San Abraham, no menos
ilustre por su grande inocencia que por su eminente virtud, nació al mundo
hacia el fin del siglo IV. La estrecha amistad que profesó con san Efren,
que nos dejó escrita su vida, persuade verosímilmente que los dos Santos
vivieron en un mismo país; esto es, en las cercanías de Edesa, capital de
Osrhoene en la Mesopotamia.
Tuvo por padres a dos
personas muy ricas que le amaban tiernísimamente, pero que solo pensaban en
adelantarle en el mundo. No obstante, la tierna
piedad de nuestro Santo, y los religiosísimos sentimientos de devoción que se
le notaron desde su primera juventud, dan a entender que fue muy cristiana su
educación. Ignoraba aun el nombre del vicio, y toda
su inclinación era al retiro, a la oración y a los ejercicios devotos. Aunque
se alegraban mucho sus padres de verle tan buen cristiano, temían por lo mismo
que se disgustase del mundo, y con este recelo se dieron priesa a casarle;
viéndose precisado el santo mozo, no obstante, su repugnancia al matrimonio, a desposarse
con una doncellita algunos años antes que tuviese edad para contraerle.
Llegado el tiempo competente para poderle
celebrar, por más instancias que hizo a sus padres para que le librasen de
aquellos lazos, fue preciso ceder a su autoridad. Se casó,
en fin, y se celebraron las bodas con el mayor aparato; pero aquella misma
noche, luego que todos se retiraron, impelido de un ardentísimo deseo que solo
Dios fuese el único dueño de su corazón, y fortalecido con especial gracia del
cielo, dejó a su esposa sin hablarla palabra; y saliéndose secretamente de
casa, no pensando más que en esconderse de la vista de sus padres, se fué a
encerrar en una gruta, que distaba tres cuartos de legua del lugar, con
resolución de pasar allí, si le fuese posible, los días de su vida quieto,
sosegado y desconocido.
Esta repentina y nunca esperada fuga
sorprendió y afligió sobremanera a sus padres y parientes. Se despacharon al
punto propios a todas partes para adquirir alguna noticia de él; finalmente, al
cabo de diez y siete días le vinieron a encontrar en su cueva con no poca admiración
de unos y de otros. El padre, la madre, la esposa y todos los parientes,
deshaciéndose en lágrimas, pusieron en práctica todos los medios que Ies
sugirió la ternura para retirarle de aquella soledad: razones, ruegos, caricias,
amenazas, llantos, de todo se valieron para hacerle mudar de resolución; pero
el siervo de Dios, inmoble siempre a tan violentos asaltos, les habló con tanta
eficacia, con tanta energía de la vanidad del mundo, dé la desdichada suerte de
los mundanos, y de la felicidad de la vida solitaria, que al cabo persuadió a
su esposa a que consintiese en una perpétua separación, y desarmó la ternura de
sus padres que, vencidos de sus razones, y movidos de tan grande ejemplo, se
rindieron a sus deseos. La única gracia que les pidió fue
que no volviesen a interrumpirle más con sus visitas; y ellos se lo
prometieron, temerosos de que no se fuese á sepultar en algún otro desierto más
retirado. Apenas se apartaron de él, cuando se encerró en su celdilla,
tapió la puerta, y solamente dejó una ventanilla por donde le alargaban la
comida en ciertos días determinados.
Un principio tan
heroico prometía una santidad eminente, a la que llegó en muy poco tiempo. No tenía
más que veinte años cuando se le tiró a la soledad, en la que perseveró hasta
la muerte; esto es, hasta que cumplió los setenta. Fue asombrosa su penitencia;
desde el primer día se prohibió el uso del pan, y duró su ayuno mientras le
duró la vida. No interrumpía la oración por el
trabajo, ni aun por el sueño, pues pasaba casi toda la noche orando o cantando
salmos.
Enterrado en su
celdilla como en una sepultura, pasó cincuenta años en una extremada pobreza.
Todo cuanto poseía en la tierra se reducía a una túnica de pelo de cabra, a un
manto, una escudilla de madera, que te servía para beber y para comer, y a una
esterilla de juncos para acostarse.
A los doce años de este género de vida
murieron sus padres, y le dejaron heredero de una rica sucesión; pero él encargó a un amigo suyo que vendiese todos sus bienes
y los repartiese entre los pobres.
Libre ya de este postrero lazo por este nuevo
sacrificio, no se ocupaba más que en solo su Dios;
y acorde siempre su memoria y su entendimiento con su corazón, perdió aun la
idea de este mundo transitorio. Cada día le miraba como si fuera el de
su muerte; y pasó todos los de su dilatada vida sin
aflojar un punto en los rigores de la penitencia.
En medio de una vida tan penitente y tan austera
conservaba siempre un semblante apacible, un aire risueño, y un agrado tal que a
todos enamoraba. En la conservación de su vestido intervenía al parecer una
especie de milagro, y parecía también que la gracia suplía la falta de
alimento.
No podía estar mucho tiempo escondida una luz
tan resplandeciente. Divulgada por todas partes la fama de su virtud, quiso él
Señor valerse de ella para su gloria.
Á distancia de algunas leguas de la gruta de nuestro
Santo había una población bastantemente numerosa, cuyos habitadores eran todos
paganos; pero tan encaprichados en sus supersticiones, que todas cuantas
diligencias habían hecho muchas personas celosas para sacarles de su error solo
habían servido para obstinados más y más. Reflexionando un día el obispo de Edesa
sobre el eminente grado de santidad a que había llegado el solitario Abraham,
le pareció que, si este santo hombre tomaba de su cuenta la conversión de aquel
pueblo, el Señor echada la bendición a su celo. Todos aplaudieron el pensamiento
del obispo, y él se determinó a ordenarle de sacerdote antes de encomendarle
aquella misión. Le fué a buscar a su celdilla acompañado de los principales del
clero, y le mandó que se dispusiese para recibir el Orden de presbítero.
Quedó atónito el
siervo de Dios al oír semejante proposición. No
podía creer que quisiese el Señor elevar a una dignidad tan sublime al más vil
y al más indigno de todos los mortales, según él se reputaba; pero fueron
inútiles todos cuantos esfuerzos hizo su humildad para resistirse, porque al fin
le fue preciso obedecer. Recibió primero los
demás Órdenes sagrados, y ordenado después de sacerdote, luego que se le
encomendó la misión partió para aquel pueblo a trabajar en la viña del Señor.
Fue recibido con tanta
incivilidad y con tanto desprecio, que esto solo bastaría para acobardar, y aun
para hacer retirar a cualquiera otro que tuviese menos celo y menos deseo de
padecer por Jesucristo. Acudió nuestro Santo a la oración, y aumentó las
penitencias. Teniendo
noticia de que aun había quedado alguna porción de dinero de su patrimonio, que
su amigo no había distribuido, le escribió que se lo enviase, y compró con él
un sitio, donde edificó una iglesia ricamente adornada. Venían muchos gentiles a verla, atraídos de la curiosidad; pero la
aversión que tenían a los Cristianos Ies impelía a hacer cada día nuevos
insultos a su santo misionero. Acabada la iglesia, pasaba en ella los días y las noches en continua oración,
pidiendo al Padre de las misericordias se compadeciese de aquel pueblo ciego
que había rescatado con su preciosa sangre, y el demonio se le había usurpado después
de tantos siglos.
Hasta entonces había pasado muchas veces por
medio de los ídolos de que estaba llena toda la villa sin hablar palabra,
contentándose con gemir y con lamentar en la presencia de Dios la ceguera de
aquellos pobres idólatras; pero sintiéndose entonces inflamado de nuevo celo,
movido del espíritu de Dios, y autorizado también con las leyes del grande
Constantino para la abolición del gentilismo, que ya se había promulgado, sale de la iglesia, entra en el templo dé los gentiles,
arroja al suelo las estatuas de los ídolos, trastorna los altares, y pone
debajo de los pies, pisándolos y atropellándolos, todos los trofeos de la
superstición pagana. Enfurecido el pueblo, se echa rabioso sobre él, y
moliéndole a golpes y a palos, le arrojaron ignominiosamente de la villa; pero
él tuvo forma de volverse inmediatamente a ella, y metiéndose a escondidas en
su iglesia, pasó toda la noche en oración por aquellos pobres ciegos. Quedaron
pasmados cuando por la mañana del día siguiente le hallaron en su oración; y queriendo
el Santo valerse de esta ocasión para hablarles, ellos, en lugar de darle oídos,
le apalearon tan cruelmente, que, viéndole en términos de espirar, le sacaron
fuera del lugar arrastrándole por los pies con una cuerda, y cargándole allí de
piedras, teniéndole por muerto, le dejaron casi sin vida; pero el Señor se la conservó, porque quería servirse de él
para la salvación de aquel pueblo. Luego que Abraham volvió en sí, volvió
también a entrarse de noche en la villa, y a meterse en su iglesia. No se puede ponderar la admiración de los gentiles cuando
por la mañana le encontraron cantando salmos en pie, y con la mayor serenidad:
más enfurecidos que nunca, le volvieron a arrastrar
y a echarle fuera con más crueles ultrajes.
Tres años enteros duró esta
alternativa de paciencia y de malos tratamientos, hasta que al fin se valió la
divina gracia de la dulzura inalterable y de la perseverancia del Santo para
vencer la obstinación de los idólatras. Abrieron
finalmente los ojos, y en cierta ocasión en que estaban todos juntos comenzaron
a manifestarse unos a otros la admiración que les causaba la paciencia y la
caridad del siervo de Dios. Convinieron todos en un
mismo pensamiento; y resolviendo ir a buscarle para que los catequizase, se
fueron de tropa a la iglesia.
Apenas les explicó
el Santo los misterios de la fe, cuando deshaciéndose todos en lágrimas, le
pidieron perdón de lo que le habían mal tratado, y le suplicaron que les administrase
el sacramento del Bautismo. Viéndoles suficientemente instruidos, los bautizó a
todos, hasta el número de mil personas. Se detuvo un año entero con
ellos, cultivando con infinito cuidado aquella nueva viña del Señor; y pareciéndole
que estaban todos bien arraigados en la fe, se persuadió que las vehementes
ansias que sentía siempre por la soledad eran inspiración de Dios que le
llamaba a ella; y después de haber encomendado al
Señor aquel nuevo rebaño, haciendo tres veces la señal de la cruz sobre el
lugar, se escapó secretamente de él una noche, y se fué a esconder en un
desierto, donde no fue posible hallarle por mas diligencias que se hicieron. Noticioso
el obispo de lo que pasaba, fué en persona a consolar a aquel afligido pueblo;
y habiendo escogido entre los nuevamente convertidos a los más capaces, y a los
que más se distinguían, les ordenó de presbíteros, de diáconos y de lectores, y
les encomendó el cuidado de aquella floreciente iglesia. Sabiéndolo san Abraham,
salió del desierto, y se volvió a encerrar en su antigua celdilla, donde
perseveró hasta la muerte, sin dispensarse jamás en la más mínima de sus
rigurosas penitencias.
Envidioso y colérico el
demonio á vista de tanta virtud y de tantas maravillas, no hube artificio, no
hubo tentación, no hubo malicia que no pusiese en ejecución para vencerle o
para atemorizarle. Unas
veces le pretendía espantar con horrorosos fantasmas, otra procuraba engañarle
con capciosas estratagemas, o a lo menos fatigarle con la continuación y
variedad de molestos artificios; pero el siervo de Dios, lleno de desconfianza
de sí mismo y de confianza en el Señor, triunfó de todo el infierno, y jamás se
apartó un punto de su método ordinario. Pero, aunque
era tan grande el amor que profesaba a la soledad, sabia dejarla por algún
tiempo siempre que lo pedia la caridad y el celo de la salvación de las almas.
Tenía el Santo una
sobrina llamada Maria que había quedado huérfana a los siete años de su edad.
No habiendo querido encargarse de ella sus parientes, la llevaron a san Abraham
que, habiendo hecho repartir entre los pobres los grandes bienes que sus padres
la habían dejado, dispuso que la pusiesen en una celda inmediata a la suya, y
allí por una ventanilla la instruía, y la enseñaba los salmos y otras
oraciones. Hizo tan grandes progresos, dice san Efren, bajo la
disciplina de su tío, que fue perfecta imitadora de
sus virtudes; pero el demonio, que no había podido conseguir cosa alguna del
santo tío, no halló la misma resistencia en la sobrina. Al cabo de veinte
años se dejó miserablemente engañar de un mal monje que la había visto por la
ventanilla, con el motivo o con el pretexto de venir a visitar a nuestro Santo.
Este pecado la indujo a tal desesperación, que, en lugar
de descubrirle a su santo director, y de borrarle con la confesión y con la
penitencia, se huyó de la celda, y pasándose a una ciudad cercana, se precipitó
en las más torpes y más escandalosas disoluciones.
Luego que el enemigo de la salvación triunfó
de su presa, vio san Abraham en sueños que un espantoso dragón se estaba
tragando a una inocente palomita cerca de su celda. Creyendo que esto significaba
alguna grande persecución que amenazaba a la Iglesia, pasó todo el día
siguiente en oración y en gemidos. La noche inmediata se le volvió a
representar en sueños el mismo dragón que, viniendo a reventar a sus pies,
arrojaba del vientre la misma palomita, pero todavía con vida. No tardó mucho
en comprender el verdadero sentido de la visión; porque reparando que había dos
días que no oía cantar a María los salmos que acostumbraba, y habiéndola
llamado inútilmente, conoció que ella era la paloma que el dragón se había tragado.
No se pueden explicar las lágrimas que derramó, las nuevas
penitencias que hizo por espacio de dos años para alcanzar de Dios la
conversión de aquella pobre oveja descamada.
Al cabo de ellos, teniendo noticia del lugar y
del lastimoso estado en que se hallaba, se disfrazó en traje de caballero, montó
a caballo, y se fué a apear en casa de la cortesana. Mandó disponer una gran cena,
y luego que se vio a solas con ella, se dio a conocer, y la habló con tanta dulzura, la mostró tanto amor, la aseguró
con tanta eficacia de la misericordia de Dios, y la prometió con tanta caridad hacer
penitencia y satisfacer a la divina justicia por sus pecados, que cubierta de
confusión, penetrada del más vivo dolor, y movida de tan asombrosa caridad, se
arrojó a sus pies, y solamente le respondió con sus sollozos y lágrimas.
La consoló y la alentó el Santo caritativamente,
habiéndola mandado dejar todo el dinero, alhajas y muebles que había ganado con
sus culpas; la hizo montar a caballo, y marchando san Abraham a pie, la condujo a su primera celda, donde después de haberse
reconciliado con Dios por medio de una dolorosa confesión, pasó lo restante de sus
días en llantos y en gemidos, viviendo otros quince años en el continuo
ejercicio de rigurosísimas penitencias; y quiso el Señor manifestar la santidad
de aquella ilustre arrepentida con muchos milagros que obró así en vida como después
de su muerte.
Vivió san Abraham diez
años después de esta gloriosa conquista, al cabo de los cuales quiso Dios premiar
sus heroicos trabajos después de haberle hecho célebre por una gran multitud de
prodigios. Colmado de merecimientos entregó su bienaventurado espíritu en manos
de su Criador el día 16 de marzo del año de 376, cerca de los setenta y cinco
de su edad, habiendo pasado más de cincuenta en el desierto.
AÑO
CRISTIANO, O EJERCICIOS DEVOTOS PARA TODOS LOS DIAS DEL AÑO;
ESCRITO
EN FRANCÉS
POR
EL P. JUAN CROISSET
DE
LA COMPAÑÍA DE JESÚS (1862)
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