martes, 31 de octubre de 2017

BEATO ANGEL DE ACRI DE LA ORDEN DE FRAILES MENORES CAPUCHINOS (1669-1739)




DIA 31 DE OCTUBRE —
—Docto consejero.
—Terrible penitente.
—Devotísimo adorador.


   EL bienaventurado Ángel nació el 19 de octubre de 1669 en Acri, pequeña ciudad de Calabria, en el antiguo reino de Nápoles. Se llamaron sus afortunados padres Francisco Falcone y Diana Henrico o Errico. Fue bautizado al día siguiente, y recibió los nombres de Lucas Antonio. A los tres años, o tal vez antes, el obispo de Bisignano le administró el sacramento de la confirmación.

   Muy pronto se vio que aquel niño no estaba hecho para el mundo. Cuando apenas contaba cinco años, le sorprendió su madre rezando con fervor angelical, arrodillado sobre unas molestas piedrecillas ante una imagen de María Santísima. En otra circunstancia, quedó agradablemente sorprendida al ver que de la imagen de la celestial Señora salían unos rayos resplandecientes que iban a iluminar el rostro de su hijo, el cual parecía arrobado en la contemplación de la venerada imagen.

   Contra lo que es común en los niños de corta edad, sentía profundo desvío por los juegos de la infancia, y únicamente hallaba gusto en hacer altares, en los que colocaba imágenes de Santos que luego adornaba con las flores más galanas que podía hallar. Pasaba la mayor parte del día entregado a la oración y meditación, y, a veces, salía furtivamente de la casa paterna para irse a la puerta de la iglesia, donde permanecía muchas veces hasta bien entrada la noche elevando a Dios sus tiernas plegarias. Cuando lograba salir de su casa por la mañana, entraba en el templo para ayudar a misa y escuchar la divina palabra. Tan manifiestas disposiciones para la piedad regocijaban a sus padres y los movieron a dedicarle a estudios que le hicieran apto para en su día abrazar el estado eclesiástico.




VOCACIÓN DE LUCAS ANTONIO. — SU 

ORDENACIÓN




   Por aquel tiempo, dio una misión en la ciudad de Acri, el padre Antonio de Olivati, famoso predicador capuchino; sus patéticos sermones movieron a Lucas a hacer confesión general de su vida y a manifestar deseos de entrar en la Orden de Hermanos Menores Capuchinos. Encantado quedó el padre Antonio de los buenos propósitos y excelentes disposiciones del penitente; pero, pareciéndole demasiado joven para ingresar en el noviciado, le recomendó un poco de paciencia, y que, mientras llegaba el tiempo de poner por obra su determinación, meditase con asiduidad la Pasión de Nuestro Señor y comulgase todos los domingos. Siguió Lucas estos sabios consejos y por ello obtuvo de Dios la fortaleza necesaria para abandonar el mundo y abrazar la austeridad de la vida capuchina.

   Entró en el noviciado en 1687. Pero, cosa extraña y que, al poner de manifiesto la veleidad humana, nos dice que estemos siempre en guardia sobre nosotros mismos sin considerar las buenas inclinaciones y santidad de vida como garantía de perseverancia, antes miremos nuestra propia flaqueza y confiemos sólo en la gracia. Dos veces logró el común enemigo de las almas vencer al piadoso joven. En una de ellas, simulando la voz de su madre, le dijo: «Lucas Antonio, ven, que estoy enferma». Le representaba al mismo tiempo los halagadores placeres del mundo por un lado, y, por otro, las prolongadas austeridades de la vida religiosa. El asalto fue tan tremendo que el inexperto novicio estrenó las primeras armas con una derrota, pues abandonó el convento para lanzarse en el torbellino del mundo.

   Avergonzado de su cobardía y para calmar los remordimientos de su conciencia, volvió al noviciado en 1689, pero para abandonarlo al poco tiempo por segunda vez. Dios, sin embargo, le preservó, y aunque un tío suyo quiso decidirle a contraer un ventajoso matrimonio, el joven Lucas Antonio se negó a ello resueltamente, sintiendo renacer en su corazón el deseo de volver a abrazar la vida religiosa.

   Esta victoria sobre el mundo le atrajo nuevas gracias y bendiciones del cielo, porque al año siguiente (1690) entró en el noviciado capuchino de Beldevere y vistió el hábito por tercera ver el 12 de noviembre. El tentador volvió a presentar batalla exagerándole los rigores de la vida monástica pero el aleccionado novicio, corrió a postrarse a los pies de un crucifijo y exclamó con sollozos y lágrimas: « ¡Sálvame, Señor, que perezco!» Oyó entonces una voz que le decía: «Imita al Hermano Bernardo de Corleón». Era éste un santo lego, capuchino como él, fallecido en 1667. A ejemplo suyo, nuestro novicio castigó severamente su cuerpo todas las mañanas. Así fortificado con la oración y la penitencia, el Hermano Ángel —que por tal trocó el nombre de Lucas Antonio— permaneció inquebrantable; y, una vez terminado el noviciado, pronunció los votos solemnes en 1691.

   En cuanto hubo profesado, le enviaron los superiores a diferentes conventos para cursar filosofía y teología, en cuyas ciencias hizo rapidísimos progresos. En cierta ocasión observaron los religiosos con natural sorpresa, que la celda del Hermano Ángel se iluminaba con maravilloso resplandor y que aquella luz llenaba la casa. Con ello entendieron todos que Dios había escuchado las humildes y fervorosas plegarias de su siervo, encaminadas a obtener la verdadera sabiduría y la ciencia de los santos.

    «Si alguien quiere venir en pos de Mí —dijo el Señor—, tome su cruz y sígame». Ángel se abrazó a la cruz resueltamente, sin parar mientes en las austeridades que asustan al cuerpo, pero que tanto benefician al alma. Todos los viernes se frotaba la lengua con hiel y acíbar, para sentir amargor durante el día. Diariamente se disciplinaba sin compasión hasta desgarrarse las carnes, y entre éstas y el hábito, introducía, a guisa de calmantes, gran número de ortigas, amén del silicio que constantemente llevaba. Estas mortificaciones no le impedían estar siempre sonriente y satisfecho; se hubiera dicho que su habitual alegría era efecto de sus austeridades.

   Tras una preparación de once años de estudios y mortificaciones, fray Ángel fue llamado al sacerdocio; se ordenó de presbítero a fines de 1701. Conocedor de los terribles deberes del sacerdocio, dio este paso con temor y temblor, después de haberse preparado con muchas oraciones y lágrimas y prometiendo trabajar con todas sus fuerzas en la difusión del reino de Dios.

    Su amor a Jesucristo se alimentaba diariamente en los ardores del hogar inextinguible de la Sagrada Eucaristía; tan íntima llegó a ser su unión con el Cordero Celestial, que era frecuente verle arrobado en éxtasis después de la consagración; entonces su cuerpo aparecía como inflamado y sus facciones presentaban belleza angelical. No subía al altar sin haberse entregado antes a la oración y a la penitencia por espacio de una hora; para él no había cosa más dulce que hablar del Santísimo Sacramento; le bastaba decir unas palabras sobre la Sagrada Eucaristía para caer en éxtasis.

   El amor es por su naturaleza expansivo; y como encontrara estrechos los límites del corazón del padre Ángel, amenazaba salir de él rompiendo las paredes que le encerraban, dándose repetidas veces el caso de tener que derramar agua fría sobre su pecho para templar los ardores que le abrasaban. Sus palabras y sus actos estaban impregnados todos del amor que le consumía, amor no distinto del que en otro tiempo consumiera el corazón del Serafín de Asís. « ¡Qué dulce es amar a Dios! ¡Oh Amor no amado!», exclamaba a veces. Jesús, en cambio, favoreció a su siervo con varías apariciones, especialmente en 1701 en el convento de Rossano, y en 1722 en Paterno. Aparecía en forma de niño y conversaba familiarmente con él. Sin embargo, en cierta ocasión observó el santo religioso que del semblante del Niño Jesús salían rayos de majestad que le hacían estremecer. « ¡Dios mío, Dios mío!» exclamaba—, si, con ser tan grande vuestro amor, os mostráis tan terrible, ¿cómo seréis cuando, sentado en vuestro tribunal, nos juzguéis?»

   Al amor a Nuestro Señor, juntó el padre Ángel una ternísima devoción a la Santísima Virgen, por la que el Hijo de Dios —como canta Santo Tomás en el himno Verbum Supernum— se hizo «nuestro hermano, nuestro alimento, nuestro rescate y nuestra recompensa». Cuando oía el nombre de la bendita Madre, o veía alguna de sus imágenes, hacía una profunda reverencia. Sentía particular placer en hablar de la Purísima Concepción, doctrina carísima para la Orden Franciscana desde su fundación.

   La vida del padre Ángel era una oración continua; acudía antes que nadie al oficio divino y salía el último del coro; en los caminos, en las plazas públicas, en las casas particulares, en todas partes oraba. De su corazón salían, a manera de dardos, inflamados suspiros de abrasado amor. Como le preguntasen cierto día la razón de aquellos suspiros, respondió: «No puedo pensar en Dios sin que sienta mi corazón a punto de romperse».





MISIONES DEL BEATO. — AVISO DE DIOS




   Hubiera querido el siervo de Dios no tener más ocupación que rezar, y no salir de su celda más que para ir a la iglesia; pero los superiores, que conocían sus virtudes y talentos, le dedicaron al ejercicio de la predicación. Comenzó su labor apostólica en la Cuaresma de 1702, en San Jorge; se preparó con gran esmero para salir airoso de su cometido, y escribió puntualmente todos sus sermones; pero, a pesar de su prodigiosa memoria, a poco de subir al púlpito advirtió que perdía el hilo de sus ideas, y aun llegó al extremo de tener que descender de la sagrada cátedra sin acabar su sermón. Como es de suponer, regresó a su convento lleno de tristeza; rogó a Nuestro Señor le diera a conocer la causa de aquella repentina incapacidad, que juzgaba ser grave obstáculo para obrar el bien en las almas. «Nada temas —le respondió una voz de lo alto—, yo te daré el don de la palabra. ¿Quién sois? —preguntó el misionero. En aquel momento se conmovieron las paredes de su celda a impulsos de un misterioso temblor, y cual otro Moisés en el monte, oyó esta respuesta: « Yo soy el que soy, y te ordeno que prediques en estilo sencillo para que todos puedan entenderte».

   En aquel mismo punto el padre Ángel de Acri destruyó los sermones que con tanta elegancia de estilo había escrito, y se prometió no consultar en adelante otros libros que la Biblia y el Crucifijo. No tuvo que arrepentirse de su determinación, porque poniendo a contribución el don de sabiduría que había recibido del cielo, sacaba de la Sagrada Escritura tan sabias enseñanzas y aplicaciones tan oportunas que uno de los hombres más sabios de su época, Monseñor Perimezzi, obispo de Oppido, decía lleno de admiración: «No sería yo quien me atreviera a explicar un texto de la Biblia delante del padre Ángel».

   Con estos antecedentes, casi huelga decir que los frutos que obtuvo nuestro bienaventurado de su predicación fueron admirables. Asombra el número de las conversiones que logró; pero aún son más asombrosas las circunstancias que a muchas de aquellas conversiones acompañaron: La marquesa de Bisignano, dama de vida demasiado mundana, se conmovió de tal manera oyendo predicar al padre Ángel, que se disciplinó en público para expiar sus pasados extravíos. Los más terribles blasfemos, al oírle exponer la malicia del pecado, se postraban en tierra pidiendo misericordia, y los disolutos se presentaban a él cubiertos de ceniza y en hábito de penitentes. El padre Ángel los acogía con bondad y los despedía con la gracia de Dios en el alma y la alegría en el corazón.

   Entre las obras apostólicas del padre Ángel, conviene mencionar sus predicaciones en Nápoles el año 1711, señaladas por un providencial incidente que contribuyó a multiplicar los frutos de salvación. El cardenal arzobispo llamó al célebre capuchino para la predicación cuaresmal en la iglesia de San Eloy. El lenguaje llano y sencillo del misionero decepcionó a los napolitanos, que esperaban de él mayor elocuencia, por lo cual poco a poco dejaron de acudir a las pláticas; la iglesia quedó casi desierta desde el tercer día. Poco satisfecho el cura del escaso éxito del orador, le despidió con mucha política. El siervo de Dios tomó su bastón de viajero y salió de Nápoles sin decir una palabra; más enterado el cardenal de su partida, despachó a un mensajero para que le hiciera volver a la ciudad, orden que fue obedecida por el santo predicador con la misma prontitud con que había deferido a las corteses insinuaciones del párroco.

   Por mandato del cardenal subió de nuevo al pulpito, y esta vez la iglesia se hallaba llena de fieles, quizá porque la noticia de su inesperada partida y el empeño que mostraba el cardenal en que siguiera predicando, picó la curiosidad de las gentes, si es que no se arrepintieron de su descortesía. Hay que decir que no pocos acudieron al templo saboreando también el insano placer de burlarse del predicador. Este, sin dar muestras de acordarse de su fracaso, predicó en el estilo llano que acostumbraba, y cuando acabó el sermón, hizo a su auditorio la recomendación siguiente: «Pídoos, hermanos míos, que recéis un Padrenuestro y un Avemaría por el alma del que al salir de la iglesia ha de ser víctima de un terrible accidente».

¡Qué fanático! —exclamaron unos.

¡Es un visionario! —dijeron otros. Algunos, muy pocos, dieron fe a la amenaza del misionero. Entretanto comenzó el público a salir del templo, y todos vieron caer a un hombre en medio de la plaza como herido por un rayo. Se supo en seguida que era uno de los que, alardeando de despreocupación, se había entretenido en glosar con groseras burlas los sermones del padre Ángel, y que había ido a la iglesia para mofarse del predicador.

   El efecto que produjo en los espíritus fue decisivo, porque a partir de aquel día, toda la ciudad acudió en masa a los sermones con muestras de gran compunción. Las conversiones fueron entonces muchísimas.





LA CIUDAD REBELDE. — LA ESPADA DE 

DOLOR



   En 1738 recibió el encargo de predicar en San Germano, territorio de la abadía del monte Casino. La ciudad daba a la sazón el repugnante espectáculo de la más desenfrenada lujuria. En vano el misionero habla de Dios, apela a su justicia, recuerda la fealdad del vicio y amenaza con los tormentos del infierno, porque nadie le escucha. Ante un endurecimiento tan pertinaz, nuestro Beato exclama al trasponer sus muros: « ¡Oh ciudad maldita! ¡No quieres convertirte, pero en castigo de tu contumacia, perecerás esta noche como Sodoma y Gomorra!» Y así fue, efectivamente, pues la aurora del siguiente día alumbró los escombros de la ciudad, destruida en pocas horas por un violento incendio. El padre Ángel obtuvo de Dios el fin de aquel azote acudiendo a la oración fervorosa y a sangrientas disciplinas; presenciaron el milagro el abad y numerosos testigos.

   La devoción ardiente que profesaba a la Pasión del Redentor, le hacía siempre tomarla como tema de todas sus meditaciones. Nuestro Señor recompensó este culto que el Beato tributaba a los dolores y tribulaciones que había pasado para salvar a los hombres, apareciéndosele algunas veces cubierto de heridas y sangre, como se encontraba en el santo madero de la cruz. Cierto día, hallándose en el convento de Acri meditando en la Pasión de Jesucristo, sintió repentinamente en el corazón un dolor agudísimo, como si se lo hubieran atravesado con una espada, y no pudo reprimir los sollozos mientras sus ojos se bañaban en lágrimas. En aquel mismo instante se le apareció Nuestro Señor Jesucristo con el cuerpo ensangrentado y desgarrado por la cruel flagelación. A la vista de tan doloroso espectáculo, no sólo reprimió el Beato Ángel sus sollozos, sino que ofreció al Señor sus sentimientos en prendas de su amor.

¿Qué deseas? —le preguntó entonces el Divino Maestro.

Señor, mi voluntad es la vuestra —respondió el discípulo.

   Desapareció la visión, pero desde entonces nuestro Beato sintió con variaciones de intensidad el mismo agudo dolor en su corazón.






EL BEATO ÁNGEL, PROVINCIAL. — SUS 

MILAGROS




   De 1717 a 1720, el padre Ángel fue ministro provincial de Cosenza. Regla viva de sus inferiores, en todo daba ejemplo de la más completa abnegación. Barría la cocina, hacía las camas de los enfermos, curaba sus llagas, y servía a los huéspedes del convento. Sobre todo, exhortaba a sus hijos espirituales a entregarse confiados en brazos de la Divina Providencia; y, para que mejor entendieran sus enseñanzas, daba a los pobres cuanto le parecía superfluo sin que el porvenir le preocupara lo más mínimo.

   Se creía obligado a servir a los Hermanos; se llamaba a sí propio «el último de todos, el más ignorante de los hombres, y un miserable, dos veces desertor del convento». Aceptaba las afrentas con la mayor alegría. Como un villano le insultara en la plaza pública llamándole «ignorante», no acertó a vengarse de otra manera que besándole los pies. Y si alguna vez le apedreaban, daba gracias a Dios. De 1727 a 1729 vivió el padre Ángel, con el consentimiento del papa Benedicto XIII, en casa del príncipe de Bisignano, y cuando éste le daba alguna muestra de respeto, decía el humilde capuchino: «Acuérdese que soy hijo de un cabrero».

   Pero cuanto más se humillaba a sí mismo, tanto más le engrandecía Dios. De todas partes, incluso del extranjero, acudía la gente a pedirle consejo; los obispes se encomendaban en sus oraciones; las muchedumbres besaban sus manos y cortaban las franjas de sus vestidos para guardarlas como preciosas reliquias.

   Dios le otorgó el don de milagros y puede decirse de él que es uno de los santos que los ha repartido sin cuento. Nada resistía a su fervorosa oración: ni el demonio, ni el fuego, ni el agua, ni los insectos dañinos, ni las enfermedades cualesquiera que fueran. Libró del demonio a muchos posesos, entre otros a una persona atormentada del espíritu maligno desde hacía diez años.

   Le dotó también el Señor del don de profecía, y fueron muchas las personas a quienes la muerte cogió en gracia de Dios por haber dado fe a las palabras con que el padre Ángel les anunciaba su próximo fin.

   El mismo día en que las tropas del príncipe Eugenio de Saboya —16 de agosto de 1717— libraban del dominio turco la ciudad de Belgrado, salió el Padre de su celda exclamando: «Echad las campanas a vuelo, cantemos él Te Deum, demos gracias a Dios, que merced a la intercesión de la Santísima Virgen, los cristianos han derrotado a los turcos en Belgrado». Se tomó nota del día y hora, y pronto se confirmó la realidad del hecho.






MUERTE DEL BEATO ÁNGEL



 
   Seis meses antes de su muerte le sobrevino la ceguera; pero, por un milagro singular, recobraba la vista para rezar el Oficio divino y celebrar el santo sacrificio de la Misa. Finalmente, unos días antes de entregar su bendita alma al Criador, dijo al religioso lego que le servía: «Hermano, saldré de este mundo el viernes por la mañana al despuntar el alba». El día 24 de octubre de 1739 cayó enfermo y recibió la Extremaunción. Intentó Satanás un supremo esfuerzo para vencerle, pero se vio también derrotado, porque el moribundo, sacando fuerzas de su debilidad, exclamó con severo acento: «Retírate, Satanás». Expiró el 30 de octubre, sellando sus labios los dulces nombres de Jesús y de María.

   Su cuerpo, que exhalaba suave olor, fue inhumado el 1.° de noviembre en la iglesia del convento. León XII le beatificó el 18 de diciembre de 1825; el oficio, aprobado en 1833, se insertó en el Breviario de los Hermanos Menores Capuchinos.







“EL SANTO DE CADA DÍA”


(1946)


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