lunes, 30 de octubre de 2017

SAN ALFONSO RODRIGUEZ HERMANO COADJUTOR JESUÍTA (1531-1617) DÍA 30 DE OCTUBRE


   La antigua ciudad de Segovia, en pasados tiempos lugar de recreo, durante la conquista romana, se convirtió en ciudad floreciente mientras dominaron los musulmanes, pues en los extensos declives del Guadarrama, pacían blancos rebaños cuya lana abastecía a la industria de paños. En esta ciudad nació, el 25 de julio de 1531, Alfonso Rodríguez, quien llegaría a grande santidad siendo hermano coadjutor jesuita.
   Junto a los muros de la ciudad, al pie de los arcos del monumental acueducto romano, vivía en la parroquia de Santa Coloma, un hábil tejedor llamado Diego Rodríguez. Estaba casado con una virtuosa mujer, María Gómez de Alvarado, y Dios había bendecido este matrimonio concediéndole siete varones y cuatro niñas. Alfonso era el tercero.
   Ya desde sus primeros años, era Alfonso un niño piadoso, reflexivo y movido de aspiraciones sobrenaturales. Se distinguió muy principalmente por su tierna devoción a la Santísima Virgen María. Cierto día en que estaba como absorto en éxtasis ante una imagen de María, se le oyó musitar:
   ¡Oh, Señora mía! ¡Si supierais cuánto os amo! Os amo tanto, que Vos no podríais nunca llegar a amarme más.
Te engañas, hijo mío le respondió la Virgen Inmaculada, que le apareció visiblemente—, porque te amo mucho más que tú puedes amarme.  

LA VIDA DE ALFONSO EN EL MUNDO

   Siendo muy jovencito ingresó en la escuela de los Franciscanos, que estaba muy próxima a su casa. Cuando tenía diez años, dos Padres Jesuitas dieron una misión en Segovia y se hospedaron en la casa de campo de Diego, padre de nuestro Santo. Designado para servirlos, Alfonso puso tal diligencia en ello, que los misioneros, para recompensarle, le enseñaron el catecismo y el modo de rezar el rosario. Este primer roce con la Compañía de Jesús, grabó en su corazón huella profunda, que influiría más tarde en su decisión de abandonar el mundo.
   En 1543, acababa de llegar a Alcalá Francisco de Villanueva, enviado por San Ignacio para fundar un colegio. No bien tuvo Diego noticia de esta fundación, se apresuró a enviar allá a sus dos hijos mayores, Diego y Alfonso. Pero, apenas transcurrido un año, los dos estudiantes hubieron de dejar el colegio; su padre acababa de fallecer y la madre tenía necesidad de su presencia para dirigir los negocios de la familia. Como el hermano mayor tenía ya muy adelantados los estudios y daba buenas esperanzas, le permitieron continuarlos; pero Alfonso hubo de resignarse a tomar la dirección del comercio de su padre.
   Las almas escogidas, atraídas por las cosas divinas, son a menudo inhábiles para los negocios humanos. Alfonso pronto vio que bajo su dirección se multiplicaban las dificultades y los trastornos; la educación de Diego, la división de las tierras después del fallecimiento del padre, las guerras en las que Carlos I empeñó por entonces a España, la prohibición de la exportación de tejidos, hicieron que el negocio familiar fuera de mal en peor. Por deferencia a los deseos de su madre y de sus parientes, y esperando que la dote de una mujer le ayudaría a equilibrar la fortuna de su casa, Alfonso contrajo matrimonio en 1557 con María Suárez, hija de un ganadero de buena fama, en la villa vecina de Pedraza; contaba a la sazón veintiséis años. El joven matrimonio se estableció en Segovia, en la calle del Mercado.
   Dos años más tarde se abría en Segovia un colegio de Jesuitas, del cual el padre Luis Santander fue nombrado Rector. La palabra ardiente de este predicador incansable y director consumado de almas, atrajo hacia sí la simpatía y afecto de todas las familias cristianas de Segovia. Alfonso Rodríguez era uno de sus más asiduos oyentes y auxiliar de los más efectivos, según sus cortos recursos se lo permitían. Había escogido para vivienda una casa en la vecindad de la iglesia de San Justo, y allí se instaló con su familia, que se componía de ambos esposos, dos niños y una niña. Reiteradas pérdidas que Alfonso no pudo superar, lo sumieron en tal peligro, que su hermano mayor Diego tuvo que abandonar los estudios de Derecho y vino a asociarse con él.

LAS PRIMERAS PRUEBAS

   Dios que tenía sobre Alfonso sus designios, como los tiene sobre todas las almas, quiso formarle y purificarle en el crisol del sufrimiento, y multiplicó las pruebas. La pequeña María, la hija que tanto amaba, le fue arrebatada repentinamente en el mismo momento en que su mujer caía enferma. Ésta, a su vez, falleció, tras larga y costosa enfermedad, poco después del nacimiento de su segundo hijo. El mayor, Gaspar, siguió de cerca en la muerte a su madre y a su hermana, y de este modo Alfonso quedó viudo a los treinta y un años, con un tierno hijo que educar. Creyendo que estas sucesivas desgracias eran enviadas por Dios como castigo de sus pecados, se llenó de ansiedad acerca de la salvación de su alma. El horror al pecado mortal se hizo en él tan obsesionante, que pidió generosamente a Dios el favor de sufrir en esta vida todos los tormentos del infierno antes que caer en un solo pecado. Después de haber formulado este heroico anhelo, se ofreció a Dios con una primera consagración total. Habiendo hecho confesión general, se obligó a ayunar los viernes y los sábados, empezó a darse disciplinas y a llevar cilicio, y se entregó a prolongada meditación.
   Un año después de la muerte de su mujer, Alfonso perdió a su madre. El último de sus hijos, Alfonso, no tardó en volar a unírsele en el cielo.


PRECEPTOR. — ENSAYO DE VIDA EREMÍTICA

   Roto así todo lazo de afecto humano, le vino el pensamiento de la vida religiosa. Por haber sido trasladado el padre Santander de Segovia a Valencia, fue el padre Martínez quien le dirigió en el camino del espíritu. Al espanto de los escrúpulos sobre la indignidad de su alma, se siguió la suavidad de un generoso y confiado amor de Dios.
   A pesar de todos sus propósitos, seis años habían transcurrido desde que en realidad abandonara el mundo, y el negocio de su vocación seguía sin resolver. Tras muchas vacilaciones fundadas en su humildad, se animó y solicitó su admisión en la Compañía de Jesús. La edad de treinta y ocho años y su escasa instrucción, eran impedimento para ser admitido como escolar, es decir, como religioso que se prepara para el sacerdocio. Su salud, muy quebrantada por las austeridades excesivas a que se entregaba, fue también un obstáculo a su admisión como hermano coadjutor, a pesar del informe favorable del padre Martínez. Este, ante la negativa, dio al postulante el consejo de ir a Valencia a entrevistarse con el padre Santander.
   Sin vacilar, Alfonso entregó a sus dos hermanos todo lo que poseía, y tomó el camino de Valencia, adonde llegó a fines del 1568. Se vio obligado, durante el largo trayecto, a pedir humildemente hospedaje en diferentes casas religiosas, pues sus recursos se agotaron pronto. Para darse tiempo de dirigirle de nuevo y tomar sobre el asunto una determinación, el padre Santander le colocó como portero en casa de un comerciante llamado Fernando Chemillos. Mientras tanto, Alfonso, a pesar de sus treinta y nueve años, estudiaba los primeros rudimentos de latín. Pasado algún tiempo, el postulante entró en casa del marqués de Terranova para encargarse del cuidado de su hijo Luis de Mendoza.
   Por consejo de su confesor, Alfonso resolvió reiterar su solicitud de admisión en la Compañía de Jesús, si no como escolar, al menos como hermano coadjutor. A punto estaba de ver cumplido su deseo, cuando el diablo le tendió un lazo en el que estuvo a punto de aventurar su vocación. Un amigo de su misma edad, al que había conocido en el colegio de Valencia, quiso llevarle a un eremitorio que había en un pueblo cercano. Alfonso cedió y fue durante algún tiempo compañero del ermitaño. Las impertinencias de éste y sus rarezas de vida y de vestido le cansaron, y volvió a su vida anterior. Apenas salió del eremitorio, fue a encontrar a su confesor, el cual le reprendió ásperamente. Alfonso prometió a su director sumisión completa. Los acontecimientos probaron que aquel ermitaño era un falso devoto.




                                              SU VIDA DE RELIGIOSO


   En esto vino a Valencia el padre Cordeses, provincial, el cual, a instancias del rector del Colegio, acabó, a pesar de nuevas objeciones respecto a la escasa instrucción y a la salud del postulante, por aceptar a Alfonso como hermano coadjutor.
   Siete años hacía que estaba fundada la Compañía de Jesús, cuando San Ignacio de Loyola creyó llegada la hora de asociar definitivamente a los Padres y Hermanos escolares, hermanos coadjutores o legos, a ejemplo de lo que practicaban desde hacía tiempo las Órdenes antiguas. En la mañana del 31 de enero de 1571, Alfonso Rodríguez fue admitido como novicio. Acertadamente juzgaron que los años de penitencia y de retiro voluntario que había pasado en medio del mundo, suplían el postulantado. La casa de noviciado que provisionalmente se estableció en Valencia y después en Gandía, cerca del santo duque Francisco de Borja, se fijó más tarde en Zaragoza; pero el Hermano Alfonso no fue enviado a ella, sino que siguió en Valencia. Habiendo sus superiores disminuido las penitencias exageradas que se había impuesto, con riesgo para su salud, se entregó con verdadero gozo y gran diligencia a los trabajos más pesados y humildes; abandonó su alma enteramente a la intimidad de Jesús y particularmente de Jesús doliente.
   La mejor prueba de los progresos del Hermano Alfonso en la vida espiritual, es que, tras seis meses de noviciado, le enviaron los superiores a Mallorca, a la casa de Montesión, en donde iba a establecerse un colegio. Allí, cuando el buen Hermano terminaba sus rezos y devociones, ayudaba a los albañiles en la construcción de la capilla o acompañaba a algún Padre en las obras de apostolado de la ciudad o de las cercanías.
   A fines de enero de 1573, los dos años de noviciado tocaban a término, pero no hizo los votos hasta el 5 de abril. Después de la profesión, por orden del padre Torrens, empezó Alfonso a escribir su autobiografía que es un documento precioso para los historiadores de su vida.


COMO EL ORO EN EL CRISOL


   Pronto comenzaron las pruebas. A los fáciles comienzos sucedió la verdadera señal de los elegidos: la tentación, tortura moral, la peor de todas, que agota las fuerzas, que acrisola, que eleva el alma, dejándola jadeante en el Corazón divino. Las alegrías y satisfacciones que Alfonso había tenido en el matrimonio le seguían con recuerdo obsesionante y de acuciadora tenacidad; las inclinaciones más molestas de la naturaleza, que él creía adormecidas y domadas por la penitencia, se despertaron implacables e imperiosas en el mediodía de sus años. Y le causaron una turbación continua. En la tormenta, Alfonso se refugió junto a Jesús y María. Los demonios, para vengarse de su derrota, le maltrataron con rabia infernal; dos veces —refiere su biógrafo— le precipitaron de lo alto de la escalera.
   Otra prueba, no menos espantosa, pero también señal de predestinación, es la sequedad espiritual que experimentan los dados a la oración. De ella no se vio libre el Hermano Alfonso. Supo de sus tormentos, pero la obediencia a sus directores le alcanzó la victoria. Esas luchas morales, muy agotadoras, habían alterado su salud, por lo que fue nombrado portero del colegio de Montesión, cargo que habría de desempeñar durante más de treinta años. En este empleo delicado y absorbente, no dio nunca señal de la menor impaciencia, por mucho que le se importunase. El secreto de su paciencia estribaba en la fidelidad con que respondía en todo a los llamamientos divinos. El sonido de la campana, la llamada de un visitante, eran para él la voz de Dios. La oscuridad de su empleo no era obstáculo para que ejercitase su ingenioso celo por la santificación de las almas de sus prójimos; procuraba, por ejemplo, que los alumnos del Colegio se inscribiesen en la Congregación recientemente fundada, catequizaba a los pobres y vagabundos que acudían en demanda de limosna material, y hablaba de Dios y de la otra vida a cuantos allí se dirigían por diversos menesteres.
   A las torturas morales de que hemos hablado, se sumaron los dolores físicos. Dolores de estómago, de espalda y pecho le ahogaban, y en su lengua y otros miembros aparecieron forúnculos abrasadores que, durante catorce años, debían sumirle en una especie de purgatorio anticipado. En marzo de 1585, el padre Alfonso Román fue como visitador a Montesión, y en sus manos pronunció Alfonso los últimos votos. Este acto fue para él ocasión de afianzarse más en el espíritu de renunciamiento y de confianza ilimitada en la bondad divina. En 1591, el Hermano Rodríguez cumplió los sesenta años. Su salud, minada por continuas austeridades, empezó a declinar. Recibió orden de dormir en adelante en cama, pues hasta entonces lo había hecho durante algunas horas en una mesa o silla. Como en otro tiempo se interesó por la Cofradía de estudiantes, así trabajó ahora, sin miramiento a sus fuerzas, por la de caballeros, establecida en Mallorca en 1596.
   Los superiores decidieron relevarle de sus funciones de portero, para emplearle en ligeros trabajos del interior de la casa. No pudiendo ya ayudar a misa en la iglesia pública, lo hacía aún en la capilla privada y empleaba además una parte de la mañana oyendo las misas tardías celebradas por Padres achacosos o por sacerdotes visitantes. El padre Álvarez le mandó que prosiguiera escribiendo su Memorial y relatara todo lo que pudiera recordar de su vida interior en el pasado. Muy a pesar suyo, obedeció Alfonso, y, a partir de mayo de 1604, comenzó a redactar las primeras notas.

PORTADA DE LA IGLESIA DE MONTESIÓN


                   ALFONSO RODRÍGUEZ Y SAN PEDRO CLAVER


   Un año después de haber recibido esta orden, llegó a Montesión un joven religioso catalán, cuyo nombre quedará en adelante inseparablemente unido al del santo Hermano Rodríguez; era San Pedro Claver, que acababa de terminar los estudios de teología moral. Habiendo oído hablar de las virtudes del antiguo portero del colegio, le pidió una entrevista y le suplicó fuera su guía espiritual. Por inspiración divina, instó Alfonso a Pedro Claver que pidiera ir a las misiones de América. La hora de la separación llegó, y el anciano Hermano converso prometió al joven y ardiente apóstol la ayuda de sus oraciones, el mérito de sus penitencias y sufrimientos y le dio un librito escrito de su puño intitulado La perfección religiosa.
   El Señor le favoreció no pocas veces con el don de profecía. En una ocasión, debían de embarcarse doce religiosos del colegio de Mallorca para Valencia. El rector ordenó al Hermano Alfonso que consultara al Señor cuál fuera la suerte del viaje, y una voz interior respondió al Santo que el viaje sería «de oro». Se emprendió la navegación y sus principios fueron prósperos, pero cuando el navío estaba ya cerca de las costas de la Península fue apresado por los piratas que se llevaron a todos los pasajeros cautivos a Argel.
   Cuando llegaron a Mallorca las nuevas del desastre, todo fue consternación y desconsuelo, y recriminaron duramente al Hermano Alfonso su equivocación; pero el tiempo salió en su defensa sin mucho tardar y demostró que realmente la navegación había sido de «oro», pues los Padres cautivos convirtieron a muchos turcos, dieron pruebas heroicas de fortaleza, y, un año después, fueron rescatados y volvieron a España dando gracias a Dios que tan admirablemente los había favorecido durante su cautiverio.





MUERTE DEL SANTO


   Aun esperaban al Santo las últimas amarguras, las pruebas decisivas. Alfonso fue víctima de la humana flaqueza. Los milagros que ya en vida obraba el Señor por su virtud, sus méritos y mortificaciones, parecieron hacer sombra a ciertos espíritus. El nuevo provincial, padre José de Villegas, al que se había predispuesto en contra del que ya consideraban como taumaturgo poderoso, se entregó a minuciosa información del carácter y de la vida interior del Hermano Alfonso.
   Con tacto y prudencia, prohibió que se tuviera ya como reliquias lo que pertenecía al religioso. Le pareció exagerado el valor que se daba a sus escritos espirituales, y para probar al buen Hermano, le hizo reproches públicos. El anciano no experimentó sino alegría y fortaleza.
   Con el alma inundada de antemano de celestes resplandores, y el cuerpo purificado por sufrimientos expiatorios, Alfonso Rodríguez podía comparecer ante el Juez que, con una mirada, escudriña lo más recóndito del pensamiento y del corazón. Tras nuevas tentaciones de desaliento, asaltos reiterados de todas clases, enfermedades humillantes y dolorosas, la hora de la liberación sonó por fin. Recibió el santo Viático y la Extremaunción. Tan débil se encontraba, que se le hubo de sostener mientras recibía la Sagrada Comunión. Los días que siguieron a estos actos, semejaba estar en éxtasis y no abría los labios más que para pronunciar los santos nombres de Jesús y de María. 


   E1 31 de octubre, hacia media noche, exclamó como si despertara de un profundo sueño: «He aquí el Esposo que viene»; y, sosegándose, expiró poco después mientras pronunciaba en alta voz el nombre de Jesús. Contaba ochenta y seis años.
   La noticia de su muerte produjo en toda la ciudad un sentimiento de profundo dolor, que se manifestó por la afluencia de gentes de todas las clases sociales, todas ellas con las señales de la más viva aflicción en sus semblantes, bañados en lágrimas los ojos y dejando asomar a ellos el luto que llevaban en sus corazones.
   Los funerales fueron magníficos; a ellos asistieron el virrey y todas las autoridades civiles de la Isla; querían, de este modo, honrar la memoria de aquel humilde portero que cifraba su mayor ventura en ser menospreciado. Asistieron también al solemne acto el prelado, cabildo, clero y comunidades religiosas, y cerraba el fúnebre cortejo una muchedumbre de pueblo, que, con voces plañideras, pregonaba las heroicas virtudes de nuestro bienaventurado.
   Gran número de milagros obrados por Dios junto a la sepultura, dieron testimonio elocuente de su santidad. Hechas las correspondientes diligencias canónicas, fue beatificado por el papa León XII en 1825, y el 8 de enero de 1888 el Sumo Pontífice León XIII, durante las fiestas de su jubileo sacerdotal, decretó la canonización de diez grandes siervos de Dios: los siete fundadores de los Servitas y tres Jesuitas: Pedro Claver, Juan Berchmans y Alfonso Rodríguez. La fiesta de San Alfonso se fijó en el día 30 de octubre.


SEPULCRO DE S. ALFONSO RODRÍGUEZ EN LA IGLESIA DE MONTESIÓN



“EL SANTO DE CADA DÍA”

(1946)

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