martes, 26 de noviembre de 2024

S. LEONARDO DE PUERTO MAURICIO DE LA ORDEN FRANCISCANA (1676-1751). —26 de noviembre.

 





   Este gran misionero franciscano cuyas predicaciones dejaron tan honda huella en Italia durante la primera mitad del siglo XVIII, mereció que el Excmo. Sr. Pieragostini, obispo de San Severino, escribiera este singular elogio: «El predicador Leonardo es un león (en latín leopor la fuerza de los argumentos y de las palabras que emplea, pero aún más es un fragante nardo que regocija a toda la Iglesia con el suavísimo olor de sus ejemplos». De esta manera daba a entender que San Leonardo tuvo el celo de un apóstol y la virtud de un santo. Un breve estudio de su vida nos permitirá profundizar en la verdad de aquellas afirmaciones.

   Nació este esforzado varón el 20 de diciembre de 1676, en Puerto Mauricio, lugar bañado por las olas del golfo de Génova, de cuya república dependía por aquel entonces. El mismo día en que sus ojos se abrieron a la luz natural, su alma, regenerada por las aguas bautismales, se abría a la luz de la gracia; le fueron impuestos los nombres de Pablo Jerónimo.

   Su padre, Domingo Casanova, capitán de cabotaje, poseía fe sólida y virtud sincera. La madre murió cuando Pablo contaba dos años. Sin embargo, su primera educación no sufrió excesivamente de esta pérdida, gracias a sus piadosos abuelos, y muy particularmente a María Riolfo, con quien casó su padre en segundas nupcias. El huérfano tenía seis años cuando esta piadosa mujer le tomó bajo su tutela con afecto maternal. De cuatro hijos que nacieron de este segundo matrimonio, dos se alistaron con nuestro Santo en las milicias de San Francisco de Asís, y una hija entró con las Dominicas; únicamente el cuarto permaneció en el siglo.

   Muy pronto se echaron de ver las excelentes cualidades de Pablo y, sobre todo, su tierna devoción a la Virgen María. ¡Con cuánto placer pasaba las cuentas de su rosario! ¡Con qué filial confianza se postraba ante la soberana Señora para encomendar a su bondad maternal todos los acontecimientos grandes y pequeños que le ocurrían!

   Cuando estuvo en edad prudente, fué enviado a cursar estudios en la escuela pública de Puerto Mauricio. Habiéndole dotado el Señor de muy notables disposiciones para las letras, y como no le faltara al niño voluntad con que hacerlas valer, consiguió rápidos y halagadores resultados.

   En vista de ello, no vacilaron sus padres en aceptar una espontánea y generosa oferta que desde Roma les hacía Agustín Casanova, tío paterno del niño, para que éste fuera a continuar como estudiante en dicha ciudad. 



EL ESTUDIANTE



   Catorce años contaba Pablo Jerónimo cuando se dirigió a la Ciudad Eterna. Su carácter franco y expansivo y la gran inteligencia de que estaba dotado le conquistaron el aprecio de sus maestros. Entre la fogosa juventud de tan diversas naciones y lenguas que frecuentaba aquellos centros docentes, encontró las seducciones y peligros propios de la edad y se sintió solicitado al mal de diferentes maneras. Era preciso que se cumpliese en él, como en todos los grandes santos, que así como el oro se prueba en el crisol, pruébase en la tentación el hombre justo. Nuestro estudiante se mantuvo humilde y modesto, amante de la disciplina, esforzado en el trabajo, ocupado continuamente en el estudio y en la oración, en la ciencia y en Dios. Su íntimo amigo Pedro Miré, nos dice: «Con él los paseos de los días de asueto comenzaban con el rosario».


   Siendo miembro de la Congregación de los Doce Apóstoles, que los Jesuítas dirigían, tuvo que dedicarse a ciertas obras de apostolado seglar que estaban prescritas, como explicar el catecismo a los niños y atraer a la iglesia a los ignorantes y desocupados. Según él mismo declaró más tarde, le sirvieron admirablemente tales obras para su conservación moral. En el poco tiempo que le quedaba libre se deleitaba leyendo las obras de San Francisco de Sales, entre ellas, su admirable Introducción a la vida devota.



LA VOCACIÓN


   El pensamiento de consagrarse al servicio de Dios a fin de no vivir más que para Él, iba apoderándose gradualmente de su alma. ¡Qué profunda emoción experimentó cuando después de una confesión general habló del asunto al P. Grifonnelli, su director espiritual! Pensando en la dicha experimentada entonces, derramó abundantes lágrimas de consuelo.

   Aún no había determinado en qué Orden realizaría su santo propósito, cuando cierto día vio a dos frailes descalzos. Hondamente impresionado por su modestia, los siguió hasta el convento de San Buenaventura, ocupado por los Franciscanos reformados. Acertó a entra en la capilla cuando los religiosos entonaban el Converte nos, Deus, salutaris noster, de Completas: «Conviértenos, Señor, salvador nuestro». Estas palabras fueron para él como un aldabonazo decisivo de la gracia.

   Resuelto a tomar el hábito franciscano y alentado en tal resolución por su director espiritual y por varios teólogos a quienes consultó, le faltaba solamente comunicarlo a su tío. Sorprendido éste de la determinación de Pablo, le amonestó seriamente y aun le expuso ciertas razones para obligarle a mudar de resolución. Por fin, viendo que todos sus esfuerzos se estrellaban contra una voluntad inquebrantable, le echó de su casa sin ninguna consideración.

   Muy angustiado por aquel abandono, Pablo se encaminó a casa de su primo Leonardo Pongetti, casado con una hija de Agustín Casanova.

   Le dispensaron cariñosa acogida y le brindaron ayuda y protección. Quedó nuestro Santo tan agradecido por este favor que, el día en que tomó el sayal franciscano, eligió para sí el nombre de Leonardo, con el cual es conocido en la Historia.

   En cuanto a Domingo Casanova no pudo contener sus sollozos al saber la inquebrantable determinación de su hijo; pero no tardó en reaccionar. Se fué a la iglesia y allí, teniendo en sus manos la carta de su hijo, ofreció a Dios con generosidad el gran sacrificio que le pedía. Animado con la gracia divina, escribió en seguida a Pablo: «Vete, hijo mío; obedece ante todo al llamamiento de Dios».

   Pocos días después el estudiante daba gracias a Leonardo Pongetti y se despedía del Padre Grifonnelli y de Pedro Miré para abandonar el mundo y encerrarse con inefable contento de su alma en la apacible soledad del noviciado de Ponticelli.

   Llegó a este suspirado refugio en septiembre de 1697 y el 2 de octubre vistió el hábito de San Francisco.

   Durante el año del noviciado se aplicó con gran esmero en la adquisición de las virtudes de su nuevo estado para imprimir en su alma el carácter distintivo de la Orden seráfica, el admirable y nunca bastante ponderado espíritu del pobrecillo de Asís. Hecha la profesión, cursó seis años en las aulas formándose para el apostolado mediante el asiduo estudio de San Buenaventura, del Beato Juan Duns Scoto y de Santo Tomás. Mientras duraron sus estudios, sobresalió como modelo en aprovechamiento y santidad, por lo que tuvo siempre gran prestigio entre sus condiscípulos. Siendo todavía diácono, predicó brillantemente la Cuaresma a las trescientas jóvenes del asilo de San Juan de Letrán.

   Llegó por fin el día en que fray Leonardo debía recibir el presbiterado. Cantó su primera Misa con grandísima piedad, a imitación de San Francisco de Sales, a quien tomó por modelo en la celebración de los divinos oficios. Varias veces durante sus estudios manifestó nuestro Santo su anhelo de acudir a las misiones de China; pero, como vamos a ver, la Divina Providencia tenía otros planes.

   Ya se disponía a embarcarse para aquellas tierras en busca del martirio que tanto ansiaba, cuando causas inesperadas hicieron fracasar su intento. Los Superiores, con gran satisfacción de todos, le encomendaron entonces la Cátedra de Filosofía. La desempeñaba el joven profesor con mucho acierto cuando inesperadamente se sintió acometido de una grave enfermedad que amenazó dar al traste con las halagüeñas esperanzas en él fundadas.

   Obligado a dejar su cátedra, a cambiar de aires y a entregarse a completo reposo, no se pudo conseguir resultado satisfactorio. Sus superiores le enviaron de Roma a Nápoles, y luego a Puerto Mauricio; todo fué inútil, el mal seguía implacablemente su marcha. Ante la impotencia de los remedios humanos, él recurrió a la Santísima Virgen, prometiéndole consagrarse al apostolado de las misiones si curaba. Curó en efecto, y al poco tiempo, repuesto ya completamente, se convirtió en el Apóstol de Italia.




EL MISIONERO


   San Alfonso María de Ligorio, su contemporáneo, le llamaba «el gran misionero de su siglo». En efecto, Leonardo consagró cuarenta años de su vida al apostolado, imponiéndose un trabajo tal que agotó sus fuerzas completamente. Su celo no temía ni desdeñaba ningún auditorio, se tratara del Papa o de cardenales, obispos, religiosos, profesores y alumnos de universidades, oficiales con sus tropas, gente de mala vida, pobres y personas de toda clase y condición. Para que los presos, los condenados a trabajos forzados y los enfermos no quedaran sin misionar, él mismo se arreglaba para ir en su busca sin reparar en sacrificios. Predicó en grandes ciudades como Roma, Florencia, Génova; pero no abandonó villas ni aldeas, ni aun cuando en los últimos años de su vida su delicada salud exigía especiales cuidados. El Señor tuvo a bien recompensar su celo, pues las gentes acudían en masa para oír su palabra. Quince, veinte y hasta treinta mil personas se congregaban para recibir del gran misionero la bendición papal con que terminaba ordinariamente sus ejercicios.

   Raros, rarísimos fueron los que se resistieron a su llamamiento aun en circunstancias en que la prudencia humana hacía suponer lo contrario, como en las dos ocasiones a que vamos a referirnos en los párrafos siguientes.



EL CARNAVAL EN GAETA Y EN LIORNA



   Era en Gaeta, ciudad del reino de Nápoles. Se aproximaba el Carnaval y la población, casi exclusivamente militar, había hecho preparativos como nunca. Comienzan a la vez la predicación de fray Leonardo y los festejos. Dios y el demonio, la gracia y el placer se encuentran frente a frente; ¿para quién será la victoria? Cosa sorprendente; desde los primeros actos, la misión es concurridísima al tiempo que las fiestas fracasan por falta de público. Los organizadores no consiguieron más asistencia que la de algunos disolutos empedernidos. Al verse vencidos, acudieron también ellos a la misión y terminaron por ser los más fieles.

   Un caso muy parecido sucedió en Liorna. Esta ciudad marítima parecía una sentina de vicios. Dios sabe el género y variedad de diversiones que preparaban con ocasión del Carnaval. Llegó Leonardo apresuradamente y predicó con tanta unción que no se habló más de Carnaval; los teatros se cerraron como por encanto, y los confesonarios se vieron invadidos de tal suerte que se creyó prudente poner guardias en las iglesias para evitar desórdenes por la aglomeración. El baile de máscaras que prepararan los organizadores, fué reemplazado por una procesión de penitentes.






MISIÓN EN CÓRCEGA


   Esta isla era entonces posesión de Génova. Como algunos de sus habitantes, aprovechando de las guerras del continente, pensaran declarar la independencia, estalló una guerra fratricida entre enemigos y partidarios del régimen. Incendios, robos, asesinatos, rivalidades mortales entre familias, fieros combates entre los distintos partidos: toda la furia del infierno descargó sobre la isla en aquellos aciagos días, sembrando por doquier la ruina y la desolación. Para devolver la paz y la fraternidad a aquel desdichado país, la República de Génova recurrió a Leonardo cuya oratoria persuasiva, espíritu patriótico y tacto político reconocían todos. Desembarcó en la isla en 1744.

   Predicó incansablemente, multiplicó los ejercicios de misiones y, poniendo la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo ante la consideración de su auditorio por medio del ejercicio del Viacrucis, consiguió reconciliaciones emocionantes y hasta muy heroicas. El que más resistencia puso fué un jefe de bandidos, harto temido y respetado, a quien llamaban «El Lobo».

   En una ocasión le dijo el Santo:

   —Ah, hijo mío, el diablo te impulsa a rechazar la paz; pero Dios te ordena lo contrario.

   Si me lo ordena —contestó—, quiero hacerlo.


   Y, dicho esto, arrojó al suelo su arcabuz mientras gritaba:
   — ¡Viva la paz!

   Los demás compañeros arrojaron sus armas y respondieron: « ¡Viva!»

Pero el misionero no se contentaba con predicar; oraba y ponía todos los medios para demostrar al pueblo cuánto le amaba y cuán dulce es la paz entre hermanos. Para que esa paz fuese duradera, estableció en cada pueblo cuatro magistrados encargados de arreglar las desavenencias y tomar juramento a los principales jefes para renunciar a sus personales venganzas.

   También indicó al gobierno central los medios adecuados para mantener en obediencia al país. En todo cuanto hizo mostró ser un gran hombre de Estado.





EL SANTO


   Pero el secreto del éxito de Leonardo no estribaba en artificios retóricos. Aunque tuvo las cualidades del orador popular: claridad en la exposición, abundancia de comparaciones, entusiasmo, fuerza y sonoridad en la voz; sólo en la santidad de su persona se ha de ver la causa de la influencia maravillosa que aquélla ejercía en cuantos le oían o trataban.

   Después de haber orado mucho y de hacer muy austeras penitencias, subía al púlpito penetrado profundamente de los divinos misterios; todo predicaba en él; todo hablaba al corazón: su mirada, su gesto sobrio, su rostro demacrado por los ayunos, el calor comunicativo de sus convicciones. Cuando notaba en su auditorio alguna resistencia a la gracia, « ¡Sangre! ¡Sangre!», exclamaba; y, ceñida la frente con una corona de espinas, descargaba duros golpes sobre sus propias espaldas, besaba humildemente los pies a los sacerdotes e imploraba la misericordia divina ante un público que no podía menos que deshacerse en lágrimas.

   Cuando recorría los campos, prorrumpía en alabanzas a Dios. «Señor, dejadme alabaros y bendeciros; dejadme ofreceros tantos actos de amor como hojas hay en el bosque, flores en los campos, estrellas en el firmamento, gotas de agua en los ríos, arenas en las playas del mar». El Cielo quiso revelar la santidad del humilde fraile y conquistarle la veneración de las muchedumbres con el don de milagros.

   Descubría los secretos de las conciencias, anunciaba lo porvenir, y curaba frecuentemente a los enfermos. En Metálica, devolvió la vista a Francisca Benigni, madre de familia, ciega durante varios años; en San Germán, las campanas tocaron por sí solas, y el granizo acabó con las cosechas de un pueblo que había oído con glacial indiferencia sus exhortaciones.



ACHAQUES Y ENFERMEDADES.JUBILEO EN 1750


   En 1740, teniendo ya cerca de sesenta y cuatro años de edad, juzgó que debía darse a vida retirada para prepararse a la muerte; pero Benedicto XIV le respondió:

Hijo mío, soldado eres de Cristo. Un soldado no debe retroceder ante la lucha si ha de morir con las armas en la mano.

   Gozoso el Santo con estas palabras del Vicario de Cristo y obediente al Pontífice, redobló su celo por espacio de otros diez años, hasta que un día, agotado completamente, se desvaneció estando en el pulpito. Tuvo la gloria de morir casi el mismo día de su última misión.

   Después de la guerra, Génova vino a ser teatro de trastornos internos, poco propicios para el trabajo de las misiones; por lo cual, nuestro infatigable apóstol se corrió hacia el centro y sur de Italia. De 1746 a 1749 evangelizó sucesivamente a Ferrara, Bolonia y más de otras veinte ciudades o villas de aquella península.

   Benedicto XIV, que le profesaba sincera amistad, quiso que predicase en Roma y otras poblaciones como preparación al Jubileo de 1750. El gran predicador estaba muy debilitado por la edad y por sus agotadoras empresas; mas, como no acostumbraba huir del trabajo, emprendió con todos sus bríos las predicaciones antejubilares en medio de la plaza Navona. Desde los primeros días acudió a oírle todo el pueblo; el mismo Papa fué varias veces a oír al anciano misionero e impartió su bendición el último día.

   Habiendo conseguido que muchos ganaran el Jubileo, tuvo la satisfacción de poder retirarse a la soledad para ganarlo él a su vez. Llamado nuevamente por el Vicario de Jesucristo, predicó en la iglesia de San Andrés «del Valle» el triduo de clausura del Año Santo. Al día siguiente del Jubileo, predicó en la erección del Vía crucis en el interior del Coliseo; puso tanto empeño en esta obra que se hizo célebre por ella entre los romanos.

   Leonardo tenía setenta y cinco años, y la ciudad de Luca, en la que ya había dado cuatro misiones, le reclamaba insistentemente para ganar el Jubileo. Y esto fué para él la ocasión de una suprema jira misional. Como verdadero hijo de San Francisco de Asís, se entristeció al verse obligado, por mandato expreso del papa Benedicto XIV, a hacer en coche estos últimos viajes. El pueblo de Barbarolo recibió los esfuerzos últimos del ilustre misionero, ya completamente rendido y agotado. Fray Leonardo ya sólo anhelaba terminar sus días en Roma, en el convento de San Buenaventura.




MUERTE DEL SANTO. — SU CULTO


   Al recorrer los Apeninos en su último viaje, le sobrevino la enfermedad que le llevó al sepulcro. En Foliño, haciendo un supremo esfuerzo, dijo la Santa Misa. «Una misa vale más que todos los tesoros del mundo», respondió a un compañero que le aconsejaba descansar.

   Entrado en Roma, dijo a sus hermanos: «Entonad él Te Deum, que yo responderé». Y cantando este himno llegó al convento de San Buenaventura.

   Le llevaron a la enfermería; pidió el Santo Viático y lo recibió con singular piedad. Después de un tierno coloquio con la Reina del Cielo, se iluminó su rostro con celestial resplandor, inclinó ligeramente la cabeza y voló su alma hacia Dios. Era el 26 de noviembre de 1751.

   Fué canonizado por Pío IX el 29 de junio de 1867 junto con otros veintidós santos; su fiesta se celebra el 26 de noviembre, aunque el Propio de la diócesis de Roma la señala para el día siguiente.

   Después de su santa muerte se han publicado varios sermones, algunas cartas y una colección de meditaciones, llamada «Camino del Paraíso»,




domingo, 24 de noviembre de 2024

Martirologio Romano: 24 de noviembre.

 





SAN JUAN DE LA CRUZ, Doctor de la Iglesia 

(1591 p.c.)



   Gonzalo de Yepes pertenecía a una buena familia de Toledo, pero como se casó con una joven de clase inferior, fue desheredado por sus padres y tuvo que ganarse la vida como tejedor de seda.

   A la muerte de Gonzalo, su esposa, Catalina Álvarez, quedó en la miseria y con tres hijos. Juan, que era el menor, nació en Fontíveros, en Castilla la vieja, en 1542. Asistió a una escuela de niños pobres en Medina del Campo y empezó a aprender el oficio de tejedor, pero como no tenía aptitudes, entró más tarde a trabajar como criado del director del hospital de Medina del Campo. Así pasó siete años.

   Al mismo tiempo que continuaba sus estudios en el colegio de los jesuitas, practicaba rudas Mortificaciones corporales. A los veintiún años, tomó el hábito en el convento de los carmelitas de Medina del Campo. Su nombre de religión era Juan de San Matías. Después de hacer la profesión, pidió y obtuvo permiso para observar la regla original del Carmelo, sin hacer uso de las mitigaciones que varios Pontífices habían aprobado y eran entonces cosa común en todos los conventos.

   San Juan hubiese querido ser hermano lego, pero sus superiores no se lo permitieron. Tras haber hecho con éxito sus estudios de teología, fue ordenado sacerdote en 1567. Las gracias que recibió con el sacerdocio le encendieron en deseos de mayor retiro, de suerte que llegó a pensar en ingresar en la Cartuja.

   Santa Teresa fundaba por entonces los conventos de la rama reformada de las carmelitas. Cuando oyó hablar del hermano Juan, en Medina del Campo, la santa se entrevistó con él, quedó admirada de su espíritu religioso y le dijo que Dios le llamaba a santificarse en la orden de Nuestra Señora del Carmen.

   También le refirió que el prior general le había dado permiso de fundar dos conventos reformados para hombres y que él debía ser su primer instrumento en esa gran empresa.

   Poco después, se llevó a cabo la fundación del primer convento de carmelitas descalzos, en una ruinosa casa de Duruelo. San Juan entró en aquel nuevo Belén con perfecto espíritu de sacrificio. Unos dos meses después, se le unieron otros dos frailes. Los tres renovaron la profesión el domingo de Adviento de 1568, y nuestro santo tomó el nombre de Juan de la Cruz. 





   Fue una elección profética. Poco a poco se extendió la fama de ese oscuro convento, de suerte que Santa Teresa pudo fundar al poco tiempo otro en Pastrana y un tercero en Mancera, a donde trasladó a los frailes de Duruelo.

    En 1570, se inauguró el convento de Alcalá, que era a la vez colegio de la Universidad; San Juan fue nombrado rector. Con su ejemplo, supo inspirar a sus religiosos el espíritu de soledad, humildad y mortificación. Pero Dios, que quería purificar su corazón de toda debilidad y apego humanos, le sometió a las más severas pruebas interiores y exteriores. Después de haber gozado de las delicias de la contemplación, San Juan se vio privado de toda devoción sensible. A ese período de sequedad espiritual se añadieron la turbación, los escrúpulos y la repugnancia por los ejercicios espirituales.

   En tanto que el demonio le atacaba con violentas tentaciones, los hombres le perseguían con calumnias. La prueba más terrible fue sin duda la de los escrúpulos y desolación interior, que el santo describe en “La Noche Oscura del Alma”. A esto siguió un período todavía más penoso de oscuridad, sufrimiento espiritual y tentaciones, de suerte que San Juan se sentía como abandonado por Dios. Pero la inundación de luz y amor divinos que sucedió a esta prueba, fue el mejor premio de la paciencia con que la había soportado el siervo de Dios.

   En cierta ocasión, una mujer muy atractiva tentó descaradamente a San Juan. En vez de emplear el tizón ardiente, como lo había hecho Santo Tomás de Aquino en una ocasión semejante, Juan se valió de palabras suaves para hacer comprender, a la pecadora su triste estado. El mismo método empleó en otra ocasión, aunque en circunstancias diferentes, para hacer entrar en razón a una dama de temperamento tan violento, que el pueblo le había dado el apodo de “Roberto el diablo”.

   En 1571, Santa Teresa asumió por obediencia el oficio de superiora en el convento no reformado de la Encarnación de Ávila y llamó a su lado a San Juan de la Cruz para que fuese su director espiritual y su confesor. La santa escribió a su hermana: “Está obrando maravillas aquí. El pueblo le tiene por santo. En mi opinión, lo es y lo ha sido siempre.” Tanto los religiosos como los laicos buscaban a San Juan, y Dios confirmó su ministerio con milagros evidentes. 


SANTA TERESA de ÁVILA Y SAN JUAN de la CRUZ



   Entre tanto, surgían graves dificultades entre los carmelitas descalzos y los mitigados. Aunque el superior general había autorizado a Santa Teresa a emprender la reforma, los frailes antiguos la consideraban como una rebelión contra la orden; por otra parte, debe reconocerse que algunos de los descalzos carecían de tacto y exageraban sus poderes y derechos. Como si eso fuera poco, el prior general, el capítulo general y los nuncios papales, daban órdenes contradictorias.

   Finalmente, en 1577, el provincial de Castilla mandó a San Juan que retornase al convento de Medina del Campo. El santo se negó a ello, alegando que había sido destinado a Ávila por el nuncio del Papa. Entonces el provincial envió un grupo de hombres armados, que irrumpieron en el convento de Ávila y se llevaron a San Juan por la fuerza. Sabiendo que el pueblo de Ávila profesaba gran veneración al santo, le trasladaron a Toledo. Como Juan se rehusase a abandonar la reforma, le encerraron en una estrecha y oscura celda y le maltrataron increíblemente. Ello demuestra cuán poco había penetrado el espíritu de Jesucristo en aquellos que profesaban seguirlo. La celda de San Juan tenía unos tres metros de largo por dos de ancho. La única ventana era tan pequeña y estaba tan alta, que el santo, para leer el oficio, tenía que ponerse de pie sobre un banquillo. Por orden de Jerónimo Tostado, vicario general de los carmelitas de España y consultor de la Inquisición, se le golpeó tan brutalmente, que conservó las cicatrices hasta la muerte.

   Lo que sufrió entonces San Juan coincide exactamente con las penas que describe Santa Teresa en la “Sexta Morada”: insultos, calumnias, dolores físicos, angustia espiritual y tentaciones de ceder. Más tarde dijo: “No os extrañe que ame yo mucho el sufrimiento. Dios me dio una idea de su gran valor cuando estuve preso en Toledo”. Los primeros poemas de San Juan que son como una voz que clama en el desierto, reflejan su estado de ánimo:


   “¿En dónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.



   El prior Maldonado penetró la víspera de la Asunción en aquella celda que despedía un olor pestilente bajo el tórrido calor del verano y dio un puntapié al santo, que se hallaba recostado, para anunciarle su visita. San Juan le pidió perdón, pues la debilidad le había impedido levantarse en cuanto lo vio entrar.


   — “Parecíais absorto. ¿En qué pensabais?”, le dijo Maldonado.


   —“Pensaba yo en que mañana es fiesta de Nuestra Señora y sería una gran felicidad poder celebrar la misa”, replicó Juan.


   — “No lo haréis mientras yo sea superior”, repuso Maldonado.


   En la noche del día de la Asunción, la Santísima Virgen se apareció a su afligido siervo, y le dijo: “Sé paciente, hijo mío; pronto terminará esta prueba.” Algunos días más tarde se le apareció de nuevo y le mostró, en visión, una ventana que daba sobre el Tajo: “Por ahí saldrás y yo te ayudaré.” En efecto, a los nueve meses de prisión, se concedió al santo la gracia de hacer unos minutos de ejercicio. Juan recorrió el edificio en busca de la ventana que había visto. En cuanto la hubo reconocido, volvió a su celda. Para entonces ya había comenzado a aflojar las bisagras de la puerta. Esa misma noche consiguió abrir la puerta y se descolgó por una cuerda que había fabricado con sábanas y vestidos. Los dos frailes que dormían cerca de la ventana no le vieron. Como la cuerda era demasiado corta, San Juan tuvo que dejarse caer a lo largo de la muralla hasta la orilla del río, aunque felizmente no se hizo daño. Inmediatamente, siguió a un perro que se metió en un patio. En esa forma consiguió escapar. Dadas las circunstancias, su fuga fue casi un milagro. 


APARICIÓN DE LA VIRGEN MARÍA


   El santo se dirigió primero al convento reformado de Beas de Segura y después pasó a la ermita cercana de Monte Calvario. En 1579, fue nombrado superior del colegio de Baeza y, en 1581, fue elegido superior de Los Mártires, en las cercanías de Granada. Aunque era el fundador y jefe espiritual de los carmelitas descalzos, en esa época participó poco en las negociaciones y sucesos que culminaron con el establecimiento de la provincia separada de Los Descalzos, en 1580.


   En cambio, se consagró a escribir las obras que han hecho de él un doctor de teología mística en la Iglesia. La doctrina de San Juan es plenamente fiel a la tradición antigua: el fin del hombre en la tierra es alcanzar la perfección de la caridad y elevarse a la dignidad de hijo de Dios por el amor; la contemplación no es por sí misma un fin, sino que debe conducir al amor y a la unión con Dios por el amor y, en último término, debe llevar a la experiencia de esa unión a la que todo está ordenado.


   “No hay trabajo mejor ni más necesario que el amor”, dice el santo. “Hemos sido hechos para el amor.” “El único instrumento del que Dios se sirve es el amor.” “Así como el Padre y el Hijo están unidos por el amor, así el amor es el lazo de unión del alma con Dios.” El amor lleva a las alturas de la contemplación, pero como el amor es producto de la fe, que es el único puente que puede salvar el abismo que separa a nuestra inteligencia de la infinitud de Dios, la fe ardiente y vivida es el principio de la experiencia mística. San Juan no se cansó nunca de inculcar esa doctrina tradicional con su estilo maravilloso y sus ardientes palabras.

   Sin embargo, el santo era hijo de su tiempo, como lo muestra un dibujo que hizo como proyecto para una “crucifixión”, y que se conserva en el convento de Ávila. 



                   Cristo crucificado, miniatura ovalada 
                    realizada por el Santo entre 1572 y 1577, 
                    que se conserva en el Convento 
                    de la Encarnación de Ávila.



   En algunos casos las mortificaciones que practicaba rayaban en la exageración. Por ejemplo, sólo dormía unas dos o tres horas y pasaba el resto de la noche orando ante el Santísimo Sacramento. Solía pedir a Dios tres cosas: que no dejase pasar un solo día de su vida sin enviarle sufrimientos, que no le dejase morir en el cargo de superior y que le permitiese morir en la humillación y el desprecio. Con su confianza en Dios (llamaba a la divina Providencia el patrimonio de los pobres), obtuvo milagrosamente en algunos casos provisiones para sus monasterios. Con frecuencia estaba tan absorto en Dios, que debía hacerse violencia para atender los asuntos temporales. Su amor de Dios hacía que su rostro brillase en muchas ocasiones, sobre todo al volver de celebrar la misa. Su corazón era como un ascua ardiente en su pecho, hasta el punto de que llegaba a quemarle la piel. Su experiencia en las cosas espirituales, a la que se añadía la luz del Espíritu Santo, hacía de él un consumado maestro en materia de discreción de espíritus, de modo que no era fácil engañarle diciéndole que algo procedía de Dios.




   Después de la muerte de Santa Teresa, ocurrida en 1582, se hizo cada vez más pronunciada una división entre los descalzos. San Juan apoyaba la política de moderación del provincial, Jerónimo de Castro, en tanto que el P. Nicolás Doria, que era muy extremoso, pretendía independizar absolutamente a los descalzos de la otra rama de la orden, el P. Nicolás fue elegido provincial, y el capítulo general nombró a San Juan vicario de Andalucía. El santo se consagró a corregir ciertos abusos, especialmente los que procedían del hecho de que los frailes tuviesen que salir del monasterio a predicar. El santo opinaba que la vocación de los descalzos era esencialmente contemplativa. Ello provocó la oposición contra él. San Juan fundó varios conventos y, al expirar su período de vicario, fue nombrado superior de Granada. Entre tanto, la idea del P. Nicolás había ganado mucho terreno y el capítulo general que se reunió en Madrid en 1588, obtuvo de la Santa Sede un breve que autorizaba una separación aún más pronunciada entre los descalzos y los mitigados. A pesar de las protestas de algunos, se privó al venerable P. Jerónimo Gracián de toda autoridad y se nombró vicario general al P. Doria. La provincia se dividió en seis regiones, cada una de las cuales nombró a un consultor para ayudar al P. Gracián en el gobierno de la congregación. San Juan fue uno de los consultores. La innovación produjo grave descontento, sobre todo entre las religiosas.

   La venerable Ana de Jesús, que era entonces superiora del convento de Madrid, obtuvo de la Santa Sede un breve de confirmación de las constituciones, sin consultar el asunto con el vicario general. Finalmente, se llegó a un compromiso en ese asunto. Sin embargo, en el capítulo general de Pentecostés de 1591, San Juan habló en defensa del P. Gracián y de las religiosas. El P. Doria, que siempre había creído que el santo estaba aliado con sus enemigos, aprovechó la ocasión para privarle de todos sus cargos y le envió como simple fraile al remoto convento de La Peñuela. Ahí pasó San Juan algunos meses, entregado a la meditación y la oración en las montañas, “porque tengo menos materia de confesión cuando estoy entre las peñas que cuando estoy entre los hombres.” Pero no todos estaban dispuestos a dejar en paz al santo, ni siquiera en aquel rincón perdido. Siendo vicario provincial, San Juan, durante la visita del convento de Sevilla, había llamado al orden a dos frailes y había restringido sus licencias de salir a predicar. Por entonces, los dos frailes se sometieron pero su consultor de la congregación, recorrió toda la provincia tomando informes sobre la vida y conducta de San Juan, lanzando acusaciones contra él y afirmando que tenía pruebas suficientes para hacerle expulsar de la orden. Muchos de los frailes traicionaron la amistad del santo, temerosos de verse comprometidos, y quemaron sus cartas para no caer en desgracia. En medio de esa tempestad San Juan cayó enfermo. El provincial le mandó salir del convento de Peñuela y le dio a escoger entre el de Baeza y el de Ubeda. El primero de esos conventos estaba mejor provisto y tenía por superior a un amigo del santo. En el otro era superior el P. Francisco, a quien San Juan había corregido junto con el P. Diego. Ese fue el convento que escogió. 






   La fatiga del viaje empeoró su estado y le hizo sufrir mucho. Con gran paciencia, se sometió a varias operaciones. El indigno superior le trató inhumanamente, prohibió a los frailes que le visitasen, cambió al enfermero porque le atendía con cariño, sólo le permitía comer los alimentos ordinarios y ni siquiera le daba los que le enviaban algunas personas de fuera. Cuando el provincial fue a Ubeda y se enteró de la situación, hizo cuanto pudo por San Juan y reprendió tan severamente al P. Francisco, que éste abrió los ojos y se arrepintió. Después de tres meses de sufrimientos muy agudos, el santo falleció el 14 de diciembre de 1591. Para entonces, no se había disipado todavía la tempestad que la ambición del P. Nicolás y el espíritu de venganza del P. Diego habían provocado contra él en la congregación de la que había sido cofundador y cuya vida había sido el primero en llevar. La muerte del santo trajo consigo la revalorización de su vida y, tanto el clero como los fieles acudieron en masa a sus funerales. Sus restos fueron trasladados a Segovia, pues en dicho convento había sido superior por última vez. Fue canonizado en 1726. 




   San Juan de la Cruz no fue un sabio, si se le compara con ciertos doctores. Pero Santa Teresa veía en él un alma muy pura, a la que Dios había comunicado grandes tesoros de luz y cuya inteligencia había sido enriquecida por el cielo. Los escritos del santo justifican plenamente este juicio de Santa Teresa, particularmente los poemas de la “Subida al Monte Carmelo”, la “Noche Oscura del Alma”, la “Llama Viva de Amor” y el “Cántico Espiritual”, con sus respectivos comentarios. Así lo reconoció la Iglesia en 1926, al proclamar doctor a San Juan de la Cruz por sus obras místicas. La doctrina de San Juan se resume en el amor del sufrimiento y el completo abandono del alma en Dios. Ello le hizo muy duro consigo mismo; en cambio, con los otros era bueno, amable y condescendiente. Por otra parte, el santo no ignoraba ni temía las cosas materiales, puesto que dijo: “Las cosas naturales son siempre hermosas; son como las migajas de la mesa del Señor.”


   San Juan de la Cruz vivió la renuncia completa que predicó tan persuasivamente. Pero, a diferencia de otros menores que él, fue “libre, como libre es el espíritu de Dios”. Su objetivo no era la negación y el vacío, sino la plenitud del amor divino y la unión sustancial del alma con Dios. “Reunió en sí mismo la luz extática de la Sabiduría Divina con la locura estremecida de Cristo despreciado”.




SAN CRISOGONO, Mártir (c. 304 p.c.)





   Aunque éste es uno de los santos que tienen el honor de ser nombrados en el canon de la misa romana, lo único que sabemos sobre él es que, según parece, fue martirizado en Aquileya y venerado en el norte de Italia. De ahí se extendió a Roma su culto.

   El año 499, se menciona la iglesia de Crisógono en el Transtévere; una inscripción del año 521 la llama “titulus Sancti Chriysogoni”. Según la “pasión” de Santa Anastasia (25 de diciembre), San Crisógono era un oficial romano que llegó a ser el padre espiritual de dicha santa. Cuando fue encarcelado durante la persecución de Diocleciano, siguió dirigiéndola por carta, hasta que el emperador le mandó llamar a Aquileya y le condenó a morir decapitado. El cuerpo del mártir fue arrojado al mar.

   El sacerdote San Zoilo, que vivía cerca de la casa de las santas Ágape, Quionia e Irene, recuperó el cuerpo de San Crisógono y le dio sepultura.




   SANTAS FLORA y MARIA, Vírgenes y

 Mártires (851 p.c.)







   Flora era mahometana por nacimiento, ya que su padre profesaba esa religión, pero había sido educada secretamente en la fe cristiana por su madre.

   Cuando Abderramán II reinaba en Córdoba, el propio hermano de la santa la acusó ante el juez de ser cristiana. El magistrado la mandó azotar brutalmente. En seguida, la entregó a su hermano para que éste se encargase de hacerla abjurar. Al cabo de algún tiempo, Flora consiguió escapar y se refugió en casa de su hermana, donde permaneció oculta. Un día, se aventuró a volver a Córdoba y fue a orar públicamente en la iglesia del mártir San Acisclo. Ahí encontró a María, que era hermana de un diácono martirizado hacía poco. Ambas decidieron entregarse juntas al magistrado. Este mandó que las encarcelasen y que sólo dejasen entrar a la prisión a las mujeres de mala vida. San Eulogio, que estaba entonces en otra prisión, les escribió exhortándolas al martirio. En su carta les explicaba que la infamia involuntaria no manchaba el alma y que la esperanza de cosas mejores debía mantenerlas firmes en su resolución. Las dos jóvenes fueron decapitadas juntas. Antes de morir, suplicaron a Dios que concediese la libertad a Eulogio y a otros cristianos. Así sucedió una semana más tarde. 





   Estas mártires españolas pertenecen al grupo de aquellos de los que no sabemos más que lo que cuenta San Eulogio. El relato del santo puede verse en Migne, PL., voi. Cxv, ce. 835-845.



VIDAS DE LOS SANTOS
DE BUTLER—  1965