San Ludgero, originario de Frisia, y de familia ilustre entre las
más distinguidas de todo aquel país, nació al mundo por los años de 743. Su
padre Triadgrin y su madre Lifeburga, reconociendo en el niño Ludgero
particular inclinación a la virtud y bellas disposiciones para las letras, le
enviaron a Ulrecht siendo de edad de trece a catorce años para ser educado en
la escuela del misionero san Gregorio, discípulo de san Bonifacio, mártir.
Estaba dotado Ludgero
de excelente ingenio, de natural dócil, de modales gratos, de un aire apacible,
de un corazón noble, y como naturalmente inclinado a todo lo bueno. Con
tan felices disposiciones, en poco tiempo hizo admirables progresos en la
ciencia de los Santos y en el estudio de las letras humanas. Acompañó a Aluberto
cuando fué a consagrarse por obispo a York, y recibió en aquella ciudad el
orden de diácono. Empeñado ya más particularmente en el
servicio de la Iglesia, aspiró con mayor aliento a la perfección, y se aplicó
con nuevo fervor a adquirir las virtudes eclesiásticas y religiosas propias de
su estado. Lo consiguió con ventajas; y bien informado Alberico, sucesor
de san Gregorio, del extraordinario mérito de nuestro Santo, le envió al país de Over-lsel á renovar la cristiandad de
Deventer, que los sajones gentiles habían arruinado después de la muerte de su
fundador y primer apóstol san Lebwin. Hizo en
poco tiempo san Ludgero cuanto se podía esperar del fervoroso celo de un
apostólico misionero; y abolidas las miserables reliquias del paganismo, quedó
reparada aquella iglesia.
Fue consagrado Alberico por obispo, y a pesar
de la humilde resistencia de Ludgero, a vista de una dignidad respetable a los
mismos Ángeles, le ordenó de sacerdote. Le envió luego a Frisia, y apenas entró en ella comenzó a ser
su apóstol. Padeció cuantos trabajos suelen
padecer los hombres apostólicos cuando se empeñan en desmontar una tierra
inculta; pero Dios endulzó sus penosas fatigas con las abundantes bendiciones
que derramó sobre ella. En menos de siete años convirtió a la fe de Cristo a
aquella nación idólatra; y apenas hubiera quedado gentil en ella, si Witikin,
duque de Sajonia, y todavía pagano, no hubiera obligado a nuestro Santo a salir
del país durante la cruel persecución que movió contra la Iglesia.
Arrancado Ludgero con indecible dolor de en
medio de su rebaño, se fué a consolar en la soledad del santo Monte Casino, y allí desquitó en continuas oraciones y en rigurosas penitencias
lo que no le permitía hacer el entredicho de su celo. Oyó el Señor sus
apostólicos deseos, porque conquistada por Carlomagno
toda la Baja Sajonia, y convertido el Duque a la religión cristiana, salió de
su retiro nuestro Santo, animado de nuevo fervor; y cediendo todo, no menos a
la eficacia de sus palabras que a la fuerza de sus ejemplos, predicó el
Evangelio hasta la embocadura del Weser, en todos los cinco cantones marítimos
de Frisia. Triunfante ya en todo aquel país la fe de Jesucristo, fundó un monasterio de monjes Benedictinos que a un mismo
tiempo sirviese como de ciudadela y arsenal a la recién nacida Iglesia.
Extendida la fama del copioso fruto que hacia
el nuevo apóstol en toda la Westfalia, deseó
Hildebaldo, arzobispo de Colonia, elevarle a la dignidad episcopal. Se
asustó Ludgero al oír la proposición que se le hizo. Representó, suplicó, se
resistió, e hizo cuanto pudo para que en su lugar fuese sublimado a ella un
discípulo suyo, cuyas prendas ensalzaba, y a su parecer sin encarecimiento.
Pero no fue atendida su repugnancia. Se le obligó a
obedecer no menos a la elección del Arzobispo que a la orden del Emperador.
Fue consagrado obispo de Mimigerneford, que significa el
vado del rio Mimigard, nombre que después se mudó en el de Munster, que quiere decir
monasterio de canónigos reglares, porque el Santo fundó en aquel paraje un
célebre monasterio, cuya iglesia le sirvió de catedral. Á esta nueva
diócesis juntó después los cinco cantones de la Frisia oriental, que el mismo
Santo había convertido a la fe. Además de eso fundó otra abadía en la Baja
Sajonia, que es la que hasta hoy se llama Claustro de
san Ludgero, en el ducado de Brunswick.
La nueva dignidad solo
sirvió para aumentar la austeridad de su vida, y para añadir mayor lustre a su
virtud. Escogido por pastor de aquellos pueblos, fue padre de todos. Con la dulzura de su genio y con la afabilidad
de su trato domesticó los ánimos más intratables y más duros. No hubo quien no se rindiese a sus palabras o a sus ejemplos;
y haciéndose todo a todos con una caridad universal, a todos los ganó para
Dios.
Sus rentas eran de los
pobres, su mesa era también la mesa de ellos. Llevaba siempre debajo del traje
de prelado un áspero cilicio. Eran continuos sus ayunos, y su abstinencia, en
medio de los caritativos convites, en que se renovaban los ágapes antiguos,
llegaba a ser excesiva.
Una virtud tan sobresaliente no podía estar a
cubierto de la envidia y de la murmuración. La frugalidad
de su mesa, aquel trato continuo con los pobres, su humildad y su modestia
desagradaban mucho a los que siendo muy inferiores a él en la dignidad vivían con
mayor suntuosidad y con más fausto. Le desacreditaron con Carlomagno,
pintándole como a un hombre de Cortos talentos, que hacia despreciable su
carácter. Como aquel gran Príncipe ninguna cosa deseaba con mayor ansia que ver
florecer la Religión; y como estaba persuadido de que el ejemplo de los prelados
hacia grande impresión en el ánimo y en los corazones de los pueblos, sintió
mucho las quejas que le daban de nuestro Santo. Se vio
este obligado a pasar a la corte para justificarse. Se hospedó cerca de
palacio, y a la mañana siguiente un gentil hombre del Emperador fué á
prevenirle que le estaba esperando S. M. I. se hallaba rezando el oficio divino
cuando recibió el recado, y queriendo acabarle, se hizo esperar más. Se
aprovecharon de este incidente sus émulos para esforzar, y aun para autorizar
su acusación. Le preguntó el Emperador cómo había tardado tanto en ponerse en
su presencia después de haberle enviado tres recados:
—Señor,
respondió el Santo, porque en esto mismo creí que
obedecía a V. M.
—¿Pues cómo? le
replicó el emperador.
—Señor, señor,
continuó Ludgero sin turbarse, porque cuando me dieron los recados de V. M. me
hallaba rezando el oficio divino; y cuando V. M. me hizo la honra de nombrarme
por obispo, me encargó ante todas cosas que prefiriese siempre el servicio de
Dios al de los hombres, sin exceptuar la misma sagrada persona de V. M.
Agradó tanto al Emperador
esta respuesta, que no quiso permitir se justificase de los demás cargos que le
habían hecho; y volviendo a enviarle a su iglesia colmado de honras, le exhortó
a que cuidase siempre con el mismo celo a sus ovejas, y prosiguiese con el
mismo ardor en el servicio de Dios.
Fructificaron más sus
apostólicos trabajos por el don de milagros que le concedió la benignidad del
cielo. Le pareció estrecho campo para contentar el afán de su celoso caritativo
espíritu de la Sajonia y la Westfalia; y viendo ya desde entonces con luz profética
los estragos que algún día habían de hacer en aquellas regiones los normandos
de Dinamarca y de la Noruega, se estaba disponiendo para ir a prevenir a los
enemigos de la fe, resuello a emprender aquellas nuevas misiones, cuando el
Señor, que le veía ya maduro y cargado de merecimientos, quiso premiárselos.
Fue larga y violenta su
postrera enfermedad; pero
ni por esto disminuyo un punto su fervor. Ningún día dejó
de rezar el oficio divino con otras muchas oraciones; y aunque consumido y
penetrado de agudísimos dolores, todos los días celebró el santo sacrificio de
la misa. El último de su vida, que fue el domingo de Pasión al 25 de marzo, no
le pasó ociosamente, ni fue el menos laborioso. Muy de mañana predicó en
la iglesia de Coesfeld, y se despidió de su pueblo; desde allí pasó a Billerbeck,
distante dos leguas de Coesfeld: dijo misa, y predicó segunda vez, sacrificando
a Dios de esta manera las últimas reliquias de su voz y de sus fuerzas; y pronosticando a los que le acompañaban que la noche
siguiente moriría, ya no pensó más que en consumar su sacrificio, redoblando el
amor a Dios que le abrasaba, y aquella ardiente caridad con el prójimo que
siempre le había encendido. En tan santos ejercicios acabó su dichosa vida un
poco después de la media noche del día 26 de marzo hacia el año de 809. Fue
conducido su santo cuerpo con gran pompa al monasterio de San Salvador de
Werden, como él mismo lo había dejado dispuesto, y el Señor continuó en hacerle
célebre con muchos milagros.
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SAN LUDER DEVUELVE LA VISTA A MUCHOS CIEGOS. |
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