jueves, 13 de diciembre de 2018

SANTA LUCIA, (284, + 304). —13 de diciembre.




VIRGEN Y MÁRTIR DE SIRACUSA.


   Era el año 59. Los albores del cristianismo ahuyentaban con sus fulgores las sombras del error pagano; San Pablo, que llegaba al término de sus viajes apostólicos, al ir de Malta a Roma pasó por Siracusa donde se quedó por espacio de tres días para anunciar el reino de Dios. No fué Siracusa la primera ciudad de Sicilia que se honró de haber tenido entre sus habitantes quien se viera adornado con la palma del martirio; la precedió Catania, patria de Santa Águeda, gloriosísima virgen que, en el año 251 y después de horroroso martirio por confesar la fe de Cristo, alcanzó la inmarcesible palma de los mártires.

   Hacia el año 304, en una peregrinación a Catania, tuvo Lucía una revelación por la que conoció su vocación y cómo había de ser atormentada con la misma clase de tormentos con que lo fuera Santa Águeda, sobre cuya tumba estaba orando. Pero los designios de Dios son inescrutables a la humana ciencia; mientras Águeda había confesado su fe en medio de los más atroces tormentos, Lucía pasaría por los mismos suplicios sin sentirlos y sólo a la espada permitiría el Celestial Esposo separar de su tallo esta flor de virginal pureza.

   El relato del martirio de Santa Lucía que ha llegado hasta nosotros y del que hemos entresacado esta biografía, no se halla completamente expurgado de interpolaciones, pero la trama del hecho es absolutamente cierta.



LA VIRGEN DE SIRACUSA.



   Lucia cuyo nombre, en griego como en latín, significa luz— nació hacia el año 284, según la creencia general, de una familia cristiana que se contaba entre las más nobles y ricas de Sicilia. Tenía sólo cinco o seis años cuando perdió a su padre, el cual, a estar con algunos autores, era romano de elevada categoría y una de las personalidades más importantes del Estado. Su madre se llamaba Eutiquia, y era de origen griego.

   La joven viuda, que sólo encontraba consuelo en el ángel puesto por el cielo en sus manos, empleó con verdadero ahinco, todo el cariño de madre para la conservación y perfeccionamiento de su hija. Como solía acontecer en la mayor parte de las familias de los primeros cristianos, conocía a fondo las Sagradas Escrituras, y de un modo especial el santo Evangelio. A estos conocimientos juntaba los de las ciencias profanas. Siempre había cuidado de fomentar en el alma de Lucía el amor a Dios y de incitarla a la práctica de las virtudes cristianas, mostrándole los bellos ejemplos de los santos y mártires que habían sostenido terribles combates para conquistar la gloria y felicidad del cielo. Entre los héroes de que su madre le hablaba, Lucía veía brillar de modo incomparable a la mártir Águeda, a la que contemplaba con arrobamiento por tratarse de una santa compatriota casi contemporánea suya, y cuya vida y martirio estaban constantemente en labios de los sicilianos de todos los lugares de la isla, tanto cristianos como paganos, numerosos en acudir a su tumba para experimentar los efectos admirables de su protección.

   De natural dócil, piadosa y humilde, se entregaba la niña totalmente a los encantos de la divina gracia y, atraída por ella, se consagró al divino esposo de las almas, Cristo Jesús, haciendo en lo más íntimo de su ser el voto de castidad que más adelante habría de defender con tanta constancia y valor.






PROYECTO DE MATRIMONIO.


   A pesar de sus solícitos cuidados, no logró Eutiquia descubrir los nobles propósitos de su hija, y, al llegar ésta a la edad de dieciséis años, le preparó un excelente partido que habría de darle una posición envidiable según el mundo, y un apellido de celebridad. Se trataba de un joven que, aun con ser pagano, poseía hermosas prendas naturales, y parecía digno de los delicados sentimientos de nuestra doncella.

   Al recibir la noticia, se llenó Lucía de dolor; pero, como no quisiese manifestar por entonces sus propósitos, se contentó con alegar que era demasiado joven para pensar en matrimonios y que su mayor consuelo consistía en poder vivir feliz al lado de su madre. Aprovechó la circunstancia de que su pretendiente era pagano para eludir el compromiso, y puso de manifiesto los enormes peligros que correría su fe.

   Los delicadísimos cuidados con que había atendido a la educación de su hija, la sólida instrucción que había procurado darle y la ceguera natural de las madres en cuanto se trata del bienestar material de sus hijos, hicieron que Eutiquia no diera gran importancia a las objeciones que al matrimonio presentaba su hija y siguió celosamente empeñada en estrechar las relaciones. Lucía, por respeto y sumisión a su madre, no quiso dar un no rotundo a tales propósitos, y se contentó con guardar silencio y buscar modos de dilatar día tras día la fecha del enlace matrimonial; mientras tanto, se entregaba por completo a la Divina Providencia, bien segura de que sería Ella la que acabaría por triunfar de aquellos obstáculos que entonces parecían insalvables.



PEREGRINACIÓN A CATANIA.


   Una enfermedad, al parecer casual, fué el medio escogido por la Providencia para acudir en ayuda de su fiel sierva. Se vio Eutiquia atacada de un flujo de sangre y no hubo medio de encontrar médico capaz de atajar la terrible dolencia. Durante cuatro años seguidos fué la enferma solícitamente atendida por su hija, la cual, con pretexto de cuidarla mejor, iba desentendiéndose de las relaciones contraídas y del proyecto de matrimonio. Por último, y como inspirada por el cielo, propuso Lucía a su madre una peregrinación al sepulcro de Santa Águeda, en donde tantos milagros se obraban, con la confianza de que allí obtendría la curación completa. Eutiquia, que anhelaba ardientemente la salud, cedió fácilmente a tales instancias. A pesar de que Catania dista de Siracusa unos 75 kilómetros, madre e hija partieron en los primeros días de febrero del año 301 o 304 para llegar al término de su viaje el día de la fiesta de Santa Águeda —5 de dicho mes—.




   Apenas llegadas, fueron a postrarse ante la tumba de la Santa, situada en la iglesia en el mismo lugar de su martirio. Como durante la celebración de la Misa oyeran la relación del milagro obrado por el Salvador en favor de la hemorroísa, dijo Lucía a su madre: «Si creéis en la verdad de lo que acaban de leer y en el valimiento de Santa Águeda ante el Señor por el que perdió su vida, acercaos confiada a su sepulcro y obtendréis la curación completa.»

   Terminadas las ceremonias, se acercan reverentes a la tumba de la Santa y piden a Dios, por medio de la insigne mártir, la repetición del milagro evangélico. De repente, cae Lucía en un sueño misterioso durante el cual ve a Santa Águeda encaminarse sonriente hacia ella, y oye que le dice:

   — ¿Por qué te empeñas, hermana mía, en pedirme una cosa que puedes obtener con la misma facilidad que yo? Tu fe ha salvado ya a tu madre; ya está curada; tú serás un día la gloria de Siracusa, como yo lo soy de Catania, porque tu corazón virginal es un templo agradable al Señor.
   Desaparece la visión, despierta Lucía, y exclama temblando de dicha y emoción:

   — ¡Madre mía, madre mía; estáis curada!

   Madre e hija se abrazan tiernamente, bendicen a Dios y dan gracias a su bienhechora por tan señalado favor. Después siguen piadosamente la vía dolorosa recorrida por la virgen mártir; Lucía, antes de alejarse de la tumba, en el colmo de la felicidad, se reclina suavemente en el seno de su madre y murmura:

   —Madre mía, el cielo acaba de concedernos un insigne favor; permitidme a mi vez que yo solicite otro de vos, y es que no me habléis ya más de matrimonio, pues estoy consagrada en cuerpo y alma a Cristo y no deseo tener otro esposo sino a Él.

   No le pareció posible a la madre oponerse a los santos propósitos de su hija y accedió sin dificultad a lo que solicitaba. Entonces añadió la casta doncella:
   —Dejadme, pues, distribuir entre los pobres la dote que me tenéis preparada, y lo que me corresponde de la herencia de mi padre.

   —De los bienes que tu padre me dejó al morir —respondió Eutiquia—, puedes disponer libremente; en cuanto a mi fortuna personal, espera a que Dios tenga a bien sacarme de este mundo; cuando me hayas cerrado los ojos, harás lo que gustes de cuanto tengo.

   — ¿Después de la muerte? —Exclamó Lucía—; ¿qué sacrificio representa abandonar lo que ya no nos es posible retener por más tiempo?





LIMOSNAS Y SACRIFICIOS. — EGOISMO PAGANO.


   Tan pronto como llegó a Siracusa le faltó tiempo a Lucía para deshacerse de sus riquezas; lo vendió todo: joyas, bienes e inmensas posesiones y el importe íntegro fué distribuido inmediatamente entre las viudas, huérfanos e indigentes.

   El prometido de Lucía, inquieto ante tanta prodigalidad, quiso indagar el motivo de aquel extraño proceder, y acudió a la nodriza de Lucía, la cual, muy ducha en las cosas de la vida, se contentó con responderle que la joven obraba muy cuerdamente, pues, habiendo encontrado una joya de subidísimo precio, quería obtenerla por muchísimo menos de su valor, a cuyo fin no tenía más remedio que deshacerse de algunas otras joyas de menor valía.

   La explicación tranquilizó por de pronto al joven; pero, como averiguase que todo era distribuido inmediatamente a los pobres, ciego de rabia al ver que se le escapaba de las manos una fortuna inmensa, denunció a Lucía como cristiana ante el presidente de Siracusa. Lo cual equivalía a entregarla a la muerte. No otra recompensa esperaba la santa virgen de sus buenas obras.



EL INTERROGATORIO.


   El prefecto citó a la virgen ante su tribunal. El autor de la Pasión de Santa Lucía reconstituye el interrogatorio en términos que nos dan clara idea de cómo se desarrollaron las escenas del juicio y sentencia de la Santa. De siglo en siglo, han corrido por los labios de los cristianos las palabras pronunciadas entonces por Lucía, palabras que no cesan de estimular a las almas que aspiran a la perfección.

   Pascasio quiere obligarla a sacrificar a los dioses.

   El verdadero y puro sacrificio a los ojos de Dios —responde Lucía— es visitar a las viudas y a los huérfanos para socorrerlos en sus tribulaciones, cosa que yo he practicado hasta ahora. Como ya nada me queda por dar, vengo a ofrecerme como hostia viviente al verdadero Dios en la esperanza de que Él querrá aceptarme en sacrificio.

   Podías contar esas cosas a los cristianos de tu secta; pero delante de mí, guardián de las leyes, son completamente inútiles tales discursos.

   Tú guardas las leyes de tus príncipes, y yo las de mi Dios. Tú temes a los emperadores de la tierra; yo sólo temo al del cielo. Tú deseas agradar a tu señor, y yo a mi Criador. Tú haces lo que piensas que te está bien, y yo hago lo que juzgo que me conviene.

   Ahora, después que has dilapidado tus bienes con gente de mal vivir, hablas como una cortesana cualquiera.

   Yo he puesto mi patrimonio en lugar seguro, y jamás se ha acercado a mí ningún corruptor de cuerpo ni de espíritu.

   Está bien; tan hermosas palabras terminarán en cuanto sientas el rigor de las varas.

   No es posible imponer silencio al Verbo de Dios.

   ¿Eres acaso Dios?

   Soy la sierva de Dios, y Él es quien habla por mi boca, porque dijo: «No vosotros responderéis ante los tribunales, sino el Espíritu Santo, que hablará por vosotros.»

   ¡Ah! ¿El Espíritu Santo está, pues, en ti y es Él quien nos habla con tan bellos discursos?

   El Apóstol dijo: «Los corazones puros son templos de Dios y el Espíritu Santo habita en ellos».

   Yo te conduciré a los lugares de perdición y ese Espíritu Santo a que te refieres abandonará tu cuerpo manchado por el vicio.

   Sólo se pierde la castidad y se ensucia el cuerpo con el consentimiento de la voluntad. Y si pusieses en mi mano incienso, y por fuerza me hicieses echarlo en el fuego para sacrificar a tus dioses, el Dios verdadero que lo ve no lo tomaría en cuenta.

   Obedece a las órdenes de los emperadores, o de lo contrario sucumbirás en una casa de vicio, con vergüenza e infamia.

   Jamás consentirá mi voluntad en el pecado. En cuanto a los tratos odiosos que os proponéis dar a mi cuerpo, sabed que os será imposible violar a la esposa de Cristo.

   Para poner fin a estos discursos, Pascasio cortó en seco el interrogatorio y ordenó que condujesen a la virgen a una casa de perdición.





FUERZAS HUMANAS Y PODER DIVINO.


   Le echan mano los soldados para llevarla; pero quiso Dios que ninguna fuerza de hombres fuera poderosa como para moverla del lugar donde estaba. Turbado Pascasio, comienza a sospechar que allí interviene algún poder oculto, y recurre a la ciencia de los magos y de los sacerdotes de los ídolos. Éstos tratan de producir encantamientos alrededor de la valerosa cristiana; la bañan con agua infecta, para vencer los pretendidos secretos de la magia que constituye su fuerza. Pero todos los sortilegios fracasan. Uncen entonces varias yuntas de bueyes y los atan al cuerpo de la heroína, pero ni aun así consiguen removerla del lugar.




   Con ello se encona aún más el ánimo del verdugo, que siente la inutilidad de su poder frente a la delicada víctima.

   ¿Qué maleficios empleas? —le preguntó despechado.

   No necesitó recurrir a maleficios —respondió la virgen—; los beneficios de Dios son mi poder.

   ¿Cómo puedes tú, mujer vulgar, resistir la fuerza de tantos hombres?

   Más de diez mil que trajeras, oirían lo que el Espíritu de Dios me dice: «Mil caerán a tu derecha y diez mil a tu izquierda».

   La rabia ahogaba a Pascasio, el cual se mesaba los cabellos y gritaba desesperadamente.

   ¿Por qué te congojas y atormentas? —le dijo Lucía—; si conoces que soy templo de Dios, cree, y, si aún no estás cierto de ello, no te faltarán pruebas hasta que lo conozcas.

   Ante aquel desafío, perdió el cruel perseguidor toda clase de consideraciones y mandó que empapasen a la Santa en aceite, pez y resina y que le prendiesen fuego. Lucía, inmóvil en medio de las llamas, dijo entonces: «He rogado a mi Señor Jesucristo que este fuego no me dañe, y que dilate mi martirio para que los fíeles se animen a mantenerse firmes en su fe y no teman los tormentos, y para que los infieles se confundan viendo lo poco que pueden contra los siervos del Altísimo». 





   Pascasio pudo convencerse de que el fuego respetaba el cuerpo virginal de su víctima. Entonces, uno de los satélites del prefecto atravesó con una espada el cuello de la mártir la cual cayó bañada en su sangre.



   La abandonaron enseguida los verdugos y pudieron los cristianos acercarse a ella.




   Perseverad animosos en la fe —les dijo la santa mártir—; os anuncio el final de la persecución y la paz de la Iglesia. El castigo para los enemigos de Dios no tardará. Así como mi hermana Águeda es protectora de Catania, yo lo seré de Siracusa si sus habitantes quieren recibir la fe de Cristo.

   Dícese que un sacerdote le llevó entonces la sagrada Eucaristía. Con tan precioso viático pudo emprender el camino hacia la gloria. Lucía entró en el cielo con la doble corona de virgen y mártir el día 13 de diciembre del año 304.




   Las predicciones de Lucía se cumplieron al pie de la letra. Mucho tiempo hacía que Pascasio saqueaba la provincia de Sicilia, por lo que eran numerosas las quejas presentadas contra él ante el poder central. Acababa nuestra Santa de dar el último suspiro cuando llegaron los encargados de depurar responsabilidades.

   Habiéndosele hallado culpable del delito que se le atribuía, fué condenado a muerte.

   La era del paganismo terminaba en el crimen y en la corrupción. Uno tras otro, los emperadores Diocleciano, Galeno y Maximiano, perecieron con muerte violenta o ignominiosa; y, pocos años más tarde, en el 312, Constantino alcanzaba la victoria del puente Milvio, victoria que aseguraba a la Iglesia una paz definitiva después de tres siglos de violentísima prueba.



RELIQUIAS DE SANTA LUCIA. — CULTO A LA SANTA


   El cuerpo de Santa Lucía fué enterrado en el lugar de su martirio, en donde más tarde se levantó un oratorio. En la misma ciudad se edificó otra iglesia para depositar en ella los preciosos restos. Se obraron allí tantos prodigios que las reliquias de la Santa llegaron a ser objeto de conmovedora veneración, de modo que fué pronto aquél lugar de fervorosas e inacabables peregrinaciones.

   Asegura el Breviario romano que sus restos fueron trasladados a Constantinopla y luego a Venecia; sin duda se trata de una parte de sus reliquias, pues la Historia de los obispos de Metz cuenta que, en el siglo VIII, Furoaldo, duque de Espoleto, se adueñó de Sicilia y mandó llevar el cuerpo de la Santa a Corfino, una de las ciudades de su ducado, a la que quiso enriquecer con estas reliquias. Se cree que al cuerpo le faltaban un brazo y la cabeza; la república de Venecia había obtenido el brazo en Constantinopla y la cabeza había sido transportada a Roma.

   Grandes fueron los milagros obrados por Santa Lucía; se la invocaba de modo especial contra las enfermedades de los ojos, sin duda porque su nombre significa luz; de ahí el nombre de «agua de santa Lucía» dado a cierto remedio que se usa para combatir las dolencias de los ojos. Los fieles, con el polvo que recogían de los pilares que sostenían la urna, hacían una especie de barro que se ponían con plena confianza en los ojos. También se la invoca contra los males de garganta por su género de muerte, y contra la disentería, por el milagro de la curación de su madre.




   En Siracusa han quedado el velo, la túnica y las sandalias que llevaba la Santa en el momento del martirio. Estos objetos conservados en la iglesia de la Concepción, son expuestos a la veneración de los fieles en la fiesta de Santa Lucía durante tres días consecutivos. Los siracusanos conservan piadosamente el sepulcro de su patrona en una vasta cripta, próxima a la iglesia de Santa Lucía di Fuori.

   El nombre de Santa Lucía está inscrito en el Canon de la Misa, después del de Santa Águeda. El sacramentarlo de San Gregorio tiene una Colecta propia de la fiesta. El antifonario del mismo papa contiene las antífonas que la Iglesia romana canta todavía hoy en honor de la Santa.




   La representan algunos artistas llevando los propios ojos en un platillo o bandeja. 

   Le atribuyen así erróneamente una actitud que corresponde a cierto hecho referido en la vida de la Beata Lucía llamada la Casta.


EL SANTO DE CADA DÍA
POR
EDELVIVES.



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