La ciudad de Amiterno, hoy
llamada de Aquila, está en aquella parte de Italia que llaman Campania, en el
reino de Nápoles. De
esta ciudad, pues, fué natural san Victorino. Muertos sus padres, que eran
ricos y nobles, quedaron abundantes de posesiones Victorino y Severino,
hermanos; pero aspirando a la cumbre de la perfección cristiana vendieron el
rico patrimonio y repartieron á pobres cuanto haber pudieron. Quedaron tanto más ricos de bienes espirituales, cuanto más
pobres de los de este mundo. Una voluntad sola gobernaba a los dos hermanos;
nada les faltaba, porque todo lo habían dejado y dado por Cristo. Ellos eran
señores uno del otro, y criados también, pues en cuanto se ofrecía servía el
uno al otro. Victorino bien estaba con servir a su hermano
Severino; mas no le agradaba ser de él servido, y así resolvió irse al
desierto, como lo hizo. Se entró en lo más
oculto y retirado, donde ni pudiese ver ni ser visto de las gentes, y sólo
pudiese gozar de la conversación de los ángeles. Fabricó una celda tan
estrecha que sólo él podía estar de rodillas o en pie orando; y si alguna otra
persona estaba dentro, habían de estar por fuerza en pie los dos, que de otra
suerte era imposible. Vivía nuestro santo en la gloria,
vacando sólo a Dios, con oración, abstinencia, disciplinas y penitencias. Pero
como nuestro enemigo común no duerme, envidioso de ver la paz y quietud de
ánimo con que Victorino vivía, trató de contrastarla. Tomó forma de una hermosa
doncella, y siendo ya noche se llegó a la puerta de la celda llorando y pidiendo
favor, diciendo iba perdida y que temía las fieras de aquel desierto, que por
amor de Dios la hospedase por aquella noche, que en amaneciendo se iría. Tan bien supo fingir la tragedia, tanto supo llorar y tan
lastimosas plegarias supo hacer, que movido el corazón de Victorino a
misericordia y piedad cristiana abrió la puerta y dio entrada a su enemigo.
Luego que hubo entrado se fingió santa como
el santo la doncella, y así se puso como él en oración; pero perseveró poco, porque tocando con uno de sus pies uno de los del
santo le encendió en un fuego tal, que se olvidó de sí y de Dios, sin poderse
valer ni reprimir: tanto efecto hizo el vil
engaño de aquella sierpe enemiga. Apenas le vio caído en la culpa,
cuando el demonio, burlándose de él, le dijo:
—«¿Qué haces, varón santísimo? Tú, que te has desposeído
del mundo y sus glorias por seguir la virtud, y puedes de verdad enseñarla a
todos, ¿ahora te has despeñado? Dejaste a tu mismo hermano, y ¿admites a tu
enemigo en tu compañía? ¡Ah desdichado!»
Y diciendo esto se desvaneció en humo. Quedó Victorino confuso y
avergonzado de ver había triunfado de él su enemigo con tal engaño y cautela; pero como sabía bien que Dios no quiere la muerte del
pecador, sino que se convierta y viva, se tomó por su culpa una de las más
raras penitencias que se hayan visto jamás, y tal que no es para imitada de
ningún pecador, si no es que tuviese, como Victorino, especial inspiración,
ayuda y favor de Dios para hacerla. Fuese en busca de su hermano
Severino, le confesó el engaño del demonio y su culpa,
y le pidió le ayudase a la penitencia, porque la que Dios le había inspirado y
se había impuesto no podía solo ponerla en ejecución sin su ayuda; se la
ofreció el hermano, y llevando instrumentos para ello rajaron un árbol, y por
la raja o hendidura hecha metió Victorino las manos, y luego hizo que su hermano
volviese a cerrar y apretar muy bien aquella raja con cuñas y una faja de
hierro, cerrada muy bien con su candado y llave, de suerte que jamás pudiese
sacar de allí las manos ni dar alivio a su cuerpo.
Le obedeció en todo Severino; pero después
que le dejó metidas en tal prensa las manos y en tan nunca vista penitencia, se
fué al obispo de Aquila, y le dio cuenta para que viniese y sacase de allí a su
hermano. El obispo, admirado y compadecido, vino y
procuró con toda prudencia y suavidad persuadido a que dejase aquella rigurosa
penitencia; mas viéndole firme en su propósito, por no contradecir al espíritu
de Dios que en él obraba, le echó su bendición, oró por él, le consoló y animó,
y se fué. Tres años pasaron sin que se viesen
señas algunas de mudar de ánimo; sólo permitía viniese a verle su hermano los
domingos y le trajese un poco de pan y agua, que tomaba por conservar la vida
para padecer, con cuyo rigor de abstinencia y ayuno de ocho días enteros le
imitaba Severino, su hermano, pues solos los domingos tomaba como él una escasa
refacción de pan y agua. En todos los tres años no cesó Victorino de llorar
su culpa; al fin de los cuales el obispo, movido a piedad, vino a verle, y al
fin alcanzó con sus ruegos que permitiese dejarse sacar de aquel árbol las
manos. Convencido, pues, llegó su hermano, abrió la
aldaba, quitó las cuñas y salió un esqueleto vivo, Victorino, pues sólo tenía
la forma de humano, que en lo demás era un tronco seco. Obró en él de
suerte la gracia y virtud del Altísimo, que comenzó a resplandecer en milagros,
santidad y virtudes, sanando enfermos de todas enfermedades, resucitando
muertos y expeliendo demonios de humanos cuerpos. Al fin fueron tantos los
milagros que hizo, que no hay lengua que pueda contarlos ni pluma que los pueda
reducir a número. Murió el obispo de Aquila, y por disposición divina todo el
pueblo le aclamó y eligió por su obispo; y él, por no resistir a la divina
disposición, aceptó el cargo. Se ordenó de sacerdote, y gobernó su iglesia
santísimamente, siendo a todos ejemplos de vida santa y milagrosa.
El cruel Nerva,
emperador, tuvo noticia de la santidad de Victorino, y dio orden a Aureliano,
juez, para que lo prendiese y martirizase; como lo hizo en la vía Salaria,
sesenta millas de Roma, donde estuvo preso y padeció muerte por Cristo, junto
con otros dos gloriosos mártires, llamados Eutiques y Marón. Después el juez impío lo hizo llevar cerca de Roma, a un
lugar que llamaban Cutilas o Cotilas, donde manan unas aguas pestíferas, y allí
le hizo colgar la cabeza hacia abajo, para que fuese atormentado de aquella
pestilente hediondez, donde estuvo por espacio de tres días, al fin de los
cuales dio su alma bendita a su Criador, por quien tanto había padecido. Fué su
glorioso martirio a los 5 de septiembre del año del Señor 100. Escribieron su
vida y martirio Usuardo, Adón, Surio, tom. V; Pedro de Natalibus In cathalogo
sanctorum, lib. VIII, cap. 39; el Martirologio romano, y Baronio en sus
Anotaciones, y en el tomo cuarto de sus Anales, año 98, núm. 12, y tom. II, año
100, núm. 12.
LA
LEYENDA DE ORO.
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