Tomado de “Meditaciones para todos los días del año — Para uso del clero
y de los fieles”, P. Andrés Hamon, cura de San Sulpicio.
RESUMEN PARA LA VÍSPERA EN LA NOCHE
Consideraremos
mañana en nuestra meditación: 1°
Que el misterio de la Transfiguración debe
encender en nosotros santos deseos del Cielo; 2°
Que estos santos deseos son muy útiles al
alma.
— Tomaremos
en seguida la resolución:
1° De desprendernos de la tierra y de no amar sino las cosas del
cielo; 2º De producir a menudo
estos santos deseos en forma de oraciones jaculatorias.
Nuestro
ramillete espiritual serán las palabras de San Bernardo: “¡Qué bella eres, oh
patria mía! ¡Qué bella eres!”
MEDITACIÓN DE LA MAÑANA.
Adoremos a Nuestro Señor Jesucristo que nos revela
el esplendor de su gloria en el Tabor, para enseñarnos el desprendimiento de la
tierra y hacernos desear el Cielo, al mostrarnos la felicidad que allí se goza.
A este espectáculo, levantemos al cielo nuestras esperanzas y concibamos en
nuestros corazones grandes deseos de llegar allá. Nada más santificante.
PUNTO PRIMERO
— LA TRANSFIGURACIÓN DE NUESTRO SEÑOR NOS ENSEÑA A
DESEAR EL CIELO.
En efecto, si unos pocos rayos de gloria,
vistos por un instante y como de paso, llenaron a los Apóstoles de una alegría
tan dulce, que Pedro, fuera de sí exclamó:
“¡Cuan bueno es, Señor,
estar aquí! Permanezcamos aquí siempre, y hagamos tres tiendas: una para Vos,
otra para Moisés y la tercera para Elías”,
¿Qué será, ¡oh Jesús!, veros cara
a cara en todo el brillo de vuestra majestad, en todo el esplendor de vuestra
gloria, y esto no por algunos instantes fugitivos, como en el Tabor, sino
siempre, eternamente? Pues eternamente
contemplaremos la belleza de vuestro rostro; eternamente gozaremos de vuestra
encantadora presencia, no ya sólo en compañía de Moisés y Elías, sino con todos
los Patriarcas, profetas, Apóstoles, mártires, confesores y vírgenes; no ya
solamente en una tienda construida por hombres, sino en la misma mansión de
Dios. ¡Oh
dulce y gloriosa esperanza! ¡Oh embriagador destino! Era esto lo que
consolaba a Job y
le hacía triunfar gozoso en medio de sus padecimientos: “Yo sé —exclamaba— que vive mi Redentor;
vendrá un día en que le veré en mi carne, le contemplaré con mis ojos, y esta
confianza forma el contento de mi corazón”. Era
esto lo que hacía suspirar vivamente al Apóstol por la disolución de su cuerpo
e inspiraba a Santa Teresa estos ardientes deseos de morir. “¡Oh! ¡Cuán larga es esta
vida — Cuán duros estos destierros, —Esta cárcel y estos hierros — En
que el alma está metida! — Sólo esperar la salida — Me causa un dolor tan
fiero, — ¡Que muero por que no muero!”. Esto
era lo que hacía decir a San Gregorio Nacianceno: “Cuando considero la gran felicidad que se
gana muriendo y lo poco que se pierde perdiendo la vida, no puedo contener el
ardor de mis deseos y digo a Dios: Señor, ¿cuándo me será dado que me saquéis
de esta vida para introducirme en mi patria?” Tales deben ser también los
sentimientos de todo cristiano pues dice San Agustín: “El que no gima aquí como desterrado, no
gozará en el cielo como ciudadano”.
El que verdadero cristiano, dice en otra parte, sufre con vivir y goza con
morir; la vida le es una cruz y la muerte una alegría. ¿Son éstas nuestras disposiciones? ¿No
amamos más el destierro que la patria, la tierra que el Cielo, y no apreciamos
como una felicidad el estar largo tiempo desterrados y el entrar lo más tarde
posible en el paraíso? ¡Oh! ¡Qué inconsecuencia es la nuestra! Decimos a Dios: “¡Venga a nos él tu reino!”, y nos agrada nuestra cautividad y
buscamos cómo establecernos en ella, ¡Cual si siempre hubiéramos de vivir aquí! ¡Nos
encaminamos hacia la felicidad y no nos apresuramos para llegar a ella;
navegamos en medio de las olas y no aspiramos por llegar al puerto!
PUNTO SEGUNDO
— CUÁN ÚTILES SON PARA EL ALMA LOS SANTOS DESEOS
DEL CIELO.
1° Estos deseos consuelan en las penas de la vida y en las
dolencias del cuerpo. En
efecto, ¿Qué
son todas estas penas para un alma abrasada de los santos deseos del paraíso,
donde espera recibir una magnífica indemnización? Se dice a sí
misma: “Sufro, es verdad, pero,
¿qué es todo esto, comparado con la dicha que me espera en la gloria que gozaré
cuando mi cuerpo, transformado en un cuerpo semejante al del Salvador, se
revista de la luz como de un ropaje resplandeciente con el brillo del sol,
impasible, inmortal?
¡Bendito sea el
sufrimiento que me merecerá tanta felicidad!” 2°
Los santos deseos del Cielo desprenden de todo lo
transitorio; el alma, llena de estas grandes esperanzas, ve el mundo entero
infinitamente inferior a ella; no aspira más que a los bienes eternos del
paraíso y dice como San Ignacio: “¡Qué vil parece la tierra cuando miro al
cielo!” Estos santos deseos llenan al alma de santo entusiasmo
por la salvación, porque puede repetirse las palabras de San
Agustín:
“Si el trabajo os aterra, anímenos
la recompensa”. Cuando se piensa que la menor pena soportada cristianamente, el
acto de virtud, el menor sacrificio, la más insignificante oración bien hecha,
tendrá por recompensa un peso inmenso de gloria eterna no hay nada que cueste y
se va con alegría a todo lo que tiende a la salvación. ¡Oh! ¡De cuántas gracias nos privamos por este olvido del cielo
que nos es tan común!
Reconozcámoslo y elevemos nuestros corazones hacia arriba: ¡SURSUM CORDA!
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