viernes, 1 de junio de 2018

BTO. FRANCISCO DE MORALES, dominico, mártir del Japón. (1567 - 1622)—1º de junio.




Cuando el sol de nuestro gran Siglo de Oro iluminaba al mundo con los destellos de su Literatura y el imperio de sus armas, nuestra sacrosanta Religión iba ganando terreno en los remotos países del Oriente infiel, merced a la siembra fecunda de los misioneros que España enviaba al mundo entero, para alumbrarlo con la fe y los reverberos de la Cruz. 

   Cierto día llegó a Manila un navío japonés que llevaba a bordo un crecido número de cristianos, cuya primera diligencia, al desembarcar, fué irse a la iglesia de los Padres Dominicos, establecidos en el país desde principios del siglo XVII. A unas preguntas de los Padres, los visitantes contestaron que venían del reino de Sat-Suma, abundante en cristianos, pero carente de sacerdotes. 

   Ello excitó el celo de los misioneros, quienes procedieron con la prudencia que el caso requería. El superior entregó una carta al capitán del navío para que la hiciera llegar a manos del rey. En ella ofrecía al monarca los servicios espirituales de su comunidad. 

   Al año siguiente recibió contestación del príncipe, la cual, traducida a su letra, del japonés, dice así: 

   «Tintionguen, rey de Sat-Suma escribe con cuidado, diligencia y respeto a los Padres de Santo Domingo del reino de Luzón. El año pasado, un navío mercante de mi reino fué al precioso reino de Luzón. Los pasajeros suplicaron a los Padres que viniesen con ellos a mi reino, cosa que entonces no hicieron. Ahora bien, tengo entendido que tratáis con mucha honra a cuantos van allí de mis Estados. Eso se ha contado a mis súbditos que están aquí, y de ello están contentísimos; os recibiré, pues, muy complacido. Venid cuanto antes sin miedo de que os suceda nada malo. Os suplico que no deis al olvido esta mi carta.
   Año sexto de Keycho, a 22 del noveno mes.» 

   Nuevo campo de apostolado preparaba la Providencia a los Padres Dominicos. No esperaron más; espontáneamente y de muy buen grado se ofrecieron algunos religiosos; el padre Francisco de Morales fué a la cabeza de esta pacífica expedición.


EN LA CORTE DEL REY DE SAT-SUMA


   Francisco de Morales, nacido en la capital de España, el año de 1567, ingresó, siendo jovencito, en el convento de los Dominicos de Valladolid. Pasados algunos años tuvo la oportunidad providencial de oír de labios del padre Miguel de Benavides, misionero de Filipinas y más tarde obispo de Nueva Segovia y arzobispo de Manila, el relato de los peligros que arrostraban los misioneros y de las conquistas y abundante fruto de la misión. 

   Estos relatos ganaron el corazón del padre Morales, quien se alistó como misionero y, en compañía de otros Padres dirigidos por el padre Benavides, se embarcó en Cádiz en 1598. 

   En Manila enseñó Teología con notable fruto. También se ocupó en el ministerio de la predicación. Los superiores, por la confianza que en él tenían, le nombraron prior del convento de Santo Domingo. El Capítulo provincial de 1602 le dio el cargo de definidor: entonces fué cuando la abandonada Iglesia del Japón volvió los ojos a los misioneros de Filipinas para pedir sacerdotes. 

   Llegó el padre Morales al islote de Kosigi, del reino de Sat-Suma, por el mes de junio, junto con los padres Tomás Fernández, Alfonso de Mena, Tomás del Espíritu Santo y el hermano Juan Abadía. Los isleños les dieron buena acogida y los alojaron en una pagoda; pensaban con eso honrarlos y darles gusto. El Señor permitió las cosas de manera que sus siervos convirtiesen aquel templo, hasta entonces consagrado a los ídolos, en santuario del Dios verdadero. Bendijeron aquel lugar, levantaron un altar en el que pusieron una imagen de Nuestra Señora y celebraron los divinos misterios. Primicias de su misión fueron algunos pasajeros japoneses, compañeros de viaje, a quienes enseñaron lo doctrina de Cristo y bautizaron en la pagoda convertida en capilla. 

   Aquellas gentes, por naturaleza muy curiosas, observaban de cerca a los recién llegados. Cuanto en ellos veían les causaba admiración: su vida ejemplarísima, el canto de Maitines a media noche, su austeridad y pobreza, el incansable celo con que enseñaban la doctrina al pueblo por medio de intérpretes. 

   Luego, algunos embajadores del rey de Sat-Suma, con grande acompañamientos de soldados y señores del reino, fueron a visitar a los misioneros para ofrecerles, en nombre del soberano, magníficas cabalgaduras, en las que podrían viajar cómodamente hasta la Corte. Los Padres agradecieron tan gran favor y miramiento, pero cortésmente rehusaron el obsequio y prefirieron ir a pie. Tras cuatro jornadas de viaje llegaron a la capital de la isla. En todas partes eran recibidos con grandes honores y agasajos; necesitaron varios días para visitar a los principales personajes de la ciudad y sus alrededores. Todos se mostraban con ellos muy corteses y cariñosos, admirados de sus modales sencillos y afables, sin que les sorprendiera lo más mínimo lo peregrino del hábito religioso.


LABOR DE LOS MISIONEROS EN LA ISLA


Solamente los bonzos o sacerdotes de los ídolos se declararon, desde el primer día, enemigos encarnizados de los misioneros, y juraron hacerlos expulsar antes de mucho tiempo. No es que de buenas a primeras solicitasen del rey tan radical determinación; pero con sus calumnias y malévolos informes, vinieron a entibiarse las primeras disposiciones del monarca, tan favorables a los misioneros, y así aplazó el darles licencia para edificar iglesias y predicar en sus Estados. 

   No por eso se desalentaron Francisco de Morales y sus compañeros, antes se recogieron en una humilde choza, y en ella vivieron como en su convento, observando puntualmente la Regla. Se sustentaban de un poco de arroz que les enviaba el rey. Movidos por el ejemplo de tan santa vida, los hospederos pidieron el Bautismo y fueron bautizados pasadas unas semanas de catecumenado. 

   Entretanto, los piadosos misioneros no cesaban de invocar a la Reina de los Ángeles, quebrantadora de la cabeza de la infernal serpiente y vencedora de todas las herejías. María oyó sus fervientes súplicas. Aquellos recién convertidos empezaron a su vez a evangelizar la isla y propagaron por doquier la santidad y virtudes de los nobles extranjeros que sólo pretendían salvar las almas. 

   De todas partes acudían las gentes para ver a aquellos hombres de quienes tantas y tan buenas cosas se contaban. También la reina y las damas de su Corte fueron a saludar a los misioneros; quisieron ver la imagen de Nuestra Señora del Rosario y escucharon muy complacidas la explicación de los artículos de nuestra santa fe. El rey, por su parte, volvió atrás de sus malos propósitos y no hizo ya ningún caso de las calumnias de los bonzos. Precisamente en ese tiempo, uno de sus cortesanos, gravísimamente herido, cobró la salud en cuanto le bautizaron. Por eso, a pesar de sus temores y vacilaciones, el príncipe dejó al fin a los misioneros predicar libremente en toda la isla de Kosigi y edificar en ella una capilla.

   ¡Cuántas estrecheces y privaciones debieron sufrir en aquel pobre país, viviendo largo tiempo sólo de la caridad de los pescadores!

   Finalmente, el rey de Sat-Suma, noticioso de los apuros y angustias de los Padres, les ofreció las rentas de una extensa y rica heredad; los religiosos, que preferían la pobreza de Cristo a la opulencia, se mostraron muy agradecidos, pero rehusaron la real donación. Este desinterés agradó sobremanera al rey pagano; pero quiso que a lo menos aceptasen la ayuda de doce hombres que, viviendo a cuenta de palacio, se encargarían de acompañarles a todos los lugares donde quisiesen predicar.

   En breve lograron tener una casita en Quiodemari, ciudad populosa de la isla; desde allí salían por los alrededores, a visitar a los cristianos que los llamaban de otras poblaciones. Se multiplicaban para servirlos; confesaban sin tregua, administraban la Comunión, instruían a los catecúmenos, fortalecían la fe de los neófitos y consolaban a los moribundos. La princesa Isabel, estando a punto de morir, mandó llamar a los padres Francisco de Morales, Alfonso de Mena y Tomás del Espíritu Santo, y en su presencia hizo prometer al joven príncipe Jaime, su hijo, que permanecería fiel a la religión cristiana. Jaime cumplió su promesa; incluso al sobrevenir la persecución, ya que prefirió perder sus bienes antes que ser traidor a la fe bautismal.



MALQUERENCIA DEL REY. — EMIGRACIÓN.


   Llevaba ya seis años el padre Morales limpiando de malezas el campo tan lleno de abrojos de Sat-Suma, cuando el demonio, por el odio que le tenía, interpuso graves obstáculos en la apostólica labor de los misioneros. El rey, abúlico e inconstante, se dejó al fin vencer de la influencia de los bonzos, quienes le repetían sin cesar que la protección que daba a los cristianos acabaría con el trono antes de mucho tiempo. 

   Este argumento impresionó vivamente al monarca, quien de allí en adelante anduvo buscando medio de apartarlos de su reino. Espiaba cautelosamente todas las acciones de los Padres para ver de sorprenderlos en alguna cosa reprensible, y tener así ocasión de llevar a efecto su designio de manera solapada y menos odiosa. Primero les dio a entender que los llamó sin licencia del emperador del Japón, el cual un día u otro le pediría cuenta de esta temeraria empresa, porque el edicto imperial no toleraba el público ejercicio de la religión cristiana sino en tres o cuatro ciudades. 

   Para dar al traste con su fútil pretexto, el padre Morales fué a ver al emperador, de quien recibió buena acogida, sin oír la menor queja ni protesta respecto a la obra de apostolado emprendida en el reino de Sat-Suma. Esto equivalía a una aprobación tácita. 

   El rey de Sat-Suma, en previsión de tal aprobación, antes de que regresara el padre Morales, prohibió a sus súbditos, con amenaza de confiscación y destierro, que en adelante se hiciesen cristianos, y a los antiguos seguidores de la religión de Cristo, que continuasen practicando el culto.

   Los Padres se dispersaron por la isla para preparar los neófitos a la persecución que se veía ya llegar. Iban de casa en casa alentando a los pusilánimes, adoctrinando a los ignorantes y exhortando a los fieles a permanecer firmes hasta el martirio. La malquerencia del príncipe se manifestó a las claras en otro edicto, por el cual condenaba a los misioneros a quedar encerrados en su casa, con prohibición de salir de ella y de que nadie les llevase alimento. El Señor proveyó al sustento de sus siervos por mediación de un pobre leproso que les facilitaba cada día comida suficiente.

   El bienaventurado padre Morales juzgó que el mal no tenía remedio; vio además que de nada le servía la licencia dada por el emperador de permanecer en aquel reino; por todo lo cual, interpretando al pie de la letra lo del Evangelio que dice: «Si en una ciudad os persiguen, pasad a otra», se trasladó a Nagasaki junto con sus compañeros y sus amados neófitos.

   Se efectuó la salida a fines de mayo del año 1609. Acompañaron al padre Morales casi todos los cristianos de la isla, los cuales, antes que quedarse sin sacerdotes, preferían dejar todos sus bienes y desterrarse voluntariamente, a pesar de ser el destierro más dolorosa pena que la misma muerte para el corazón de un japonés. También llevó consigo la iglesia que había edificado, pues estaba hecha de tablas y vigas fáciles de desmontar. Trasladó, asimismo, las preciosas reliquias del bienaventurado León, que fue el primer indígena que selló con su sangre la fe bautismal.

   Los cristianos de Nagasaki acogieron a sus hermanos perseguidos con caridad digna de verdaderos discípulos de Cristo, y los padres Franciscanos recibieron a los misioneros como a sus propios hermanos. Movidos de los ejemplos de virtud que admiraban en los religiosos, los habitantes de Nagasaki les cedieron muy gustosos unos terrenos, donde edificaron una iglesia con la advocación de Nuestra Señora del Rosario y de Santo Domingo.


OBLIGADO EMBARQUE


  El año de 1614, la persecución religiosa que hasta entonces se había declarado sólo en algunos lugares aislados y con intermitencias, vino a ser general. Por ser Nagasaki ciudad casi del todo cristiana y refugio de todos los desterrados, peligraba más que ninguna otra.

   Con todo, para no estorbar el comercio con los portugueses católicos, las autoridades dejaron vivir en paz a los misioneros. Con cinco o seis meses de anticipación tuvieron ya noticia de que a las buenas o a las malas, se obligaría a todos los sacerdotes católicos a salir del imperio, que serían destruidas todas sus iglesias y atormentados cruelmente los cristianos que no renunciasen a la fe. Sin embargo, los religiosos permanecieron en sus conventos, cumpliendo con fidelidad su apostólico ministerio.

   Estimulados por los misioneros, los cristianos de Nagasaki formaron una piadosa Asociación, que bien hubiera podido llamarse Cofradía de los Mártires: de antemano se obligaban a padecer todos los tormentos y aun la misma muerte antes que renunciar a Jesucristo. Llegaba entretanto para los confesores de la fe la hora del supremo combate. Un decreto imperial del 15 de agosto de 1614, mandaba a los sacerdotes católicos y a todos los religiosos, que determinaran el navío en que habían de marchar cuanto antes a los puertos de Manila o Macao. La orden volvió a promulgarse el día 13 de septiembre. Los misioneros de Nagasaki, vigilados con malquerencia, no tuvieron  más remedio que embarcarse en las naves que los aguardaban. Hasta dos leguas dentro del mar fueron custodiados por los soldados para impedir que los cristianos los volviesen a traer a la ciudad.

   Pero, ¿qué puede la humana prudencia contra la sabiduría de Dios?  Apenas los soldados se hubieron vuelto a Nagasaki, se acercaron unas cuantas barcas al navío donde iban los religiosos, y muchos de ellos — la prudencia mandaba limitar su número— pasaron a las barquichuelas y cautelosamente desembarcaron en las costas japonesas. Entre ellos se hallaba, y ¿cómo no?, el padre Morales, a quien acompañaba el padre Tomás del Espíritu Santo. A haber tardado unos días más, no hubiesen podido entrar en el Japón, porque el tirano mandó apostar guardas en todos los puertos para impedir el desembarque de sacerdotes católicos.

   ¿Cómo referir la vida que llevaron de allí adelante aquellos valerosos atletas? Siempre alerta, expuestos al hambre, sed, frío, cansancio y mil privaciones, iban de choza en choza consolando a los cristianos, quienes sentían nuevos alientos al ver que no estaban del todo abandonados.





TRAICIÓN, ARRESTO Y CARCEL


   Por entonces, un compañero del Beato, el padre Alfonso de Mena, fue traidoramente vendido por un desgraciado, y luego preso y entregado al tirano Xogún-Sama. Al padre Morales le cupo la misma suerte a los pocos días. El jefe de la cuadrilla encargada de apresarle le pidió mil perdones, excusándose de tener que cumplir tan dolorosa misión. 

   — Bienvenido seas, amigo — le contestó el Padre—. ¡Guárdeme Dios de malquererte por eso! Mi mayor gusto será verme encadenado por amor a Nuestro Señor Jesucristo.

   — Padre mío —repuso el soldado—, tengo mandado llevarle maniatado y con la soga al cuello.

   — Pues hazlo, amigo; es la mayor honra que puedo recibir; sólo te pido que me dejes entrar unos instantes en mi habitación.

   Pocos minutos después salió revestido del hábito religioso que no llevaba hacía cinco años. Los testigos de esta escena, al verle tan sereno y resignado, se conmovieron hasta derramar lágrimas.

   El padre Morales fué a juntarse en la cárcel con Alfonso de Mena y otros confesores. Mutuamente se edificaban con santas conversaciones y alentaban para el martirio. Más, ¡ay!, este consuelo fué de corta duración para nuestro Beato: a poco le trasladaron con el padre Alfonso a una isla del reino de Firando, llamada Yuquinoshima.

   Cuando se acercaban ya a la costa, acudieron a recibirles todos los cristianos de la isla, y tantas muestras de cariño y devoción les dieron a su llegada, que el padre Morales escribía luego a Manila: «No creo que pueda un mortal sentir nada semejante a lo que experimenté en el fondo de mi alma».

   En Yuquinoshima, el Beato Morales fué encerrado en una cárcel estrechísima, oscura, fétida y malsana. Por todo sustento le daban un poco de arroz cocido en agua, sopa de habas o de nabos y, a modo de extraordinario, un arenque salado. Cada día celebraba Misa, y eso le daba alientos y fortaleza.

   De la cárcel de Yuquinoshima fué trasladado a la de Omura, más estrecha y rigurosa, si cabe. Era más que cárcel una caja a modo de jaula expuesta a todos los vientos y a los abrasadores rayos del sol, a las tormentas y nevadas. Los presos allí amontonados eran tantos que ni podían acostarse para descansar y, como no mudaban de ropa, estaban llenos de miseria;

   «Estos bichos que me están comiendo toda la noche no saben lo que es dormir; son incontables, y pronto no dejarán rastro de nuestros vestidos», debía el Beato Spínola con palabras que eran eco de las del santo Job.

   El padre Morales padeció por espacio de más de dos años en aquel infecto calabozo. Pero tan lejos estaba de quejarse de ello, que en una carta a los españoles de Nagasaki les dice: «... Pido al Señor que no me saque de esta cárcel, si no es para dar mi vida por su Santo Nombre; aunque mi mayor deseo es que se cumpla en todo su divina voluntad. Si quisiere dar oídos a mi personal inclinación, no cambiaría este lugar, que es para mí un paraíso, por los más deliciosos lugares del mundo. Desde que puse los pies en esta cárcel, me desposé con ella; la amo como a esposa... Cuando contemplo a Jesucristo clavado en la cruz con tales dolores y tormentos, la cárcel se me hace un paraíso de delicias.»

   Aquel calabozo vino a ser algo así como un convento regular: en él rezaban Maitines a media noche, el Rosario y la Salve a hora determinada de la tarde; se ayunaba a pesar de las obligadas privaciones de cada día y hasta algunos se daban la disciplina. Era realmente casa de oración y escuela de virtud.


HORRIBLE MARTIRIO


   El siervo de Dios no salió de allí sino para ser trasladado a Nagasaki, donde fué quemado vivo el 10 de septiembre de 1622. Al llegar al poste en que iban a atarle, el padre Morales, a quien imitaron los veinticuatro compañeros de martirio, besó amorosamente el leño del sacrificio.


   Encendieron los verdugos la hoguera a cierta distancia del poste al que el mártir estaba atado con tenues ligaduras: lo hacían así de intento, para que el fuego le alcanzase y abrasase lentamente; si las llamas se acercaban mucho al mártir, estaba mandado a los verdugos apagarlas o contenerlas con largas horcas y encenderlas después. Por fin, el padre Morales cayó al suelo tras varias horas de atrocísimos tormentos, durante los cuales no cesó de rezar y exhortar a sus compañeros a permanecer firmes hasta el fin.



   Su cuerpo y los de los otros mártires fueron custodiados por un pelotón de soldados y, pasados tres días, los quemaron todos. Cogieron luego las cenizas y la tierra empapada en la sangre de los mártires, y llenaron con ella unos sacos que echaron al mar. Los cristianos, a pesar de todos sus esfuerzos, no dieron con polvo ni rastro alguno de aquel grandioso holocausto. Pero el Señor, que vela por las cenizas de sus Santos, manifestó con prodigios la gloria de los mártires, pues varias veces vieron los paganos, con espanto, brillar una luz resplandeciente sobre el lugar del suplicio.

   La memoria del Beato Francisco de Morales está unida a la del Beato Alfonso de Navarrete y a la de otros muchos mártires del Japón, en el culto que la Iglesia permite darles el día primero de junio de cada año.


EL SANTO DE CADA DÍA

POR EDELVIVES

1 comentario:

  1. Muchas gracias por linda lectura soy amante de la vida de los santos. Podes enviarme más muchísimas gracias. Que mi señor salve mi alma.

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