sábado, 2 de junio de 2018

SANTOS MARCELINO Y PEDRO, mártires. (+ 303)—2 de junio.




   Apenas publicado por los emperadores Diocleciano y Galerio el edicto de persecución general (303), Maximiano Hércules, oficial asociado al imperio por Diocleciano en abril de 286, se dio prisa para cumplirlo en sus Estados de Occidente, sobre todo en Italia. Llegó a Roma en abril del 303, y convocó para el día 22 del mismo una asamblea del Senado en el Capitolio. En ella presentó el emperador a los senadores, para que lo ratificasen, el siguiente decreto: «El emperador permite al prefecto de la ciudad y a sus funcionarios detener a los cristianos doquiera sean hallados y obligarlos a sacrificar a los dioses inmortales.» Al retirarse de la asamblea los senadores exclamaban repetidamente: « ¡Victoria a ti! ¡Augusto! ¡Augusto! ¡Plegue a los dioses que vivas con ellos!» La multitud agolpada afuera acogió con estrepitosos aplausos tales aclamaciones. Así quedó promulgado en Roma, por la autoridad del César de Occidente, el edicto que Galerio arrancara ya antes en Oriente de la debilidad de Diocleciano. 


   En esta persecución debían, entre millares, dar la vida por la fe los Santos Marcelino y Pedro, presbítero y exorcista, respectivamente.






PEDRO PROMETE CURAR A LA HIJA DE SU CARCELERO



   Como aún se conservan las Actas del martirio de estos dos Santos, las seguiremos fielmente en esta narración.
   Ambos siervos de Dios fueron encarcelados por orden del juez Sereno, y cargados de cadenas tan pesadas que les impedían todo movimiento. Fue confiada la custodia de la cárcel a un tal Artemio, quien tenía una hija única llamada Paulina, doncella muy amada de su padre, y muy atormentada y afligida del demonio. Como Artemio se lamentase continuamente de semejante desgracia, el exorcista Pedro aprovechó para decirle con ánimo de lograr su conversión: 

   Escucha, Artemio, mis consejos, y cree en Jesucristo, Hijo único del Dios vivo y libertador de todos los que creen en Él; si así lo haces sinceramente, pronto curará tu hija.

   De tus palabras deduzco que estás loco y desvarías —respondió Artemio.
   Ese Cristo, que tú tienes por Dios, no te puede librar a ti de la cárcel y de mis manos, y ¿dices que, creyendo yo en Él, librará a mi hija del demonio que la atormenta y le dará salud?

   Poderoso es el Señor para librarme de estas cadenas y de toda clase de tormentos; pero no quiere privarme de la corona que me tiene reservada, permitiéndome amorosamente que termine mi carrera entre torturas temporales, acrecentando así mi gloria eterna.

   Si quieres — añadió Artemio en tono zumbón— que yo crea en tu Dios, redoblaré tus cadenas, te encerraré solo en lo más profundo de la cárcel y aumentaré la guardia; si con eso libra tu Dios a ti y a mi hija, creeré en Él.

   Tu falta de fe — contestó Pedro sonriendo— será curada si cumples lo que acabas de decir.

   Prometo creer en tu Dios si te libra de las cadenas — dijo Artemio, aparentando seriedad.

   Ve, pues — añadió Pedro—, a aparejarme lugar en tu casa, porque en nombre de mi Señor Jesucristo iré a encontrarte en ella sin que nadie me acompañe y guíe, a pesar de todos los cerrojos y cadenas... Si entonces creyeres, será salva tu hija. Más no te imagines que mi Dios obrará este prodigio para satisfacer tu caprichosa curiosidad, sino sólo para atestiguar la divinidad de mi Señor Jesucristo.

   Meneaba Artemio la cabeza diciendo para sus adentros:

   No cabe duda que los tormentos que ha sufrido este hombre le hacen hablar con desatino.




DIÁLOGO ENTRE EL CARCELERO Y SU ESPOSA. MILAGROSA APARICIÓN



   Apenas llegado a casa, después de haber tomado las antedichas prevenciones, el carcelero refirió con donaire a su mujer, Cándida, cuanto había ocurrido en la prisión, y ella con más cordura le replicó:

   Me maravilla que llames insensato y desconfíes tan a la ligera de un hombre que, en tales condiciones, te promete la curación de nuestra hija. ¿Tardará mucho en cumplirlo?

   Ha dicho que vendrá hoy mismo.

   Pues, si lo hace como prometió, no cabrá después dudar de la divinidad del Cristo a quien adora.

   Pero ¿también tú estás loca? —Dijo el carcelero—. Aun cuando los dioses bajasen del cielo serían incapaces de libertarle, y el mismo Júpiter en persona se sentiría impotente.

   Pues está claro que, si como tú dices, ni el mismo Júpiter puede librarle, tanto más habrá que glorificar al Dios de ese hombre, si realiza ese prodigio.

   Había llegado ya el sol a su ocaso y empezaban a brillar las primeras estrellas vespertinas, cuando, hallándose todavía dialogando sobre este asunto ambos esposos delante de su hija, se les presentó repentinamente Pedro vestido de blanco y con una cruz en la mano. Suspensos, atónitos quedaron por un momento Artemio y su mujer, por tan maravillosa aparición.

   La estupefacción de Artemio y Cándida llegó a su colmo cuando vieron a su hija con salud. Se echaron entonces a los pies de nuestro bienaventurado, exclamando:

   Verdaderamente no hay más que un solo Dios verdadero, y Jesucristo es el único Señor.

   A vista de estos prodigios, todos los que estaban en casa de Artemio creyeron en Dios y fueron bautizados.

   Al propio tiempo, su hija Paulina se postró ante el siervo de Dios confesando al Señor, libre ya del demonio, que la dejó apenas vio la cruz, y huyó por los aires a la vez que gritaba furioso:

La virtud de Cristo, ¡oh Pedro!, que está en ti, me ha atado y echado del cuerpo virginal de Paulina.




MUCHEDUMBRE DE CONVERSIONES



   Se divulgo  inmediatamente entre el vecindario la noticia de estos sucesos, y acudieron a casa de Artemio multitud de hombres y mujeres que clamaban a porfía:

   ¡Sólo Cristo es el Dios omnipotente! Se sucedían entretanto curaciones de enfermos y liberaciones de endemoniados.

   Como deseaban todos ser cristianos, fué Pedro a buscar al presbítero Marcelino y le acompañó a casa de Artemio; y allí mismo, después de haberlos instruido en las verdades más esenciales de la fe, les administró el Bautismo.

   Corrió Artemio a la cárcel a decir a los demás presos que estaban bajo su custodia:

   Los que quieran creer en Jesucristo dejen aquí sus cadenas y vengan conmigo a mi casa para abrazar la fe cristiana. 

   Le siguieron alborozados todos los presos. La circunstancia de haber caído enfermo el juez Sereno, favoreció esta evasión colectiva y dio tiempo a que fueran bautizados por Marcelino y acudieran durante más de cuarenta días a las instrucciones que ambos ministros sagrados les daban para asegurarlos en la fe. 




PEDRO Y MARCELINO, ANTE EL JUEZ.



   Mas casi que el juez recobró la salud, su primer cuidado fué enterarse de la situación de los presos. A este fin, envió a Artemio, por conducto de su alguacil, la orden de aprestarse por la noche para comparecer ante él con los encartados. 

Recibido el mensaje dijo el carcelero a sus reclusos:

   Los que tengan deseo del martirio dispónganse animosamente a la pelea; los demás pueden retirarse a donde les plazca.

   A la madrugada del día siguiente se sentó Sereno en su tribunal y ordenó que introdujesen a los citados. El primero en presentarse fué Artemio, que habló al juez de esta manera:

   —Señor, las prisiones están vacías, porque Pedro, el exorcista de los cristianos, a quien hicisteis azotar y encarcelar medio muerto, invocó a su Dios, rompió las cadenas de todos los presos y les abrió las puertas de la cárcel, ante cuyo milagro todos abrazaron la fe cristiana y recibieron el bautismo. Sólo el presbítero Marcelino y su exorcista Pedro están a vuestra disposición.

   Arrebatado de ira al oír tales razones, Sereno ordenó le trajesen a los dos culpables y, cuando los tuvo en su presencia, les dijo:

   Si renunciaseis a vuestra religión os libraría de los cruelísimos tormentos que os preparan los verdugos; además he llegado a saber que habéis sacado de la cárcel a ladrones y criminales.

   Un criminal sigue siéndolo — respondió Marcelino— mientras no cree en Jesucristo; pero al admitir la fe y purificarse de sus culpas, se hace hijo del soberano Dios.

   Seguía Marcelino en esos y parecidos discursos con la mayor serenidad y firmeza; por lo cual, viendo el juez que perdía el tiempo en tentarle con halagos y promesas, mandó que le hiriesen a puñadas el rostro y el pecho, lo que hicieron los verdugos hasta dejarle medio muerto; luego dispuso que le separasen de Pedro, le volviesen a la cárcel, le encerraran, cargado de cadenas, en una estancia tenebrosa y reducida, le tendiesen desnudo en el suelo cubierto de cascos de vidrio y no le diesen ningún alimento ni refrigerio.

   Y, volviéndose a Pedro, con rostro severo y turbado, le dijo:

   No pienses que he de volver a atormentarte en el potro y a quemarte los costados con hachas encendidas, sino que te mandaré atar mañana mismo a un palo para que seas despedazado y comido por las fieras.

   A lo que Pedro replicó con cierta ironía:

   ¡Qué mal te cuadra tu nombre de «Sereno», pues estás tan anublado y tan lleno de tinieblas! Si así no fuera, en vez de haber mandado herir y encarcelar a Marcelino, le habrías suplicado rogase a Dios por ti, para que le librase de las penas eternas que te están aparejadas.

   Se embraveció más el juez con estas palabras de Pedro, y mandó cargarlo de cadenas, volverle a la cárcel y meterle en apretado cepo.




LIBERACIÓN MILAGROSA. — MUERTE DEL CARCELERO, INSCRIPCIÓN DAMASIANA
  


   Pero el Señor velaba sobre sus siervos, que sufrían por su nombre en cárceles separadas; les envió un ángel, que se apareció primero a Marcelino mientras estaba orando tendido sobre los cascos de vidrio, lo vistió con sus vestiduras y le dijo:

   — Sígueme.

   Se levantó Marcelino y el ángel le condujo a donde estaba aherrojado Pedro, a quien libertó de igual modo. Los acompañó luego a la casa donde estaban reunidos en oración todos los que antes se habían bautizado. Les dijo el ángel que permaneciesen allí siete días con aquellos cristianos.

   El juez envió al día siguiente a sus satélites a la cárcel por Marcelino y Pedro, mas no los hallaron en ella. Exasperado Sereno, convirtió su rabia y furor contra Artemio y contra Cándida, su mujer, y Paulina, su hija, a quienes conminó que sacrificasen a los dioses. Más ellos contestaron a una:

   —Nosotros confesamos al Señor Jesucristo y por nada del mundo nos mancharemos con ritos sacrílegos.

   Viéndose aún defraudado Sereno, dispuso que los llevasen inmediatamente a enterrar vivos bajo un montón de escombros que había en la vía Aureliana. Avisados de ello, Marcelino y Pedro salieron al paso a los condenados para animarlos por última vez, ponderándoles la recompensa que les aguardaba. Y, como muchos cristianos acudieron también al encuentro de nuestros dos Santos, los satélites huyeron llenos de miedo. Los cristianos más mozos corrieron a su alcance y amablemente los exhortaron a que abrazasen también la fe cristiana. Y, como se negaron a ello, el pueblo los retuvo hasta que el presbítero Marcelino hubo celebrado Misa en el sitio mismo en que habían de morir Artemio y los suyos. Acabado el Santo Sacrificio se retiró el pueblo.

   Entonces dijo Marcelino a los satélites:

   Bien veis que estaba en nuestras manos jugaros una mala partida, libertar a Artemio y a su esposa e hija, y escapamos luego, ya que Dios favorecía nuestra fuga, pero no hemos querido aprovechar tan oportuna ocasión. ¿Qué os parece?

   Ofuscados los satélites por la irritación que les causaban aquellos contratiempos, arremetieron contra Artemio y le cortaron la cabeza, arrojaron a Cándida y Paulina en una sima y echaron sobre ellas piedras y escombros, dejando así sepultados sus sagrados cuerpos. El Martirologio registra estos tres Santos el día 6 de junio.



ARTEMIO, CÁNDIDA Y PAULINA. 



   Luego los satélites se apoderaron de Marcelino y Pedro y, habiéndoles ligado las manos atrás, los ataron a un árbol, quedándose algunos para custodiarlos mientras los demás iban a dar parte a Sereno.




DEGOLLACIÓN DE PEDRO Y MARCELINO



   Enterado de lo ocurrido, el magistrado mandó llevar a los dos mártires a un bosque llamado la Selva Negra, que desde entonces se llamó, en memoria de ellos, la Selva Blanca, para ser allí decapitados. Como el sitio designado estaba todo cubierto de zarzas, se pusieron Pedro y Marcelino a arrancarlas con sus propias manos para que en él se hiciese el sacrificio. Allí los dos gloriosos mártires se abrazaron y dieron ósculo de paz, con singular devoción y ternura, y, puestos de rodillas en fervorosa oración, recibieron el golpe que les cortó la cabeza.

   El verdugo confesó luego públicamente que había visto salir de sus cuerpos a las almas de estos dichosos mártires, como blancas vírgenes vestidas con túnicas deslumbradoras, adornadas de oro y piedras preciosas, y a unos ángeles que se las llevaban gozosas a los cielos. Esto ocurrió, según se cree, el 2 de junio del año 303.

   El verdugo, compungido, se convirtió, hizo penitencia por su pecado y acabó santamente la vida.

   En aquella época vivían dos matronas cristianas, Lucila y Fermina, parientas del mártir San Tiburcio, el mismo tal vez que se venera el 11 de agosto. Eran tan grandes el amor y veneración que le profesaban, que para no apartarse de su sepulcro habían hecho construir allí cerca un edificio para su vivienda. Un día se les apareció San Tiburcio acompañado de los Santos Marcelino y Pedro, y les indicó lo que habían de hacer para sacar de la «Selva Negra» los cuerpos de los dos mártires y ponerlos cabe el suyo en la parte inferior de la cripta; lo que hicieron puntualmente, ayudadas por dos acólitos de la Iglesia de Roma.







INSCRIPCIÓN DAMASIANA



   El santo papa Dámaso I, tuvo siempre empeño particular en honrar a todos los mártires con el culto más distinguido, y, como sentía especial devoción en ejercitar en estos casos las dotes poéticas con que le había distinguido el Señor, compuso en verso, con ocasión del martirio de los Santos Pedro y Marcelino, según afirma el verdugo Doroteo, una inscripción para su tumba relatando las circunstancias de sus últimos combates y glorioso triunfo. He aquí, traducido al romance, un extracto de ella:

   «Escuchad, Pedro y Marcelino, el relato de vuestro triunfo. Cuando yo, Dámaso, era todavía niño, me contó el verdugo que el perseguidor, furioso, habla ordenado fueseis decapitados entre las malezas para que no hubiera memoria de vuestra sepultura. Más vosotros la preparasteis con vuestras propias manos. Después que hubisteis descansado por algún tiempo en una blanca tumba, manifestasteis a Lucila el deseo de que vuestros santos cuerpos fuesen enterrados aquí».

   Tan conocidos llegaron a ser en Roma estos dos defensores de la fe, que sus nombres fueron inscritos entre los pocos mártires nombrados en el Canon de la Misa. Se prueba, además, la antigüedad de su culto por las oraciones propias que se leen en el Sacramentario del papa Gelasio.




LA CATACUMBA Y LAS DOS IGLESIAS DE LOS SANTOS MARCELINO Y PEDRO



   La cripta de los Santos Pedro y Marcelino, que forma parte de la Catacumba “ad dúos lauros” — de los dos laureles—, a una legua de la ciudad y en la vía Labicana, en el lugar denominado Tor Pignattora, fué descubierta por Stevenson cuando de 1895 a 1897 se realizaron en ella trabajos de investigación. La amplitud del aposento, abierto en estuco, da cabida a numerosos visitantes. Cerca de la entrada se ve una inscripción en honor de los dos Santos, esculpida por un peregrino. Las dos tumbas que hay en dicho aposento guardaron los cuerpos de estos mártires hasta el siglo IX, pues nadie se atrevía, por respeto, a trasladarlas a sepultura más suntuosa. Se contentaban con adornar con pilastras y mármoles los modestos lóculos.

   Santa Elena, que tenía cerca una quinta, hizo levantar una pequeña basílica sobre la Catacumba, en la que ella misma fué inhumada en un magnífico sarcófago de pórfido, que se halla actualmente en el museo del Vaticano. Como por las incursiones de los bárbaros cayó en ruinas aquel santuario, lo mandó restaurar en 1632 el papa Urbano V III, y lo confió al Cabildo de San Juan de Letrán.

   También en Roma mismo, en el valle que separa el monte Celio del Quirinal y cerca de San Juan de Letrán, se ve otro santuario dedicado a los Santos Pedro y Marcelino, que se supone levantado también en el siglo IV por el papa San Siricio, y en el que se celebraba y sigue celebrándose la «estación» el sábado de la segunda semana de Cuaresma. Pío X mandó hacer algunas mejoras más y lo erigió en iglesia parroquial, en 1911.











LAS RELIQUIAS DE LOS SANTOS MARCELINO Y PEDRO



   El secretario de Carlomagno, Eginardo, que fué después monje benedictino y presunto autor de un extenso poema latino sobre la pasión de los dos mártires, logró, en el año 828, del papa Gregorio IV los cuerpos de los Santos Marcelino y Pedro, y los trasladó a Estrasburgo, después a Michelenstad y por fin a Malinheim o Seligenstadt en la diócesis de Maguncia, donde fundó en 829 en honor de los dos mártires una abadía de la que fué el primer abad.

   Eginardo cedió algunas reliquias de estos Santos a la abadía de San Saulve, cerca de Valenciennes, a San Bavón de Gante y a San Servacio de Maestricht. También hay algunas en Cremona, cuya ciudad los tomó por patronos.




EL SANTO DE CADA DIA
POR EDELVIVES

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