Entre los prelados sobresalientes en virtud y letras que ha
tenido la Iglesia de España, uno ha sido el glorioso san Braulio, obispo de
Zaragoza, y honor inmortal de aquella respetable silla. Hay quien le hace hermano de san
Hermenegildo y de Recaredo: hay quien le da la misma ascendencia que a los
santos Leandro, Fulgencio, Isidoro y Florentina; pero la
verdad es, que se ignora quiénes fuesen sus padres, y solo sabemos por san
Ildefonso que fue hermano de su predecesor Juan, que tanto brilló en el mismo
obispado. Desde sus tiernos años dio muestras de la capacidad que tenía
su corazón para dar asiento a las virtudes, y del talento particular que prometía
feliz acogimiento a las ciencias. Uno y otro
cultivó nuestro joven bajo la dirección de excelentes maestros, cuales fueron
su mismo hermano y el glorioso san Isidoro, a quien oyó en compañía de san
Ildefonso.
En tal escuela se deja conocer los admirables
progresos que haría un joven que en nada se disipaba, y que se aprovechaba con
un ardor insaciable de las lecciones de piedad y de los ejemplos con que las veía
practicadas. Las sagradas letras, los cánones
eclesiásticos, la disciplina y los santos Padres eran las fuentes cristalinas
donde bebía aquella doctrina pura y sublime que se echa de ver en todas sus
cartas, y con que ilustró después a los monarcas y a los concilios. Pero
no quiso que esta ciencia fuese seca y desaliñada; sino que tuviese todos los
adornos y atractivos que encantan a los menos cautos, y que logran a veces
efectos maravillosos, que no consigue acaso el celo, si carece de elocuencia.
Por tanto, estudió los autores profanos, tuvo conocimiento de las lenguas más
necesarias, y no despreció el furor y entusiasmo de los poetas; antes bien de
todo hizo un caudal que empleó después con ganancias a beneficio de la Iglesia
y de su esposo Jesucristo. Los himnos que compuso en
alabanza de los que vencieron al mundo, y aquella carta dirigida al Papa, que
tanto dio que admirar en Roma, son claros testimonios del alto
grado en que poseyó este siervo de Dios las letras humanas y las sagradas
ciencias.
Como a estos ornamentos añadía los de una
virtud sólida, se hizo tan dulce y apetecible en el trato, y tan amable para
todos, que se tenía por feliz el que disfrutaba su conversación, o aquel que
lograba su correspondencia por cartas. Su mismo maestro, el gran san Isidoro,
le amaba con tal extremo, que para mitigar su ardor le escribía cartas amorosísimas
y regaladas, y le enviaba donecillos. Aun siendo el Santo arcediano, le escribió
una, en que le dice estas palabras: «Hijo mío carísimo, cuando recibas esta carta de tu amigo
no te detengas en abrazarla como si fuese él mismo en persona. Los que están
ausentes no tienen otro consuelo que abrazar las cartas de su amado. Te he
enviado un anillo y una capa: lo primero en señal de la unión de nuestros corazones,
y lo segundo para que cubra y resguarde nuestra amistad, que es lo que
significó la antigüedad en el vocablo de que usan los latinos. Ruega a Dios por
mí y el Señor quiera moverte el corazón, de manera que merezca yo volver a
verte otra vez, para que sea mi alegría viéndote tanta, como es el pesar que
tengo desde que estás ausente.» Así
significaba san Isidoro el encendido amor que tenía a san Braulio, lo que prueba con claridad el grado de amabilidad a que este
bendito Santo había llegado por su ciencia e integridad de vida.
Lo conocieron bien sus superiores, y advirtiendo el tesoro que en él tenía la Iglesia,
determinaron honrarle con sus dignidades, bien satisfechos de que Braulio no
las convertiría en motivo de vanidad y de soberbia, sino en la edificación y
provecho de las almas. En efecto, su hermano quiso depositar sobre los
hombros de Braulio una gran parte de la pesada carga que tenía siendo obispo; y
así llamándole a Zaragoza, le hizo arcediano de
aquella iglesia, que, es decir, le dio el oficio y cargo de más cuidado y
responsabilidad que tenía toda la diócesis. En este tiempo, deseando
continuar su propia instrucción, y juntamente proporcionar a los fieles los
escritos más instructivos y piadosos, solicitó de su maestro san Isidoro que
escribiese los libros de las Etimologías, obra que, como afirma el mismo san
Braulio, basta por sí sola para formar el estudio de un hombre, y hacerle
instruido tanto en las letras humanas como en las divinas. Condescendió el santo Obispo a las súplicas de su
discípulo, y así debe reconocerse deudora nuestra Iglesia y el mundo todo de
una obra tan preciosa, a las reiteradas instancias de Braulio, que no pudo
resistir su maestro por el sumo amor que le tenía.
También le dirigió, siendo arcediano, aquel
antídoto admirable contra los trabajos y tribulaciones que se padecen en esta
vida; esto es, la obra de los Sinónimos, en que el
santo Arzobispo de Sevilla introduce a la razón, dando los consejos que pueden
tranquilizar sólidamente a un corazón agitado, y enseñando los medios seguros
de conseguir la paz verdadera con que descansan las almas piadosas. De todo
lo cual sacó nuestro Santo tan colmados frutos, que
habiendo el Señor llamado a mejor vida a su hermano Juan, no se encontró sujeto
más digno de sucederle en la silla de Zaragoza. Esta elección se refiere comúnmente
acompañada del prodigio de haber bajado del cielo un globo de fuego sobre la
cabeza de san Braulio, al tiempo que en un concilio de Toledo se consultaba de
dar sucesor á su hermano, oyéndose una voz que decía: Este es mi
siervo escogido sobre el cual puse mi espíritu. Pero así este como otros sucesos maravillosos,
que refieren algunos modernos, carecen del apoyo de la antigüedad, por cuya
causa se omiten, en la firme persuasión de que los hechos no se adivinan ni se
pueden saber sino por el testimonio de documentos fidedignos.
Sentado nuestro
Santo en la silla de Zaragoza comenzó a difundir tanta luz de sabiduría y
celestiales virtudes, que era la admiración dé los más provectos, al tiempo que
sus ejemplos se permitían imitar de los más flacos. Fiel ejecutor de las
reglas que prescribe san Pablo a sus discípulos Tito y Timoteo, era sobrio, casto, humilde, prudente y caritativo,
haciéndose todo para todos. Se le ofreció buena ocasión para manifestar
todas estas virtudes luego que le consagraron obispo, porque
inmediatamente se vio su diócesis afligida de la guerra, del hambre, de la
esterilidad, y de su compañera inseparable la peste. Sufría todos estos males con indecible paciencia, adorando
la mano invisible que con ellos castigaba los excesos de los mortales. Pero al
mismo tiempo cuidaba como solícito pastor de acudir a todas partes con remedio
y consuelo, para que entre tantos males ni se descarriasen ni se perdiesen sus
ovejas. Alentaba a los flacos, consolaba á,
los afligidos, ayudaba a los menesterosos, alimentaba a los hambrientos, y cual
amoroso padre se hallaba a la cabecera de los enfermos y moribundos, dándoles
fortaleza con sus exhortaciones, y confortando sus almas con dulces y piadosas
palabras. Se fallaba a sí mismo por asistir a sus súbditos, siendo tanto
el celo y la caridad con que los asistía, que no le quedaba tiempo para
escribir siquiera una carta a su amigo y maestro san Isidoro.
Pero en medio de tantas borrascas y trabajos jamás desatendió el principal cuidado, que era el de su
propia santificación, por los varios y difíciles medios que le ofrecían las
circunstancias. Cuidó ante todas cosas de ejercitarse en la humildad
como base y fundamento de todo el espiritual edificio. Pocos obispos han tenido
España que hayan logrado un concepto tan ventajoso, una admiración tan universal,
y unas alabanzas tan extraordinarias; y menos todavía los que con tanta
justicia hayan merecido tales alabanzas, admiraciones y concepto. Sin embargo, nada había en la reputación de Braulio más despreciable
que él mismo. Siervo inútil de los Santos de Dios era el
nombre
ordinario que usaba al firmar las cartas, y estaba tan persuadido de ello, que
a un obispo que le escribió ensalzando sus prendas y merecimientos parece que
quiso persuadirle lo contrario, según la eficacia con que le habla de su
poquedad e insuficiencia. Si alguna vez erró, confesó llana y sencillamente su
yerro, implorando el perdón y condescendencia, como se ve en una de sus cartas
escrita al obispo Wiligildo, en que confiesa haber
hecho mal en ordenar de diácono a un monje súbdito de este prelado, y le ruega
con las expresiones más humildes que le perdone este exceso.
Á la verdad, pedia con justicia, porque una de
las principales virtudes en que este Santo resplandeció fue en el perdón de las injurias y en la mansedumbre y
sufrimiento de las persecuciones y trabajos. Todo
su obispado fue una serie continua de amarguras. La reforma de los
abusos introducidos, el orden y severidad con que mantenía la disciplina
eclesiástica, y el tesón con que se oponía como muro fuerte a los desórdenes y
relajaciones que traen consigo unos tiempos turbados con guerras y con herejías
le ocasionaron disgustos tan pesados, que nunca escribe a san Isidoro, ni al
rey Chindasvinto y Recesvinto, sin ponderar las angustias y amarguras en que
estaba sumergida su alma. No obstante, esto, nunca se queja de sujeto
determinado; antes bien, siendo notorias las injurias que le escribió un cierto
Tajón, presbítero, le responde con tal mansedumbre,
con palabras tan llenas de caridad y dulzura, que manifiesta bien ser fiel
discípulo de aquel que dio su sangre por los mismos que le crucificaron.
Ejercitado de este modo en sufrir las contradicciones
del mundo, buscando su consuelo en Dios y su tranquilidad en la oración, en la meditación
de las santas Escrituras y en el cuidado de su rebaño, salió excelente maestro
para dar consolación y enjugar las lágrimas de los que las vertían por las ocasiones
más funestas. Consoló a su hermana Basila en la muerte
de su marido; a Pomponia en las muertes de Basila y del bienaventurado Nonito,
obispo de Gerona; a Hoyon y Eutrocia en la de Hugnan, grande amigo del Santo; y
óptimamente, a Ataulfo, Gundesvindo y Wistremiro, que estaban inconsolables por
la muerte de estas prendas muy amadas. Y esto lo hacía con tanta ternura
y piedad, que la carta que escribió á Wistremiro comienza con estas notables
palabras:
«Sin embargo de
que no es consolador oportuno aquel que por sus propias penas está sumergido en
llanto, con todo eso, quisiera yo solo padecer tu dolor y el mío, a trueque de
poder oír la gustosa nueva de que vivías consolado.» Que es lo mismo
que desear cargar con los trabajos y adversidades de sus prójimos, por tener la
dulce satisfacción de que la caridad para con ellos había llegado al más
sublime grado.
Dos cosas le llenaban el corazón de esta
tranquilidad admirable y de una superioridad decidida sobre sus angustias y las
ajenas. Una era el
ejercicio de la oración, en que recibía del cielo no solamente consolaciones
espirituales superiores a todo el rigor y amargura con que atormentan los
trabajos del mundo, sino las luces suficientes para dar salida a los negocios más
arduos, y consejos sólidos y acertados a los que se hallaban en ocasión de necesitarlos.
Otra era la santa
compañía de un varón tan sabio y tan piadoso como lo era su discípulo el
arcediano Eugenio, quien fastidiado de los engaños de la corte se había
retirado a hacer vida monacal en Zaragoza, dejándole a Toledo la inquietud de
sus cortesanos, sus engaños y sus perfidias. Así lo
confesó el mismo Santo en la carta primera que escribió al rey Chindasvinto, con
ocasión de llamar este Soberano al referido Eugenio para que presidiese en la
silla de Toledo. Este golpe le llenó el corazón de
tanta amargura, que no dejó diligencia por hacer para que el soberano se
apiadase de la tristeza en que le sumergirla esta separación. Ponderó su
incapacidad en el ministerio de la palabra, sus quebrantadas fuerzas, las muchas
turbaciones que padecía su diócesis, la necesidad que tenia de su arcediano
para conservar la grey del Señor segura de los acometimientos con que
pretendían ensangrentarse en ella voraces y carniceros lobos, y últimamente le
representó que estaba casi ciego, y que quitándole a Eugenio le robaban la
mitad de su alma.
El piadoso Rey respondió cortésmente a su
carta, ponderando su erudición, su sabiduría, su elocuencia, y concluyendo con
que Zaragoza estaba bien provista de pastor con su persona, y que la iglesia de
Toledo tenia justicia para pretender otro tanto en la de Eugenio. Que reconociese aquella elección como dirigida por el
Espíritu Santo, y esperase que el justo Juez premiaría en el maestro la doctrina
y santas virtudes con que había sabido enriquecer a su discípulo, haciéndole
digno de gobernar la primera silla de España. No pudo Braulio resistirse
a razones tan poderosas, que iban además revestidas de toda la autoridad y
poder que las daba el haber sido dictadas desde el trono; y así envió a Eugenio con tanto dolor de su alma, que se
atrevió a pronosticar que sería otra vez restituido a la iglesia de Zaragoza. Pero
la divina Providencia tenia dispuesto que Eugenio presidiese en la silla de Toledo,
como se verificó siendo consagrado metropolitano en el año de 646, y quedando Braulio cubierto de amargura, aunque en todo
resignado y conforme con las disposiciones divinas.
A proporción de
sus virtudes brillaba su sabiduría. La primera ocasión en que se dejó ver con
admiración de toda España fue el concilio IV de Toledo. Ya la fama había
publicado que era digno discípulo de san Isidoro; pero en este concilio se le ofrecieron
ocasiones de testificar que las voces con que se había extendido y celebrado su
doctrina eran todavía muy inferiores a la verdad. En cuantos puntos se trataron
habló como un oráculo, pues consta que muy de antemano se preparó con un
estudio activo y prolijo de cuanto en el concilio se había de resolver; y a
este fin suplicó a su maestro que intercediese con el Rey para que le remitiese
el códice de las actas del concilio que tuvo en Sevilla san Isidoro. Es de creer también que, hallándose este Santo sumamente
débil, fatigado y enfermo, cargaría todo el peso del concilio sobre san
Braulio, y de consiguiente que tendría este mucha parte en la disposición de
las actas y en la formación de los cánones, ya porque su ciencia lo hacía mirar
con respeto, y ya por aliviar de este modo a su amado maestro, que no tenía
fuerzas para semejante trabajo.
Estando en este concilio le encargó san
Isidoro que corrigiese y perfeccionase la obra de las Etimologías que poco
antes le había dirigido, bien satisfecho del Santo, ya por su sabiduría, y ya
porque a instancias suyas había compuesto la obra. En efecto, san Braulio condescendió con las insinuaciones de su
maestro, dividiendo el códice en veinte libros, y purgándole de muchos defectos
con que le habían corrompido los copiantes. El trabajo que empleó en
esta corrección fue sin duda muy considerable, porque además de ser la obra de
mucha erudición y doctrina, tuvo san Braulio por
entonces el ánimo ocupado de amarguísimos sentimientos. Los causaron las muertes de algunas personas amadas del
Santo que ilustraban la Iglesia con sus virtudes, y eran un vivo ejemplar de
perfección para los fieles. Tales fueron entre otros el marido de Basila, hermana suya; la misma Basila; Nonito,
obispo de Gerona, y lo que es más que todo, el mismo san Isidoro, a quien amaba
como amigo, respetaba como á maestro, y veneraba como a santo.
Desde este tiempo comenzó Braulio a ser el
único apoyo y oráculo de los concilios, y el astro brillante con que se
iluminaban todos los obispos de España para dar acertadas resoluciones en los
casos arduos que se les ofrecían. Poco después de la
muerte de san Isidoro se juntó en Toledo el concilio V en el año de 636, en el
cual se presentó nuestro Santo como un sol que despedía resplandores para la
ilustración de todas las iglesias de España. Todos los Padres reconocían
la superioridad de sus luces, y así ponían en sus manos las determinaciones,
seguros del acierto. A él se le deben los sabios cánones
y decretos con que se afirma el dogma y se corrobora la disciplina, por lo cual
san Ildefonso le elogió llamándole esclarecido e
ilustre en la formación de los cánones, como
atribuyéndole los que en este concilio y el siguiente se establecieron. Este
fue el sexto Toledano famoso, porque en sus cánones se hace una sólida
refutación de cuantas herejías se habían condenado hasta aquel tiempo; y porque
además se vindicó el honor de los obispos de España, falsamente calumniados en
Roma de poco vigilantes en su ministerio.
Esta vindicación la hizo
san Braulio comisionado por todo el Concilio, como sujeto en quien con la doctrina
se juntaba la amenidad de las bellas letras, y el arte de hacer prevalecer la
verdad, presentándola con todos los atractivos de la elocuencia. Al
juntarse en el Concilio recibieron los Padres una carta del papa Honorio,
remitida por el diácono Turnino, en que los argüía
ásperamente de no cumplir exactamente con su ministerio, resistiendo con
esfuerzo y valor a los enemigos de la fe. Por tanto, temía se cumpliese en ellos que de fieles custodios de la
grey de Jesucristo se cambiasen en unos perros mudos, que no tenían ánimo para
ladrar siquiera contra los lobos carniceros. Sintieron
Ios Padres una reprensión tan severa del Pastor de la Iglesia universal; y fue
tanto mayor su sentimiento, cuanto estaban más seguros en su conciencia de
haber cumplido exactamente con su cargo, condenando los errores, oponiéndose
vigorosamente a las novedades, y llenando completamente las obligaciones de
obispos vigilantes y celosos. Su mucha virtud no pudo hacerse desentendida
de los perjuicios que trae consigo una calumnia cuando llega a encontrar abrigo
en el pecho de un superior. Determinaron, pues, prevenir las funestas consecuencias,
desengañando al Santo Padre de las falsedades que le habían sugerido; y para
este efecto le remitieron copia de las actas de los concilios anteriores,
juntamente con una carta escrita por san Braulio, de la cual dice el arzobispo D.
Rodrigo que causó grande admiración en Roma por la
hermosura de su estilo y la gravedad de sus sentencias. En ella le hace
ver al Pontífice el celo y esmero con que tanto el
rey Chintila como los obispos de la Península cuidaban de mantener en toda su
pureza la doctrina de Jesucristo. Se hace cargo de que es propio de su
oficio pastoral dirigir semejantes avisos a todas las iglesias; pero al mismo tiempo que lo es también no dar fácil
entrada, ni creer con precipitación tas delaciones que se hacen contra un
cuerpo de obispos tan respetable. Le propone el ejemplo de esta cautela
en ellos mismos, quienes, aunque habían oído decir que el romano Pontífice permitía
volver a sus ritos supersticiosos a los judíos que habían recibido el Bautismo,
de ninguna manera habían dado asenso a semejante nueva,
suponiéndola muy ajena de la firmeza y santidad de aquella piedra sobre que
Cristo había fundado su Iglesia. Y últimamente le
ruega que ayude con sus oraciones, para que el Señor proteja la salud y buenos
propósitos, tanto del rey piadoso, como de unos obispos que de acuerdo con él
velaban sobre el depósito de la fe.
No brillaba menos su portentosa sabiduría
fuera de los concilios, y asi recurrían a Braulio los obispos, los reyes,
presbíteros y todo género de personas, como a una fuente de doctrina y de
prudencia en donde hallaban la solución de sus dudas, y consejos acertados los
negocios más arduos y difíciles. Luego que Eugenio fue promovido al arzobispado
de Toledo se halló embarazado con algunos casos de tan difícil solución, que no
se atrevió a resolverlos por sí mismo, sino que pidió a nuestro Santo le aconsejase
lo que debía hacer, contemplando que de su doctrina no se podía esperar otra
cosa que el acierto. Había encontrado un presbítero fingido que ejercía las funciones
del sacerdocio sin haber recibido realmente este orden sagrado. Halló algunos
diáconos que acostumbraban administrar el sacramento de la Confirmación, y últimamente
halló presbíteros que, no contentos con confirmar, se atrevían a consagrar el
óleo y bálsamo para la Confirmación. Sin embargo, de
los muchos cuidados, tristezas y amarguras que por entonces le oprimían,
responde a todo con gran copia de doctrina, rogando al mismo tiempo a Eugenio humildemente,
que, si hallaba algún defecto en sus respuestas, le corrigiese y le avisase
para enmendarle él mismo.
La grande obra de asegurar la tranquilidad del
reino, haciendo que a Chindasvinto sucediese Recesvinto
en la corona, fue también fruto de la sabiduría y alta consideración que
Braulio tenía en todas las jerarquías de la nación, y en la estimación del
mismo Rey. Se habían experimentado varias turbaciones y excesos en las
elecciones de monarca. Con previsión de la muerte de Chindasvinto se iban ya fomentando
facciones por personas tumultuarias y ambiciosas que aspiraban al trono por
medio de la tiranía. Los españoles fieles y sensatos previeron que costarían
mucha guerra y sangre semejantes turbulentas intenciones; y así procuraron poner en tiempo el remedio a los males que
amenazaban, solicitando que Chindasvinto no solamente declarase a su hijo
heredero de la corona, sino que le asociase en el reino, dándole el título y
potestad de rey antes de su muerte. Pero un negocio tan arduo necesitaba para tratarse y conseguirse de una mano
maestra que supiese manejar todos los medios de la prudencia, de la política y
de la razón. Lo pusieron todo en las de Braulio, de cuya sabiduría,
autoridad y santidad no dudaron que haría el Rey todo el aprecio que esperaban.
En efecto, escribió el santo Obispo a Chindasvinto
una carta en que después de representarle el amor y fidelidad de sus vasallos,
las calamidades y turbaciones a que quedarían expuestos si no se prevenían
oportunamente los artificios de la ambición, llega a proponerle temeroso y esperanzado
el medio que los españoles deseaban. El efecto de esta carta fue nombrar
a Recesvinto sucesor del reino, y rey juntamente con Chindasvinto mientras a
este le durase la vida.
Después que Recesvinto
subió al trono, encargó a san Braulio la corrección de un códice que estaba tan
fallo y mendoso, que aseguró el Santo que le hubiera sido de menos trabajo el
escribirlo de nuevo. Por tanto, después de haber hecho algunas
correcciones, se lo volvió al Rey, alegando que sus muchos años, sus
enfermedades, la falla de vista y las amarguras que le hacían padecer los
espíritus díscolos e inquietos le hacían tardar demasiado, y casi desconfiar de
la conclusión de la obra. Pero el piadoso Monarca,
conociendo cuánto valía el trabajo de un varón tan consumado en letras y virtudes,
no quiso desistir de su empeño. Le consoló en sus trabajos; le alentó con la
esperanza de que el Señor, por cuya causa trabajaba, le infundiría nuevo vigor
y nuevas fuerzas; y últimamente, que solamente de su elocuencia y sabiduría
esperaba la conclusión de aquella obra. Cedió el Santo a las honoríficas
y piadosas insinuaciones del Monarca, y concluyó la obra, remitiéndola con las
humildes expresiones de que «si algún yerro se encontraba en ella, debía atribuirse a
la cortedad de sus luces; y, por el contrario, todos los aciertos debían
atribuirse a la gracia particular de aquel Señor que había sabido desatar la
lengua del animal más rudo para que hablase cuando convenía».
Unos trabajos tan
pesados y tan continuos; las inquietudes y detracciones que le hicieron padecer
los enemigos de la virtud; el celo y vigilancia con que miraba la salvación de
sus ovejas, y las muchas enfermedades que padeció pusieron término a su
preciosa vida, cuyo fin le obligaba a mirar con gusto las amarguras con que la
pasaba, como afirma en la primera carta que escribió á Chindasvinto. Sucedió su muerte por los años del Señor de 651; siendo
llorada de todos los buenos, que conocían que en san Braulio había perdido la
Iglesia de España un ministro fiel, un obispo celoso, un doctor sapientísimo, un
padre amoroso y un sacerdote santo. Su venerable cuerpo fue sepultado en la iglesia de Santa María la Mayor, que hoy se llama del Pilar,
en donde por la miseria de los tiempos
siguientes llegó a estar sin veneración y desconocido por más de seiscientos
años. Pero Dios, que quiere sean veneradas las reliquias o sagrados
despojos de sus siervos, reveló al obispo D. Pedro Garcés de Januas el sitio
donde reposaban las del Santo, desde donde con grande veneración fueron trasladadas
al altar mayor de la iglesia del Pilar, en donde los fieles las veneran. Escribió la vida de san Millan; un índice de las obras de su
maestro san Isidoro; la vida de los santos mártires Vicente, Sabina y Cristeta,
y muchas epístolas llenas de unción y sabiduría, que son un depósito de
instrucción para los fieles, y un testimonio de los grandes trabajos que padeció
san Braulio por el amor de Jesucristo y de su esposa la Iglesia.
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