martes, 5 de febrero de 2019

SANTA AGUEDA, Virgen y mártir en Catania (hacia 230-251)







DÍA 5 DE FEBRERO


   Es común opinión de los historiadores que la persecución más sangrienta y cruel fue la séptima, en la que Santa Águeda recibió la palma del martirio. San Cipriano declara que durante ella los perseguidores, más por malicia que por piedad, no querían dar a los cristianos muerte violenta. Empleaban toda clase de exagerados refinamientos, graduando la crueldad con el fin de que la víctima saliera de los suplicios con vida. Parecía como si quisieran prorrogar el momento de coronar de gloria a los mártires. Los importunaban y los fatigaban con la esperanza de desalentarlos, y si por voluntad y gracia de Dios ocurría que expiraban antes de la hora prevista, lo lamentaban los verdugos por ver frustrados sus impíos designios.

   San Agustín apunta la razón de estas atrocidades: «Los perseguidores —dice— comprendieron que cuantos más cristianos sacrificaban, tantos más surgían de su sangre.» Temían despoblar el imperio dando muerte a tantos millares de fieles.





ÁGUEDA, ES DETENIDA POR SER CRISTIANA



   Mereció Santa Águeda ser coronada con el martirio durante esta cruelísima persecución. Había nacido en Catania, de padres ricos y nobles, hacia el año 230. Quinciano, gobernador de Sicilia, se enamoró de Águeda, cuya belleza —dicen las actas de su martirio— sobrepujaba a la de todas las doncellas de su época. El infame puso en juego todos los medios posibles para llegar a saciar sus criminales deseos. El emperador Decio publicó por entonces un edicto en el que obligaba a todos los cristianos, sin distinción de edad ni sexo, a sacrificar en los temples de los dioses, y Quinciano tomó pie de este decreto para apoderarse de Águeda dando al punto orden de prenderla. Se personaron los soldados en el domicilio de la santa joven y le dijeron:

   El emperador y el procónsul Quinciano acaban de publicar un edicto de muerte contra todo el que se niegue a adorar y tributar el debido culto a los dioses del imperio. Pero no cabe duda que tú acudirás al templo a ofrecerles incienso, y así podrás presentarte sin temor ante el procónsul.

   Se negó resueltamente a ello la castísima doncella, y entonces los soldados se dispusieron a llevarla ante el gobernador. Pero antes de que echasen mano de ella, Águeda entró en su aposento, y de rodillas y mirando al cielo dirigió esta súplica a su divino Esposo:

   ¡Señor Jesús! Sólo Tú conoces los afectos de mi corazón; sólo Tú sabes con cuánto gozo y fervor te ofrendé mi fe y todo mi amor. Ahora, Señor, te lo juro, no consientas que un hombre entregado a todos los vicios hurte a mi cuerpo la flor de la virginidad. Ven presto a socorrerme; no me abandones al capricho del demonio y de su satélite el procónsul, no sea que éste pueda decir con razón: «¿Dónde está tu Dios?» Ofrézcome a Ti, Señor, como víctima; acepta mis padecimientos como prenda de mi amor, pues Tú solo eres mi Dios, y sólo Tú eres merecedor de honra y gloria por los siglos de los siglos.

   Terminada la plegaria, se entregó pronta y alegremente en manos de los soldados. Mientras caminaban, iba la santa virgen meditando las celestiales bellezas de la virtud.

   Con la ayuda de Cristo —decía— he peleado, para conservar la pureza de mi cuerpo, contra el autor de todo mal. Satanás, sembrador de semillas de voluptuosidad y vergonzosas pasiones en el corazón humano; le he vencido y aplastado bajo mis plantas. En manos de Jesucristo está ahora mi alma, y espero no me negará su divina gracia para que en la hora de mi muerte no le falte a mí cuerpo el adorno de la virginal hermosura. 








LA ENTREGAN A UNA MALA MUJER


   Era Quinciano fiel cumplidor de los satánicos mandatos del emperador, pero se guardó mucho de enviar inmediatamente a la santa doncella al suplicio. Por disimular y cubrir más su intento, mandó que Águeda fuese entregada a una vieja mujer de mala vida llamada Afrodisia que vivía con siete hijas suyas tan desvergonzadas como ella. Deseaba Quinciano que, ablandada y vencida Águeda por las palabras y malos ejemplos de esas miserables mujeres, viniese a sacrificar a los dioses y consintiera en sus impúdicos propósitos. En tan odioso trato e infame compañía vivió la castísima joven treinta días. Se esforzaban esos demonios de lujuria con infernal perseverancia en corromper a la virginal esposa de Jesucristo. Ella, con los ojos en lágrimas, pero con valeroso ánimo, les decía:

   Sabed que no hay en el mundo cosa que pueda separar a mi alma y mis pensamientos del amor de mi Señor Jesucristo. Viento son vuestras palabras, aguas tormentosas vuestras promesas y embustes, río impetuoso vuestras amenazas; pero en vano desencadenáis la furia de su corriente contra mi casa: no se conmoverá lo más mínimo, pues está fundada sobre la roca firme que llamamos Cristo, Hijo de Dios vivo.

   Así les hablaba la Santa, porque su alma, semejante a la cierva sedienta de los Salmos, anhelaba apagar la sed en la fuente de agua viva del sufrimiento, la cual es amarguísima o desabrida para los que no saben amar, pero muy suave y dulcísima para los que dan cabida en su corazón al verdadero amor deJesucristo.

Así que Afrodisia oyó las palabras de la casta doncella, comprendió que estaba muy resuelta a morir por el nombre de Cristo antes que sacrificar a los dioses. Se fue, pues, al procónsul y le dijo:

    Señor, yo he tenido en mi casa la doncella que me disteis por vuestro mandato, pero sabed que está tan firme en ser cristiana y en guardar la virginidad, que antes se ablandarán las rocas, el acero y el diamante, o se cambiará el hierro en plomo que ella mude de propósito y deje de amar a Cristo. Mis hijas y yo hemos hecho sin tregua con ella todo lo que hemos sabido y podido, y a pesar de nuestra constancia no hemos logrado sino afirmarla en su resolución. Ni súplicas ni amenazas han podido hacerla titubear un solo instante. Yo le he ofrecido joyas y piedras preciosas, ricos vestidos y atavíos, palacios en la ciudad y en el campo, numerosos esclavos, y ella no lo estima en más que un poco de basura. Hermoso ejemplo el que nos ofrece Águeda al preferir la joya inestimable de la honestidad a todos los halagos del mundo y de la carne, que duran breve tiempo y se disipan con la velocidad meteórica del relámpago.





ANTE EL PROCÓNSUL DESENGAÑADO



   Quinciano al oír tales palabras, mandó llamar a Águeda discretamente, y le dijo:

   ¿De qué casta eres?

   Noble soy y de ilustre sangre, y mis deudos dan de ello testimonio, pues son dueños de inmensas riquezas.

   ¿Y cómo, siendo noble e ilustre, te rebajas a seguir las costumbres de gente despreciada y vil?

   Porque, aunque yo soy noble, soy sierva y esclava de Jesucristo.

   Pero ¿cómo te llamas esclava siendo cierto que eres libre?

   Nuestra nobleza y mayor gloria es doblegarnos bajo la ley de Cristo?

   Luego nosotros, que menospreciamos a vuestro Crucificado, ¿no somos nobles?

   Ciertamente habéis alcanzado tal grado de servidumbre, que no sólo sois esclavos de vuestros pecados, sino que adoráis a la materia insensible. A la madera y a las piedras dais vosotros el honor debido sólo a Dios.

   Las blasfemias que acabas de pronunciar tendrán su merecido castigo. Mas ¿por qué obstinarte en negar a nuestros dioses los honores que se merecen?

   ¡Oh! no llames dioses sino demonios a esas efigies de bronce y mármol dorado fabricadas por vosotros mismos.

   Basta de blasfemar, Águeda, vuelve en razón y sacrifica a los dioses; de lo contrario, padecerás ignominiosos tormentos como los vulgares criminales, y serás causa de eterna vergüenza para tu familia.

   Mi mayor deseo —replicó Águeda— es que tu esposa se convierta en otra diosa Venus, y tú, en otro gran dios Júpiter.

   Se enojó sobremanera Quinciano al oír estas palabras y mandó que le dieran una bofetada, diciéndole:

   Aprende a callar y no injuries a tu juez y señor.

   ¡Cómo! —le contestó Águeda—, ¿los llamas dioses y no deseas ser contado en su número?

   ¡Bueno!, quieres obligarme con tus injurias a imponerte crueles suplicios.

   Extraño que un varón tan prudente haya llegado a tal grado de locura de no querer parecerse a sus dioses y vivir como ellos. Si son realmente dioses y como a tales los honras, excelente cosa te he deseado. ¿Cómo puede injuriarte quien te dice que les seas semejante? Pero si te horroriza el igualarte a ellos, llámalos, como yo los llamo, seres execrables y perversos.

   Cada palabra tuya es una blasfemia. Sacrifica a los ídolos o disponte a padecer atroces tormentos.

   Las bestias fieras a las que me entregues se amansarán al oír el nombre de Jesús. Si me arrojas al fuego, bajarán los ángeles a derramar sobre mi cuerpo rocío benéfico; si pretendes usar del hierro y de los azotes contra mí, el Espíritu de la verdad que mora en mi alma sabrá librarme de tu mano.

   Meneó la cabeza el procónsul, y mandó encerrar a la doncella en oscuro calabozo. Mientras la llevaban, Quinciano intentó de nuevo convencer a la valerosa virgen:

   Piénsalo bien, Águeda. ¿No comprendes cuán ventajoso es para ti el librarte de los suplicios que te preparo?

   ¡Tú sí que tienes que mudar de vida, si quieres librarte de tormentos eternos!

   Quinciano, lleno de furor al oír estas palabras, dejó que la llevaran a la cárcel. 
Entró en ella la Santa con maravillosa alegría, como si entrara en un paraíso de deleite, suplicando al Señor que le diese la victoria sobre el tirano.








FIRME CONSTANCIA EN LOS TORMENTOS



   Al día siguiente fue presentada otra vez delante de Quinciano.

   Bueno —le dijo—, ¿y qué has resuelto respecto de tu salvación?

   Mi salud y mi vida es sólo Cristo.

   ¿Hasta cuándo, insensata, te obstinarás en pronunciar semejantes blasfemias? Niega a Cristo y empieza ya a honrar a nuestros dioses, y no desees para ti muerte temprana.

   Niega tú a tus dioses de piedra y madera y sirve al Dios verdadero y Criador tuyo; de lo contrario padecerás eternos tormentos.






    El procónsul, fuera de sí, mandó azotarla con vergas y, mientras lo ejecutaban, dijo a la Santa:

   Muda tu propósito y mandaré que cese el suplicio.

   Tus tormentos son para mí manantial de delicias, y mi pecho se llena de júbilo como si me anunciaras muy feliz nueva y me descubrieses riquísimos tesoros. No pienses espantarme con esos bárbaros suplicios, pues eres impotente para hacerlos durar mucho. El trigo no se recoge en las trojes hasta que está purificado y limpio de paja, y lo mismo sucede con mi alma: no puede recibirse en el cielo hasta que mi cuerpo quede muerto en la tierra después que tus soldados le hayan hecho padecer toda clase de tormentos.

   Quinciano, lleno de saña, mandó que le fuese atormentado un pecho y luego le fuese cortado de raíz.

   Pero como este bárbaro suplicio no venció la constancia de Águeda, el procónsul la mandó volver a la cárcel, y prohibió con severas amenazas que dejasen entrar médico alguno para curarla y le diesen cosa que comiese o bebiese.








SE LE APARECE SAN PEDRO Y LA CURA



   Hacia la media noche, se presentó ante Águeda un anciano venerable. Delante de él, como alumbrándole, iba un mozo llevando en la mano un hacha encendida.

   Nada ha conseguido de ti con sus tormentos el impío tirano —dijo el anciano—; antes bien, tú le has dejado atónito y confuso con tu constancia; por eso te ha atormentado y cortado el pecho. Pero Dios le prepara el suplicio del fuego eterno. Yo estaba presente cuando te lo cortó, y vi que se puede sanar, y así vengo para curarte y darte entera salud.




   Nunca en mi vida —le contestó Águeda— he usado de medicina corporal, ni ahora quiero usar de ella, pues sería vergonzoso faltar a una resolución que formé en mi juventud.

   También yo soy cristiano —contestó el anciano—; confía, hija, que yo puedo sanarte y sólo para eso he venido. Virgen de Jesucristo, nada temas.

   ¿Y qué podría yo temer? —replicó Águeda—. Vos sois un anciano venerable, y yo una joven con el cuerpo hecho una Haga. Con todo, prefiero que estas heridas acaben con mi vida antes que mostrároslas. Gracias, venerable padre, por haber tenido la bondad de venir a aliviar mis dolores, pero sabed que nunca medicamento confeccionado por mano de hombres tocará a mi cuerpo.

   ¿Y por qué tal resolución?

   Porque poseo a Jesucristo, que puede con un solo gesto curar todos mis males, y cuya sola palabra hace que se levanten los paralíticos y echen a andar los cojos. Él sanará a su indigna sierva si tal es su voluntad.





   Le dijo entonces el anciano sonriendo:

   El mismo Jesucristo me ha enviado para que te sane en su nombre. Soy el apóstol San Pedro. Mira cómo tu cuerpo está ya curado.

   Y diciendo esto desapareció el santo Apóstol. Águeda, volviéndose con el alma y el corazón al cielo, dio gracias al Señor con estas palabras:

   Os doy gracias, Señor mío Jesucristo, por haberos acordado de mí, y por haberme enviado a vuestro Apóstol para confortar mi alma y curar las llagas de mi cuerpo.

   Terminada la oración, vio Águeda que sus llagas estaban curadas y que su pecho le había sido milagrosamente restituido. Durante toda la noche resplandeció en la cárcel una luz vivísima y celestial. Los guardas, turbados y fuera de sí, dejando la cárcel abierta, echaron a huir. Los presos compañeros de Águeda le aconsejaban que se pusiese a salvo, y ella les respondió:

   No quiero perder la corona de gloria que ganaré con los combates que me quedan por librar. No quiero que por huir yo reciban castigo los guardas. Asegurado tengo el auxilio de Jesucristo, Hijo de Dios. Perseverar quiero hasta el fin de mi vida en la fe de quien me ha sanado y consolado.







GLORIOSA MUERTE



   Cuatro días después Quinciano la hizo presentar de nuevo a su tribunal, y le dijo:

   ¿Hasta cuándo vas a seguir despreciando los edictos de los emperadores? Sacrifica a los dioses: de lo contrario, te haré padecer suplicios más crueles que los anteriores.

   Vanas son tus palabras —respondió Águeda— e inicuos los edictos de tus emperadores. Dime ahora, miserable demente, ¿qué auxilio podré yo esperar de tus dioses de piedra y madera? ¿Acaso mi Señor Jesucristo no me ha restituido otro seno en lugar del que me arrancaste? Quinciano, fuera de sí de furor, exclamó:

   ¿Y quién se ha atrevido a curarte?

   Jesucristo, Hijo de Dios vivo.

   ¿Aun pronuncias el nombre de tu Cristo que ya estoy harto de oír?

   No puedo callar el nombre de Aquel a quien estoy invocando dentro de mi corazón.

   Pronto veremos si acude en tu ayuda ese tu Señor Jesús.

   Mandó entonces sembrar por el suelo menudos cascos de tejas y brasas de carbón encendido, y extender y revolver a la Santa, desnuda, sobre ellas. Mas estando Águeda tendida sobre ese lecho de tormento, envió el Señor un grandísimo terremoto que hizo temblar los muros, que en parte cayeron y aplastaron a un consejero del procónsul llamado Silviano y a otro amigo suyo, Teófilo; los cuales habían incitado a Quinciano a martirizar a Águeda. Toda la ciudad de Catania se conmovió con el terremoto. El pueblo despavorido corrió hacia el pretorio, pero el procónsul, temiendo una insurrección, mandó llevar de nuevo a Águeda a la cárcel y él se retiró a un aposento apartado.

   Estando ya dentro del calabozo, volvió Águeda su corazón al cielo y dijo:

   Gracias te doy, Señor y Dios mío, porque me has juzgado digna de sostener reñido combate por tu nombre. ¡Oh Jesús, mi Salvador! Tú infundiste en mi alma ardiente deseo de renunciar a los goces de este mundo, y has guardado mi cuerpo limpio de toda mancha de pecado. Oye ahora mis súplicas y permite que tu sierva abandone la tierra y vaya a unirse contigo.

   Y acabando con su vida la oración, entregó el alma al celestial Esposo por cuyo amor tantos combates había resistido.

   Los cristianos de Catania, al publicarse la muerte de Santa Águeda, acaecida el 5 de febrero de 251, acudieron al punto y, sin temor al procónsul, tomaron aquel cuerpo cubierto de llagas tan gloriosas, y empezaron los preparativos para darle sepultura con grande honra y reverencia. Pero mientras encerraban las preciosas reliquias en el féretro preparado al efecto, dícese que apareció un celestial mancebo acompañado de otros cien compañeros, todos ellos ricamente vestidos. Nadie en Catania conocía al joven. Se llegó hasta el lugar donde embalsamaban los preciosos restos, y a la cabecera de la Santa puso una tabla de mármol en la cual estaban escritas estas palabras: “Alma santa y voluntaria víctima, honró a Dios y salvó a su patria.” Esperó el mancebo a que hubieran cerrado el sepulcro y luego desapareció. Nadie volvió a verle, y muchos opinaban que era un ángel. La noticia de este acontecimiento cundió por toda Sicilia, de modo que los gentiles y aun los mismos judíos tuvieron gran veneración al sepulcro de la gloriosa Mártir.







CÓMO LA HONRA LA IGLESIA



   Después de la paz otorgada a la Iglesia en 312, se difundió la fama de Santa Águeda, y los ilustres y santos Doctores Ambrosio, Agustín, Dámaso, Gregorio Magno y otros escribieron de ella muy laudatorios elogios.

   Desde Sicilia se esparció su devoción hasta más allá de Nápoles y Benevento, y se fundó la ciudad de Santa Águeda de los Godos que es sede episcopal y cuenta entre sus obispos a San Alfonso de Ligorio. Numerosas Iglesias en Roma y en todo el orbe cristiano se honraron con estar debajo del patrocinio de la gloriosa Mártir de Catania.

   El 26 de agosto de 1713, Su Santidad Clemente XI mandó celebrar la fiesta de Santa Águeda con rito de doble. Sus reliquias, que en 1040 habían sido llevadas a Constantinopla por el oficial griego vencedor de los sarracenos de Sicilia, fueron devueltas a Catania en 1126 y depositadas triunfalmente y con grandes honras en la catedral, en donde aún hoy se veneran.

   Esta ciudad se ha distinguido siempre por la ferviente devoción a su celestial Patrona, a quien atribuye el amparo especialísimo de que ha sido favorecida desde la erupción del Etna en el año 253 hasta el desastroso terremoto del 28 de diciembre de 1908. Santa Águeda es también Patrona de Malta. La Iglesia la invoca todos los días en el Canon de la misa.







EL SANTO DE CADA DIA
POR
EDELVIVES



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