San Alberto Magno nació cerca de Augsburgo en el seno de una familia
acomodada. Desde
su más tierna infancia, demostró una perspicacia notable en sus estudios; su
amor por el saber lo llevó a abandonar las tradiciones caballerescas de su
familia y a ingresar en la entonces renombrada Universidad de Padua, donde
combinó su afán de estudiar con una profunda piedad. A
los treinta años, aún inseguro de su futuro, pero inspirado por la gracia, se
postró a los pies de la Santísima Virgen María y creyó oír a la Madre celestial
decirle: «Deja
el mundo y entra en la Orden Dominicana». Desde entonces, Alberto no
dudó más y, a pesar de la oposición de su familia, ingresó en el noviciado
dominico. Tal fue su rápido progreso tanto en el saber cómo
en la santidad que pronto superó incluso a sus maestros.
Tras doctorarse en
teología, fue enviado a Colonia, donde su reputación atrajo durante mucho
tiempo a numerosos discípulos ilustres. Pero uno solo bastaría para su gloria: Santo Tomás de Aquino. Este joven monje, ya profundamente
inmerso en los más altos estudios teológicos, era tan silencioso entre los
demás que sus compañeros lo llamaban «el buey mudo de Sicilia». Pero Alberto los
acalló, diciendo: «El bramido de este buey resonará por todo el mundo». Desde Colonia, Alberto fue llamado a la
Universidad de París con su predilecto discípulo. Allí
su genio brilló con toda su brillantez y allí compuso muchas de sus obras.
Más tarde, la obediencia lo llevó de regreso
a Alemania como provincial de su Orden. Se despidió,
sin quejarse, de su celda, sus libros y sus numerosos discípulos, y viajó sin
un centavo, siempre a pie, a través de un vasto territorio para visitar los
numerosos monasterios bajo su jurisdicción. Tenía sesenta y siete años
cuando tuvo que someterse a la orden formal del Papa y aceptar, en
circunstancias difíciles, la sede episcopal de Ratisbona. Allí, su incansable
celo solo fue recompensado con duras pruebas que perfeccionaron su virtud.
Restaurado a la paz en un monasterio de su Orden, pronto tuvo que reanudar sus
viajes apostólicos a la edad de setenta años. Finalmente,
pudo regresar definitivamente al retiro para prepararse para la muerte.
Resulta asombroso que, en
medio de tanto trabajo, viajes y empeños, Alberto pudiera encontrar tiempo para
escribir obras de ciencia, filosofía y teología que suman nada menos que
veintiún volúmenes en folio, y uno puede preguntarse qué fue lo que más lo
sobresalió como erudito, santo o apóstol.
Murió a los ochenta y
siete años el 15 de noviembre de 1280; su cuerpo fue sepultado en Colonia, en
la iglesia dominica. No fue hasta el 16 de diciembre de 1931 que recibió los
honores de la canonización y su veneración se extendió a toda la Iglesia. Al
proclamar su santidad, el papa Pío XI le otorgó el glorioso y merecido título de
Doctor de la Iglesia. Su festividad se fijó el 15 de noviembre, día de su
muerte. Desde
tiempos inmemoriales, se le conoce como Alberto Magno.
Abbé
L. Jaud, Vidas de los santos para cada día del año, Tours, Mame, 1950.




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