Celebra hoy la santa Iglesia la primera solemne
dedicación de los templos consagrados a Dios que se hizo en la cristiandad, y
fué la de aquella célebre iglesia que el emperador Constantino mandó erigir en
Roma hacia el principio del cuarto siglo en su mismo palacio de Letrán sobre el
monte Celio, la cual se llamó la iglesia del Salvador por haberse dedicado en
honra suya.
Aunque
el culto que debemos a Dios no está ligado a un sitio más que a otro; y aunque
en todo lugar pueden y deben adorarle en espíritu y en verdad los verdaderos
fieles, como se explica el mismo Salvador, sin que ya sea menester subir al
monte o ir a Jerusalén para adorarle, pues en todas partes está presente el Señor,
quiso no obstante escoger en la tierra algunos sitios donde se le ofreciesen
sacrificios, y tener entre nosotros, por decirlo así, algunas casas para recibir
nuestras visitas, oír nuestras súplicas, recibir y despachar nuestros
memoriales. Escogió el monte de Moriah para que Adraban le sacrificase a su
hijo Isaac, y en el mismo quiso ser singularmente honrado y glorificado,
inspirando a Salomón a que edificase en él aquel magnífico y santo templo de
Jerusalén, único lugar destinado para los sacrificios. Habiéndose quedado
dormido Jacob en el camino de Bersabé á Harán, cuando despertó, después de la
visión que tuvo, exclamó todo asombrado: ¡Verdaderamente que este lugar es terrible! No es otra cosa
que la casa de Dios y la puerta del cielo: Non est hic aliud nisi domus Dei et porta cœli
(Gen. 2s).
Cuando Dios levantó la mano del azote con que quiso
castigar la vanidad de David, le mandó erigir un altar en la era de Ornan el
Jebuseo, y ofrecerle en él holocaustos y hostias pacíficas. Invocó en él al
Señor el piadoso monarca, y el Señor le oyó, haciendo bajar fuego del cielo
sobre el altar del holocausto (1. Paral. 21, 22.). Viendo David que Dios
aprobaba su sacrificio con aquella maravilla, no dudó que aquel era el sitio destinado
por Dios para la edificación del templo, y que con aquella milagrosa señal le
daba a entender que escogía aquel lugar para casa suya, y para que se erigiese
allí el altar de los holocaustos. Dixitque David: Hæc est domus
Dei, et hoc altare in holocaustum Israel. Y David dijo:
Esta es la
casa de Dios, y este es el altar para el holocausto de Israel. El mismo príncipe, hombre según el corazón de
Dios, resolvió edificar un templo al Señor, y para eso hizo grandes prevenciones;
pero el mismo Señor le dio a entender que la honra y la dicha de ejecutar
aquella grande obra estaba reservada para su hijo, y no para él. Desde que libré
a mi pueblo del cautiverio de Egipto, le
dijo Dios, en
ninguna de las tribus de Israel escogí ciudad alguna donde se fabricase una
casa para mí: Ut ædificaretur in ca domus nomini meo (2. Paral.
6.). Siempre
viví debajo de tiendas de campaña, mudando cada día sitios donde se levantaba
mi pabellón: Neque enim mansi in domo ex eo tempore, quo eduxi Israel usque
ad diem hanc, sed fui semper mutans loca tabernaculi, in tentorio
(1, Paral. 17.). Pero
no serás tú el que me has de edificar esta casa: tu hijo será el que erigirá
una casa a mi nombre: Ipse ædificabit
domum nomini meo. Habiendo, pues,
edificado Salomón aquel magnifico templo, maravilla del mundo, en la ciudad de
Jerusalén sobre el monte Moriah, que significa monte de visión, donde Abrahán llevó a su hijo Isaac
para sacrificarle al Señor, quiso celebrar su dedicación.
Nunca
llegó a mas alto punto la magnificencia, que cuando aquel gran rey hizo aquella
augusta ceremonia, la cual duró por espacio de ocho días. Sacrificó Salomón, durante la solemnidad,
veinte y dos mil bueyes y cien mil carneros, con lo cual, así el rey como el
pueblo, dice la Escritura, dedicaron la casa del Señor: Et dedicavit domum Dei rex, et universus populus
(2. Paral. 7). Es, pues, la dedicación aquella sagrada
ceremonia que se celebra cuando se dedica una iglesia o un altar, cuya fiesta
se repite todos los años con el nombre de dedicación; costumbre, que, observada
tan religiosamente por los judíos en la ley antigua, no fué menos común entre
los cristianos en la nueva ley.
Leemos en Eusebio que el mayor gozo y la mayor gloria de
toda la Iglesia fué cuando el grande Constantino, primer emperador cristiano,
permitió que en todo el imperio se erigiesen templos al verdadero Dios, lo que
hasta entonces habían prohibido los emperadores gentiles sus predecesores; de
suerte que por más de trescientos años no tuvieron los cristianos libertad para
juntarse sino en secreto y en lugares subterráneos donde cantaban las alabanzas
del Señor, y celebraban el santo sacrificio de la misa. Es verdad que siempre,
desde el mismo nacimiento de la Iglesia, hubo casas particulares y sitios
ocultos particularmente destinados para que los fieles se juntasen en ellos,
los cuales se llamaban oratorios, donde a pesar de las más furiosas
persecuciones concurrían a oír la palabra de Dios, y a ser participantes de los
divinos misterios; pero ¡qué gozo universal, y que glorioso triunfo sería el de
toda la Iglesia cuando el piadoso emperador, no contento con mandar demoler o
cerrar los templos de los gentiles, ordeno que se erigiesen en todas partes al
verdadero Dios! Entonces, dice Eusebio, en todas
las ciudades del imperio se vieron levantar nuevos y soberbios templos dedicados
al verdadero Dios, o convertirse en iglesias después de purificados los más
suntuosos y magníficos de la antigua gentilidad, reputados por maravillas del
arte, sin contar los que se erigieron sobre la ruina de estos mismos, no menos
soberbios que los primeros; siendo todos como otros tantos primorosos monumentos
del glorioso triunfo que la Iglesia consiguió del gentilismo.
Pero
este gozo y este triunfo sobresalía principalmente en la dedicación de todos
aquellos templos esparcidos por el universo, la que en todas partes se celebró
con tanta solemnidad, con tanto concurso y con tanta magnificencia, que en nada
cedía a la que vio la ley antigua en la dedicación del templo de Jerusalén. El
mismo Eusebio, que fué testigo de vista, se explica de esta manera: Era
espectáculo tierno, y largo tiempo deseado, la solemnidad y la devoción con que
en todas partes se celebraba la dedicación de nuestras iglesias: Post hæc votivum
nobis, ac desideratum spectaculum prœbebatur, dedicationum scilicet festivitas per
singulas urbes, et oratoriorum recens structorum consecratio: Después
de esto, se nos presentó un espectáculo votivo y deseado, a saber, el festival
de las dedicaciones en cada ciudad y la consagración de los oratorios recién
construidos. Concurría de las provincias gran número de obispos para
autorizar y hacer más célebre la solemnidad;
Ad hæc
conventus peregrinorum episcoporum ab externis, et dissitis regionibus concursus. En aquella concurrencia de gentes de tan diversas
naciones mostraba bien la caridad de los fieles que en aquellos templos
terrenos y materiales consideraban una como imagen de la junta de los bienaventurados
en el cielo, donde incesantemente están cantando alabanzas al Señor; pues todos los
fieles se veían y se juntaban en una misma caridad, y en la unidad de una misma
fe para formar un cuerpo místico, cuya cabeza y alma es Jesucristo: Populorum mutua ínter se charitas ac benevolentia, cùm
membra corporis Christi in unam compaginem coalescerent. El obispo
que edifica una iglesia y la consagra, prosigue
el mismo, es perfecto imitador de Jesucristo, y edifica
como él un templo en la tierra que es imágen del que los santos y los ángeles
componen en el cielo: Ad eumdem modum hic
noster pontifex, totum Christum, qui Verbum, sapientia et lux est, in sua
ipsius mente, tanquam imaginem gestans, dici non potest quanta cum animi magnitudine,
hoc magnificum Dei Altissimi templum, quod sub aspectu cadit, ad exemplum
prœstantioris illius templi, quod oculis cerni non potest, quantum fieri
potuit, simillimum fabricavit: De la
misma manera, este nuestro pontífice, llevando en su mente, por así decirlo,
una imagen de todo Cristo, que es Verbo, sabiduría y luz, con qué grandeza de
espíritu no se puede decir, construyó este magnífico templo del Dios Altísimo,
que es visible, lo más parecido posible al ejemplo de aquel templo más
magnífico, que no se puede ver con los ojos. Esto
que nos dice Eusebio, nos enseña que toda la magnificencia,
toda la majestad que vemos en nuestras iglesias, y todas las ceremonias con que
se consagran son misteriosas, y representan el glorioso cuerpo de Cristo,
después de su resurrección, vestido de gloria, ostentando su dominación sobre
toda la tierra, comunicando su nueva vida a los fieles, y deseando levantarlos
consigo al cielo, para que el cielo y la tierra formen un mismo templo, siendo
los ángeles y los hombres templos vivos de Dios: Vos estis templum Dei viví:
Tú eres el templo del Dios viviente: y eternamente le bendigan, sacrificándose
como él a la gloria de su Padre.
El mismo historiador nos refiere muchas célebres dedicaciones que se hicieron
luego que se edificaron muchas magníficas iglesias, para cuyo adorno concurrió
la liberalidad del religioso emperador con lo más rico y más precioso que se
encontraba en el imperio: Basilicam omnem regaliter donaríis magnificé exornavit: Adornó magníficamente toda la basílica con regalos
reales.
Pero ninguna más célebre que la primera, y fué la de aquella
magnifica iglesia del Salvador en Roma, llamada comúnmente la Basílica de San
Juan de Letrán, cuya memoria solemniza hoy la santa Iglesia. El cardenal Baronio, siguiendo a san Jerónimo, dice que el sitio de Monte Celio, adonde se edificó la iglesia y
palacio de Letrán, pertenecía a los herederos de Plaucio Laterano, rico
ciudadano romano, y electo, cónsul, a quien mandó quitar la vida Nerón.
El emperador Constantino dio este palacio al Papa Melquíades, que en el año 313
celebró un concilio de diez y ocho obispos sobre la causa de Ceciliano contra
los donatistas. Habiendo sucedido a san Melquíades el Papa san Silvestre el año
314, se granjeó tanto el concepto y la estimación del emperador, que,
hallándose en Roma, por consejo del mismo santo mandó se edificasen templos al
verdadero Dios en toda la extensión de su imperio, a quien el mismo emperador
quiso dar ejemplo, haciendo se erigiese a su costa en el palacio Laterano la magnífica
iglesia que san Silvestre consagró, dedicándola al Salvador, no solo porque se dejó ver su imagen pintada milagrosamente
en la pared, como lo dice el breviario romano, sino porque Jesucristo es la
cabeza de la Iglesia. Dotó Constantino esta
iglesia con tierras y posesiones de grandes rentas: la enriqueció con vasos,
alhajas y otros preciosos ornamentos, y consignó fondos considerables para la
conservación de las lámparas y manutención de los ministros. Se celebró la dedicación con toda la magnificencia y
solemnidad imaginable, cuyo aniversario es el que hoy solemnizamos.
Esta famosa iglesia, reputada siempre por madre de todas
las demás, tuvo diferentes nombres. Se llamó la
basílica de Fausta, que en griego significa palacio real, porque la princesa Fausta tuvo su palacio en aquel sitio.
Después la basílica de Constantino, porque Constantino la edificó: más adelante la basílica de San Juan de Letrán, por las dos capillas que se erigieron en el bautisterio,
dedicadas, una a
san Juan Bautista, y otra a san Juan
Evangelista. Con el tiempo se llamó la basílica
de Julio por haberla aumentado
considerablemente el papa Julio I. Pero el
mayor y más famoso de todos sus nombres es
el de la basílica del Salvador, con cuyo título se celebró su dedicación.
Por lo
demás, esta iglesia es en rigor la silla propia del pontífice romano, sucesor
de san Pedro, y por consiguiente la primera iglesia del mundo en dignidad. Está
entre las dos iglesias de san Pedro y san Pablo, que son como sus dos brazos,
con los cuales abraza a todas las iglesias del mundo para unirlas y estrecharlas
en su seno, como en centro indivisible de unidad. Así se explica el venerable
Pedro Damiano escribiendo contra el cismático Cadaloo. Así
como esta iglesia,
dice aquel célebre cardenal, tiene el título del Salvador, que es
cabeza de todos los predestinados, así también es ella misma como madre, corona
y perfección de todas las iglesias de la tierra: Hæc enim ad honorem condita Salvatoris, culmen et summitas totius
Christianæ religionis effecta: Porque
estas, fundadas en honor del Salvador, se convirtieron en la cumbre de toda la
religión cristiana. Ella es la
iglesia de las iglesias, y como el Sancta sanctorum de ellas. Ecclesia est ecclesiarum, el Sancta sanctorum. Habet quidem
intrinsecùs beatorum apostolorum Petri et Pauli, diversis quidem locis,
constitutas ecclesias, sed sui compagine sacramenti, quia videlicet in quodam
meditullio posita, quasi caput membris supereminet, indifferenter unitas. His
itaque tanquam expansis divinæ misericórdiæ; brachiis, summa illa et
venevabilis ecclesia omnem ambitum totius orbis amplectitur, omnes, qui salvari
appetunt, in materno pictatis gremio confovet et tuetur: La Iglesia es de iglesias, el Santo de los Santos. Posee, en
efecto, las iglesias de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo,
establecidas en distintos lugares, pero por su propia estructura sacramental, al
estar situada en un centro determinado, como si la cabeza sobrepasara a los
miembros, se encuentra unida incondicionalmente. Por tanto, con estos brazos,
como extendidos por la divina misericordia, esa suprema y venerable Iglesia
abarca toda la circunferencia del mundo entero, y en el seno maternal de su
imagen acoge y protege a todos los que desean salvarse. Desde
este augusto templo, como desde un castillo inconquistable, añade el mismo cardenal, Jesucristo,
soberano pontífice, une los fieles de todo el universo para que se pueda decir
con verdad que no hay más que un solo Pastor y una sola Iglesia: Hac Jesús, summus videlicet pontifex, arce subnixus, totam
in orbem terrarum Ecclesiam suam, sacramenti unitate, confœderat, ut unus
Pastor meritò, et una dicatur Ecclesia: Por medio de esto, Jesús, es decir, el Sumo
Pontífice, apoyado en la fortaleza, había unido a su Iglesia en todo el mundo,
en unidad sacramental, de modo que merecidamente pudiera ser llamada un solo
Pastor y una sola Iglesia.
Siendo
esta iglesia la que en punto de consagración tiene la preeminencia; aquella
donde el nombre de Jesucristo se predicó la primera vez francamente y con plena
libertad; aquella donde la fe triunfó gloriosamente de todas las persecuciones
y de todo el poder del paganismo armado contra ella; aquella
donde en esta dedicación ostentó a los ojos de todo el mundo el más magnifico,
el más augusto triunfo que se vio jamás en la tierra, era justo que todos los años
se renovase su memoria para rendir gracias a Dios por tan señalado beneficio; y
este es el asunto de la presente solemnidad.
Siempre
se reputó la iglesia de San Juan de Letrán como la
primera silla de los sumos pontífices; y como tal, por cabeza y madre de todas
las iglesias de la cristiandad, como lo significan estos dos versos grabados
en un mármol antiguo que se lee sobre su pórtico:
Dogmate papali datur et simul imperiali, Ut
sit cunctarum mater, caput ecclesiarum.
Así lo
establece el dogma papal y al mismo tiempo el imperial, que ella debe ser la madre
de todos, la cabeza de las iglesias.
Lo
mismo se lee en otra inscripción en prosa, la cual dice que la sacrosanta iglesia de San Juan de
Letrán es madre y cabeza de todas las iglesias del mundo: Sacrosancta
ecclesia Lateranensis omnium ecclesiarum mater et caput. Dos incendios ha padecido
esta iglesia, uno el año de 1308 en el pontificado de Clemente V, y otro el de 1361 en el
de Inocencio VI, y en ambos fué ventajosamente reparada, adornada y
enriquecida. En el primero se vio con ejemplar admiración que las mismas
señoras romanas tiraban los carros cargados de piedra para lograr el mérito y
la gloria de contribuir a la reparación de aquella primera basílica del mundo
cristiano como la llama el papa Gregorio IX. Antiguamente
eran regulares los canónigos de San Juan de Letrán; pero fueron secularizados
por Sixto IV el año de 1171. Los reyes de Francia tienen la presentación
de dos prebendas en consideración de los grandes beneficios que hicieron a la
Iglesia. En la de San Juan de Letrán se han celebrado
cinco concilios generales y otros muchos particulares. El primero y noveno de los ecuménicos se convocó el año de 1122 en el pontificado de Calixto II, y se
hallaron en él trescientos obispos. El segundo
y décimo general, el de 1139 en tiempo del
papa Inocencio II, contra el antipapa Pedro de León, y los errores de Arnaldo
de Brescia, discípulo de Pedro Abelardo, en
que presidió el mismo pontífice al frente de mil prelados. El tercero, compuesto de
trescientos obispos, en tiempo de Alejandro III, el año de 1179. El cuarto y décimo general fué
convocado por el papa Inocencio III el año de 1215: asistieron en persona los
patriarcas de Constantinopla y de Jerusalén; y por sus diputados los de
Alejandría y Antioquía, habiéndose hallado en el concilio setenta y un arzobispos,
trescientos cuarenta obispos, y más de ochocientos abades o priores. Fueron
condenados en él los albigenses, juntamente con los errores de Amaury y del
abad Joaquín. El quinto comenzó el año de 1512 en el pontificado de Julio II, y no se concluyó
hasta el de 1517 en el de León X, siendo el decimotercio ecuménico y general.
Ordenó san Silvestre que en adelante no se pudiese celebrar
el sacrificio de la misa sino en el altar de piedra, porque después de los
apóstoles y hasta su tiempo, a causa de las persecuciones, como solo se decía
misa en oratorios particulares, en lugares subterráneos o en cementerios, se
celebraba en altares de madera, como lo era el altar en que el príncipe de los apóstoles
celebraba el divino sacrificio, siendo su figura como de un ataúd o de un arca
hueca. Este altar, en que celebraba san Pedro, le mandó colocar el mismo
san Silvestre en la iglesia de Letrán, y prohibió que en lo porvenir ninguno
pudiese celebrar en él el santo sacrificio de la misa sino solo el sumo pontífice,
legítimo sucesor de san Pedro: lo que se observa el
día de hoy, pues solo el papa dice misa en aquel altar.
AÑO CRISTIANO
POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).
Traducido del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía.
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