correspondientes diligencias canónicas, fue beatificado por el papa León XII en 1825, y el 8 de enero de 1888 el Sumo Pontífice León XIII, durante las fiestas de su jubileo sacerdotal, decretó la canonización de diez grandes siervos de Dios: los siete fundadores de los Servitas y tres Jesuitas: Pedro Claver, Juan Berchmans y Alfonso Rodríguez. La fiesta de San Alfonso se fijó en el día 30 de octubre.



SEPULCRO DE S. ALFONSO RODRÍGUEZ EN LA IGLESIA DE MONTESIÓN





“EL SANTO DE CADA DÍA”


(1946)