Pablo Francisco
Danei nació en 1694 en Ovada, un pequeño pueblo de la región piamontesa de
Alejandría, y fue el primero de los 16 hijos nacidos en el seno de una familia
de origen noble, pero con serias dificultades económicas. Desde muy joven
mostró un gran interés por la práctica de las virtudes cristianas y una fe muy
sólida, alimentada por la participación diaria en la misa, la frecuencia de los
sacramentos y la práctica continua de la oración, pero para ayudar a la familia
empezó a trabajar con su padre comerciante.
Su vocación, sin embargo, lo llevó a otra parte.
La Cruz en el corazón y el alma
En 1713 Pablo Francisco, joven de 17 años,
tuvo una experiencia religiosa muy especial que lo llevó a la decisión de vivir
como un monje ermitaño, aunque no pertenecía a ninguna Orden. A la edad de 26 años el obispo le
permitió instalarse en una celda detrás de la iglesia de Castellazzo Bormida. Allí maduró la
idea de fundar una nueva Congregación, llamada “los Pobres de Jesús”.
Dentro
de la celda, durante más de un año, se dedicó a escribir la Regla que estaría
marcada por el amor a la Cruz de Jesús. Esta,
de hecho, será
la típica espiritualidad de los religiosos que Pablo guiará: en una época de fe
débil, para abrazar la elección más impopular, la que pasa por la oblación de
sí mismos y el costoso desapego de la propia comodidad. Comenzó a
llamarse a sí mismo “Hermano Pablo de la Cruz” y a ayudar a los pobres y enfermos en los que pudo
contemplar el rostro de Jesús crucificado.
La Pasión de Jesús, el amor de Dios por
el hombre
Finalmente, en 1727 Benedicto XIII autorizó a Pablo a
reunir a su alrededor algunos compañeros para ayudarlo. El primero sería
su hermano carnal, Juan Bautista: los dos fueron
ordenados sacerdotes en el mismo año. Así
nació el primer núcleo de la Orden de los Clérigos Descalzos de la Santa Cruz y la Pasión
de Nuestro Señor Jesucristo, más
tarde llamados Pasionistas. En la base se hallaba una pertenencia radical a la Cruz de
Jesús; pertenencia personal que contemplaba la pasión de Cristo no tanto como
si el sufrimiento fuera el requisito necesario para “pagar el infinito precio
de la redención del pecado”, como se
decía en aquel entonces, sino al contrario, pertenencia que honraba y agradecía
la pasión de Jesús como “la más alta expresión del amor de Dios por el hombre”. Los primeros religiosos fueron preparados para ser fervientes
predicadores: no lucharán contra los
turcos con armas, pero con la palabra de Dios y la acción educativa vencerán la
ignorancia, la irreligiosidad y el abandono de la práctica del Evangelio.
Llegar hasta “los más lejanos”
Pablo de la Cruz habló y escribió mucho: tal vez diez mil
cartas o más; su predicación durante el Jubileo de 1750 fue histórica. Su vida, sin embargo, transcurrió en su mayor parte en soledad, en el retiro
del Monte Argentario donde se trasladó y donde fundó el primer convento. Desde allí partió para las misiones dirigidas a
las zonas más pobres de la Maremma y a las islas más remotas del archipiélago
toscano, donde era muy difícil hacer llegar la Palabra de Dios. En 1771, gracias
a la colaboración de la Madre Crocefissa Costantini, fundó en Tarquinia la rama
femenina de la Congregación: las monjas
de clausura que se convertirían en las Hermanas Pasionistas de San Pablo de la
Cruz, una congregación de vida apostólica consagrada a la misión educativa,
especialmente de las mujeres víctimas de la violencia y la explotación. Pablo murió en
Roma en 1775; fue canonizado por Pío IX en 1867.
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