Tomado de “Meditaciones para todos los
días del año — Para uso del clero y de los fieles”, P. Andrés Hamon, cura de
San Sulpicio.
RESUMEN PARA LA VÍSPERA EN LA NOCHE.
Consideraremos mañana, en el misterio la
Transfiguración: 1°
Una grande enseñanza el amor al padecimiento; 2° En el padecimiento mismo,
el origen de los mayores bienes.
—Tomaremos
las resoluciones:
1º De
sufrir sin enfado ni queja todas las cruces y contrariedades se presenten; 2º De no escuchar a la delicadeza que,
por excesivos cuidados, busca cómo sustraerse a todo lo que le estorba e
incómoda.
Nuestro ramillete espiritual serán las
palabras de San Pablo a los Hebreos: “Tengamos la mirada fija en Jesús, autor y
consumador de nuestra fe, el cual en vista del gozo que le estaba preparado en
la gloria, sufrió la cruz, sin hacer caso de la ignominia”.
MEDITACIÓN DE LA MAÑANA
Adoremos a Jesucristo en el Tabor hablando con
Moisés y Elías, no de la gloria con que resplandecía, sino de los tormentos que
tenía que padecer en el Calvario. “De la abundancia del corazón habla la boca”, y, como su corazón
estaba lleno de amor a la cruz, de ello se complacía en hablar su boca.
Agradezcámosle esta gran lección que nos da y pidámosle la gracia de
aprovecharla bien.
PUNTO PRIMERO
— EL MISTERIO DE LA TRANSFIGURACIÓN NOS ENSEÑA EL
AMOR AL PADECIMIENTO.
Parece que, en el seno de la gloria, Jesús
hubiera debido dar tregua por algunos instantes al pensamiento de padecer; pero
su corazón suspiraba tan ardientemente por el bautismo de sangre que debía
salvar al mundo, que, aun en medio de los esplendores del Tabor, parecía no
poder decir otra cosa. Jesús, Moisés y Elías conversaban, dice el
texto sagrado, de los excesivos padecimientos y de la muerte de Jesús en el
Calvario. ¡Oh! ¡Cuán propia es
esta celestial conversación para hacernos comprender lo que más debemos amar en
la tierra! En todas circunstancias, en todo tiempo, en todo lugar, debemos
meditar, amar, llevar la cruz y hablar de ella con frecuencia en nuestro
corazón, como Jesús en el Tabor con Moisés y Elías. San Pedro, a quien el Espíritu Santo
aún no había iluminado sobre la excelencia de la cruz, no piensa sino en gozar
de la dicha presente y exclama: “¡Cuan bueno es estar aquí! ¡Quedémonos y hagamos tres tiendas:
una para Vos, Señor, otra para Moisés y la tercera para Elías!” Pero el Espíritu Santo, que cuenta el
hecho, corrige pronto el escándalo, notando que San Pedro no sabía lo que
decía. Olvidaba que gozar era la herencia de la
eternidad; padecer la herencia de la vida presente; que cada cosa tiene su
tiempo; que, para sentarse un día en el trono, es preciso unirse aquí en la
Cruz; que para tener parte en la gloria de la resurrección es necesario llevar
antes la semejanza de la muerte; que, en fin, es preciso pasar por muchas
tribulaciones para llegar al Reino de los Cielos. Seríamos inexcusables,
si nos dejáramos llevar de un olvido semejante nosotros que vemos esta ley del
dolor escrita en caracteres de sangre en el cuerpo de Jesucristo; nosotros, que
hemos visto al divino Salvador saciarse, según la expresión de Tertuliano, del
goce de padecer por nosotros, y que le hemos oído declarar por su Apóstol que
algo faltaría a su Pasión, si no padecía en todos los miembros de su cuerpo
místico, como ha padecido en todos los miembros de su cuerpo natural; en
nosotros, en fin, a quienes engendró a la vida con el dolor; que hemos nacido
de sus llagas y hemos recibido en nosotros la gracia que, al par de su sangre,
mana de sus venas cruelmente desgarradas. Hijos de sangre, hijos de
dolor, no podemos salvarnos en medio de las delicias. Pidamos a Jesucristo que
nos haga comprender estas austeras verdades y nos dé el valor de ponerlas en
práctica.
PUNTO SEGUNDO
— LOS PADECIMIENTOS SON PARA NOSOTROS EL ORIGEN DE
LOS MÁS GRANDES BIENES.
1° Los padecimientos desprenden de la tierra, obligan al
corazón a elevarse al Cielo, por el malestar que le hacen experimentar aquí, el
cual le prueba que ha sido hecho para algo mejor que los bienes perecederos de
este mundo, para bienes eternos. Sin los padecimientos nuestro corazón se
perdería en el amor a las cosas presentes; sólo el padecimiento puede romper el
encanto engañoso que nos inclina hacia la tierra y hacernos reconocer que sólo
Dios es nuestro descanso, y que fuera de Él todo es vanidad y aflicción de espíritu.
2°
El padecimiento purifica la virtud, limpia de toda
mezcla y hace entrar en el feliz estado donde Dios solo lo es todo para el
corazón. Por eso Dios, cuanto más ama a un alma, menos la deja dormir largo
tiempo en suave quietud: la turba en sus vanas alegrías y le impide beber en la
corriente de los ríos de Babilonia, es decir, de los placeres que pasan.
3° El padecimiento afirma la virtud y le da el carácter de
solidez que la hace digna de Dios. Cuando el guerrero no ha estado en el
combate, es problemático su valor. No se puede contar mucho con el alma
delicada que no ha sido probada en el crisol del padecimiento. Una
contrariedad, una pérdida, una falta de atención es suficiente para hacerla
murmurar y quejarse. Piedad ilusoria, que es la falsificación de la verdadera
piedad; oro falso, que brilla al sol, pero que no resiste al fuego y se evapora
en el crisol. El alma probada por la tribulación, habituada al sufrimiento y a
la contradicción, acostumbrada al sacrificio permanece serena en medio de las
penas de la vida, besa la mano de Dios que la hiere, levanta una mirada sumisa
al Cielo y goza en sus mismas penas, en las cuales ve la prenda de la dicha
futura. Por más que la hagan sufrir las extravagancias de los juicios humanos,
las desigualdades de caracteres contrarios, las quejas del amor propio, los
disgustos o las fatigas del trabajo, permanece firme e inquebrantable, y,
cuando está más herido su pecho, ensangrentado por la contradicción, más feliz
se siente en ofrecerse a Dios como una hostia señalada con la Cruz de su muy
amado Hijo. ¿Son éstas nuestras disposiciones?
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