“Corazón perforado por la
lanza, abre el mío con el dardo de tu amor”.
VIRGEN Y RELIGIOSA CISTERCIENSE
(1256-1302).
Entre las flores de
santidad que, al finalizar el siglo XIII, esparcieron en el jardín de la
Iglesia el grato aroma de eximias virtudes, se cuenta a Gertrudis la Magna,
virgen cisterciense que debía adquirir gran celebridad por su ciencia, por su
amor divino y por las íntimas comunicaciones con que Dios la favoreció.
En su obra intitulada El Heraldo del amor
divino, se hallan cuantas noticias sabemos acerca de su vida. Cinco libros
comprende la citada obra; es el primero una especie de introducción compuesta
por una de sus compañeras de claustro. Ella misma escribió el segundo, y los
otros tres últimos han sido escritos conforme a las notas dictadas por la misma
Santa.
Nació Gertrudis el 6 de enero de 1256 en un
lugar de Alemania que hasta hoy no ha sido posible determinar. Se ignora
también el nombre y condición de sus padres. Sabemos, sin embargo, que, para
satisfacer su deseo de consagrarse a Dios, la ofrecieron generosamente al
monasterio cisterciense de Helfta, a la entrada de Eisleben, en Sajonia.
Gertrudis, contaba a la sazón tan sólo cinco años. Desde este momento
perteneció enteramente al celestial Esposo de las vírgenes. Era humilde,
obediente, dócil; hallaba en el recogimiento y la oración todas sus delicias.
Por su alegría sencilla y candorosa, por su caridad llena de finezas y por la
dulzura de su trato, se atrajo el amor y veneración de todas las religiosas del
convento y cautivó, con su delicada pureza, las miradas del Rey de los ángeles.
Muy pronto notaron sus Superiores que Dios
la había dotado de una inteligencia extraordinaria y le dieron libertad para
estudiar bajo la dirección de las religiosas más instruidas. Gertrudis aprendió
la lengua latina y estudió las siete artes liberales cuyo programa comprendía
toda la enseñanza primaria y secundaria de la época. La penetración de su
espíritu y la facilidad de su memoria, favorecidas por la exquisita pureza de
su corazón, aceleraron sus progresos en las ciencias.
En un principio hallaba tanto gusto en los
ejercicios de piedad como en el estudio; pero luego que se hubo entregado con
ardor a la lectura de la retórica y de la filosofía, empezó a sentir excesiva
afición a las ciencias profanas, con perjuicio de su fervor y devoción. Sin embargo, su corazón y su espíritu
volvieron a gozar de perfecta paz a partir del 27 de enero de 1287, en que,
según las Revelaciones, se le apareció Nuestro Señor.
Desde este día, que ella llama de su «.conversión», no se ocupó más que de
las ciencias sagradas. Se
puso a estudiar la Sagrada Escritura, la Teología, y los escritos de los Santos
Padres. Por lo demás, su modo de escudriñar la verdad, mejor parecía meditación
espiritual que estudio propiamente dicho. «No podía saciarse —dice
su biógrafa—de la suavidad admirable
que gustaba en la contemplación y en la investigación de esta luz que está
oculta en el sentido de la Escritura. Ésta, que le parecía más dulce que la
miel y más agradable que la armonía de los conciertos, llenaba su corazón de
una satisfacción y alegría casi continuas».
De este modo adquirió una doctrina
espiritual abundante y segura, acrecentada por las enseñanzas directas del
Divino Maestro, de las cuales se valió para instruir a sus hermanas y
santificar a muchas almas.
EL VERDADERO MAESTRO. — LA PRESENCIA DE
DIOS
El mismo Jesucristo quiso
ser su maestro y enseñarle muy altas verdades que sería imposible encontrar en
los libros. Derramó sobre ella luces tan puras y abundantes que, iluminada por
ese divino resplandor, le parecía vanidad y tinieblas su vida anterior,
perfecta, sin embargo, a los ojos de sus Hermanas.
Este favor fue seguido de tan íntima unión con Dios, que jamás perdía de vista
su dulce y amabilísima presencia por diversas que fueran las ocupaciones a que
hubiera de entregarse.
Vivía también en aquel monasterio otra
religiosa émula de Gertrudis en la perfección; era Santa Mectilde, hermana de
la abadesa de Helfta, Gertrudis de Hackeborn, la cual durante largo tiempo ha
sido confundida, por razón de homonimia, con Santa Gertrudis la Magna. Cantando
Mectilde un día en el coro, vio a Jesucristo sobre un elevado trono y a
Gertrudis paseándose en torno suyo, con los ojos siempre fijos en el rostro del
Divino Maestro, doquiera que fuera, y sin dejar de cumplir con la mayor
exactitud las diversas ocupaciones que le habían confiado. Como se extrañara
Mectilde ante semejante espectáculo, le dijo el Señor:
«Esta es la imagen de la vida que lleva mi
querida Gertrudis ante mis ojos: siempre anda en mi presencia, no concede
ningún descanso a sus deseos ni da tregua al celo ardiente que tiene de conocer
lo que más agrada a mi Corazón, y tan pronto ha podido conocerlo, lo pone por
obra con el mayor esmero y fidelidad. Y a pesar de eso no se detiene ahí, sino
que busca en seguida algún nuevo deseo de mi voluntad, para redoblar su celo y
practicar otros actos de virtud. De este modo, su vida entera es una perpetua
alabanza en mi honor y a gloria mía».
El único objeto de las preocupaciones de
Gertrudis era Nuestro Señor, su gloria y la satisfacción de su divina voluntad;
todo lo apreciaba desde este punto de vista; no se servía de las criaturas ni
de los dones tan preciosos que había recibido de Dios sino para dirigirlos a
este fin supremo. Nada para ella, nada para su propia satisfacción, ni para su
propia gloria; todo, en cambio, para Dios. En sus vestidos, en sus muebles y
libros, así como en todos los objetos que le estaban encomendados, sólo buscaba
la necesidad o la utilidad, y tanto más amaba una cosa cuanto mejor le servía
para honrar y complacer a Dios.
Si se le daba algún objeto del cual tenía
necesidad, lo recibía como obsequio de la mano de Dios. En fin, esta fiel esposa de Jesucristo consideraba su
propia persona como propiedad de Dios y solamente por amor de Él atendía a las
necesidades de su cuerpo y de su alma. Se miraba como un objeto consagrado al
culto divino hasta tal punto que hubiera tenido por robo e impiedad el no
emplearse únicamente en la gloria de su Dueño.
GERTRUDIS Y LA SANTA EUCARISTÍA
La sagrada Eucaristía era
como el centro de la piedad de Gertrudis, el horno donde su fervor se encendía
y renovaba cada día. Todas las acciones que ejecutaba por la mañana, antes de
la comunión, las ofrecía a Nuestro Señor como preparación para acercarse más
dignamente a la sagrada Mesa, y todas las que seguían a la comunión, en el
resto del día, se las ofrecía en homenaje como otros tantos actos de gratitud
por el beneficio inestimable que había recibido. Un día, al tiempo de acercarse
al sagrado Banquete, creyendo estar menos preparada que de ordinario, se decía
a sí misma: «Mira que el Esposo te
llama, ¿cómo harás para salir a su encuentro estando tan poco engalanada con
los adornos de los méritos que le agradan?» Recuerda entonces su debilidad y su
propia bajeza, se humilla profundamente y, poniendo toda su confianza en la
infinita bondad de Dios, se dice: ¿Por qué tardar? Aunque tuvieras mil años
para prepararte, nunca llegarías a estarlo dignamente, ya que nada
absolutamente tienes de ti misma con que puedas lograr la difícil y magnífica
preparación que Él merece; sin embargo, iré a su encuentro humilde y llena de
confianza; y, cuando me haya visto, mi amado Salvador, impulsado por su propio
amor, será bastante poderoso para enviarme los adornos que me faltaren».
Penetrada de estos sentimientos se acercó a
comulgar. Jesús se le apareció, irradiando bondad y misericordia, en una visión
simbólica. Se vio entonces revestida de una túnica morada, emblema de humildad,
de un adorno verde como la esperanza, de un manto de oro, símbolo de caridad, y
ceñida su frente con preciosa corona de pedrerías, significando el gozo que
siente Jesús al reinar en un corazón que le pertenece enteramente. Otra vez, al acercarse a comulgar, dijo a
Nuestro Señor: «Oh Señor, ¿qué vais a
darme hoy?» Y el Salvador le respondió:
“Te daré a Mí mismo, con mi esencia divina,
como la Virgen, mi Madre, me recibió en la Anunciación”.
En otra circunstancia, después de comulgar, cuando con profundo recogimiento se
ocupaba en su acción de gracias, Nuestro Señor se le presentó en forma de
pelícano con el pecho desgarrado como para abrevar a sus polluelos con la
propia Sangre. «Señor —exclamó Gertrudis—,
¿qué queréis enseñarme con esta visión?
—Quiero hacerte considerar
—dijo Jesús— de cuán excelente modo queda vivificada tu
alma para la vida eterna al recibir este divino Manjar, puesto que es
alimentada al modo como el tiernecito pelícano recibe la vida de la sangre que
brota del corazón de su padre».
Meditaba
Gertrudis, cierto día, acerca de la vigilancia que debemos tener sobre nuestra
lengua, destinada a recibir el precioso misterio de Cristo, cuando una luz
sobrenatural la instruyó por medio de la siguiente comparación:
«Aquel que consiente a su boca proferir
palabras vanas, falsas o vergonzosas, murmuraciones u otras cosas semejantes, y
se acerca a comulgar sin arrepentirse ni hacer penitencia, ese tal recibe a
Jesucristo —en
cuanto está de su parte— de igual modo que el que,
al huésped que viene a su casa, lo recibiera, en el momento de traspasar el
umbral, con una lluvia de piedras, o le aplastara la cabeza con un martillo de
hierro. El que lea esta comparación —añade Gertrudis—
considere con profundo sentimiento de
compasión qué relación existe entre tamaña crueldad de nuestra parte y tanta
bondad de parte del Señor; considere si el que lleno de misericordia viene a
salvar al hombre merece ser perseguido con tan dura crueldad por aquellos que
viene a salvar; y lo mismo digo de todos los demás pecados».
La
vidente asistía diariamente al santo sacrificio de la Misa. Un día, uniéndose
al sacerdote en el momento de la elevación de la sagrada Hostia, ofrecía ella
misma esta inmaculada Víctima al Eterno Padre como digna reparación de todos
sus pecados; entonces conoció que Jesucristo se había dignado presentar al
Padre el alma de su sierva. Y mientras ella se confundía en acción de gracias
por tan inefable bondad, Jesucristo le hizo comprender esta verdad:
cada vez que un cristiano asiste con devoción
a la santa Misa, pensando en la Víctima que por nuestra salvación se inmola
sobre el altar, Dios Padre le considera con misericordia a causa de su
complacencia por la Hostia tres veces santa que se le ofrece en el inefable
Sacrificio.
«TODAS TUS PETICIONES SON
ESCUCHADAS»
Leemos en El Heraldo del amor divino que, un año en que el frío amenazaba destruir a los
hombres, animales y cosechas, acudió Gertrudis al Señor durante la Misa
encomendándole éste y otros asuntos. Acabada
su oración, tuvo la siguiente respuesta: «Hija, has de saber que
todas tus peticiones son escuchadas. —Señor —repuso
la Santa—, dadme la prueba de esta
bondad haciendo que cesen los rigores del frío». Al salir de Misa halló los caminos
inundados de agua producida por el deshielo y por las nieves derretidas. Con
general admiración, el tiempo favorable se mantuvo, comenzó la primavera y
siguió sin ninguna interrupción.
Muchas
veces obtenía Gertrudis la asistencia divina milagrosamente y como por
diversión. Si, por ejemplo, trabajaba sentada sobre un montón de paja y se le
iba la aguja de las manos, decía para que todos la oyeran: «Señor, puesto que todo el trabajo que yo me
tomara para buscarla resultaría inútil, buscádmela Vos mismo».
Luego, sin mirar siquiera, alargaba la
mano y la recogía al instante de en medio de la paja, cual si la estuviera
viendo.
EL CORAZÓN DE JESÜS Y EL CORAZÓN DE
GERTRUDIS
Las revelaciones del Divino Maestro a
Gertrudis parecen como el preludio de las que debía hacer cuatro siglos después
a Santa Margarita María sobre la devoción a su Corazón Divino. Varias veces le
descubrió las maravillas de este sagrado asilo abriéndoselo como refugio seguro
y manantial inagotable de gracias. Le presentó cierto día su divino Corazón
bajo la forma de un incensario de oro, del cual subían hasta el Padre celestial
tantas columnas de perfumado incienso como son clases de hombres por los que
Jesús dio su vida.
Estando
otra vez la Santa en oración, como a pesar de los esfuerzos que hacía para orar
con atención no lograra evitar las distracciones que por efecto de la humana
debilidad le asaltaban, decía entre sí, sumida en grande aflicción: « ¡Qué fruto puede
esperarse de un ejercicio hecho con tal disipación de espíritu?» Entonces, Jesús, para consolarla le
mostró su Corazón en forma de ardiente lámpara, y le dijo:
«He aquí mi Corazón, las delicias de la
Santísima Trinidad: te lo presento para que, llena de confianza, le pidas que
cumpla en ti lo que no puedes hacer por ti misma; recomiéndale todas tus
acciones para que Él las haga perfectas a mis ojos; desde hoy, este Corazón
está siempre dispuesto a socorrerte y a reparar los defectos de tu
negligencia». Con lo que la Santa
recobró la paz y se llenó de alegría.
«Señor mío Jesucristo —exclamaba con muchísima frecuencia—,
por vuestro Corazón perforado por la lanza, os
ruego abráis también el mío con los dardos de vuestro divino amor».
Su ruego fue pronto satisfecho. Como en otro tiempo Francisco de Asís.
Gertrudis recibió en su corazón la impresión de los sagrados estigmas; era el
segundo año, o tal vez el primero de lo que ella llamaba «su conversión».
En
los escritos de la Santa se lee así: «Vi cómo de la llaga de
la mano derecha del Crucificado salía un rayo de fuego que, cual aguda flecha,
hizo una herida en mi pecho. Desde entonces, ¡oh Dios mío!, jamás he sentido
que os hayáis separado de mi corazón. Cada vez que entraba dentro de mí, segura
estaba de encontraros allí presente porque habíais herido mi alma con llaga de
amor tan profunda, que a pesar de mi indignidad, nunca Vos me abandonabais. ¡Oh
amor mío!, ¡mi Rey, mi Dios!, en la hora de mi muerte, tomadme bajo el amparo
de vuestro Corazón sacratísimo. ¡Oh amor!, el impulso de mi corazón hacia el
vuestro es tal que constituye su tormento; abridme la entrada saludable de
vuestro amabilísimo Corazón; he aquí el mío, posesionaos de él, unidlo
íntimamente al vuestro, ¡oh Jesús!; que vuestro Corazón deífico, traspasado ya
por mi amor y sin cesar abierto a todos los pecadores, sea para ellos el primer
lugar de su refugio y también el de mi alma cuando saliere de mi cuerpo».
En otro lugar de sus escritos, dando gracias
al Señor por todas sus bondades, continúa Gertrudis en estos términos:
«A tantos favores habéis
añadido una señal inestimable de vuestra amistad y de vuestra familiaridad
dándome de diversas maneras vuestro Sagrado Corazón para que sea manantial
abundante de todas mis delicias; ya ofreciéndomelo como un don puramente
gratuito, ya, por una muestra más sensible de vuestra familiaridad, cambiando
el vuestro por el mío.»
Una vez Gertrudis se sintió milagrosamente atraída hacia el
Corazón de Jesús y descansó en él por espacio de una hora en las delicias de un
éxtasis maravilloso. En fin, ese misericordiosísimo Salvador dijo un día a
Santa Mectilde, compañera e imitadora de nuestra Santa:
«No podrás tú encontrarme en un lugar que me
sea más grato y conveniente, que en el Sacramento del Altar y en el corazón de
mi amada Gertrudis».
HUMILDAD Y SUFRIMIENTO
A pesar de tantos y tan extraordinarios
favores, nadie pudo jamás —dice
su biógrafa— notar en ella el menor movimiento de
orgullo o de propia complacencia. Consideraba hasta lo más nimio de sus
defectos para humillarse siempre más y más. Cuantos mayores eran las gracias
que recibía, más se humillaba ante la infinita bondad de Dios, reconociendo que
todo lo debía a su pura misericordia, y se tenía por la más ingrata y
despreciable de todas las criaturas. «Ah, Señor —exclamaba—;
de todos los milagros que Vos obráis ninguno
me parece tan grande como el prodigio de que soporte la tierra a una pecadora
tan miserable como yo».
AI igual que todas las almas abrasadas del
amor divino, sentía grandísimo deseo de padecer por Dios, de tal modo que nada
le parecía más triste que no tener pena que sufrir por su amor. Por eso se
imponía tan rigurosas penitencias y aceptaba con alegría las enfermedades que
Jesús le enviaba.
La pasión del Salvador era el objeto
principal y continuo de sus meditaciones. A menudo le concedía el Divino
Maestro luces espirituales acerca de la inmensidad y extensión de sus
sufrimientos; y aun se dignó grabar espiritualmente sus llagas en el corazón de
Gertrudis. Un Viernes Santo, dijo a su
divino Rey: «Enseñadme, os suplico,
oh única esperanza de mi alma, por qué medios podría yo conocer mejor el
beneficio de vuestra Pasión adorable». Jesús
le respondió:
«Aquel que renuncia a su
propio juicio para someterse al parecer de otro, me consuela de mi cautividad y
de los ultrajes que la acompañaron. Confesarse humildemente culpable, cuando
uno es acusado, es reconocer dignamente el amor que me hizo aceptar una
sentencia injusta.»
LAS «REVELACIONES». —
MUERTE Y CULTO
El celo por la salvación de las almas
redimidas por la sangre de Jesucristo, apasionaba la de Gertrudis. Se la veía ante el Santísimo Sacramento o a
los pies del crucifijo, implorar con abundantes lágrimas la salvación de los
pobres pecadores. Sus cortas exhortaciones se encaminaban al único fin de
procurar la gloria de Dios y hacerle amar de todos.
Únicamente con el mismo objeto y por
orden del Señor, emprendió en 1289 la redacción de sus Revelaciones, que
completó hacia el año 1300, y cuyo texto fue aprobado, en vida de la Santa, por
los teólogos más famosos de aquel tiempo.
Aun no se ha podido determinar con exactitud la fecha ni
las circunstancias precisas de la muerte de Gertrudis; sin embargo, los
historiadores en general concuerdan en fijarla hacia 1302 o 1303. Un miércoles
de Pascua, durante la comunión oyó que le decían: «Ven, electa mía, y yo haré de ti un trono». Algún
tiempo después, a los padecimientos que habitualmente sufría, vinieron a
juntarse dolores hepáticos que la torturaron durante varios meses. Bien oportunamente había escrito para
provecho de los demás una preparación sobre la muerte. Consistía ésta en un retiro de cinco días, el
primero de los cuales estaba consagrado a considerar la última enfermedad, el
segundo a la confesión, el tercero a la Extremaunción, el cuarto a la Comunión
y el quinto a disponerse para la muerte. Empezó la Santa con todo fervor a
practicar este santo ejercicio, al modo como lo había enseñado a los demás. La
muerte, según la tradición, la sorprendió durante un éxtasis poniendo así
término de una manera suave a los sufrimientos que desde hacía largo tiempo
sobrellevaba. Acaeció, según se cree, el 15 de noviembre.
La
publicación que en 1536 hizo el cartujo Juan Lanspergio de una edición latina
de las Revelaciones,
las traducciones y extractos que a ella
se siguieron y la estima que demostraron maestros de la talla de Santa Teresa y
San Francisco de Sales, promovieron un culto —bastante restringido en un
principio— cuya primera concesión fue
otorgada por Paulo V en 1606. Clemente XII lo extendió a la Iglesia universal
el 9 de mayo de 1739, después de su inscripción en el Martirologio romano. Se celebra la fiesta de Santa Gertrudis el día
17 de noviembre.
EL
SANTO DE CADA DIA
POR
EDELVIVES
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