jueves, 16 de agosto de 2018

SAN ROQUE, abogado contra la peste. (1295-1327) — 16 de agosto.




   En los albores del siglo XIV eran ya muy intensas y frecuentes las relaciones entre los diversos países de la cristiandad. Multitud de veleros berberiscos que arribaban a los puertos de la Europa meridional, traían no pocas veces, entre sus ricos cargamentos, los gérmenes de las pestes que asolaban por entonces comarcas enteras. En esta sazón vino al mundo un hombre prodigioso que, con la sola señal de la cruz, daría la salud a los apestados; un hombre que no sólo curó mientras vivía en la tierra, sino que desde el cielo sigue protegiendo con su intercesión poderosa a los que se encomiendan a él para ser preservados o curados de tan terrible azote: este hombre fue San Roque. 

   Juan, gobernador de Montpellier por los reyes de Mallorca, de la real casa de Aragón, a quienes pertenecía por entonces aquella ciudad y su territorio, y su esposa Liberia, parecían estar en posesión de la felicidad, en cuanto se la puede gozar en este mundo; las riquezas afluían a su casa, los pobres pregonaban su caridad generosa, los peregrinos, su amable hospitalidad, y todos su ferviente devoción. Algo, sin embargo, nublaba la dicha de aquel cristiano matrimonio, avanzaban en edad y no tenían ningún hijo, bien que con instancias lo pidiese al Señor. 

   Su perseverante oración agradó al Altísimo y, por los años de 1295, la virtuosa Liberia llegó a ser madre de un precioso niño, al que llamaron Roque. No falta, sin embargo, quien diga que el nombre de «Roque» o «Roe» lo tenía de sus ascendientes, pues la historia dice que personajes de este nombre habían sido cónsules de Montpellier durante el siglo XIII.

   Creció el niño en tan cristiano hogar e hizo suyas las virtudes de sus padres, hasta el punto de olvidarse de sí mismo por pensar en los demás, se le veía de continuo ocupado en socorrer a los pobres y a los peregrinos, sus palabras, llenas de afabilidad y mansedumbre, le conquistaban inmediatamente los corazones. Roque constituía la alegría de sus padres y de toda la ciudad de Montpellier. En día no muy lejano sería su mayor gloria.

«SI QUIERES SER PERFECTO...»


   Pero un día llamó la muerte en la puerta de aquella casa. Tendido Juan en el lecho del dolor, llamó a su hijo, que ya tenía dieciocho años, y le dio la última bendición, acompañándola con sabios y saludables consejos. Roque prometió guardarlos fielmente. Muerto su padre, dispuso la celebración de solemnes exequias. No había transcurrido un año entero, cuando la muerte arrebató también a su virtuosa madre.

   Dentro del orden natural de los sentimientos, aquellos duros golpes tenían que haber causado en el alma del joven penosísima impresión. Su inexperiencia y la circunstancia de ser ya de por sí tan sensible a los dolores humanos, le ponían frente a una difícil contingencia. En aquel trance se reveló con todo su esplendor la grandeza de Roque. Hubo de doblegarse ante el rigor de la desgracia, pero no cedió ni un punto en su profunda y bien arraigada fe. Comprendió desde el primer momento que Dios lo había dispuesto así por ser lo más conveniente, y aceptó la prueba en absoluta conformidad con sus designios inescrutables. Según Roque entendía, aquel suceso señalaba un rumbo nuevo a sus actividades; y de acuerdo con esta idea, que era para él la voz del Cielo, decidió el futuro.

   Trató entonces de poner por obra los consejos que su padre le diera y de amoldarlos a aquella sentencia del Salvador: Si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes, da el precio a los pobres y sígueme. Dócil Roque a esta inspiración, vendió la hacienda, distribuyó su importe entre los menesterosos y cedió a un hermano de su padre los derechos de sucesión.

   Desprendida así su alma de todo cuidado terrenal, se puso un remendado hábito de peregrino y, sin más provisiones que un vacío morralillo y un ardentísimo deseo de caridad y penitencia, emprendió el camino de Roma. 

SAN ROQUE REPARTE SUS BIENES A LOS POBRES.


CURACIÓN DE LOS POBRES APESTADOS


   Guardaba Roque absoluta pobreza y sólo se alimentaba con las limosnas que él pedía por amor de Dios, se consideraba dichoso si recibía afrentas e injurias, triste, en cierto modo, si una mano amiga le prodigaba cuidados que él no creía merecer. De este modo llegó a Acquapendente, ciudad de los Estados Pontificios, en donde la peste causaba grandes estragos especialmente entre las gentes pobres.

   Un hombre vulgar habría cedido al movimiento de pánico que produce el solo anuncio de la proximidad de cualquier epidemia, y huiría de aquel lugar, sin tener en cuenta siquiera el puntillo de honra que mueve a muchos a afrontar el peligro. Roque era desconocido en Acquapendente; y así como había pasado inadvertida su entrada en la ciudad, de igual manera lo hubiera pasado su salida. Pero su caridad, que corría parejas con el espíritu de fervor religioso que le llevaba a visitar los sepulcros de los santos apóstoles Pedro y Pablo, le inspiró un vivo deseo de asistir a los apestados. Se presentó, pues, en el hospital para ofrecerse en calidad de enfermero; más temeroso el administrador de que la maligna peste se cebara presto en un joven de aspecto tan delicado, le  puso por delante los inconvenientes de aquella ocupación, y rehusó el generoso ofrecimiento. 

   Insistió nuestro Santo, diciendo « ¿No puede acaso Dios dar a sus siervos la fortaleza necesaria para cumplir lo que se han propuesto, movidos por el solo deseo de su gloria?» Parecía haber fracasado en su santo propósito, pues tuvo que reiterar la súplica durante varios días. Venció, al fin, su constancia, y logró entrar al servicio de los enfermos, cuyo cuidado se entregó desde el primer instante con abnegación heroica.

   Recorrió las salas de los apestados y lavaba a éstos las heridas, les hacía la cura uno por uno y trazaba sobre ellos la señal de la cruz, con lo cual muchos de ellos se sentían repentinamente curados. Recorrió después las casas de la ciudad sanando a cuantos apestados hallaba. Se corrió por la ciudad la voz de la santidad de Roque. «Un ángel ha bajado del cielo», exclamaban todos. Roque, entonces, para evitar el peso de tanta gloria, huyó de Acquapendente sin dejar indicios de su nuevo derrotero.

   Enterado luego de que en Cesena de Lombardía causaba estragos la misma enfermedad, se apresuró a llegarse allí y realizó los mismos prodigios que en Acquapendente. Un fresco de la catedral recuerda el paso de Roque por Cesena en su peregrinación de caridad.
   La caridad con los apestados era la causa que iba retardando su llegada a Roma; pero este mismo motivo había de acelerarla ahora. Castigada, Roma, por el terrible azote, dirigió allí sus pasos nuestro Santo. Por humildad no reveló a nadie San Roque su nombre ni su patria.

   Tres años vivió en Roma entregado a obras de devoción, y cuando hubo satisfecho la primera por sus continuas oraciones ante los sepulcros de los Apóstoles y de los mártires, visitó otras ciudades italianas castigadas por la peste, para seguir en ellas su programa de caridad, al que acompañaron nuevos prodigios que sembraron por doquier la fama de nuestro Santo. 



FRENTE A LA PRUEBA


   Se detuvo un día en Placencia, se dirigió al hospital y se puso a curar a los enfermos. Rendido de cansancio y vencido por el sueño, tuvo durante él una visión: envuelto en muy resplandeciente aureola, se le apareció un ángel y, en nombre del Señor, le dijo: 

   —Siervo fiel, tu valor ha sido grande al dedicarte por amor mío a remediar los males de tus hermanos: que no decaiga ahora que vas a padecer estos mismos males en tu persona.

   Al despertarse se sintió acometido por una ardiente fiebre, al mismo tiempo que experimentaba un agudo dolor. Reconociendo en sí los síntomas de la espantosa enfermedad comprendió que había sido una realidad aquella aparición, alzó, pues, los ojos al cielo y elevó a Dios una ferviente plegaria de acción de gracias.

   Fue puesto con los apestados, el mal se agravaba, el dolor le oprimía y, muy a pesar suyo, prorrumpió en ayes desgarradores. Mas por no ser ocasión de molestia para sus compañeros, se fue arrastrando trabajosamente hasta la puerta. Los transeúntes, ante el temor de quedar contagiados, pretendían obligarle a entrar, pero él, que no quería ser carga para nadie, salió a duras penas de la ciudad y se dirigió a un bosque próximo, en donde una cabaña deshabitada le iba a servir de asilo.

   Al agudo dolor que experimentaba se añadió una sed devoradora, ocasionada por la ardiente fiebre, y agravada por la carencia de agua.

  — ¡Oh Dios de clemencia! —exclamó—. Gracias porque me das ocasión de padecer por Ti. Sólo te pido que no me desampares.

   No bien hubo acabado de pronunciar esta oración, cuando de improviso brotó a su lado un manantial de agua purísima, y con ella lavó sus llagas y refrescó sus abrasados labios, con lo que sintió inmediatamente alivio. Experimentó también los efectos del hambre y Dios le deparó alimento por manera milagrosa, según cuentan los biógrafos, de este modo:

   Cerca de la cabaña de Roque había magníficas casas de campo, a las que los ricos de la ciudad acudían huyendo de la peste. Uno de ellos, llamado Gotardo, noble además de rico, observó un día que, durante la comida, uno de sus perros tomaba de la mesa un panecillo, para desaparecer con él rápidamente. No dio Gotardo importancia al hecho, que juzgaba travesura y voracidad del animal.
   Pero al día siguiente repitió el perro la misma operación, y Gotardo, creyendo entonces que los criados se descuidaban en dar de comer al can, llamó al criado encargado de la jauría y le riñó ásperamente, por lo que entendía ser culpable negligencia. Protestó el criado diciendo que a todos los peños, sin excepción alguna, daba abundante alimento, y así quedaron las cosas hasta el tercer día, en que el perro se presentó en el comedor y repitió el hurto sin atender amenazas.
   En vista de ello, siguió el caballero al perro y vio que se adentraba en el bosque y depositaba el pan junto a un enfermo abandonado, el cual recibía la refección con grandes muestras de gratitud.

   En la mente de Gotardo surgió esta reflexión «Gran amigo de Dios debe ser este hombre, ya que los animales le sirven y obedecen». Entonces se aproximó a Roque y le preguntó cariñosamente cuál era su dolencia.

   —Soy un apestado —respondió el Santo—, por lo cual os ruego que os alejéis de mí, pues os exponéis a quedar contagiado.

   De regreso a su casa, se puso Gotardo a considerar el hecho de que había sido testigo: «Mi perro —se decía— es más caritativo que yo».

   Y avergonzado de su cobardía, regresó a donde estaba el enfermo, el cual, viendo en ello la voluntad de Dios, le aceptó muy complacido a su lado. 




EL RICO CONVERTIDO EN PORDIOSERO


   Gotardo quedó trocado en criado del pobre peregrino, ya no quiso volver a su castillo, por temor de contagiar a los suyos, pero el perro dejó de llevar la ordinaria provisión, cosa que desconcertó a Gotardo. 

   « ¿Con qué nos sustentaremos?», preguntó a Roque. «Tomad mi capa —repuso éste— e id a mendigar el sustento por esos contornos». Excesiva parecía la humillación para un personaje de todos conocidos, mas obedeciendo a la voz del espíritu y al consejo del Santo, partió sin replicar.

   Por lo general, Gotardo recibía injurias y malos tratos en vez de la limosna requerida, pero, ¿qué importaba? Los ángeles contaban sus pasos y presentaban a Dios la paciencia con que recibía tales afrentas.

   Tras una larga jornada, pudo llevar al enfermo dos panecillos. Roque se alegró al saber que su bienhechor había padecido por amor de Jesucristo.

   Acompañado del nuevo solitario, volvió a Placencia; y habiendo hecho la señal de la cruz en las calles y en el hospital, en el mismo punto sanaron los enfermos que estaban tocados de la peste, y toda la ciudad quedó libre de aquel terrible azote. A vista de tan portentoso prodigio, todos concurrieron en tropel y acompañaron a Roque hasta su choza, dando gracias a Dios. En el camino oyó nuestro Santo una voz del cielo que le decía —Roque, siervo mío fiel, ya estás sano; torna a tu patria y practica allí obras de penitencia por las que merezcas la dicha de ser contado entre los elegidos. Yo estaré contigo en todas tus tribulaciones y penas.

   El Santo, limpio, al punto, de la peste, no abandonó en seguida la cuidad de Placencia. Había conquistado un alma para Jesucristo y quiso, antes de partir, asegurar su perseverancia. Gotardo escuchaba gustoso los consejos de Roque y avanzaba en el camino de la perfección. Había renunciado a las riquezas y honores de que disfrutaba, y vivía en la espesura de un bosque una vida pobre y olvidada, consagrada totalmente a Dios. Roque, su amigo y maestro, le fué afirmando en la práctica de la oración y mortificación, hasta que le juzgó seguro en el nuevo género de vida. Determinó entonces no dilatar, por más tiempo el cumplimiento de la orden que del cielo recibiera. En cuanto a Gotardo, se desconoce la fecha de su tránsito; algunos autores le dan en sus historias el título de santo. 




PRISIONERO INOCENTE


   De regreso a Montpellier, encontró a la ciudad en guerra, fue detenido por espía y como tal conducido al gobernador, que era su mismo tío, el cual había sucedido en el gobierno al padre de nuestro Santo. Como Roque se había obstinado siempre en no descubrir quién era, el gobernador también le tuvo por espía, y después de haberle maltratado, le condenó a cárcel perpetua. El consuelo espiritual y la alegría interior de nuestro Santo cuando se vio encarcelado y tratado con tanto menosprecio en su mismo país y por su propio tío, fueron inefables.

   La cárcel de Roque era un inmundo calabozo en donde no penetraba ni un rayo de luz; allí estuvo el Santo cinco años enteros sufriéndolo todo por amor de Jesucristo. Como si esto fuera poco, rehusaba por espíritu de mortificación todo alimento cocido, hería a golpes su pecho, desgarraba su cuerpo con disciplinas y pasaba en oración casi todo el tiempo del día y de la noche cual si fuese aquella su celda de penitente.

   Mas he aquí que un día una luz deslumbradora disipó las tinieblas de aquella cárcel: Jesús venía a anunciarle su pronta libertad. Se oyó entonces una voz que decía con cariñoso acento:

   —Roque, fidelísimo siervo mío, he aquí llegada tu hora; tus penas tocan ya a su fin; prepárate, que vas a entrar definitivamente en mi gozo.
   Roque pidió perdón de sus culpas y luego suplicó al Señor que todos los que recurrieran a él, quedaran preservados o curados de la peste. Hecha esta súplica, se tendió sobre la tierra, alzó los ojos al cielo y entregó su benditísima alma al Señor. Sucedía esto el 16 de agosto de 1327.

   Así que murió Roque, por las rendijas de la puerta de su calabozo empezó a salir una luz clarísima que pasmó a los guardianes. Lo abrieron y hallaron que el cuerpo del Santo, tendido en el suelo, desprendía de sí aquel extraordinario resplandor.

   El suceso fue referido al gobernador de la ciudad. El tío de Roque, lleno entonces de dolor y confusión, al ver que sin saberlo se había constituido en verdugo de su sobrino, no sabía qué hacer para dar cumplida satisfacción a su memoria. Públicamente se acusaba de torpe y aun de descastado, por no haber sentido los impulsos de la sangre al tener ante sus ojos a un pariente tan cercano, pues por muy desfigurado que estuviera, debió de conocerle y nunca condenarle; porque ahora que lo recapacitaba, veía bien que la humildad y compostura con que se le presentó, eran la protesta más elocuente contra la absurda acusación de espionaje a que tan ligeramente había dado crédito y ahora ya no tenía remedio su falta.

   Gran trabajo costó calmarle, pero, al fin, halló algún lenitivo su pena en la suntuosidad de los funerales que ordenó para honrar a su santo sobrino. Con gran pompa y lucido acompañamiento, fueron trasladados los sagrados restos desde el palacio del Gobierno hasta la iglesia principal, después de recorrer toda la ciudad en medio de las lágrimas y aclamaciones del pueblo. Poco después su mismo tío hizo erigir una magnífica iglesia en honor de su santo sobrino, y a ella fueron trasladadas sus reliquias. 

SAN ROQUE EN LA CÁRCEL, VISITADO POR EL ÁNGEL.



CULTO, ICONOGRAFÍA Y POPULARIDAD


   Desde entonces, las ciudades, villas y pueblos de Provenza y Languedoc, lo mismo que las de las regiones de Italia, en donde había morado tanto tiempo, y las de España, recurrieron al siervo de Dios en las enfermedades contagiosas. Este culto, que era de carácter local, no tardó en extenderse a toda la Iglesia con grande alegría de sus devotos.

   Dícese que mientras se celebraba el concilio ecuménico de Constanza, en el que se trataba de poner término al llamado «Cisma de Occidente», empezó a castigar a la ciudad una terrible epidemia que amenazaba con interrumpir los trabajos de los Padres, con gran detrimento de la Cristiandad.

   Un joven alemán propuso entonces que se acudiera a San Roque. Acordes todos con la iniciativa, se prescribieron rogativas y ayunos, y se organizaron públicas manifestaciones en las cuales la imagen del Santo era llevada en procesión. La epidemia cesó sin que quedara en la ciudad un solo enfermo. Roma, por su parte, sancionó la legitimidad de estos cultos en el pontificado de Alejandro VI, aprobando numerosas cofradías y la erección de un templo en honor del Santo, y posteriormente, escribiendo su nombre en el martirologio en los días de Gregorio XIII. Se honra a San Roque en la familia franciscana como a uno de los patronos de la Orden terciaria, en virtud de una tradición según la cual el Santo perteneció a la misma. Inocencio XII concedió a los Hermanos Menores la facultad de celebrar su fiesta con rito doble mayor.

   La devoción y culto de los pueblos para con el siervo de Dios ha ido siempre en aumento: es una prueba de ello la iconografía del Santo, tan rica y variada. Lo mismo la pintura que la escultura no han cesado desde el siglo XIV de representar a San Roque en las épocas más características de su vida: unas veces, curando a los apestados; otras, recibiendo de un ángel el anuncio de su enfermedad; ya aceptando el pan que Dios le enviara por medio del perro; ya, en fin, acabando su vida en la cárcel.

   La ciudad de Montpellier honra especialmente al santo peregrino celebrando su fiesta con gran solemnidad. Tiene allí una magnífica iglesia a la que acuden los pueblos a implorar su protección.

   Debemos decir, sin embargo, en honor de la verdad, que San Roque no es solamente conocido en Montpellier, sino popularísimo en España, Francia e Italia, donde se celebra su día con extraordinaria solemnidad.

   Hubo un tiempo en que su fiesta se guardaba como fiesta de precepto. Muchos pueblos le tienen por patrono, se le invoca especialmente como abogado contra las epidemias y epizootias, es decir, en favor de los hombres y para los casos de peste entre los animales.

 
Fresco de Jacopo Comin ("Il Tintoretto"). Scuola Grande di San Rocco, Venecia (Italia).



CUERPO DEL SANTO, VENERADO EN LA CIUDAD DE VENECIA- ITALIA.

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