lunes, 26 de noviembre de 2018

S. LEONARDO DE PUERTO MAURICIO DE LA ORDEN FRANCISCANA (1676-1751). —26 de noviembre.





   Este gran misionero franciscano cuyas predicaciones dejaron tan honda huella en Italia durante la primera mitad del siglo XVIII, mereció que el Excmo. Sr. Pieragostini, obispo de San Severino, escribiera este singular elogio: «El predicador Leonardo es un león (en latín leo) por la fuerza de los argumentos y de las palabras que emplea, pero aún más es un fragante nardo que regocija a toda la Iglesia con el suavísimo olor de sus ejemplos». De esta manera daba a entender que San Leonardo tuvo el celo de un apóstol y la virtud de un santo. Un breve estudio de su vida nos permitirá profundizar en la verdad de aquellas afirmaciones.
   Nació este esforzado varón el 20 de diciembre de 1676, en Puerto Mauricio, lugar bañado por las olas del golfo de Génova, de cuya república dependía por aquel entonces. El mismo día en que sus ojos se abrieron a la luz natural, su alma, regenerada por las aguas bautismales, se abría a la luz de la gracia; le fueron impuestos los nombres de Pablo Jerónimo.
   Su padre, Domingo Casanova, capitán de cabotaje, poseía fe sólida y virtud sincera. La madre murió cuando Pablo contaba dos años. Sin embargo, su primera educación no sufrió excesivamente de esta pérdida, gracias a sus piadosos abuelos, y muy particularmente a María Riolfo, con quien casó su padre en segundas nupcias. El huérfano tenía seis años cuando esta piadosa mujer le tomó bajo su tutela con afecto maternal. De cuatro hijos que nacieron de este segundo matrimonio, dos se alistaron con nuestro Santo en las milicias de San Francisco de Asís, y una hija entró con las Dominicas; únicamente el cuarto permaneció en el siglo.
   Muy pronto se echaron de ver las excelentes cualidades de Pablo y, sobre todo, su tierna devoción a la Virgen María. ¡Con cuánto placer pasaba las cuentas de su rosario! ¡Con qué filial confianza se postraba ante la soberana Señora para encomendar a su bondad maternal todos los acontecimientos grandes y pequeños que le ocurrían!
   Cuando estuvo en edad prudente, fué enviado a cursar estudios en la escuela pública de Puerto Mauricio. Habiéndole dotado el Señor de muy notables disposiciones para las letras, y como no le faltara al niño voluntad con que hacerlas valer, consiguió rápidos y halagadores resultados.
   En vista de ello, no vacilaron sus padres en aceptar una espontánea y generosa oferta que desde Roma les hacía Agustín Casanova, tío paterno del niño, para que éste fuera a continuar como estudiante en dicha ciudad. 


EL ESTUDIANTE


   Catorce años contaba Pablo Jerónimo cuando se dirigió a la Ciudad Eterna. Su carácter franco y expansivo y la gran inteligencia de que estaba dotado le conquistaron el aprecio de sus maestros. Entre la fogosa juventud de tan diversas naciones y lenguas que frecuentaba aquellos centros docentes, encontró las seducciones y peligros propios de la edad y se sintió solicitado al mal de diferentes maneras. Era preciso que se cumpliese en él, como en todos los grandes santos, que así como el oro se prueba en el crisol, pruébase en la tentación el hombre justo. Nuestro estudiante se mantuvo humilde y modesto, amante de la disciplina, esforzado en el trabajo, ocupado continuamente en el estudio y en la oración, en la ciencia y en Dios. Su íntimo amigo Pedro Miré, nos dice: «Con él los paseos de los días de asueto comenzaban con el rosario».
   Siendo miembro de la Congregación de los Doce Apóstoles, que los Jesuítas dirigían, tuvo que dedicarse a ciertas obras de apostolado seglar que estaban prescritas, como explicar el catecismo a los niños y atraer a la iglesia a los ignorantes y desocupados. Según él mismo declaró más tarde, le sirvieron admirablemente tales obras para su conservación moral. En el poco tiempo que le quedaba libre se deleitaba leyendo las obras de San Francisco de Sales, entre ellas, su admirable Introducción a la vida devota.


LA VOCACIÓN


   El pensamiento de consagrarse al servicio de Dios a fin de no vivir más que para Él, iba apoderándose gradualmente de su alma. ¡Qué profunda emoción experimentó cuando después de una confesión general habló del asunto al P. Grifonnelli, su director espiritual! Pensando en la dicha experimentada entonces, derramó abundantes lágrimas de consuelo.
   Aún no había determinado en qué Orden realizaría su santo propósito, cuando cierto día vio a dos frailes descalzos. Hondamente impresionado por su modestia, los siguió hasta el convento de San Buenaventura, ocupado por los Franciscanos reformados. Acertó a entra en la capilla cuando los religiosos entonaban el Converte nos, Deus, salutaris noster, de Completas: «Conviértenos, Señor, salvador nuestro». Estas palabras fueron para él como un aldabonazo decisivo de la gracia.
   Resuelto a tomar el hábito franciscano y alentado en tal resolución por su director espiritual y por varios teólogos a quienes consultó, le faltaba solamente comunicarlo a su tío. Sorprendido éste de la determinación de Pablo, le amonestó seriamente y aun le expuso ciertas razones para obligarle a mudar de resolución. Por fin, viendo que todos sus esfuerzos se estrellaban contra una voluntad inquebrantable, le echó de su casa sin ninguna consideración.
   Muy angustiado por aquel abandono, Pablo se encaminó a casa de su primo Leonardo Pongetti, casado con una hija de Agustín Casanova.
   Le dispensaron cariñosa acogida y le brindaron ayuda y protección. Quedó nuestro Santo tan agradecido por este favor que, el día en que tomó el sayal franciscano, eligió para sí el nombre de Leonardo, con el cual es conocido en la Historia.
   En cuanto a Domingo Casanova no pudo contener sus sollozos al saber la inquebrantable determinación de su hijo; pero no tardó en reaccionar. Se fué a la iglesia y allí, teniendo en sus manos la carta de su hijo, ofreció a Dios con generosidad el gran sacrificio que le pedía. Animado con la gracia divina, escribió en seguida a Pablo: «Vete, hijo mío; obedece ante todo al llamamiento de Dios».
   Pocos días después el estudiante daba gracias a Leonardo Pongetti y se despedía del Padre Grifonnelli y de Pedro Miré para abandonar el mundo y encerrarse con inefable contento de su alma en la apacible soledad del noviciado de Ponticelli.
   Llegó a este suspirado refugio en septiembre de 1697 y el 2 de octubre vistió el hábito de San Francisco.
   Durante el año del noviciado se aplicó con gran esmero en la adquisición de las virtudes de su nuevo estado para imprimir en su alma el carácter distintivo de la Orden seráfica, el admirable y nunca bastante ponderado espíritu del pobrecillo de Asís. Hecha la profesión, cursó seis años en las aulas formándose para el apostolado mediante el asiduo estudio de San Buenaventura, del Beato Juan Duns Scoto y de Santo Tomás. Mientras duraron sus estudios, sobresalió como modelo en aprovechamiento y santidad, por lo que tuvo siempre gran prestigio entre sus condiscípulos. Siendo todavía diácono, predicó brillantemente la Cuaresma a las trescientas jóvenes del asilo de San Juan de Letrán.
   Llegó por fin el día en que fray Leonardo debía recibir el presbiterado. Cantó su primera Misa con grandísima piedad, a imitación de San Francisco de Sales, a quien tomó por modelo en la celebración de los divinos oficios. Varias veces durante sus estudios manifestó nuestro Santo su anhelo de acudir a las misiones de China; pero, como vamos a ver, la Divina Providencia tenía otros planes.
   Ya se disponía a embarcarse para aquellas tierras en busca del martirio que tanto ansiaba, cuando causas inesperadas hicieron fracasar su intento. Los Superiores, con gran satisfacción de todos, le encomendaron entonces la Cátedra de Filosofía. La desempeñaba el joven profesor con mucho acierto cuando inesperadamente se sintió acometido de una grave enfermedad que amenazó dar al traste con las halagüeñas esperanzas en él fundadas.
   Obligado a dejar su cátedra, a cambiar de aires y a entregarse a completo reposo, no se pudo conseguir resultado satisfactorio. Sus superiores le enviaron de Roma a Nápoles, y luego a Puerto Mauricio; todo fué inútil, el mal seguía implacablemente su marcha. Ante la impotencia de los remedios humanos, él recurrió a la Santísima Virgen, prometiéndole consagrarse al apostolado de las misiones si curaba. Curó en efecto, y al poco tiempo, repuesto ya completamente, se convirtió en el Apóstol de Italia.



EL MISIONERO


   San Alfonso María de Ligorio, su contemporáneo, le llamaba «el gran misionero de su siglo». En efecto, Leonardo consagró cuarenta años de su vida al apostolado, imponiéndose un trabajo tal que agotó sus fuerzas completamente. Su celo no temía ni desdeñaba ningún auditorio, se tratara del Papa o de cardenales, obispos, religiosos, profesores y alumnos de universidades, oficiales con sus tropas, gente de mala vida, pobres y personas de toda clase y condición. Para que los presos, los condenados a trabajos forzados y los enfermos no quedaran sin misionar, él mismo se arreglaba para ir en su busca sin reparar en sacrificios. Predicó en grandes ciudades como Roma, Florencia, Génova; pero no abandonó villas ni aldeas, ni aun cuando en los últimos años de su vida su delicada salud exigía especiales cuidados. El Señor tuvo a bien recompensar su celo, pues las gentes acudían en masa para oír su palabra. Quince, veinte y hasta treinta mil personas se congregaban para recibir del gran misionero la bendición papal con que terminaba ordinariamente sus ejercicios.
   Raros, rarísimos fueron los que se resistieron a su llamamiento aun en circunstancias en que la prudencia humana hacía suponer lo contrario, como en las dos ocasiones a que vamos a referirnos en los párrafos siguientes.



EL CARNAVAL EN GAETA Y EN LIORNA


   Era en Gaeta, ciudad del reino de Nápoles. Se aproximaba el Carnaval y la población, casi exclusivamente militar, había hecho preparativos como nunca. Comienzan a la vez la predicación de fray Leonardo y los festejos. Dios y el demonio, la gracia y el placer se encuentran frente a frente; ¿para quién será la victoria? Cosa sorprendente; desde los primeros actos, la misión es concurridísima al tiempo que las fiestas fracasan por falta de público. Los organizadores no consiguieron más asistencia que la de algunos disolutos empedernidos. Al verse vencidos, acudieron también ellos a la misión y terminaron por ser los más fieles.
   Un caso muy parecido sucedió en Liorna. Esta ciudad marítima parecía una sentina de vicios. Dios sabe el género y variedad de diversiones que preparaban con ocasión del Carnaval. Llegó Leonardo apresuradamente y predicó con tanta unción que no se habló más de Carnaval; los teatros se cerraron como por encanto, y los confesonarios se vieron invadidos de tal suerte que se creyó prudente poner guardias en las iglesias para evitar desórdenes por la aglomeración. El baile de máscaras que prepararan los organizadores, fué reemplazado por una procesión de penitentes.





MISIÓN EN CÓRCEGA


   Esta isla era entonces posesión de Génova. Como algunos de sus habitantes, aprovechando de las guerras del continente, pensaran declarar la independencia, estalló una guerra fratricida entre enemigos y partidarios del régimen. Incendios, robos, asesinatos, rivalidades mortales entre familias, fieros combates entre los distintos partidos: toda la furia del infierno descargó sobre la isla en aquellos aciagos días, sembrando por doquier la ruina y la desolación. Para devolver la paz y la fraternidad a aquel desdichado país, la República de Génova recurrió a Leonardo cuya oratoria persuasiva, espíritu patriótico y tacto político reconocían todos. Desembarcó en la isla en 1744.
   Predicó incansablemente, multiplicó los ejercicios de misiones y, poniendo la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo ante la consideración de su auditorio por medio del ejercicio del Viacrucis, consiguió reconciliaciones emocionantes y hasta muy heroicas. El que más resistencia puso fué un jefe de bandidos, harto temido y respetado, a quien llamaban «El Lobo».
   En una ocasión le dijo el Santo:
   Ah, hijo mío, el diablo te impulsa a rechazar la paz; pero Dios te ordena lo contrario.
   Si me lo ordena —contestó—, quiero hacerlo.
   Y, dicho esto, arrojó al suelo su arcabuz mientras gritaba:
   ¡Viva la paz!
   Los demás compañeros arrojaron sus armas y respondieron: « ¡Viva!»
Pero el misionero no se contentaba con predicar; oraba y ponía todos los medios para demostrar al pueblo cuánto le amaba y cuán dulce es la paz entre hermanos. Para que esa paz fuese duradera, estableció en cada pueblo cuatro magistrados encargados de arreglar las desavenencias y tomar juramento a los principales jefes para renunciar a sus personales venganzas.
   También indicó al gobierno central los medios adecuados para mantener en obediencia al país. En todo cuanto hizo mostró ser un gran hombre de Estado.




EL SANTO


   Pero el secreto del éxito de Leonardo no estribaba en artificios retóricos. Aunque tuvo las cualidades del orador popular: claridad en la exposición, abundancia de comparaciones, entusiasmo, fuerza y sonoridad en la voz; sólo en la santidad de su persona se ha de ver la causa de la influencia maravillosa que aquélla ejercía en cuantos le oían o trataban.
   Después de haber orado mucho y de hacer muy austeras penitencias, subía al púlpito penetrado profundamente de los divinos misterios; todo predicaba en él; todo hablaba al corazón: su mirada, su gesto sobrio, su rostro demacrado por los ayunos, el calor comunicativo de sus convicciones. Cuando notaba en su auditorio alguna resistencia a la gracia, « ¡Sangre! ¡Sangre!», exclamaba; y, ceñida la frente con una corona de espinas, descargaba duros golpes sobre sus propias espaldas, besaba humildemente los pies a los sacerdotes e imploraba la misericordia divina ante un público que no podía menos que deshacerse en lágrimas.
   Cuando recorría los campos, prorrumpía en alabanzas a Dios. «Señor, dejadme alabaros y bendeciros; dejadme ofreceros tantos actos de amor como hojas hay en el bosque, flores en los campos, estrellas en el firmamento, gotas de agua en los ríos, arenas en las playas del mar». El Cielo quiso revelar la santidad del humilde fraile y conquistarle la veneración de las muchedumbres con el don de milagros.
   Descubría los secretos de las conciencias, anunciaba lo porvenir, y curaba frecuentemente a los enfermos. En Metálica, devolvió la vista a Francisca Benigni, madre de familia, ciega durante varios años; en San Germán, las campanas tocaron por sí solas, y el granizo acabó con las cosechas de un pueblo que había oído con glacial indiferencia sus exhortaciones.


ACHAQUES Y ENFERMEDADES. — JUBILEO EN 1750


   En 1740, teniendo ya cerca de sesenta y cuatro años de edad, juzgó que debía darse a vida retirada para prepararse a la muerte; pero Benedicto XIV le respondió:
Hijo mío, soldado eres de Cristo. Un soldado no debe retroceder ante la lucha si ha de morir con las armas en la mano.
   Gozoso el Santo con estas palabras del Vicario de Cristo y obediente al Pontífice, redobló su celo por espacio de otros diez años, hasta que un día, agotado completamente, se desvaneció estando en el pulpito. Tuvo la gloria de morir casi el mismo día de su última misión.
   Después de la guerra, Génova vino a ser teatro de trastornos internos, poco propicios para el trabajo de las misiones; por lo cual, nuestro infatigable apóstol se corrió hacia el centro y sur de Italia. De 1746 a 1749 evangelizó sucesivamente a Ferrara, Bolonia y más de otras veinte ciudades o villas de aquella península.
   Benedicto XIV, que le profesaba sincera amistad, quiso que predicase en Roma y otras poblaciones como preparación al Jubileo de 1750. El gran predicador estaba muy debilitado por la edad y por sus agotadoras empresas; mas, como no acostumbraba huir del trabajo, emprendió con todos sus bríos las predicaciones antejubilares en medio de la plaza Navona. Desde los primeros días acudió a oírle todo el pueblo; el mismo Papa fué varias veces a oír al anciano misionero e impartió su bendición el último día.
   Habiendo conseguido que muchos ganaran el Jubileo, tuvo la satisfacción de poder retirarse a la soledad para ganarlo él a su vez. Llamado nuevamente por el Vicario de Jesucristo, predicó en la iglesia de San Andrés «del Valle» el triduo de clausura del Año Santo. Al día siguiente del Jubileo, predicó en la erección del Vía crucis en el interior del Coliseo; puso tanto empeño en esta obra que se hizo célebre por ella entre los romanos.
   Leonardo tenía setenta y cinco años, y la ciudad de Luca, en la que ya había dado cuatro misiones, le reclamaba insistentemente para ganar el Jubileo. Y esto fué para él la ocasión de una suprema jira misional. Como verdadero hijo de San Francisco de Asís, se entristeció al verse obligado, por mandato expreso del papa Benedicto XIV, a hacer en coche estos últimos viajes. El pueblo de Barbarolo recibió los esfuerzos últimos del ilustre misionero, ya completamente rendido y agotado. Fray Leonardo ya sólo anhelaba terminar sus días en Roma, en el convento de San Buenaventura.



MUERTE DEL SANTO. — SU CULTO


   Al recorrer los Apeninos en su último viaje, le sobrevino la enfermedad que le llevó al sepulcro. En Foliño, haciendo un supremo esfuerzo, dijo la Santa Misa. «Una misa vale más que todos los tesoros del mundo», respondió a un compañero que le aconsejaba descansar.
   Entrado en Roma, dijo a sus hermanos: «Entonad él Te Deum, que yo responderé». Y cantando este himno llegó al convento de San Buenaventura.
   Le llevaron a la enfermería; pidió el Santo Viático y lo recibió con singular piedad. Después de un tierno coloquio con la Reina del Cielo, se iluminó su rostro con celestial resplandor, inclinó ligeramente la cabeza y voló su alma hacia Dios. Era el 26 de noviembre de 1751.
   Fué canonizado por Pío IX el 29 de junio de 1867 junto con otros veintidós santos; su fiesta se celebra el 26 de noviembre, aunque el Propio de la diócesis de Roma la señala para el día siguiente.
   Después de su santa muerte se han publicado varios sermones, algunas cartas y una colección de meditaciones, llamada «Camino del Paraíso»,




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