San Gregorio, llamado antes Teodoro, fue célebre por su
ciencia y más aún, por los muchos y portentosos milagros que obró en vida.
Sus mismos contemporáneos le dieron el nombre de Taumaturgo, que en
griego quiere decir obrador de milagros.
Conocemos
dos biografías de este santo obispo, una escrita en siríaco por autor desconocido, la otra, en
griego, por San Gregorio Niceno. Ambas
traen innumerables hechos maravillosos, parte de los cuales refiere también San Basilio. Estos dos últimos autores,
que eran hermanos, oyeron contar a su abuela
Santa Macrina, con la que se criaron en su niñez, lo que ellos traen de San Gregorio. Santa Macrina conoció al
insigne taumaturgo, siendo de él enseñada. No puede aceptarse en su
totalidad este florilegio de milagros que comienza en vida del Santo y se
prosigue después de su muerte; pero sería exageración y temeridad rechazarlos
todos, mirándolos como pura leyenda. Sea lo que fuere, aunque esos prodigios no
constituyan un documento histórico, nos dan a conocer a un varón eminente, cuya
influencia fue por demás provechosa para la sociedad de entonces, y cuya fama
llenó el ambiente de aquella época.
DISCÍPULO DE ORÍGENES. — ESTANCIA EN
ALEJANDRÍA
En
Neocesarea —hoy día Niksar—, en el Ponto Polemoniaco, nació Gregorio el año 210. Sus
padres eran nobles y ricos, pero gentiles. Siendo de catorce años de edad
perdió a su padre. El mismo Santo dice que ya en aquella edad alumbró su alma
un rayo de la divina gracia que le descubrió la falsedad de la religión pagana.
La madre le dedicó al estudio, conforme a lo
ordenado por su padre antes de morir. Le destinaban a la abogacía, y así
estudió retórica con notable provecho, y también la lengua latina y el derecho
romano. Era tan amante de la verdad, que por nada de este mundo ensalzaba y ni
aun por mero ejercicio oratorio, aquello que no era realmente digno de
alabanza. Pronto le trajo la Divina Providencia al conocimiento de la verdad.
Tenía Gregorio un hermano menor, San
Atenodoro, que fué obispo en el Ponto y padeció por Cristo por
los años de 270, y una hermana, casada
con un magistrado asesor del gobernador de Palestina. Quiso esta hermana
partirse para Cesarea donde a la sazón residía su marido; como viajaba por
cuenta del Estado y tenía derecho a llevar consigo algunas personas, la acompañaron
sus dos hermanos, los cuales pretendían completar sus estudios jurídicos en la
famosa escuela de Derecho romano de la ciudad de Berito, hoy día Beirut.
Llegaron a Cesarea por los años de 231. Había en dicha ciudad una escuela
recién abierta por Orígenes. A ella acudían muchísimos discípulos, atraídos por
la fama del ilustre filósofo. Gregorio y
Atenodoro fueron a oírle. Quedaron admirados de la doctrina y virtud del
eminente maestro, y determinaron permanecer en Cesarea. Orígenes les hizo
estudiar Filosofía, trabajó denodadamente para traerlos al deseo de conocer y
poseer el soberano bien, les instruyó con especial esmero, y acabó convirtiéndolos
de veras al cristianismo.
Gregorio
nos dejó en sus escritos el magnífico plan de estudios que siguió por voluntad
de su ilustre maestro.
La violentísima persecución de Maximino
Tracio, que inundó de sangre el imperio romano por los años de 235 a 238,
obligó a Orígenes a alejarse de Cesarea. Entonces Gregorio, sin duda por
consejo de su maestro, fué a continuar los estudios a la ciudad de Alejandría.
Aunque sólo era catecúmeno, llevaba vida muy compuesta y ejemplar. Los demás
estudiantes la miraron como tácita reprensión de sus vicios, y determinaron
infamarle. Para ello, se concertaron con una mujerzuela lasciva, la cual entró
un día donde estaba el santo mozo tratando una cuestión filosófica con sus
amigos y, con grande desenvoltura, le pidió el precio de la torpeza que con
ella había cometido. Al oír semejantes embustes, los amigos del Santo quisieron
echarla de allí como mujer infame; mas él con semblante sereno dijo a su
criado: «Dale lo que pide para
que no nos interrumpa la disputa que tenemos entre manos».
Con esto empezaron algunos amigos a sospechar
de su inocencia; pero al punto que la mujer tomó el dinero en la mano, entró en
ella el demonio, con lo que se arrojó al suelo en medio de horribles
convulsiones y con los ojos desencajados. Y así se estuvo hasta que Gregorio
hizo oración por ella y la libró del maligno espíritu. Este fué su primer
milagro.
PANEGÍRICO DE ORÍGENES. — OBISPO DE
NEOCESAREA
Con la muerte del emperador acaecida el año
238, se extinguió el fuego de la persecución, y Orígenes volvió a Cesarea.
Gregorio acudió otra vez junto a su amado maestro y acabó de instruirse en los
misterios de la religión cristiana. Habiendo recibido el bautismo, se dispuso a
volver a su patria; mas antes quiso despedirse, en presencia de una magna
asamblea, del amado maestro que le enseñara a adorar al Dios verdadero. El
discurso que pronunció en esta ocasión, se considera, y con razón, como uno de
los más elocuentes que nos ha dejado. Es además de muchísimo valor para la
Historia, porque en él bosqueja el autor el relato de los años de su juventud y
de su vida escolar hasta que llegó a Cesarea, y el de sus relaciones con
Orígenes; en él da cuenta, además, del sistema de enseñanza del insigne doctor,
y apunta con interés los principios y métodos que reinaban en aquella época en
las Academias; finalmente, expresa muy conmovido su agradecimiento al Señor, a
su ángel custodio que le condujo a Cesarea, y al incomparable maestro que abrió
su alma a la luz de la verdadera fe. Termina suplicando le conserve su amistad
y le ayude con sus oraciones.
A poco de volver a Neocesarea, entre los
años 238 y 243, Gregorio recibió de Orígenes una carta en la que aquel ilustre
ingenio le llama santísimo señor suyo y verdadero hijo. Le exhorta sobre todo a
cultivar la ciencia de la Sagrada Escritura, que debe ir a la cabeza de toda
verdadera ciencia. «Emplea el talento que de
Dios has recibido en defender la religión de Cristo —le
dice— y para ello, ten cuenta
con juntar siempre la oración al estudio».
Gregorio siguió fielmente aquel consejo. Su arma principal fué siempre la oración. Con ella obró portentosos milagros y muchísimas
conversiones.
Deseosos sus conciudadanos de guardar
consigo a un varón de tan grande ingenio y sabiduría, le ofrecieron los
primeros cargos de la ciudad; pero el Santo, movido de la
divina gracia, siguió el consejo del Evangelio, vendió cuanto poseía, repartió
el precio a los pobres y se retiró a la soledad.
Fedimo, metropolitano de la provincia del
Ponto, obispo muy santo y favorecido con el don de profecía, determinó hacer
obispo a Gregorio, por juzgar que aunque joven era ya muy eminente en virtud y
letras. Mas en sabiéndolo el Santo, huyó de una soledad en otra, para eximirse
de aquel peso que juzgaba ser mayor que sus fuerzas. Fedimo no desistió de su
intento, antes mandó a Gregorio que aceptase el obispado de Neocesarea, ciudad
rica y populosa cuyos habitantes eran tan perversos que parecía punto menos que
imposible el convertirlos. Sólo había en ella diecisiete cristianos; los demás
eran todos gentiles.
Tanto apuró Fedimo a Gregorio que, al fin,
temeroso éste de resistir a la voz de Dios, se rindió y aceptó el obispado.
Rogó a Fedimo que le concediese una temporada para disponerse a recibir la
unción santa, y fué consagrado al cabo de ella. Sucedía esto por los años de
240.
UNA APARICIÓN. — SÍMBOLO DE SAN
GREGORIO
Fue quizá en ese tiempo
de retiro preparatorio al episcopado, y estando una noche en oración, cuando se
le aparecieron la Virgen Santísima y el apóstol San Juan para desvanecer los
excesivos temores de su alma. San Juan, por mandato de la Reina del cielo, le
enseñó cuanto había de creer respecto a los misterios de la Santísima Trinidad
y la Encarnación.
Gregorio
escribió inmediatamente las revelaciones del santo Evangelista, y ellas fueron
en adelante la regla de todas sus predicaciones. A
este escrito suele llamársele el Símbolo de San Gregorio. Muy pronto autorizaron este Símbolo San Basilio,
San Gregorio Niceno, San Gregorio Nacianceno, Rufino y otros ilustres
escritores eclesiásticos, utilizándolo y difundiéndolo entre los cristianos. El
amor grande que los fieles de Neocesarea profesaban al Credo de San Gregorio,
los libró de caer en el error de los pelagianos.
Fortalecido con la visión celestial y
desvanecida ya sus temores partió Gregorio para Neocesarea. En tales correrías llegó a un templo de
Apolo y, porque llovía y era ya de noche, paró en él. Era un templo célebre y
muy frecuentado por las respuestas que en él daba el espíritu maligno.
Purificó el templo Gregorio con la señal de la cruz y
rezó el Oficio divino, con lo que los demonios huyeron de aquel lugar. A la
mañana siguiente partió de allí el Santo y prosiguió su marcha. El sacerdote
pagano, como de costumbre, fué al templo aquel día para hacer sus ofrendas y
sacrificios; invocó a los demonios, pero ellos, desde fuera, le respondieron
que no podían entrar, porque el hombre que allí había pasado la noche los había
obligado a retirarse. El sacerdote se fué tras Gregorio y le alcanzó. Con
grande furor le dijo que le iba a acusar al magistrado y aun al emperador.
Gregorio le respondió que, por ser siervo de Dios, tenía poder para echar los
demonios de donde quisiese. Muy admirado, le dijo entonces aquél: «Pues haz que tornen al templo donde estaban,
para que yo entienda que tienes tan gran potestad». Convino en ello el
Santo; en un trozo de pergamino escribió estas solas palabras; «Gregorio a Satanás: Entra». Lo llevó el
sacerdote, lo puso sobre el altar, y luego le respondieron los demonios como
solían.
Asombrado por tal suceso, fuese al punto a
Gregorio, y le rogó que le declarase quién era aquel Dios a quien los mismos
demonios obedecían. El Santo le explicó las verdades de la religión cristiana.
Como el pagano se negara a creer el misterio de la Encarnación, le dijo el santo
obispo que los misterios de la fe no se confirman con palabras sino con
milagros. Señaló al sacerdote una peña grandísima, y rogó al Santo la
trasladase a otra parte. Gregorio mandó a la peña, la cual obedeció al
instante. Con este milagro se convirtió el pagano, y, dejando el culto de los
ídolos, patria y familia, se fué en pos del Santo para ayudarle en sus trabajos
apostólicos.
CONVERSIONES Y PRODIGIOS. — NUEVOS
SUCESOS
Llego el Santo a Neocesarea, donde le había
precedido la fama de tan estupendos prodigios, y allí fué recibido con grande
alborozo de toda la ciudad. Su corazón ardía en llamas de celo y caridad, por
lo que no perdonó medios para desempeñar dignamente el ministerio pastoral.
Aseguró el fruto de su apostolado merced al extraordinario don de milagros con
que le favoreció el Señor. Desde el primer día predicó ya al pueblo y convirtió
bastantes gentiles como para formar un importante grupo de cristianos
fervorosos. Al siguiente día curó a muchísimos enfermos. A poco de hallarse en
la ciudad, había ya en ella tantos cristianos, que fué menester edificar una
iglesia. Todos pusieron con afán manos a la obra, unos con sus limosnas, otros
con su trabajo. Refieren los historiadores que el lugar destinado a esta iglesia
era insuficiente por hallarse estrechado entre un río y un monte. El Santo pasó
la noche en oración, y todos vieron al día siguiente cómo el monte había
retrocedido para dar lugar al edificio.
Fruto de las conversiones sin número
logradas por Gregorio, fueron la observancia de las leyes, la paz y la
tranquilidad.
Dos mozos hermanos, ricos y recién
heredados, pleiteaban sobre quién de ellos había de ser señor de una laguna,
queriendo cada uno serlo sin admitir compañero. Gregorio echó mano de algunos
medios de conciliarlos; pero, en vano. Creció tanto la discordia, que
determinaron resolver aquel negocio por las armas. Para evitar que viniesen a
las manos, hizo el Santo oración, y la laguna se secó de repente.
El río Lico —llamado hoy día Casalmac— que
nace en los montes de Armenia, pasaba al pie de los muros de Neocesarea. Venía
a veces en invierno tan caudaloso y con tal furia que, saliendo de madre,
arrebataba árboles, mieses, ganados y hasta las mismas casas, dejando en la
miseria a sus moradores. Se movió a compasión el Santo, fué al rio, puso en la
ribera el báculo que llevaba en la mano y mandó a las aguas, en nombre de Dios,
que nunca pasasen aquel límite. Refiere San Gregorio Niceno que, desde ese día hasta
su tiempo, no salió aquel río de madre. El báculo prendió en la tierra y se
hizo un árbol grande.
Al levantarse la persecución de Decio contra
la Iglesia de Neocesarea por los años de 250 o 251, juzgó Gregorio que lo que
más convenía a los fieles era alejarse de la ciudad para salvar su fe y su
vida, y así se lo aconsejó. Él mismo huyó y se fué a un monte cercano para
burlar las pesquisas de los magistrados. Era a la sazón prudente obrar de
aquella manera, porque si bien las conversiones habían sido numerosas en los
años de paz, aquellos nuevos cristianos estaban todavía poco cimentados en la
fe, y tenían mandado los gobernadores dar muerte a los confesores de Cristo
sólo después de emplear todos los medios para hacerles apostatar. Sin embargo,
algunos fieles que no pudieron huir, padecieron glorioso martirio por Cristo,
siendo ello de grandísimo consuelo para el Santo.
Por otras adversidades había de pasar en
breve la ciudad. En el verano de 252, se declaró una espantosa peste que hizo
estragos por espacio de doce años diezmando el imperio romano. Cundió el azote
hasta la provincia del Ponto donde murieron muchísimos apestados. La caridad
que mostraron los cristianos en esta circunstancia, hizo contrapeso a la
cobardía de los gentiles. Finalmente, el santo prelado alcanzó con sus
oraciones la cesación de la peste en Neocesarea, y muchísimos idólatras se
convirtieron al ver que el siervo de Dios tenía gran valimiento en la divina
presencia, hasta el punto de haber conseguido vencer aquella horrible enfermedad.
LA EPÍSTOLA CANÓNICA. — VIRTUDES DEL
SANTO
Por los años de 253 a 254, los godos
invadieron y saquearon el Ponto y Asia Menor. Fué una época de confusión y
desorden. Hubo cristianos que se atrevieron a tomar el bien ajeno o a comprar
lo robado a otros, so pretexto de que los bárbaros les habían despojado de lo
suyo. Cuando, movidos del remordimiento, acudieron al tribunal de la
penitencia, no supieron muchos sacerdotes qué expiación imponer a quienes de
aquel modo habían quebrantado la moral y disciplina cristianas. Un obispo
anónimo del Ponto, preguntó a Gregorio cómo había de tratar a los cristianos
que se confesasen de actos de aquel género. El obispo de Neocesarea le
respondió con su Epístola canónica, documento notable escrito a fines del año
254. Es uno de los monumentos de casuística más antiguos; da a conocer la
constitución interna de la institución de la penitencia; determina claramente
qué norma se debe seguir para imponer las penitencias y satisfacer a la
justicia, y muestra la cordura e indulgencia de Gregorio en el gobierno y
dirección de las almas. San Agustín siguió más adelante aquellas mismas máximas
de justicia y caridad.
En expresión de San Basilio, fué el santo
obispo Gregorio varón lleno del mismo espíritu que los apóstoles y los profetas.
Toda su conducta llevaba el sello de la perfección evangélica. En sus
ejercicios devotos era sumamente modesto y respetuoso. Siempre oraba con la
cabeza descubierta; era muy recatado y sencillo en el hablar, y odiaba la
mentira, la sutileza y demás artificios no conformes con la verdad llana y
total. No arraigaron en su alma ni la envidia ni la soberbia. Todo cuanto
parecía herir la caridad o menoscabar la fama del prójimo, le afligía
sobremanera; dueño siempre de sí mismo, resistía varonilmente a los empujes de
la cólera, sin soltar jamás palabra alguna de rencor o descontento.
Gregorio intervino en la elección del obispo
de Comana; mientras se hallaban los fieles de aquella Iglesia pensando y
averiguando los méritos de algunos candidatos, supo él, por divina revelación,
la rara sabiduría ciencia y eminente santidad de un solitario que, siendo gran
filósofo, había tomado una como máscara de hombre vil y se hecho carbonero en
la ciudad. Le mandó traer y le nombró obispo de Comana. Fué el glorioso mártir San Alejandro el Carbonero.
Gregorio y su hermano Atenodoro asistieron por los años
264-265 al Concilio de Antioquía que examinó los errores y conducta de Pablo de
Samosata, y fueron los primeros en aceptar las decisiones de la docta asamblea.
MUERTE DE GREGORIO
No se sabe exactamente en qué año murió este
bienaventurado obispo. La opinión más probable es que fué su muerte por los
años de 270. La Iglesia ha puesto su fiesta a 17 de noviembre. Conociendo
Gregorio que se llegaba su dichoso tránsito, mandó que le informasen del número
de gentiles que había en Neocesarea: eran sólo diecisiete. Alzó entonces los
ojos al cielo suspirando, y derramó muchas lágrimas pensando que había en su
diócesis quien no practicaba la verdadera religión. Pero al mismo tiempo alabó
y agradeció al Señor, porque habiendo hallado sólo diecisiete cristianos a su
llegada a la ciudad, no dejaba al morir sino diecisiete gentiles, y le suplicó
que convirtiese a los unos y diese perseverancia a los otros.
Rogó después a sus amigos que no sepultasen
su cuerpo en sepulcro propio ni hecho para él, sino en el cementerio común. «No he tenido en vida
casa propia y he pasado por el mundo como extranjero; no quiero perder este
título después de muerto. No pongáis en ningún lugar el nombre de Gregorio. La
sola herencia que anhelo es aquella que no levante sospechas de haber estado yo
apegado a cosa alguna de este mundo».
SUS ESCRITOS
Solo escribió San Gregorio algunos tratados
prácticos sobre asuntos del ministerio pastoral. Pero tuvo tal fama de sabio y
santo que, algunos copistas poco instruidos, y sobre todo algunos herejes
atrevidos, principalmente los apolinaristas, le atribuyeron no pocas obras,
usurpando el nombre del Santo para autorizar y difundir sus errores. Sólo se
conocen seis escritos auténticos de San Gregorio. Además del Panegírico de Orígenes, el Símbolo y la
Epístola canónica ya citados, tiene una Paráfrasis del Eclesiástico, que San Jerónimo encomia como muy
provechosa; el Escrito a Teopompo acerca
de la impasibilidad y posibilidad de Dios, diálogo filosófico contra el
error pagano que sostenía que la impasibilidad de Dios implica necesariamente
la indiferencia divina respecto a la suerte de los hombres. El Diálogo con Eliano, tratado sobre la
teodicea cristiana, apuntaba a convertir un pagano así llamado; pero esta obra
se perdió, como también algunas cartas del Santo.
De
los escritos que pueden atribuírsele con alguna limitación, son: el Breve tratado del alma, una homilía
que expresa manifiestamente el dogma de la perpetua virginidad de María, otra
sobre la Madre de Dios, y, finalmente, otros muchísimos fragmentos. El conjunto
de estas obras le mereció el dictado de Padre de la Iglesia.
EL SANTO DE CADA DÍA
POR
EDELVIVES
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