jueves, 16 de noviembre de 2017

STA. GERTRUDIS LA MAGNA. 17 DE NOVIEMBRE.






 “Corazón perforado por la lanza, abre el mío con el dardo de tu amor”.




VIRGEN Y RELIGIOSA CISTERCIENSE (1256-1302).




   Entre las flores de santidad que, al finalizar el siglo XIII, esparcieron en el jardín de la Iglesia el grato aroma de eximias virtudes, se cuenta a Gertrudis la Magna, virgen cisterciense que debía adquirir gran celebridad por su ciencia, por su amor divino y por las íntimas comunicaciones con que Dios la favoreció. En su obra intitulada El Heraldo del amor divino, se hallan cuantas noticias sabemos acerca de su vida. Cinco libros comprende la citada obra; es el primero una especie de introducción compuesta por una de sus compañeras de claustro. Ella misma escribió el segundo, y los otros tres últimos han sido escritos conforme a las notas dictadas por la misma Santa.

    Nació Gertrudis el 6 de enero de 1256 en un lugar de Alemania que hasta hoy no ha sido posible determinar. Se ignora también el nombre y condición de sus padres. Sabemos, sin embargo, que, para satisfacer su deseo de consagrarse a Dios, la ofrecieron generosamente al monasterio cisterciense de Helfta, a la entrada de Eisleben, en Sajonia. Gertrudis, contaba a la sazón tan sólo cinco años. Desde este momento perteneció enteramente al celestial Esposo de las vírgenes. Era humilde, obediente, dócil; hallaba en el recogimiento y la oración todas sus delicias. Por su alegría sencilla y candorosa, por su caridad llena de finezas y por la dulzura de su trato, se atrajo el amor y veneración de todas las religiosas del convento y cautivó, con su delicada pureza, las miradas del Rey de los ángeles. 





   Muy pronto notaron sus Superiores que Dios la había dotado de una inteligencia extraordinaria y le dieron libertad para estudiar bajo la dirección de las religiosas más instruidas. Gertrudis aprendió la lengua latina y estudió las siete artes liberales cuyo programa comprendía toda la enseñanza primaria y secundaria de la época. La penetración de su espíritu y la facilidad de su memoria, favorecidas por la exquisita pureza de su corazón, aceleraron sus progresos en las ciencias.

   En un principio hallaba tanto gusto en los ejercicios de piedad como en el estudio; pero luego que se hubo entregado con ardor a la lectura de la retórica y de la filosofía, empezó a sentir excesiva afición a las ciencias profanas, con perjuicio de su fervor y devoción. Sin embargo, su corazón y su espíritu volvieron a gozar de perfecta paz a partir del 27 de enero de 1287, en que, según las Revelaciones, se le apareció Nuestro Señor.
   Desde este día, que ella llama de su «.conversión», no se ocupó más que de las ciencias sagradas. Se puso a estudiar la Sagrada Escritura, la Teología, y los escritos de los Santos Padres. Por lo demás, su modo de escudriñar la verdad, mejor parecía meditación espiritual que estudio propiamente dicho. «No podía saciarse —dice su biógrafa—de la suavidad admirable que gustaba en la contemplación y en la investigación de esta luz que está oculta en el sentido de la Escritura. Ésta, que le parecía más dulce que la miel y más agradable que la armonía de los conciertos, llenaba su corazón de una satisfacción y alegría casi continuas».

   De este modo adquirió una doctrina espiritual abundante y segura, acrecentada por las enseñanzas directas del Divino Maestro, de las cuales se valió para instruir a sus hermanas y santificar a muchas almas.




EL VERDADERO MAESTRO. — LA PRESENCIA DE DIOS



   El mismo Jesucristo quiso ser su maestro y enseñarle muy altas verdades que sería imposible encontrar en los libros. Derramó sobre ella luces tan puras y abundantes que, iluminada por ese divino resplandor, le parecía vanidad y tinieblas su vida anterior, perfecta, sin embargo, a los ojos de sus Hermanas. Este favor fue seguido de tan íntima unión con Dios, que jamás perdía de vista su dulce y amabilísima presencia por diversas que fueran las ocupaciones a que hubiera de entregarse. 

   Vivía también en aquel monasterio otra religiosa émula de Gertrudis en la perfección; era Santa Mectilde, hermana de la abadesa de Helfta, Gertrudis de Hackeborn, la cual durante largo tiempo ha sido confundida, por razón de homonimia, con Santa Gertrudis la Magna. Cantando Mectilde un día en el coro, vio a Jesucristo sobre un elevado trono y a Gertrudis paseándose en torno suyo, con los ojos siempre fijos en el rostro del Divino Maestro, doquiera que fuera, y sin dejar de cumplir con la mayor exactitud las diversas ocupaciones que le habían confiado. Como se extrañara Mectilde ante semejante espectáculo, le dijo el Señor:

   «Esta es la imagen de la vida que lleva mi querida Gertrudis ante mis ojos: siempre anda en mi presencia, no concede ningún descanso a sus deseos ni da tregua al celo ardiente que tiene de conocer lo que más agrada a mi Corazón, y tan pronto ha podido conocerlo, lo pone por obra con el mayor esmero y fidelidad. Y a pesar de eso no se detiene ahí, sino que busca en seguida algún nuevo deseo de mi voluntad, para redoblar su celo y practicar otros actos de virtud. De este modo, su vida entera es una perpetua alabanza en mi honor y a gloria mía».

   El único objeto de las preocupaciones de Gertrudis era Nuestro Señor, su gloria y la satisfacción de su divina voluntad; todo lo apreciaba desde este punto de vista; no se servía de las criaturas ni de los dones tan preciosos que había recibido de Dios sino para dirigirlos a este fin supremo. Nada para ella, nada para su propia satisfacción, ni para su propia gloria; todo, en cambio, para Dios. En sus vestidos, en sus muebles y libros, así como en todos los objetos que le estaban encomendados, sólo buscaba la necesidad o la utilidad, y tanto más amaba una cosa cuanto mejor le servía para honrar y complacer a Dios.

   Si se le daba algún objeto del cual tenía necesidad, lo recibía como obsequio de la mano de Dios. En fin, esta fiel esposa de Jesucristo consideraba su propia persona como propiedad de Dios y solamente por amor de Él atendía a las necesidades de su cuerpo y de su alma. Se miraba como un objeto consagrado al culto divino hasta tal punto que hubiera tenido por robo e impiedad el no emplearse únicamente en la gloria de su Dueño.




GERTRUDIS Y LA SANTA EUCARISTÍA


   La sagrada Eucaristía era como el centro de la piedad de Gertrudis, el horno donde su fervor se encendía y renovaba cada día. Todas las acciones que ejecutaba por la mañana, antes de la comunión, las ofrecía a Nuestro Señor como preparación para acercarse más dignamente a la sagrada Mesa, y todas las que seguían a la comunión, en el resto del día, se las ofrecía en homenaje como otros tantos actos de gratitud por el beneficio inestimable que había recibido. Un día, al tiempo de acercarse al sagrado Banquete, creyendo estar menos preparada que de ordinario, se decía a sí misma: «Mira que el Esposo te llama, ¿cómo harás para salir a su encuentro estando tan poco engalanada con los adornos de los méritos que le agradan?» Recuerda entonces su debilidad y su propia bajeza, se humilla profundamente y, poniendo toda su confianza en la infinita bondad de Dios, se dice: ¿Por qué tardar? Aunque tuvieras mil años para prepararte, nunca llegarías a estarlo dignamente, ya que nada absolutamente tienes de ti misma con que puedas lograr la difícil y magnífica preparación que Él merece; sin embargo, iré a su encuentro humilde y llena de confianza; y, cuando me haya visto, mi amado Salvador, impulsado por su propio amor, será bastante poderoso para enviarme los adornos que me faltaren».

   Penetrada de estos sentimientos se acercó a comulgar. Jesús se le apareció, irradiando bondad y misericordia, en una visión simbólica. Se vio entonces revestida de una túnica morada, emblema de humildad, de un adorno verde como la esperanza, de un manto de oro, símbolo de caridad, y ceñida su frente con preciosa corona de pedrerías, significando el gozo que siente Jesús al reinar en un corazón que le pertenece enteramente. Otra vez, al acercarse a comulgar, dijo a Nuestro Señor: «Oh Señor, ¿qué vais a darme hoy?» Y el Salvador le respondió: “Te daré a Mí mismo, con mi esencia divina, como la Virgen, mi Madre, me recibió en la Anunciación”. En otra circunstancia, después de comulgar, cuando con profundo recogimiento se ocupaba en su acción de gracias, Nuestro Señor se le presentó en forma de pelícano con el pecho desgarrado como para abrevar a sus polluelos con la propia Sangre. «Señor —exclamó Gertrudis—, ¿qué queréis enseñarme con esta visión? —Quiero hacerte considerar —dijo Jesús— de cuán excelente modo queda vivificada tu alma para la vida eterna al recibir este divino Manjar, puesto que es alimentada al modo como el tiernecito pelícano recibe la vida de la sangre que brota del corazón de su padre».

   Meditaba Gertrudis, cierto día, acerca de la vigilancia que debemos tener sobre nuestra lengua, destinada a recibir el precioso misterio de Cristo, cuando una luz sobrenatural la instruyó por medio de la siguiente comparación:

   «Aquel que consiente a su boca proferir palabras vanas, falsas o vergonzosas, murmuraciones u otras cosas semejantes, y se acerca a comulgar sin arrepentirse ni hacer penitencia, ese tal recibe a Jesucristo —en cuanto está de su parte— de igual modo que el que, al huésped que viene a su casa, lo recibiera, en el momento de traspasar el umbral, con una lluvia de piedras, o le aplastara la cabeza con un martillo de hierro. El que lea esta comparación —añade Gertrudis— considere con profundo sentimiento de compasión qué relación existe entre tamaña crueldad de nuestra parte y tanta bondad de parte del Señor; considere si el que lleno de misericordia viene a salvar al hombre merece ser perseguido con tan dura crueldad por aquellos que viene a salvar; y lo mismo digo de todos los demás pecados».

   La vidente asistía diariamente al santo sacrificio de la Misa. Un día, uniéndose al sacerdote en el momento de la elevación de la sagrada Hostia, ofrecía ella misma esta inmaculada Víctima al Eterno Padre como digna reparación de todos sus pecados; entonces conoció que Jesucristo se había dignado presentar al Padre el alma de su sierva. Y mientras ella se confundía en acción de gracias por tan inefable bondad, Jesucristo le hizo comprender esta verdad: cada vez que un cristiano asiste con devoción a la santa Misa, pensando en la Víctima que por nuestra salvación se inmola sobre el altar, Dios Padre le considera con misericordia a causa de su complacencia por la Hostia tres veces santa que se le ofrece en el inefable Sacrificio.






«TODAS TUS PETICIONES SON ESCUCHADAS»



   Leemos en El Heraldo del amor divino que, un año en que el frío amenazaba destruir a los hombres, animales y cosechas, acudió Gertrudis al Señor durante la Misa encomendándole éste y otros asuntos. Acabada su oración, tuvo la siguiente respuesta: «Hija, has de saber que todas tus peticiones son escuchadas. —Señor repuso la Santa—, dadme la prueba de esta bondad haciendo que cesen los rigores del frío». Al salir de Misa halló los caminos inundados de agua producida por el deshielo y por las nieves derretidas. Con general admiración, el tiempo favorable se mantuvo, comenzó la primavera y siguió sin ninguna interrupción.

   Muchas veces obtenía Gertrudis la asistencia divina milagrosamente y como por diversión. Si, por ejemplo, trabajaba sentada sobre un montón de paja y se le iba la aguja de las manos, decía para que todos la oyeran: «Señor, puesto que todo el trabajo que yo me tomara para buscarla resultaría inútil, buscádmela Vos mismo». Luego, sin mirar siquiera, alargaba la mano y la recogía al instante de en medio de la paja, cual si la estuviera viendo.




EL CORAZÓN DE JESÜS Y EL CORAZÓN DE GERTRUDIS


   Las revelaciones del Divino Maestro a Gertrudis parecen como el preludio de las que debía hacer cuatro siglos después a Santa Margarita María sobre la devoción a su Corazón Divino. Varias veces le descubrió las maravillas de este sagrado asilo abriéndoselo como refugio seguro y manantial inagotable de gracias. Le presentó cierto día su divino Corazón bajo la forma de un incensario de oro, del cual subían hasta el Padre celestial tantas columnas de perfumado incienso como son clases de hombres por los que Jesús dio su vida.

   Estando otra vez la Santa en oración, como a pesar de los esfuerzos que hacía para orar con atención no lograra evitar las distracciones que por efecto de la humana debilidad le asaltaban, decía entre sí, sumida en grande aflicción: « ¡Qué fruto puede esperarse de un ejercicio hecho con tal disipación de espíritu?» Entonces, Jesús, para consolarla le mostró su Corazón en forma de ardiente lámpara, y le dijo: «He aquí mi Corazón, las delicias de la Santísima Trinidad: te lo presento para que, llena de confianza, le pidas que cumpla en ti lo que no puedes hacer por ti misma; recomiéndale todas tus acciones para que Él las haga perfectas a mis ojos; desde hoy, este Corazón está siempre dispuesto a socorrerte y a reparar los defectos de tu negligencia». Con lo que la Santa recobró la paz y se llenó de alegría.

   «Señor mío Jesucristo —exclamaba con muchísima frecuencia—, por vuestro Corazón perforado por la lanza, os ruego abráis también el mío con los dardos de vuestro divino amor». Su ruego fue pronto satisfecho. Como en otro tiempo Francisco de Asís. Gertrudis recibió en su corazón la impresión de los sagrados estigmas; era el segundo año, o tal vez el primero de lo que ella llamaba «su conversión».

   En los escritos de la Santa se lee así: «Vi cómo de la llaga de la mano derecha del Crucificado salía un rayo de fuego que, cual aguda flecha, hizo una herida en mi pecho. Desde entonces, ¡oh Dios mío!, jamás he sentido que os hayáis separado de mi corazón. Cada vez que entraba dentro de mí, segura estaba de encontraros allí presente porque habíais herido mi alma con llaga de amor tan profunda, que a pesar de mi indignidad, nunca Vos me abandonabais. ¡Oh amor mío!, ¡mi Rey, mi Dios!, en la hora de mi muerte, tomadme bajo el amparo de vuestro Corazón sacratísimo. ¡Oh amor!, el impulso de mi corazón hacia el vuestro es tal que constituye su tormento; abridme la entrada saludable de vuestro amabilísimo Corazón; he aquí el mío, posesionaos de él, unidlo íntimamente al vuestro, ¡oh Jesús!; que vuestro Corazón deífico, traspasado ya por mi amor y sin cesar abierto a todos los pecadores, sea para ellos el primer lugar de su refugio y también el de mi alma cuando saliere de mi cuerpo».

   En otro lugar de sus escritos, dando gracias al Señor por todas sus bondades, continúa Gertrudis en estos términos:

   «A tantos favores habéis añadido una señal inestimable de vuestra amistad y de vuestra familiaridad dándome de diversas maneras vuestro Sagrado Corazón para que sea manantial abundante de todas mis delicias; ya ofreciéndomelo como un don puramente gratuito, ya, por una muestra más sensible de vuestra familiaridad, cambiando el vuestro por el mío.»

   Una vez Gertrudis se sintió milagrosamente atraída hacia el Corazón de Jesús y descansó en él por espacio de una hora en las delicias de un éxtasis maravilloso. En fin, ese misericordiosísimo Salvador dijo un día a Santa Mectilde, compañera e imitadora de nuestra Santa: «No podrás tú encontrarme en un lugar que me sea más grato y conveniente, que en el Sacramento del Altar y en el corazón de mi amada Gertrudis».




HUMILDAD Y SUFRIMIENTO


    A pesar de tantos y tan extraordinarios favores, nadie pudo jamás —dice su biógrafa— notar en ella el menor movimiento de orgullo o de propia complacencia. Consideraba hasta lo más nimio de sus defectos para humillarse siempre más y más. Cuantos mayores eran las gracias que recibía, más se humillaba ante la infinita bondad de Dios, reconociendo que todo lo debía a su pura misericordia, y se tenía por la más ingrata y despreciable de todas las criaturas. «Ah, Señor —exclamaba—; de todos los milagros que Vos obráis ninguno me parece tan grande como el prodigio de que soporte la tierra a una pecadora tan miserable como yo».

   AI igual que todas las almas abrasadas del amor divino, sentía grandísimo deseo de padecer por Dios, de tal modo que nada le parecía más triste que no tener pena que sufrir por su amor. Por eso se imponía tan rigurosas penitencias y aceptaba con alegría las enfermedades que Jesús le enviaba.

   La pasión del Salvador era el objeto principal y continuo de sus meditaciones. A menudo le concedía el Divino Maestro luces espirituales acerca de la inmensidad y extensión de sus sufrimientos; y aun se dignó grabar espiritualmente sus llagas en el corazón de Gertrudis. Un Viernes Santo, dijo a su divino Rey: «Enseñadme, os suplico, oh única esperanza de mi alma, por qué medios podría yo conocer mejor el beneficio de vuestra Pasión adorable». Jesús le respondió:

   «Aquel que renuncia a su propio juicio para someterse al parecer de otro, me consuela de mi cautividad y de los ultrajes que la acompañaron. Confesarse humildemente culpable, cuando uno es acusado, es reconocer dignamente el amor que me hizo aceptar una sentencia injusta.»




LAS «REVELACIONES». — MUERTE Y CULTO


   El celo por la salvación de las almas redimidas por la sangre de Jesucristo, apasionaba la de Gertrudis. Se la veía ante el Santísimo Sacramento o a los pies del crucifijo, implorar con abundantes lágrimas la salvación de los pobres pecadores. Sus cortas exhortaciones se encaminaban al único fin de procurar la gloria de Dios y hacerle amar de todos. Únicamente con el mismo objeto y por orden del Señor, emprendió en 1289 la redacción de sus Revelaciones, que completó hacia el año 1300, y cuyo texto fue aprobado, en vida de la Santa, por los teólogos más famosos de aquel tiempo.

   Aun no se ha podido determinar con exactitud la fecha ni las circunstancias precisas de la muerte de Gertrudis; sin embargo, los historiadores en general concuerdan en fijarla hacia 1302 o 1303. Un miércoles de Pascua, durante la comunión oyó que le decían: «Ven, electa mía, y yo haré de ti un trono». Algún tiempo después, a los padecimientos que habitualmente sufría, vinieron a juntarse dolores hepáticos que la torturaron durante varios meses. Bien oportunamente había escrito para provecho de los demás una preparación sobre la muerte. Consistía ésta en un retiro de cinco días, el primero de los cuales estaba consagrado a considerar la última enfermedad, el segundo a la confesión, el tercero a la Extremaunción, el cuarto a la Comunión y el quinto a disponerse para la muerte. Empezó la Santa con todo fervor a practicar este santo ejercicio, al modo como lo había enseñado a los demás. La muerte, según la tradición, la sorprendió durante un éxtasis poniendo así término de una manera suave a los sufrimientos que desde hacía largo tiempo sobrellevaba. Acaeció, según se cree, el 15 de noviembre.

   La publicación que en 1536 hizo el cartujo Juan Lanspergio de una edición latina de las Revelaciones, las traducciones y extractos que a ella se siguieron y la estima que demostraron maestros de la talla de Santa Teresa y San Francisco de Sales, promovieron un culto —bastante restringido en un principio— cuya primera concesión fue otorgada por Paulo V en 1606. Clemente XII lo extendió a la Iglesia universal el 9 de mayo de 1739, después de su inscripción en el Martirologio romano. Se celebra la fiesta de Santa Gertrudis el día 17 de noviembre.




EL SANTO DE CADA DIA
POR
EDELVIVES

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