Compuesto
por el Rev. P. Aniceto de la Sagrada Familia OCD en el año 1925.
Por
la señal ✠ de la Santa Cruz, de nuestros ✠ enemigos,
líbranos
Señor ✠
Dios nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo ✠,
y del Espíritu
Santo. Amén.
ACTO DE CONTRICIÓN
Señor mío
Jesucristo, con el corazón partido por el dolor que me causan los
pecados cometidos contra Ti, vengo a pedirte perdón de ellos. Ten piedad de mí,
oh Dios; según la grandeza de tu misericordia y según la muchedumbre de tus
piedades, borra mi iniquidad. Mira mi humillación y mi trabajo, y perdona todos
mis pecados. Espero de tus bondades que no entrarás
en juicio con tu siervo, porque no hay entre los vivientes ninguno limpio, en
tu presencia, y que me perdonarás todas mis culpas, y me darás la gracia para
perseverar en tu santo servicio hasta el fin de mi vida. Amén.
ORACIÓN PARA TODOS LOS
DÍAS
¡Oh Jesús! Maestro
sapientísimo en la ciencia del amor, que aleccionaste en la escuela de tu corazón
adorable a tu pequeñita esposa Santa Teresita del Niño Jesús, haciéndole correr
por la senda del amor confiado hasta llegar a la cumbre de la perfección, yo te
ruego te dignes enseñar a mi alma el secreto del Caminito de infancia
espiritual como a ella se lo enseñaste; para esto vengo en este día a tu
soberana presencia a meditar los ejemplos admirables que nos dejó tu regalada
Santita. Escucha benigno las súplicas que ella por nosotros confiadamente te
dirige. ¡Oh Jesús, si pudiera yo publicar tu inefable
condescendencia con todas las almas pequeñitas! Creo que si, por un
imposible, encontraras una más débil que la mía, te complacerías de colmarla de
mayores gracias aún, con tal confiara por entero en tu infinita misericordia,
Mas ¿por qué, Bien mío, deseo tanto comunicar los
secretos de tu amor? ¿No fuiste tú solo quien me los enseñaste? ¿Y no puedes
revelarlos a los demás? Ciertamente que sí, y puesto que lo sé, te
conjuro que lo hagas: te suplico que fijes tus divinos ojos en
todas las almas pequeñitas, y te escojas en este mundo una legión de Víctimas
pequeñas dignas de tu amor… Dígnate escoger a la pobrecita de mi alma para el
número de esa legión y haz, por tu piedad que, atraída por la fragancia de las
virtudes de tu esposa, corra por la senda del bien hasta llegar a la perfección
del amor. Amén.
DÍA OCTAVO – 8 DE
OCTUBRE
MEDITACIÓN:
LA CONFESIÓN.
Qui
confitétur peccáta sua, jam cum Deo facit pactum (San Agustín, (In Joannis Evangelium
XII, 13). El que se acusa a sí mismo de sus pecados,
toma el partido de Dios, y por ahí se reconcilia.
La misericordia del
Señor aparece con todos los resplandores de su grandeza excelsa en el perdón de
los pecados por medio del Sacramento de la Penitencia. El pecado, ofensa gravísima hecha por
la criatura al Creador, por el hijo a su padre, por el siervo a su Señor, no
puede ser perdonado sin la penitencia. Tremebundas por lo significativas son
las palabras del Salvador: «Haced penitencia, he aquí que se acerca el reino de
Dios. Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis a la vez».
Pero no puede haber verdadera penitencia sin
que le acompañe o en propósito firme la confesión de los pecados.
La justicia de Dios hubiera podido ordenar
durísimas penitencias, como Jesucristo, Señor nuestro, con generoso amor
practicó en Sí mismo. Más de nosotros una sola penitencia exige, que sirva a la
vez para consuelo y felicidad nuestra, la confesión, amarga medicina, pero en
alto grado provechosa, pues con ella el hombre se rehabilita ante su conciencia
y ante el Señor de las conciencias.
Por el pecado, el hombre perturbó el orden
de las cosas, y por la confesión lo repara. Por el pecado, el hombre se separó
de Dios, y por la confesión reanuda con sus relaciones amorosas. Por el pecado,
el hombre se degenera, y por la confesión se rehabilita según aquella
sentencia: «El
que en confesión reconoce su pecado, muy cerca está de no ser pecador». Por la confesión establece en su conciencia el
reinado de la justicia derrocado por el pecado; puesto que el hombre con su
libre voluntad contribuyó con su pecado, justo es que contribuya con la misma
libre voluntad cuando trata de reconciliarse con Dios; ya que el hombre pecó
por soberbia, justo es que se rehabilite con la humillación que proporciona la
confesión.
Por ella, si en el pecado manifestó su
cobardía sometiéndose al dominio salvaje de la pasión, demuestra el valor
enérgico con que pelea por su liberación. Si en el pecado el hombre fue débil,
en la confesión es valeroso. Porque valor y mucho valor se necesita para ponerse
de rodillas ante un hombre y reconocerse pecador. Un pecador que con ánimo
esforzado hace penitencia de sus pecados, confesándolos ofrece a los cielos un
espectáculo más alegre que noventa y nueve justos que no necesitan penitencia.
Estos hermosos como saludables efectos son
fruto del convencimiento de que el Sacramento de la Penitencia en todas sus
partes lo ha creado Dios. «¡Ah!, qué resoluciones más constantes y eficaces hace concebir
el pensamiento de que todo, hasta lo que aparece más humano, como es el
confesor, es del todo divino: Teresita, no es a un hombre sino a Dios mismo a
quien vas a declarar tus pecados». Estas
palabras llegaron a convencer tanto el corazón de la Santita de que el confesor
era el mismo Dios, que llegó a pensar si, al tener la dicha de confidenciar con
el mismísimo Dios en la persona del confesor, debía decirle que le amaba con
todo su corazón. «¡Oh Grato recuerdo! exclama, me confesé y recibió
su bendición con gran espíritu de fe, pues me había dicho que en este momento
solemne las lágrimas de Jesús calan en mi alma para purificarla. Recuerdo muy
bien la exhortación que me hizo trataba principalmente de la devoción a la
Santísima Virgen, y prometí redoblar mi ternura con la que ocupaba ya puesto
tan grande en mi corazón. Al concluir, entregué mi rosarito al sacerdote para
que lo bendijese, y me separé del confesonario tan ligera y contenta como nunca
lo había estado. Era ya de noche; al pasar bajo un farol, me detuve, saqué el
rosario recién bendecido de mi bolsillo, y empecé a darle vueltas en todas
direcciones. ¿Qué miras, Teresita? —
me preguntó Paulina. — Miro cómo está hecho un rosario bendito. Esta ingenua
respuesta divirtió mucho a mis hermanas. Durante largo tiempo quedé penetrada de
la gracia que había recibido, y desde entonces quise confesarme en todas las
grandes fiestas. Puedo decir que estas confesiones llenaban de alegría lo
íntimo de mi alma».
De la misma manera, tu alma se vería llena
de la alegría de los justos, si acertaras a confesarte con esas mismas
disposiciones; pero ¿te confiesas tú así? ¿Miras a Dios en un confesor? ¿Te arrepientes
sinceramente de tus pecados?
—Medítese
un momento y pídase la gracia que se desea recibir.
EJEMPLO: ATRACTIVO MISTERIOSO HACIA LA
CONFESIÓN.
Hace varias semanas, una de mis amigas vino
muy desconsolada a decirme que una mujer joven iba a sufrir una operación peligrosa
sin haberse preparado a la muerte. La enferma vivía alejada de Dios a pesar de
haber recibido educación cristiana. Di a mi amiga la única reliquia que tenía
de Sor Teresita, y la exhorté a confiar en la Santita. La víspera de la
operación, intentó en vano persuadirla para que se confesase; al fin logró
aceptase el pequeño recuerdo de Sor Teresita. Gracias a Dios, la operación tuvo
éxito, y algunos días más tarde la convaleciente pidió confesarse. Mi amiga
quedó admirada y sorprendida al oír confesar a la enferma que desde que poseía
la pequeña reliquia se sentía impulsada no sólo por deber, sino que sentía un
atractivo irresistible de descubrir sus faltas al sacerdote en la confesión: la
convertida misma se admiraba de este cambio llena de confianza en la sierva de
Dios, pidió le dejasen guardar la reliquia.
JACULATORIA: ¡Oh celestial Santita! Haz que nuestras confesiones sean sinceras, para que la
gracia fructifique en nuestras almas.
ORACIÓN PARA ESTE DÍA
¡Oh angelical Teresita!, que
iluminada por los resplandores de la fe te acercaste al Sacramento de la penitencia
con la confianza de encontrar a Dios y recibir de sus labios el perdón de tus
culpas, encontrando el galardón en la alegría que inundaba tu alma, te ruego,
oh querida Santita, me hagas participante de estos mismos afectos para que mis
confesiones sean remisión de mis pecados, aumento de la gracia y premio de vida
eterna; y para más obligarte te recordamos tus inefables promesas en favor de
tus devotos con las siguientes:
DEPRECACIONES
¡FIorecilla de
Jesús, que con tus perfumes virginales atrajiste hacia ti las miradas del
Esposo divino, haz que nuestras plegarias merezcan la bendición del cielo!
—Padrenuestro
y Avemaría.
¡Virgen graciosa!, que
supiste iniciarte en el corazón del Rey celestial, oyendo de sus labios divinos
«Todo lo mío es tuyo», haz que se derrame
sobre mi corazón la gracia de tu protección poderosa.
—Padrenuestro
y Avemaría.
¡Oh celestial criatura!, que
nos prometiste que tus oraciones serían en el cielo bien recibidas, ruega por
nosotros y arroja la abundancia de gracias sobre nuestras almas, como la lluvia
de rosas que prometiste hacer caer sobre la tierra.
—Padrenuestro,
Avemaría y Gloria Patri.
ORACIÓN FINAL PARA TODOS
LOS DÍAS
¡Oh Jesús! Atraído
suavemente por el imán poderoso de tu amor a la escuela donde tus manos
graciosas señalan a las almas el camino de la virtud infantil, tomo la
resolución de poner en práctica tus enseñanzas a imitación de tu pequeñita
esposa Santa Teresita. ¡Oh Jesús divino! Tú,
misericordiosamente, te dignaste mirarla, y con solo la mirada de tus ojos
claros, serenos, vestida la dejaste de tu hermosura. Dígnate, pues, te lo pido
con fe, recompensar este devoto ejercicio, con la dulce y misericordiosa mirada
dc tus ojos divinos. «Más qué digo, ¡Jesús mío! Tú
sabes muy bien que no es la recompensa la que me induce a servirte, sino
únicamente tu amor y la salvación de mi alma». Te lo pido por la
intercesión de tu florecilla regalada. ¡Oh querida
Teresita! Es preciso que ruegues por mí, para que el rocío de la gracia
se derrame sobre el cáliz de la flor de mi corazón, para fortalecerlo y dotarlo
de todo cuanto le falta. ¡Adiós, florecilla de
Jesús! Pide que cuantas oraciones se hagan por mí,
sirvan para aumentar el fuego que debe consumirme. Amén.
En el
nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
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