jueves, 13 de junio de 2019

SAN ANTONIO DE PADUA. (1195 - 1231). FRANCISCANO, CONFESOR Y DOCTOR. —13 de junio.




   En el correr de los siglos ha habido en el mundo Santos tan insignes - como Santa Teresa del Niño Jesús que, apenas volaron al cielo, fueron aclamados a una voz en todo el orbe cristiano. Este universal y ferviente plebiscito de la gente, canoniza en cierto modo a dichos Santos aun antes que el Papa haya podido dictar su fallo infalible. San Antonio de Padua pertenece a esta privilegiada falange: goza de inmensa y universal popularidad. De la Carmelita de Lisieux dijo el Papa Pío XI que “es la niña mimada del mundo”; cosa parecida declaró León XIII del insigne taumaturgo franciscano: “San Antonio es el Santo no sola- mente de Padua, sino de todo el mundo”. Verdad es que la leyenda se ha complacido en festonear la historia de este Santo; pero no es menos cierto que en el fondo de este movimiento que arrastra a la gente ante su altar, se percibe un espléndido homenaje rendido a su apostolado.






   Se lo llama comúnmente San Antonio de Padua, por haber muerto en dicha ciudad y porque allí son guardadas sus reliquias; pero fue natural de Lisboa, donde nació el 15 de agosto del año 1195. Su padre, Martín de Bullones, era varón noble y estaba casado con doña Teresa Tavera, señora menos principal.

   A los cinco años, Fernando -que así lo llamaron en el Bautismo- fue enviado a la escuela de la iglesia mayor de Lisboa dedicada a Nuestra Señora del Pilar, y allí aprendió las primeras letras. Si hemos de creer una leyenda portuguesa, siendo Antonio de quince años tuvo una violenta tentación en la catedral; trazó entonces una cruz en una de las gradas de la escalera de mármol del coro y en ella quedó impresa como en blanda cera; todavía puede verse dicha cruz, que está resguardada con una rejilla.

   Con este triunfo abrió los ojos y, entendiendo que el mundo está lleno de peligros, entró en el monasterio de Canónigos Regulares de San Agustín, por los años de 1210. Tras dos años de noviciado, el joven canónigo regular fue enviado a Coimbra, al convento de Santa Cruz, y allí estuvo algunos años estudiando Filosofía, Teología y Patrística con admirable fruto.







EN LA ORDEN FRANCISCANA.


  El Señor, que lo había guiado primero al convento de Santa Cruz, lo destinaba a otra familia religiosa. Distante una milla de Coimbra, los Frailes Menores o Franciscanos, de la sagrada Orden fundada hacía pocos años por el glorioso padre San Francisco, residían en el estrecho monasterio de San Antonio de Olivares, así llamado por estar en terreno poblado de olivos. En él vivían cinco Hijos del Poverello de Asís, llevando vida tan pobre y austera como su santo fundador, y muy a menudo iban a pedir limosna al convento de la Santa Cruz.

   Era por entonces hospedero el canónigo don Francisco, por lo cual tenía frecuentes relaciones con los frailes limosneros; de ellos supo cosas edificantes sobre la nueva Orden; le dijeron que iban a Marruecos a predicar a los infieles; pero entendió Fernando que adonde apuntaban era a conquistar la palma del martirio.

   En efecto, pocos meses después, algunos de ellos, sentenciados a muerte por el sultán, dieron su vida en medio de tormentos tan atroces, que su solo relato hace estremecer. Fueron azotados cruelmente; les abrieron el vientre y sacaron fuera sus entrañas; derramaron sobre sus llagas aceite hirviendo y luego los arrastraron sobre pedazos de tejas agudas. Finalmente, el propio sultán Miramamolín los golpeó en la frente y luego los degolló (16 de enero de 1220). Sus reliquias fueron llevadas a Coimbra, y tanto dieron que hablar los milagros que el Señor obraba por ellas, que don Fernando se sintió atraído por el ejemplo de los protomártires franciscanos. Fue, pues, a ver al “guardián” del convento de San Antonio y le dijo: “Padre mío, si me prometierais enviarme a tierra de moros, de buena gana tomaría yo el hábito de vuestra Orden”.

   Por su parte, el prior de los canónigos de Santa Cruz se afligió muchísimo con la noticia de los propósitos de don Fernando; pero él llamamiento era divino a todas luces. Para dar a su santo hermano pruebas de lo mucho que lo amaban, quisieron los canónigos que el nuevo franciscano tomase el hábito, no en el monasterio de San Antonio, sino en su propia iglesia de Santa Cruz, como así se hizo en el año 1221. Cambió entonces el nombre de Fernando por el de Antonio.

   En memoria de tan piadosa y edificante ceremonia, cada año, el día de San Antonio de Padua, va a predicar el panegírico del Santo a la iglesia de los Franciscanos un Canónigo de Santa Cruz, y luego preside la comida de los frailes.

   Conforme al concierto que había hecho con los padres Franciscanos, lo enviaron a África; pero no bien hubo llegado, le dio una grave y larga enfermedad, de suerte que tuvo que regresar a Portugal. Se embarcó con este intento; pero la Providencia lo tenía destinado para apóstol de otros países, y así, por divina voluntad fueron los vientos tan contrarios y furiosos en esta navegación, que de lance en lance llevaron el navío a las costas de Sicilia. Sucedía todo esto el mismo año en que se celebraba en la llanura de Asís el Capítulo general de los Franciscanos: Antonio podría al fin ver a San Francisco y contemplar de cerca la hermosura de la caridad en lo que tiene de más exquisito y real. A pesar de hallarse todavía convaleciente, cruzó a pie la península itálica, desde Calabria hasta Umbría.

   El humilde peregrino asistió como desconocido a la magna Asamblea; nadie le hacía caso. Finalmente, lo vio el provincial de Romania y lo envió, con licencia del Ministro General, al monasterio de Monte Paulo, donde le encargaron fregar y barrer. Por la cuaresma del año 1222 fue enviado a la ciudad de Forlì con otros religiosos. Cierto día, estando de paso por aquel convento algunos padres Dominicos, el Padre guardián les rogó que alguno de ellos explicase la palabra del Señor; mas todos se excusaron, alegando que no estaban preparados. Fueron a buscar a San Antonio, que estaba en la cocina, y le mandaron que hablase. También él se excusó al principio, pero, compelido por el Padre guardián, habló tan altamente y con tanta abundancia de ideas, exponiéndolas con tanta claridad, concisión, sabiduría y documentación de la Sagrada Escritura, que dejó admirados a los oyentes. Contaron esto al Padre provincial, el cual lo nombró predicador de Romania, y San Francisco, maravillado de la humildad de Antonio, le mandó que leyese a los frailes la Sagrada Teología.







PRINCIPIO DE SU VIDA PÚBLICA.



   Los autores más dignos de crédito convienen generalmente en que San Antonio predicó primero en Romania, desde el año de 1222 hasta el de 1224; luego enseñó en diversas ciudades de Francia e Italia. En todas partes atrajo cabe su cátedra a muchos discípulos. Pero no llenaba sus ansias de apostolado. A las tareas y fatigas del profesorado añadió la predicación por las ciudades, villas y aldeas. Las muchedumbres, ávidas de oírlo, se apiñaban en derredor suyo. Era su modo de decir tan persuasivo, discreto y acomodado a la necesidad de los oyentes, que, después de sus sermones, los sacerdotes no daban abasto a confesar a los penitentes.

   Es este el lugar de referir dos milagros que dicen relación con las peleas de San Antonio contra los herejes, a los cuales persiguió con tanta solicitud y perseverancia, que con razón fue llamado «martillo de los herejes».

   El primero es el de un caballo que adoró al Santísimo Sacramento. Un hereje negaba la presencia real porque no veía ninguna mudanza en las especies eucarísticas. San Antonio deseaba ganar aquella alma y además fortalecer la fe de los cristianos, y así cierto día le dijo: “Si el caballo en el que vais montado adora el verdadero Cuerpo de Cristo bajo la especie del pan, ¿creeréis por ventura?” Aceptó el hereje estas condiciones; dos días tuvo encerrado al animal sin darle cosa alguna de comer. Al tercer día sacó el caballo y lo llevó a la plaza en medio de un gran concurso de gentes. Le dieron de comer avena, mientras San Antonio estaba delante, teniendo en sus manos con gran reverencia el Cuerpo de Jesucristo. Un gentío innumerable se había juntado en aquel lugar y esperaban todos con grandes ansias lo que pasaría. Entonces el caballo, como si tuviera conocimiento, se arrodilló ante la Sagrada Hostia, y allí permaneció hasta que fray Antonio lo dejó ir.




  

   El otro milagro no es menos célebre. Los herejes de la ciudad de Rímini se burlaban un día de las palabras del Santo y se tapaban los oídos para no oírlo: “Puesto que los hombres no merecen que se les predique la divina palabra -dijo entonces fray Antonio-, voy a hablar a los peces”. Esto ocurría a orillas del mar. Llamó el Santo a los peces y les recordó los grandes beneficios que habían recibido de Dios, el favor del agua límpida y clara, el silencio que es oro, y la libertad de nadar dentro de luminosas profundidades. Fue cosa maravillosa que a las palabras de fray Antonio vinieron los peces hasta cerca del Santo y, levantadas del agua sus cabezas, boquiabiertos y con grande atención y sosiego, lo comenzaron a oír y no se fueron hasta que fray Antonio les dio la bendición; todo el pueblo estuvo presente a este espectáculo; quedaron todos atónitos, y los herejes tan corridos y humillados, que se echaron a sus pies, suplicándole que les enseñase la verdad.







VIAJES APOSTÓLICOS.



   Antonio leyó Teología en Montpeller y Tolosa. Con Montpeller se relaciona una anécdota que, aun careciendo de fundamento histórico, dio origen a que el pueblo cristiano tenga a San Antonio por abogado de las cosas perdidas. Un novicio dejó la Orden y se llevó consigo un Salterio glosado que el varón de Dios estudiaba para leer a los frailes la Sagrada Escritura y preparar los sermones. El Santo, al saberlo, se puso luego en oración y, al punto, el ladronzuelo, arrepentido, le restituyó el libro que había llevado. Con mucha razón la colecta de la misa de este Santo nos invita a pedir al Señor por su intercesión la gracia de hallar no sólo las cosas terrenas y perecederas, sino también los tesoros espirituales que nos harán dignos de gozar un día de los bienes eternos.

   Vamos a referir un prodigio sobre cuya autenticidad no cabe duda. Estaba un día en la ciudad de Arles, predicando de la cruz y pasión de Cristo, nuestro Redentor, cuando a un momento determinado, fray Monaldo, alzó la vista y vio al seráfico Padre San Francisco que residía en Italia en aquel entonces. Estaba en el aire con los brazos extendidos como aprobando todo lo que San Antonio decía. Habiendo echado su bendición a la asamblea, desapareció.

   Pero donde más predicó el Santo fue sin duda en el Lemosín. Las estatuas de San Antonio que suelen venerarse en las iglesias y que lo representan con el Niño Jesús en brazos, recuerdan un paso de su vida que debió de suceder en una población cercana a Limoges. Estando el Santo una noche en oración, solo en su habitación, el huésped que lo había recibido en su casa le estuvo acechando y vio en el aposento una gran claridad; mirando más en ella, vio un niño hermosísimo, sobremanera gracioso, en los brazos de San Antonio, y al Santo que lo abrazaba y se regalaba con él. Era Jesús en persona. Después de muerto Antonio, el dichoso testigo de aquel prodigio lo contó con mucho enternecimiento y lágrimas, habiendo antes puesto la mano sobre las reliquias del Santo para prueba de que decía verdad. Milagro parecido ocurrió, según algunos autores, en Pascua, en casa de un tal Tisone del Campo.








   En la ciudad de Limoges aconteció uno de los más portentosos milagros de bilocación obrados por San Antonio. Es la bilocación la presencia milagrosa de una persona en dos lugares a un mismo tiempo. Estaba una tarde del Jueves Santo predicando en la iglesia de San Pedro. A aquella misma hora, los frailes estaban cantando Maitines en su convento, muy distante de la iglesia, y fray Antonio había de cantar una «lección». A la hora exacta en que le tocaba cantarla, los religiosos le vieron llegar, y en cuanto hubo desempeñado su oficio, desapareció del coro; ahora bien, en aquel mismo instante empezaba el sermón.

   De buena tinta se sabe que fray Antonio fundó el primer convento de franciscanos de la ciudad de Brive. Distantes como kilómetro y medio de la ciudad, se hallan las Grutas donde se recogía para orar y meditar, las cuales han venido a ser lugar de romería famosa y muy concurrida en aquella comarca. Cada año, el domingo después de la fiesta de San Bartolomé, hay en Brive una feria llamada “feria de las Cebollas”, la cual dice con otro milagro. Un día, como el cocinero de los Franciscanos no tuviese cosa para dar de comer a los frailes, Antonio fue a decirlo a una devota matrona amiga y bienhechora del convento. A pesar de que en aquella hora estaba lloviendo a cántaros, la señora mandó a su criada que fuese a la huerta y trajese algunas hortalizas para llevarlas a los padres Franciscanos. El convento estaba muy distante y el chaparrón arreciaba. Con todo eso, la criada hizo el viaje de ida y vuelta sin que sus vestidos se mojasen.








SAN ANTONIO EN PADUA.



   Esta es la época mejor conocida de la vida de nuestro Santo, por haber sus biógrafos estudiado más detenidamente y referido con más gala de pormenores cuanto hizo en la ciudad de Padua, donde había de rematar la corta carrera de su vida mortal. Era Padua ciudad muy opulenta; mas por obra de esta misma riqueza y bienestar, habíase apoderado de sus habitantes el desenfrenado amor al lujo y a la holganza. Cuando a los de Padua les faltaba dinero para saciar su apetito de juegos y festejos, lo pedían a los prestamistas, quienes se lo adelantaban a intereses muy crecidos. La ciudad se hallaba totalmente dominada por la codicia y la usura; pero a pesar de estos vicios, los paduanos conservaban dormida en el fondo de su alma la fe del Bautismo, la cual iba a despertarse al influjo de la fervorosa y enérgica predicación de San Antonio.

   Entró el Santo en Padua con intento de predicar sucesivamente en cada una de las iglesias de la ciudad; pero al poco tiempo, el auditorio no cabía ya en los templos. Antonio eligió entonces para hablarles un anchuroso prado, donde llegaban a apiñarse hasta treinta mil oyentes. Los mismos comerciantes cerraban sus tiendas para ir a oírlo.
  
   ¿Cómo lograba el humilde fray Antonio tan maravillosos frutos en el ministerio de la oratoria sagrada? Ante todas las cosas y sin género de duda, merced a la opinión de santidad del predicador y a lo extraordinario del personaje, suficiente esto para llevar en pos de sí las más de las veces a la masa del pueblo. Con todo eso, menester es confesar que el mérito de sus sermones y lo patético de su decir, fueron parte grandísima para el logro de resultado tan admirable. Meliflua era su elocuencia, y con predicar ordinariamente el Evangelio de la abnegación y de sacrificio, salpicaba sus discursos con vivas y sabrosísimas metáforas.







SU MUERTE Y CANONIZACIÓN.


   Llego finalmente la hora en que iba a apagarse esta resplandeciente lumbrera de la Orden franciscana. Ya en el año de 1230, logró fray Antonio, que el Capítulo general le descargase de los importantes oficios que le tenía encomendados. La predicación de la cuaresma del año siguiente lo dejó flaco, cansado y con poca salud: pasaba días enteros predicando y confesando en ayunas. Poco después de Pentecostés le fue menester retirarse a una ermita solitaria no muy distante de Padua, llamada Campo de San Pedro. Allí comenzó a adelgazar tanto, que a los pocos días notó que se acercaba su muerte y pidió ser trasladado al convento de Padua.

   La masa de la ciudad salió a recibirlo; se juntó tanta gente para verlo y besar su hábito, que no pudo entrar en la ciudad y le fue menester detenerse con sus dos compañeros en casa del capellán de las religiosas de Árcela, situada en uno de los arrabales de Padua. Habiendo recibido con singular devoción los Sacramentos de la Iglesia y rezado con los frailes que le asistían los siete salmos penitenciales, cantó por sí sólo el himno O gloriosa Domina y se durmió apaciblemente en el Señor el 13 de junio de 1231.

   Mientras exhalaba el postrer suspiro, los niños y muchachos de Padua, movidos de Dios, comenzaron a andar por toda la ciudad, dando voces y diciendo: “Ha muerto el Santo, ha muerto el Santo”.







  Muy luego aprobó la Iglesia la canonización que los ángeles habían ya pregonado por boca de los niños; al año siguiente, 1232, el Papa Gregorio IX, en la pascua de Pentecostés, canonizó y puso en el catálogo de los Santos al franciscano Antonio de Padua. En aquel mismo día, que fue el primero de junio, todas las campanas de la ciudad de Lisboa tañeron por sí solas, para celebrar el triunfo del preclaro religioso que Italia había hurtado a Portugal.







   En el mismo día de sus exequias, trajeron a su sepulcro multitud de enfermos quienes, con sólo tocarlo cobraron la salud. Los que no pudieron acercarse al sepulcro quedaron sanos a la vista de la muchedumbre. Se extendió por todo el mundo la fama de los milagros de San Antonio. De todas partes acudieron ordenadas romerías. Parroquias enteras venían con banderas desplegadas y pies descalzos a venerar al Santo, señalándose en esta penitencia muchos personajes de natural delicado y orgulloso.

   Las reliquias, depositadas primero en la reducida iglesia de los Franciscanos, fueron trasladadas solemnemente, el día 8 de abril de 1263, a un suntuoso templo edificado en su honor, llamado de San Antonio. Era entonces ministro general de la Orden el insigne doctor San Buenaventura, que fue después cardenal obispo de la ciudad de Albano; él presidió la exhumación de San Antonio, a quien no conocía sino por la fama.

   Se maravillaron al abrir el ataúd, cuando vieron que la lengua que con tanto provecho y gloria había predicado la divina palabra, se hallaba incorrupta, siendo así que todo el cuerpo estaba consumido y sólo quedaban los huesos. San Buenaventura la tomó en las manos y, bañado en lágrimas, con entrañable devoción dijo estas palabras: “¡Oh lengua bendita, que siempre alabaste a Dios y tan a menudo hiciste que otros le alabasen; bien se ve ahora de cuánto merecimiento eres delante del que para tan alto oficio te formó!”.

   Tan insigne reliquia está todavía incorrupta hace más de siete siglos. Ni se ha secado ni ennegrecido con el tiempo; hoy día es de color blanquecino. Está guardada bajo un globo de cristal incrustado en un relicario de oro macizo, obra de arte magistral que honra al cincel italiano. Pasados unos cien años, el día 15 de febrero de 1350, el sagrado cuerpo fue trasladado otra vez y encerrado en magnífica urna de plata, a expensas del cardenal Guido de Montfort. “Buena parte de la cabeza - se lee en el Breviario seráfico- fue depositada en preciosísimo relicario, cincelado con primor”.

   El Papa Sixto V, el año de 1586, mandó celebrar la fiesta de San Antonio con rito doble. Muchas oraciones y ejercicios de devoción en su honor están indulgenciadas, como el ejercicio de los trece martes, por haber muerto el Santo un martes, día 13 del mes. Se ha extendido por el mundo una antífona llamada “Breve de San Antonio”, Ecce crucem Dómini –he aquí la cruz del Señor-, que recuerda el poder del taumaturgo sobre los demonios; Roma, con todo, no ha aprobado la colecta que suele a veces añadirse. Finalmente, algunas parroquias y asociaciones piadosas lo han tomado por patrono y una de éstas, que congrega a la juventud de ambos sexos, fue facultada por Pío X en el año de 1911, a trasladar su residencia de España a Roma.






   Por Carta Apostólica fechada el 16 de enero de 1946, el Papa Pío XII, declaró y constituyó a San Antonio de Padua, Doctor de la Iglesia Universal.

   La forma de devoción y caridad llamada Pan de San Antonio ha adquirido tal importancia, ha aliviado y sigue aliviando tantas miserias, que conviene siquiera mencionarla: que San Antonio socorriese de buena gana a los necesitados, ¿quién lo duda? Por eso los cristianos le han querido honrar dando limosna en nombre de este hijo del «Pobrecito» de Asís.




No hay comentarios.:

Publicar un comentario